27

CABRILLO estaba sentado en el centro de operaciones, cuando recibió la llamada de Mark Murphy, que le convocaba en la sala de juntas del Oregon. Consultó la hora en la pantalla principal. Sus frikis favoritos habían rebasado el plazo señalado en tan sólo tres horas.

Ya habían amarrado en el nuevo puerto de Taipei, posados como un patito feo entre dos hermosos cisnes, que adoptaban la forma de cruceros dedicados a escupir pasajeros que iban a pasar el día visitando la capital de Taiwán. El camión de los proveedores ya había llegado al muelle, y al cabo de una hora de su llegada ya habían subido a bordo las cajas de productos perecederos y otros alimentos.

Juan Cabrillo cabeceó en dirección al oficial de derrota para comunicarle que estaba al mando y se dirigió a la sala de juntas. Murph y Stone tenían pinta de no haber dormido desde que Linc les había devuelto el ordenador. Ambos hombres tenían los ojos enrojecidos con grandes ojeras. Pero también sonrisas de oreja a oreja.

—¿Debo deducir que hay buenas noticias? —preguntó Juan, al tiempo que tomaba asiento a la cabecera de la mesa.

—Oh, sí —contestó Mark—. Acabamos de vaciar la última cuenta de Kenin. En total, tenía cincuenta millones en diversos centros bancarios de todo el mundo, las Caimán, Dubái, Luxemburgo, lo que se te ocurra.

—Bien hecho —dijo Juan—. ¿Qué sabéis de la existencia de otro barco furtivo? ¿Construyeron alguno más?

—Seguro —confirmó Eric Stone—. China pagó veinte millones por él, y además pagaba los gastos del lujoso refugio de Kenin en Shanghái.

En casi todos los casos, a Cabrillo le encantaba acertar en sus suposiciones. Hoy no. La noticia le heló el corazón, porque aquello significaba que China se sentía lo bastante envalentonada para utilizar esta nueva arma contra un objetivo estadounidense.

—Fueron construidos en 1989 —añadió Stone—. Al principio, los rusos querían construir uno para cada uno de nuestros grupos aeronavales. Pero abandonaron el proyecto después de que sólo se construyeran dos. Estaban acumulando polvo en un astillero, y daba la impresión de que todo el mundo se había olvidado de ellos. Kenin los descubrió hace dos años Y los mandó reequipar, añadiendo nueva tecnología descubierta en el dragaminas de Tesla. Sabía que los chinos serían sus únicos clientes en potencia, y los cortejó durante meses. Por fin, llegaron a un acuerdo más o menos al mismo tiempo que se hablaba en los medios por primera vez de la disputa por los yacimientos de gas.

La coincidencia en el tiempo le pareció acertada a Cabrillo. Los chinos sabían que, si se ceñían a su plan, la Marina estadounidense intervendría. Necesitaban algo para repeler una intervención estadounidense sin desencadenar la Tercera Guerra Mundial. En su opinión, Kenin tendría que haber pedido más dinero. Pero el ruso ya tenía más dinero del que podría gastar durante el resto de su vida, de modo que ¿para qué molestarse en pedir algo que no vas a necesitar?

—¿El ordenador contiene las especificaciones técnicas?

—Lo siento, presidente —dijo Eric con aire abatido—. Abrimos todos los archivos del ordenador. Había uno que describía las añagazas que utilizó para engatusar a los chinos, pero nada acerca del funcionamiento del arma o qué maquinaria había recuperado del barco de Tesla.

—Seguiremos en ello, Presidente —contestó Mark—, pero pinta mal. A Kenin no le interesaban los detalles técnicos. Le daba igual cómo funcionara el barco, sólo que funcionara.

—De acuerdo —dijo Juan—. Gracias a los dos. Habéis hecho un buen trabajo. Id a descansar.

Abrió un mapa del mar de la China en la pantalla grande situada al fondo de la sala de juntas, y trató de introducirse en la mente del hombre que se hallaba al mando del barco furtivo. Necesitaba posicionarse de antemano delante del grupo aeronaval y dejar que se acercara a él, puesto que su estela sería visible cuando el barco estuviera en movimiento, y sin duda llamaría la atención de un piloto de la patrulla aérea de combate. Todo dependería de la habilidad para seguir al grupo aeronaval y proyectar su rumbo, una tarea sencilla debido a la constelación de satélites espía chinos.

Overholt podría revelarle el rumbo del grupo aeronaval, de modo que contaría con la misma información que su contrincante. La pregunta fundamental era: ¿a qué distancia de las islas en disputa querría yo acabar con mi presa? Cuanto más lejos, mejor. Sin embargo, eso disminuye las probabilidades de los barcos que se mantienen en el rumbo proyectado. Zigzagueaban a intervalos aleatorios, al tiempo que seguían un curso inalterable en dirección oeste.

