26

MAX Hanley era un pragmático nato. Le gustaba la idea de Cabrillo de fondear el barco en un puerto una temporada para que la tripulación se tomara unas vacaciones. También sabía dónde podrían conseguir un sustituto del sumergible Nomad 1000, y pensó que el sitio donde estaban era un lugar tan bueno como cualquier otro para que los tripulantes se dispersaran.

Había estado negociando con una universidad de Taiwán, la cual se hallaba en posesión de un Nomad que ya no necesitaba. La universidad había sido en otro tiempo un centro de preparación técnica para la pesca comercial, y el sumergible había sido un regalo no solicitado. Max siempre habría podido comprar uno nuevo a un fabricante, pero era de los que no malgastaban ni un céntimo, y mucho menos varios millones de dólares.

Max se adelantó en helicóptero al barco cuando zarpó hacia Taipei, con el fin de reunirse con las autoridades de la universidad. Su tapadera consistía en que estaba negociando el acuerdo en nombre de una compañía de prospecciones petrolíferas recién fundada, el sector que se llevaba la parte del león de la producción anual de Nomads y Discos norteamericanos. El Oregon era el carguero que había alquilado para transportar el sumergible a los yacimientos petrolíferos marítimos del golfo de México.

La inspección reveló el buen estado del minisumergible. La universidad había puesto en la reserva el Nomad, y lo había sometido a frecuentes revisiones. Cargaron las baterías, aunque Max ya sabía que sería necesario sustituirlas. Había ciertas cosas que no compraba usadas. Tenía nuevas a bordo del barco. Todos los sistemas electrónicos y mecánicos funcionaban, y no descubrió corrosión ni daños de ningún tipo en ninguno de los conductos hidráulicos. El único problema que detectaron fue en la pieza manipuladora del extremo del brazo robot, que no funcionaba bien. Para Max, se trataba de una reparación sencilla, pero les convenció de que le rebajaran unos cuantos miles del precio final.

Cuando llegó el Oregon, despertó la atención de cientos de estudiantes. Se quedaron boquiabiertos al ver el enorme buque. Max había gestionado que un inspector de aduanas viniera desde Taipei para autorizar la carga.

El propio Juan, vestido como un desaliñado lobo de mar, se hallaba a los controles de la grúa principal del barco. Los tripulantes prepararon la máquina, pasaron eslingas bajo el casco de nueve metros de eslora del sumergible, y una hora después de la llegada descansaba de través en la bodega de proa, y el barco estaba preparado para zarpar. Max tuvo que atenerse a su papel de intermediario, de modo que fue en coche a Taipei.

La capital taiwanesa se hallaba en el extremo norte de la isla, y podrían haber llegado a la ciudad en unas catorce horas, pero Cabrillo condujo al Oregon lejos de las rutas marítimas tradicionales, tanto para buques costeros como para aquellos que atravesaban el Pacífico en dirección a los puertos de las Américas. Además, necesitaba la protección de la oscuridad. Un barco que lanzara al agua un sumergible, si bien no era común, tampoco resultaba tan extraño. El barco que abandonara la zona sin recuperar el submarino de bolsillo suscitaría preguntas.

Como no habían puesto a prueba el Nomad, Juan Cabrillo no permitió que nadie más se encargara de la inmersión inicial. Durante las horas que habían tardado en llegar a una zona marítima apartada, la tripulación había sustituido las baterías antiguas por unas nuevas, y sujetado al casco un sistema de cámaras de aire inflables, por si el sumergible no respondía a los controles del Presidente. Había también en el agua buceadores de salvamento, y la zona que rodeaba el Oregon se hallaba iluminada por potentes reflectores encima y debajo de la superficie.

Después de bajarlo al agua y quitarle las sujeciones, Juan inundó poco a poco los tanques del sumergible. Los llenó a modo de ensayo cuando el agua se elevó por encima de su cabina de observación. Ascendió de una forma tan resuelta como un submarino de juguete en una bañera.

A continuación, lo condujo en paralelo al flanco de acero del Oregon y lo elevó con delicadeza hasta el moon pool. Allí había más tripulantes para sujetar los cables. Al cabo de pocos momentos, el submarino se encontraba sano y salvo en su nuevo hogar, y Cabrillo se encaminó al comedor para disfrutar de una cena tardía.

Observó que los espárragos que le servían eran de lata. Sería estupendo fondear pronto. Todas las provisiones frescas se habían agotado, y cuando preguntó al camarero, éste le manifestó que sólo quedaban tres sabores de helados, los más impopulares.