Imaginó una docena de escenarios y encontró una docena de lugares donde esperar. Era infructuoso, pero revelador al mismo tiempo. Infructuoso porque, después de más de dos horas de contemplar el mapa, no se hallaba más cerca de encontrar la solución, y revelador porque demostraba lo desesperadamente importante que era aquello para los chinos. Si el portaaviones llegaba a la zona, cualquier esperanza de tomar las islas por la fuerza se desvanecería.

Los chinos habían estado utilizando la táctica de desgastar a la flota japonesa con la esperanza de que abandonaría la zona, y de esa forma podrían reclamar las islas. Tal como el mundo había visto con los portaaviones que recorrían el golfo Pérsico durante casi dos décadas, es imposible desgastar a la armada de Estados Unidos.

El capitán Kenji Watanabe apuntó al H-6 con su visor y apretó con mucha suavidad el disparador de la palanca de mando. No pasó nada. Pero él ya lo sabía. No había armado los sistemas armamentísticos de su F-16. Pasó por debajo del avión nodriza de dos motores, mientras un caza J-10 repostaba combustible.

Si bien el J-10 era un avión moderno que parecía un cruce entre su Fighting Falcon y el sueco Gripen, el avión nodriza era un antiguo diseño soviético de los años cincuenta. Como gran parte de la flota aérea china, era una imitación construida bajo licencia, y no duraría ni cinco minutos en un combate real. Ni siquiera el J-10 podía compararse con el F-16. Tenía alcance limitado, de ahí la necesidad de abastecimiento constante mientras el avión cruzaba los cielos alrededor de las islas Senkaku, y el F-16 era mucho más manejable.

La auténtica ventaja de Watanabe era el hecho de que tenía diez veces más horas de vuelo que el piloto chino.

Era lo bastante veterano para conceder amplio espacio al avión conectado para que llevara a cabo la difícil operación. Los chinos sólo habían perfeccionado en fecha reciente el abastecimiento por aire, de modo que los pilotos no tenían mucha experiencia. Era absurdo provocar un accidente con su estela. Watanabe dio la vuelta para colocarse detrás de los aviones conectados. De esa forma, cuando el J-10 Dragón Vigoroso se separara de la gasolinera volante, estaría en su seis. El último caza chino al que Kenji había hecho eso no se lo había podido sacar de encima, hasta que al fin había desistido y regresado a la base. El veterano piloto se sentía confiado en que este nuevo aspirante chino no sería mucho mejor.

El F-16 de ala en flecha descendió de repente cuando topó con una turbulencia atmosférica. El piloto del J-10 tendría que haber retrocedido e interrumpido la conexión con el avión nodriza, pero en cambio intentó quedarse con el avión de mayor tamaño y sobrecompensar. Ante el horror de Watanabe, los dos aviones chocaron, para luego saltar por los aires en una nube de fuego que floreció como un segundo sol. Hizo descender su aparato hacia la izquierda, con el fin de esquivar la devastación, pero aun así notó que fragmentos de metralla se estrellaban contra el armazón del F-16. No podía apartar la vista de la espantosa visión. Los restos de los dos aviones destrozados emergieron al fin del fondo de la explosión, como cáscaras descartadas. Ningún fragmento era mayor que una hoja de madera contrachapada, y todos estaban carbonizados.

No habría paracaídas.

Watanabe informó por radio, con la esperanza de no haber sido testigo de un acontecimiento que enviaría a su amado Japón a la guerra.

Pese a las protestas de inocencia desde el más alto nivel, incluida una invitación para inspeccionar el caza de Kenji Watanabe con el fin de demostrar que no había disparado contra los dos aparatos chinos, Pekín no se aplacaría. Insistiría en que había sido un acto de guerra deliberado y exigiría la retirada de todos los barcos y aviones japoneses de las islas Diaoyu, y que Japón cediera su soberanía al instante.

China hizo preparativos para enviar casi toda su flota al mar, incluidos buques de transporte de tropas, cargados con más de mil comandos que ocuparían las islas por la fuerza.

Los canales diplomáticos echaban humo con intentos de calmar la situación, pero ningún bando iba a dar marcha atrás. Japón aumentó su presencia militar en las islas al enviar un hidroala y tropas. El presidente norteamericano no tuvo otra elección que ordenar al USS John C. Stennis que zarpara hacia el territorio en disputa. También azuzó al secretario de Defensa para que el maltrecho George Washington volviera al servicio ipso facto, dijeran lo que dijeran los abogados.

Antes de una semana, a menos que la presencia disuasoria estadounidense lo impidiera, estallaría la tercera guerra chino-japonesa.

El Oregon patrullaba la vía marítima que conducía a las islas como un oso inquieto en una jaula. Peinaba las aguas de un lado a otro, con el radar al máximo, la tripulación con los nervios alterados por grandes dosis de cafeína y adrenalina. El tiempo colaboraba, y les permitía enviar aviones no tripulados para ensanchar la zona de búsqueda. Juan hasta convenció a Langston Overholt de que les diera permiso para acceder a datos de satélites, si bien, en verdad, no tenían la experiencia necesaria para interpretar las imágenes de alta definición con cierto grado de precisión. Por eso, todo el mundo confiaba en los expertos de la Oficina Nacional de Reconocimientos, un grupo todavía más hermético que la NSA.