Juan Cabrillo no pudo dormir aquella noche, pero no estaba relacionado con las verduras frescas o el helado de caramelo. Algo aguijoneaba su inconsciente, una espinita clavada en su mente que el agotamiento era incapaz de convertir en una perla como haría una ostra. A medianoche, se resignó al insomnio y saltó de la cama. Se puso la pierna y se vistió con la ropa que se había quitado una hora y media antes.

No estaba de humor para beber, y quedarse sentado en su camarote carecía de todo interés. Julia Huxley era una de esas raras personas que sólo necesitaban unas cuantas horas de sueño por las noches. Fue a buscarla, pero no la encontró en su camarote, sino en el centro médico. Estaba conectada a Internet, a un servicio para gente que necesitaba aclaraciones médicas inmediatas, pero no tenía acceso a médicos.

—Hola, Juan. ¿No puedes dormir? —Le saludó cuando se detuvo en la puerta de su despacho, que daba a la sala de reconocimientos médicos.

Su despacho era un pequeño cubículo que apenas tenía espacio para el escritorio y una silla. Una pared estaba cubierta de diplomas y premios enmarcados. En una ocasión había confesado que su «pared del ego» era más para sus pacientes que para ella. Ver que había acumulado tantos reconocimientos los tranquilizaba.

—Salta a la vista —dijo él sonriendo, al tiempo que ocupaba la silla vacía.

—Deja que termine esto. Tengo a un tipo en Fiji que creo que tiene herpes zóster. —Ella y su paciente estuvieron tecleándose un par de minutos—. Ya está. Concluido. El pobre tipo lo está pasando fatal. Bien, ¿qué pasa por tu mente?

—No lo sé. Algo.

—Por ahí se empieza —bromeó Julia con una sonrisa—. Vale, prueba esto. ¿Desde cuándo te está preocupando «algo»?

—Desde esta noche. He estado en la cumbre del mundo desde que escapé de Shanghái, y cuando me he ido a la cama esta noche no he podido conciliar el sueño. Tengo la sensación de que he pasado algo por alto.

La doctora compuso una expresión seria.

—Tú yo hemos pasado muchas cosas juntos. —Julia había supervisado la recuperación de Juan desde que había perdido la pierna—. Te conozco, y sé que cuando crees que has pasado algo por alto sueles tener razón.

—Lo sé. Por eso lo estoy pasando tan mal.

—Podemos dar por sentado que está relacionado con tu reciente misión, de modo que podríamos analizarlo juntos.

Y así lo hicieron, desde que Misha Kasporov, el ayudante de Yuri Borodin, les había telefoneado para anunciarles la encarcelación ilegal de su amigo, hasta el momento en que la escotilla del Discovery 1000 se había cerrado en el río Huangpu para regresar al Oregon. Julia no había caído en la cuenta de lo cerca que había estado Juan de dejarse la piel en el empeño, y le había reñido por su imprudencia. Él se tomaba sus comentarios como un fumador empedernido cuando su médico le dice que abandone el vicio. Buen consejo, pero eso no va a suceder.

—Tiene que ser la traición de L’Enfant —concluyó Julia—. Todo lo demás parece estar muy claro.

—Es evidente que nunca más podremos utilizarle como contacto. Es cierto que descubrió el escondite de Kenin, pero la confianza se ha roto. Ambos lo reconocemos. Y sí, es el mejor del mundo en su campo, pero podemos abordar a otros.

—¿Estás diciendo que no es eso?

—Sí. No. No lo sé. —Se pasó la mano por el pelo, corto como el de un recluta de la marina—. Kenin dedujo quiénes éramos después de que rescatáramos, bien, de que casi rescatáramos a Yuri. Debía estar enterado de nuestra reputación, porque empezó a eliminar de inmediato cualquier conexión con su barco furtivo. También presionó a L’Enfant para descubrir dónde íbamos a estar. Envió su barco para volcar el Sakir, y supongo que para hundirnos a nosotros también.

Hizo una pausa cuando algo empezó a cristalizar en los recovecos de su mente.

—¿Cuánto crees que costó desarrollar ese barco furtivo?

—¿Quién sabe? Aunque tuviera la fórmula de Tesla para hacer invisible un barco y muestras de su maquinaria, estamos hablando de cien millones, como mínimo.