Por su parte, Cabrillo estaba sentado en mitad del centro de operaciones, vestido con tejanos y camiseta de manga larga. Cabalgaba las suaves olas que mecían el barco con la facilidad de un vaquero al frente de una partida de ganado, el cuerpo vuelto hacia su entorno, de manera que los mínimos ajustes de su postura se producían de forma inconsciente. El sujetavasos construido en su silla pocas veces estaba vacío, aunque Maurice cambió en secreto a descafeinado después de la tercera taza. La guardia se turnaba a intervalos regulares, pero el Presidente continuaba como un mueble en la sala, meditando en silencio, mientras sus ojos paseaban entre pantalla y pantalla. Inspeccionaba el radar una y otra vez por encima del hombro del vigía de guardia, y las imágenes de los drones por encima del hombro del responsable del control remoto. Y lejos de distraerse, la tripulación se tranquilizaba debido a su constante atención. Mientras él estuviera allí, todo iría bien.

Dormía cuando podía, por lo general cuando el barco llegaba al final de la zona de patrulla, con lo cual era más difícil que se topara con el barco fantasma. No se molestaba en acostarse, sino que se dejaba caer en el sofá de su oficina y se tapaba con una manta que habían rescatado del Normandie después de que se incendiara en el puerto de Nueva York en 1942. Se levantaba al cabo de un par de horas y ejercía el ritual de afeitarse para convencer a su cuerpo agotado de que ya había disfrutado de bastante sueño. Después regresaba al centro de operaciones, donde merodeaba incesantemente, igual que su barco.

Cabrillo acababa de regresar de su siesta de dos horas cuando vio algo en el radar que llamó su atención. Era una señal luminosa. Eso le sorprendió poco. Aunque se estuvieran acumulando nubes de guerra, se trataba de vías marítimas muy transitadas, y así continuarían hasta que empezaran los cañonazos. Hali Kasim se hallaba de guardia, como oficial de comunicaciones y operador de radio.

—Hali, ese objetivo a nuestro norte, ¿cuál es la distancia?

—Cincuenta millas, más o menos.

—¿Desde cuándo lo captamos?

Kasim tecleó un momento.

—Unos veinte minutos.

Cabrillo efectuó unos cuantos cálculos mentales, utilizando el alcance del radar, la velocidad y el rumbo del Oregon.

—Navega a menos de tres nudos. ¿No te parece raro?

Kasim se mostró de acuerdo. Seguía trabajando con el ordenador.

—Tengo algo todavía más raro. Había un objetivo en ese mismo punto la última vez que peinamos esa cuadrícula.

Daba la casualidad de que Gómez Adams estaba de guardia, pilotando el aeroplano en miniatura que utilizaban como plataforma de vigilancia aérea.

—No hace falta ni que me lo pidáis —dijo—. Tardaré un poco, no obstante. Ya tengo un pájaro en el aire, pero se encuentra a cincuenta millas al otro lado de nosotros.

Juan Cabrillo aceleró. No era momento de esperar. Había algo allí, y necesitaba respuestas.

—Te diré una cosa, Adams: haz aterrizar a ése y envía otro.

—¿Estás seguro?

—Descontaré la pérdida de mi parte del botín.

Adams obedeció, precipitó al agua ese UAV y lanzó otro desde la cubierta. El avión de metro veinte tardó casi media hora en acercarse al blanco. El Presidente no había alterado la pauta de búsqueda del Oregon, pero sí aminorado su velocidad para no perder contacto por radar. A veinte millas de distancia, Gómez Adams dejó caer el dron desde una cómoda altitud de ciento cincuenta metros hasta seis metros, casi rozando las olas.

Ahí era donde entraban en juego sus instintos y pericia de piloto. Era preciso permanecer por debajo de la cobertura del radar del objetivo, perdidos en la maraña de ecos de las olas. No había mejor piloto a bordo que Adams, de modo que ningún tripulante del barco furtivo sabría que les estaban espiando. La cámara del dron mostraba el oscuro océano al parecer centímetros por debajo del tren de aterrizaje del pequeño aparato, mientras que, delante, el sol poniente era una pálida llama amarilla contra el horizonte.

—¡Allí! —gritó Cabrillo cuando divisó una silueta cuadrada aposentada sobre la línea que separaba el cielo del mar.

Adams, que le llevaba ventaja, ya la había visto y alterado el rumbo del UAV para interceptarla.

Necesitaron unos cuantos minutos más para que la expectación se convirtiera en decepción. No era el barco furtivo. El buque en cuestión medía unos doscientos setenta metros de eslora y tenía forma de caja. Sólo en sus proas ensanchadas, cerca de la línea de flotación, se veía un intento de aerodinamizar el buque. Hacia la parte delantera había un puente en forma de pastillero que rompía la monotonía de la cubierta superior lisa, mientras que a popa de sus chimeneas gemelas había alerones despuntados apiñados en el cuarto de popa de estribor. Había una puerta grande estilo garaje en la sección media, y otra en el espejo de popa. Todo el barco estaba pintado de un verde insípido.

Juan Cabrillo reconoció el tipo de barco de inmediato. Estaba especializado en transporte de automóviles, un aparcamiento flotante capaz de transportar un mes de producción desde una fábrica de coches a cualquier parte del mundo. Abundaban en estos mares, pues tanto China como Japón eran grandes exportadores de vehículos. Por qué iba tan despacio era un misterio que hoy podría desvelarse.

La transmisión de imágenes se interrumpió de repente. Adams maldijo. Juan sabía lo que había pasado, y no era la primera vez. El UAV había volado tan bajo que una ola lo había arrebatado del cielo. Eran los peligros archiconocidos de acercarse a la altura del oleaje.

—Por eso, amigos —dijo Adams—, utilizamos aviones no tripulados; así no arriesgo el trasero a bordo de un helicóptero en misiones de reconocimiento rutinarias.

—Esto no tiene nada de rutinario. —Cabrillo saltó de la silla y se irguió bajo la pantalla principal—. Adams, pasa otra vez los últimos segundos de la cinta.

El piloto jefe pasó los últimos veinte segundos grabados por el dron. No vio nada de particular, pero Cabrillo hizo un gesto a su espalda para que pasara el fragmento por tercera vez. Y después, por cuarta. Por fin, a la quinta, segundos antes de que la ola se estrellara contra el UAV, gritó:

—¡Alto! —Estudió la imagen—. Avanza poco a poco. —La grabación se agitó al avanzar—. ¡Alto! ¿Qué ves?

Adams vio el gran transporte de vehículos en un ángulo de noventa grados, mientras iba invadiendo con rapidez el ángulo de la lente de la cámara. La popa apenas dejaba estela, ni las proas levantaban una gran cantidad de agua, lo cual significaba que no se movía muy deprisa, pero eso ya lo sabían. Una vez más, no vio lo que había despertado el interés del Presidente. Tampoco nadie de los que estaban de guardia, porque la tripulación guardaba silencio.

—Mirad un metro y medio por encima de la línea de flotación —dijo Cabrillo, como si presintiera su confusión—. ¿Alguien ve una tenue línea blanca? —Su pregunta fue recibida con un coro de asentimientos—. ¿Alguna idea sobre lo que es?

Le respondió el silencio. Por fin, fue Gómez Adams quien dedujo lo que el Presidente había comprendido de inmediato. Saltó de su asiento.

—Tendré el pájaro a punto en cuanto estés preparado.

—Tíos, eso no es un transporte de automóviles —dijo Cabrillo—. Es un dique seco flotante. La banda blanca es una franja de restos de sal de la última vez que estuvo bajo lastre. —Tecleó en el intercomunicador general del barco—. Soy Cabrillo. Puestos de combate. Puestos de combate. Hemos encontrado la base marítima de operaciones del barco fantasma chino. Linc, Eddie y MacD, presentaos en el helicóptero con equipo de combate completo. Iremos de negro.

Dio varias órdenes más, y después salió en compañía del piloto del centro de operaciones. Max se dispuso a tomar el mando del barco.

Juan Cabrillo corrió a su camarote, gritando a los tripulantes que le dejaran pasar. Toda señal de agotamiento se había disipado. Se puso lo que él llamaba su «pierna de combate». Era una verdadera navaja suiza de armas. Llevaba empotrada una pistola calibre 44 de una sola bala que se disparaba desde el talón, y un escondrijo donde ocultar una pistola Kel-Tec 380, una pequeña cantidad de explosivos y un cuchillo. A continuación, se puso el uniforme táctico negro, hecho de tela resistente a las llamas, y botas de combate negras. Guardaba sus armas personales en una vieja caja fuerte que había estado abandonada en una estación de tren del sudoeste, clausurada mucho tiempo atrás. Giró las ruedas para abrirla, sin hacer caso de los fajos de billetes y las monedas de oro que guardaba por si se presentaba alguna emergencia. Habían acumulado un bonito alijo de diamantes, pero el mercado había acertado al convertirlos en dinero contante y sonante.

El fondo de la caja era, en la práctica, un arsenal. Se puso un chaleco de combate y enfundó una nueva FN Five-seveN. Se ciñó una granada de gas, así como dos granadas ensordecedoras. Su arma principal para esta operación era una Kriss Arms Super V. Era la ametralladora más diminuta jamás fabricada, y parecía un artilugio de ciencia ficción, con su empuñadura delantera corta y gruesa y su culata esquelética. El diseño revolucionario le permitía albergar los gruesos cartuchos ACP calibre 45, y dotar al tirador de control incomparable sobre una bala muy difícil de disparar en automático. Provista por lo general de un cargador normal Gluck de trece balas, la suya iba provista de un extensor de treinta balas. Guardó cargadores extras en los bolsillos apropiados.

De haberse tratado de una misión prolongada, habría ido provisto de armas del mismo calibre por si podía necesitar más cartuchos para la Super V, pero esto iba a ser un toma y daca rápido, no un tiroteo excesivamente largo. Los arneses de combate ya iban provistos de un cuchillo arrojadizo, un cable de garrote, un botiquín y una radio, de modo que en cuanto se ciñó el pasamontañas negro estuvo preparado para ponerse en marcha.

Abrió la puerta del camarote con brusquedad, y a punto estuvo de derribar a Maurice. De hecho, tuvo que sujetar al anciano inglés para evitar que dejara caer la bandeja de plata.

—Te mueves tan silencioso como un gato —le reprendió Cabrillo.

—Lo siento, capitán. Estaba a punto de llamar. Le he traído algo para comer.

Juan estuvo a punto de decirle que no tenía hambre, pero de repente se sintió famélico.

—No tengo mucho tiempo.

—Lléveselo —dijo Maurice, al tiempo que levantaba la tapa de la bandeja. Dentro había un burrito humeante, la comida perfecta para consumir en movimiento—. Tiritas de cerdo y buey, tiernísimas.

Juan cogió el burrito y guardó la botella de refresco energético en el bolsillo del muslo de los pantalones. Se puso a correr, y gritó sin volverse antes de dar un monstruoso mordisco.

—Eres un buen hombre, digan lo que digan de ti.

—De hecho, dicen que soy un gran hombre —respondió Maurice.

El Oregon ya había disminuido lo bastante la velocidad para que el helicóptero despegara. Gómez Adams se hallaba a los controles cuando Juan salió a la cubierta de popa y se dirigió a la escotilla situada más hacia popa, que era el helipuerto retráctil del barco. El aullido de la turbina era ensordecedor, de modo que no oyó a MacD llegar corriendo por detrás y darle una palmada en el hombro. Dentro de la cabina, vio que Eddie y Linc ya se habían abrochado los cinturones de seguridad. MacD Lawless le dedicó una gran sonrisa pletórica de dientes. Alrededor de su cuello colgaba una venerable Uzi, un arma que había cambiado poco desde su aparición a principios de los años cincuenta.

Juan le saludó con un cabeceo.

MacD ocupó el asiento de atrás mientras el Presidente se sentaba al lado de Adams. El aparato se estremecía como una lavadora desequilibrada, y los rotores giraban cada vez a mayor velocidad. El ruido se suavizó en parte cuando cerraron las dos puertas. Juan se puso unos auriculares. Adams levantó los pulgares en dirección al trabajador de cubierta para que quitara los calzos que impedían al helicóptero resbalar y caer al mar, y el MD 520N se elevó hacia el cielo.

Aquel despegue inicial sería la velocidad máxima que alcanzarían durante todo el vuelo. Adams les mantenía por encima del oleaje, aunque gozaba de visión periférica para impedir que una ola como la que había derribado al UAV les golpeara. Volaban tan bajo que el rotor levantaba espuma que los limpiaparabrisas apenas podían eliminar.

—¿Cómo nos va, Max? —preguntó Cabrillo por radio.

—Vamos bien. No hay mucho tráfico en este momento. No veo nada a veinte millas de vuestro objetivo, a menos que tengáis un pequeño pesquero a sotavento.

—De acuerdo.

Volaron en dirección al sol, mientras éste continuaba ardiendo sobre la línea del horizonte. La verdadera oscuridad en esta parte del mundo tardaría en llegar una media hora, como mínimo. No era necesario hablar acerca del plan. Aquellos hombres habían combatido y derramado su sangre juntos las suficientes veces como para poder comunicarse casi de forma telepática entre sí. Aunque MacD era el miembro más reciente del grupo, se había ganado sobradamente la confianza de sus camaradas.

Adams les había conducido hacia el sur para acercarse al barco por detrás, su punto ciego. Y de repente, el punto en el horizonte se transformó en la popa fea y truncada de un transporte de automóviles/dique seco, si la teoría de Cabrillo era correcta. En caso contrario, estaban a punto de llevar a cabo un acto involuntario de piratería en alta mar.

El helicóptero voló bajo hasta el último segundo posible. La popa del barco abarcaba por completo su campo de visión. El Presidente estudió la rampa posterior. Parecía auténtica, y la franja blanca que había creído de sal era mucho menos convincente de cerca. Sintió la sombra de una duda.

Era demasiado tarde para abortar la misión.

Se puso el pasamontañas.

Hizo caso de su intuición y no dijo nada cuando Adams colocó el helicóptero sobre el castillo de popa, con los patines casi rozando la barandilla. Recorrió el barco en toda su longitud y el helicóptero planeó a escasos metros de la parte posterior de la timonera, erizada de antenas. Los hombres abrieron las puertas y saltaron a la cubierta. En cuanto abandonaron el helicóptero, Adams dio marcha atrás y descendió tras la popa del barco, donde esperaría para rescatarles.

El Presidente guió al equipo por encima de la barandilla que protegía la ruta hacia los alerones del barco. Echó un vistazo al interior del puente. Había un timonel al timón tradicional de un barco. Un oficial y otro tripulante se disponían a investigar el estruendo de los rotores del helicóptero. Todos eran chinos. El oficial reparó por fin en los hombres armados que corrían hacia la timonera y gritó a su compañero. Cabrillo abrió fuego, y disparó a posta por encima de la cabeza de los chinos. El marco de cristal de la puerta del puente se desintegró, y pesadas balas rebotaron en el techo y acribillaron la pared opuesta.

MacD se precipitó a través de la abertura, aterrizó de rodillas y apuntó con su arma al oficial. Eddie le siguió. Cubrió al timonel. Cabrillo era el tercer hombre, mientras que Linc seguía fuera para proteger la retaguardia.

El tercer tripulante había escapado. Todo el mundo se puso a gritar, los tripulantes de miedo, y el equipo de la Corporación para ordenar que se arrojaran al suelo.

El Presidente persiguió al tercer hombre que había huido del puente por mediación de una escalera situada en la parte posterior de la habitación. Bajó un par de peldaños, antes de que alguien comenzara a disparar contra él. Al menos, una bala se estrelló en su pierna artificial, con el efecto de la coz de una mula. Se apartó a toda prisa de la línea de tiro del hombre que disparaba y lanzó una granada aturdidora hacia la siguiente cubierta. Dio media vuelta y se tapó los oídos, pero aun así el efecto fue paralizante.

Esta vez, apoyó las manos sobre las relucientes barandillas que flanqueaban los peldaños y descendió hasta la cubierta superior con el estilo de un tripulante de submarino. El tirador era rápido. Estaba desapareciendo a través de otra puerta, con las manos sobre los oídos. Cabrillo disparó un par de balas, pero pensó que no le había alcanzado. Eso le reveló que el marinero sabía lo que era una granada aturdidora y sabía cómo protegerse de su estruendo y el intenso resplandor. Había otro tripulante en la sala de mapas, donde también estaba instalada la radio. Estaba sentado detrás de un viejo transceptor marino, aferrándose la cabeza mientras la granada continuaba resonando en su cráneo. El Presidente le golpeó detrás de la oreja con la Super V, y los esfuerzos del hombre cesaron. Cayó al suelo. MacD vendría a echar un vistazo más tarde, por lo cual no perdió el tiempo esposándole.

El tirador se había dirigido a otra parte, y Cabrillo tenía que averiguar dónde. Pero hasta el momento nada le aseguraba haber analizado bien la situación. Los tripulantes armados no abundaban, pero tampoco eran infrecuentes. Y tal vez el tipo había visto montones de películas de acción y reconocido la granada.

La salida conducía a un pasillo flanqueado de puertas. Serían los camarotes de los oficiales. Uno se abrió de repente, su ocupante alarmado sin duda por el alboroto. El tipo iba vestido con pantalones cortos, y también blandía un arma. El Presidente no le concedió la oportunidad de usarla. Disparó una bala en cada uno de los hombros del oficial. Fue suficiente para ponerle fuera de combate, pero sin matarle. Se negaba a utilizar fuerza letal a menos que no hubiera otro remedio.

Llegó a otra escalera y utilizó su última granada aturdidora, al tiempo que se lanzaba al suelo mientras el estallido resonaba en todo el barco. Había visto gotas de sangre en el suelo. Había herido a su hombre, y ahora el reguero le conduciría hasta su presa.

Al pie de la escalera había otro pasillo gris de metal, con cables y tuberías que corrían sobre el techo. La sangre parecía negra a la tenue luz, pero bastaba para seguir la pista. Cabrillo atravesó la puerta de su derecha y paró en seco, mientras la cabeza le daba vueltas.

Se había equivocado. Por completo.

Fila tras fila de sedanes estaban alineados con tanta pulcritud como coches en el aparcamiento de un aeropuerto. Se extendían hasta perderse de vista. Todos los colores del arco iris estaban representados, y si bien se hallaban cubiertos de polvo, brillaban como joyas en los estrechos confines de la bodega del transporte de coches. Habían asaltado un barco inocente, y él había disparado contra dos sencillos marineros. La culpa y la derrota eran aplastantes.

Llevó la mano hacia el micro para decir a los demás que se habían equivocado, cuando reconoció la placa decorativa en todos los capós de los coches. Por un momento, se creyó de vuelta en Uzbekistán con el viejo Yusuf, cuando estaban mirando el coche en el que su hermano había muerto tras hundirse el transbordador en el que viajaba. Al igual que aquellos restos oxidados, estos coches compartían el distintivo adorno del capó en forma de barco vikingo que él había visto al regresar del mar de Aral. Eran coches rusos. Ladas. Y todos los neumáticos estaban desinflados. El significado de tal descubrimiento fue inmediato, y su respeto por los planificadores bélicos rusos aumentó un par de puntos.

Cabrillo empezó a perseguir de nuevo al marinero herido.

Para que los barcos furtivos soviéticos pudieran ser utilizados en caso de guerra con Estados Unidos, tenían que mantenerse cerca de los grupos aeronavales en todo momento. Los portaaviones estaban desplegados por todo el globo, y para seguirlos sin despertar sospechas, los rusos disfrazaban sus barcos de apoyo de transportes de automóviles, hasta el punto de cargarlos con los míticos coches rusos, los ubicuos Lada. Eso en el caso de que el barco fuera abordado por inspectores de aduanas. Los coches de este buque estaban polvorientos y con los neumáticos desinflados porque llevaban encerrados en la bodega desde la caída de la Unión Soviética. Ni Kenin ni los chinos se habían tomado la molestia de descargarlos.

El rastro de sangre fue bajando por una rampa para coches. Caminó más despacio cuando llegó al pie para echar un vistazo al compartimiento de carga contiguo. Más Ladas, más neumáticos desinflados, y manchas de herrumbre que cubrían muchos de los vehículos debido a los años de exposición al aire salado. Una bala rebotó en un accesorio al lado de su cabeza, y una esquirla de metal le golpeó en la sien. Resbaló sangre sobre su mandíbula. Disparó hasta agotar el cargador, de manera que cristal y fragmentos de metal saltaron al aire, mientras el tirador se acuclillaba detrás de una ranchera Lada. La ráfaga bastó para que se pusiera a correr de nuevo.

Cabrillo no quería matar al hombre. Quería que continuara corriendo y le enseñara cómo entrar en las partes secretas del barco, aquellas que, como en el caso del Oregon, los oficiales de aduanas no veían nunca. Cambió de cargador mientras corría, al tiempo que escuchaba por la red de comunicaciones a MacD y Eddie, coordinados para reunir al resto de la tripulación.

El tirador descendió un nivel más antes de lanzarse en línea recta hacia la popa. El Presidente le pisó los talones como un sabueso, y dejó que se alejara lo bastante para no tener que dispararle. Por fin, le vio llegar a una puerta que daba la impresión de estar situada en el mamparo más a popa. Debían de estar directamente sobre la hélice, y habría debido de notar sus vibraciones a través de la suela de las botas. Echó un veloz vistazo hacia la proa.

Cabrillo gozaba de una gran imaginación espacial, y supo al instante que la lejana penumbra de la parte delantera de la bodega correspondía a una distancia mucho menor que el límite de los doscientos setenta metros de eslora del barco, de modo que el cuartito debía estar empotrado en una pared falsa.

Miró hacia atrás y vio por encima del hombro del fugitivo que era un cuarto para guardar cosas. Ésa era la explicación. El Oregon tenía la misma configuración. Cabrillo corrió, acortando las distancias, esquivando y sorteando coches, hasta que golpeó sin querer el retrovisor de un vehículo muy oxidado, el cual se soltó. El ruido alertó al pistolero. Estaba manipulando algo en la pared posterior del cuarto. Giró en redondo y levantó la pistola.

Cabrillo ya había apoyado contra el hombro la Super V, y le derribó con una veloz presión del gatillo que soltó media docena de grandes balas calibre 45.

—Eddie, ¿estáis ahí? —preguntó. El protocolo de seguridad de la operación exigía que no apartara la vista del cuerpo, pero sabía que el tirador estaba muerto.

—Recibido.

—¿Tenéis controlada la situación?

—Sólo el puente y las zonas de la tripulación. Aún no hemos peinado la sala de máquinas y la zona de carga.

—No os preocupéis por eso. Venid a popa de la cubierta tres. Creo que nos ha tocado el gordo.

Se acercó al hombre caído y confirmó que había muerto. Dejó caer la Super V en su eslinga y quitó el cuerpo de en medio. No encontró el mecanismo de apertura que le daría acceso a la zona secreta del barco, de modo que le adosó un bloque de explosivos de plástico.

—Ya vamos —anunció Eddie por radio cuando MacD y él se acercaron a donde estaba Cabrillo. Era absurdo ser abatidos por fuego amigo.

—¿Algún problema?

—Nada que un garrotazo con el cañón de una vieja Uzi no pueda remediar —dijo MacD—. ¿Qué pasa? ¿Les vamos a fregar las cubiertas?

—Mira y aprende.

Cabrillo les alejó del cuarto de herramientas y tecleó el detonador electrónico. La explosión fue un agravio para los sentidos, ruidosa y ensordecedora, y despertó ecos a lo largo de las hileras de coches.

Había abierto un agujero en la parte posterior del cuartito. Al otro lado había algo salido de una película de James Bond. La sección de popa del barco, con sus buenos cuarenta y cinco metros de longitud, era un espacio cavernoso repleto de pasarelas y escaleras metálicas. Abajo, el agua lamía un par de muelles que se alzaban a casi seis metros de altura. Entre los muelles sobresalía del agua un calzo de madera que acogería al barco fantasma, una vez estuviera en posición, y al barco nodriza reflotado hasta su asiento.

Ante la decepción de Cabrillo, el calzo estaba vacío. El barco furtivo había salido a la caza del Stennis.

Sobre uno de los muelles había una pequeña estructura que debía de ser una sala de control. Tenía un gran ventanal que dominaba el muelle flotante. Los tres hombres se pusieron a correr por la pasarela y bajaron la escalera. La puerta de la sala de control no parecía cerrada con llave. MacD cabeceó en dirección a Juan, quien la abrió. En cuanto estuvo entreabierta, MacD tiró una granada ensordecedora, y su jefe cerró la puerta de golpe para contener la explosión.

La granada detonó con un estruendo que combó el cristal, pero sin romperlo. Cabrillo volvió a abrir la puerta. Dos chinos, vestidos con mono de mecánico, se tambaleaban de un lado a otro, aturdidos y casi enloquecidos por la explosión. El Presidente se encargó de uno, MacD del otro. En cuanto estuvieron inconscientes, Eddie los esposó.

Cabrillo estudió la habitación, y al final se sentó ante lo que parecían los controles principales. Toda la información técnica estaba escrita en alfabeto cirílico, y entonces observó que la habitación estaba pintada del verde insípido que tanto les gustaba a los soviéticos. Los ordenadores eran complementos nuevos. Mark Murphy se había reunido con el Presidente justo antes de que saliera a la cubierta para entregarle un lápiz de memoria de aspecto normal.

—Uno de mis mejores trabajos —dijo con orgullo—. Enchúfalo en un puerto USB y él se encarga del resto. Lo llamo Dyson Oreck Hoover 1000, porque vaciará cualquier cosa.

Cabrillo enchufó el lápiz y, momentos después, el ordenador dormido despertó. A continuación, no hubo mucho que ver. Mark había dicho que aparecería un cursor en la pantalla en blanco y empezaría a parpadear en cuanto su aparato hubiera absorbido toda la información extraíble del sistema.

Ojalá pudieran utilizar los controles de lastre para hundir el barco, pero habría protectores mecánicos para impedir eso. Mejor disponer cargas explosivas y acabar de una vez por todas. Mientras esperaba a que el ordenador cumpliera su cometido, dividió el resto de C-4 con Eddie y MacD para que se ocuparan de aquella tarea en concreto.

—Linc, ¿me recibes?

—Recibido.

—Reúne a los prisioneros y ocúpate de que suban a un bote salvavidas.

—Entendido.

—No los envíes todavía. Tengo dos más aquí.

—¿Habéis encontrado el barco furtivo?

—No, pero ésta es su base, de eso no cabe duda. —Un cursor empezó a parpadear, tal como Mark había programado. El Presidente desenchufó el lápiz de la unidad USB y le echó un vistazo—. Y es posible que podamos ver sus entretelas.

Diez minutos después, la tripulación estaba embutida en su bote salvavidas encapsulado. Eddie había encontrado dos hombres más en la sala de control de máquinas. Uno se hundiría con su barco, pues el muy idiota se había creído capaz de arrebatarle la pistola. Ya habían colocado las cargas, y Gómez Adams tenía el helicóptero esperando sobre la cubierta. Aunque el aparato pesaba menos de una tonelada, ocupaba tan poco espacio que ejercía una presión tremenda sobre cualquier cosa en la que se posaba. Mantener en marcha los motores impedía que dañara las planchas de la cubierta y quedara atrapado.

Los hombres subieron a bordo del helicóptero, y Adams, con gafas de visión nocturna porque había oscurecido por completo, les elevó. Dejaron que Linc hiciera los honores, porque la de él había sido la parte más aburrida de la operación. Oprimió el botón del detonador.

Las explosiones fueron poco más que estallidos de burbujas por debajo de la línea de flotación, y dio la impresión de que algo tan insignificante no obraría el menor efecto en el gigantesco barco. Pero Eddie era un maestro en el arte de la demolición, y MacD había sido un alumno muy aplicado. Colaboraba el hecho de que Cabrillo había colocado cargas en los grandes motores diésel del barco. La aceleración hacia delante provocó que entrara agua por los agujeros estratégicos que Eddie y MacD habían practicado en el casco. A medida que aumentaba la velocidad, también lo hizo el volumen de agua. Esto continuaría así hasta que los motores se inundaran, pero incluso entonces la inercia lograría que siguiera llegando agua.

El transporte de automóviles se hundiría bajo las olas al cabo de una hora.