—Exacto, pero no obstante lo puso en peligro para perseguir el barco del jeque y a nosotros. Si tenía acceso a un submarino, sin duda contaba con elementos leales en la flota. ¿Por qué no se limitó a lanzar unos cuantos misiles contra el yate de Dullah y contra nosotros?

—Podríamos haberlos destruido —señaló Julia.

—Él no lo sabía. Lanzó algo valorado en cien millones de dólares contra un problema de cien. Eso es lo que me preocupa. Era su gran jugada, su acto final antes de abandonar a la Madre Rusia de una vez por todas. Es inconcebible que alguien estuviera dispuesto a pagar ese dinero por matar a un jeque de los Emiratos, que por casualidad era cliente nuestro en aquel momento. Es una coincidencia demasiado grande.

Cogió el teléfono del escritorio de Julia y marcó el número de la habitación de Mark Murphy. Éste descolgó al segundo timbrazo. Juan supuso que estaría en manos libres.

—¿Cómo os va con ese ordenador portátil?

—Linc nos lo acaba de devolver.

Eric gritó algo sobre la espantosa música tecno que sonaba al fondo.

—Baja ese ruido —le reprendió Juan.

—¿Ruido? —repuso indignado Mark—. Son los Howler Monkeys.

—Estoy seguro. —Por suerte, el volumen disminuyó—. ¿Por qué se llevó Linc el ordenador?

—¿No recibiste mi correo electrónico?

—Es evidente que no, de lo contrario no lo preguntaría.

—El ordenador iba equipado con una bomba trampa de C-4. Eric y yo imaginamos que estaría amañado, de modo que antes lo examinamos por rayos X. Menos mal. Supusimos que la carga detonaría después de abrir el ordenador y no entrar la contraseña en determinado período de tiempo. Linc ha estado ocupado hasta esta noche en quitar el detonador y los explosivos.

—¿Cuánto tardaréis en obtener algo?

—Ahora estamos empezando con la contraseña. Después de eso, es imposible saber las capas de encriptación que Kenin utilizó. Yo diría que una tonelada.

—¿Cuánto? —repitió Juan en tono áspero y acusador.

—Días. Semanas. No hay forma de saberlo. Lo siento, Presidente.

—Veinticuatro horas —replicó Juan—. Es una orden.

Colgó el teléfono con brusquedad. Julia parecía preocupada.

—Trabajan mejor cuando creen que estoy enfadado y hago peticiones irracionales.

—¿Era sólo teatro?

—En parte, pero necesitamos respuestas cuanto antes.

—No lo entiendo —admitió la mujer—. ¿A qué vienen tantas prisas?

—¿Estás enterada del conflicto entre China y Japón por unas islas?

—Sí, algo acerca de derechos de soberanía y un yacimiento de petróleo o gas que acaban de descubrir.

—No creo que se trate de un descubrimiento reciente. Creo que China lo conoce desde hace tiempo. Recuerdo que cuando fui a rescatar a Yuri me preguntó sobre los acontecimientos actuales. Hice algún chiste malo, pero le dije que la guerra civil en Sudán estaba tocando a su fin.

—¿Y?

—China era uno de los patrocinadores principales de ese conflicto, porque estaban sacando un montón de petróleo de esa región. Dejaron de financiar la guerra porque cayeron en la cuenta de que no necesitarán importar combustibles fósiles de África si tienen décadas de extracciones justo delante de su costa.

—Pero los japoneses… —repuso Julia.

—No podrían hacer nada sin nuestra ayuda. ¿Y qué hacemos en situaciones como ésta, en que dos poderes navales colisionan entre sí?

—Pregunta a Max o a Eddie. Ellos son tus militares.

—Venga ya, Hux. Todo el mundo sabe lo que hacemos.

—Enviamos un portaaviones.

—Exacto. Proyección de poder de primera calidad. Y no sólo un portaaviones. Es todo un grupo aeronaval con varios destructores, una fragata, algunos cruceros y dos submarinos. Todos actúan de pantalla con tal de proteger el portaaviones. El sistema está tan bien diseñado que también se considera inmune al ataque. En los viejos tiempos de la Guerra Fría, los soviéticos pensaban que necesitarían como mínimo cien misiles de crucero para hundir un solo portaaviones, con suerte.

—Va-le —soltó Julia—. Llega nuestro portaaviones, ambos bandos se repliegan, y la crisis se ha evitado.

—Piénsalo bien, Doc.

Y el horripilante pensamiento que atormentaba a Juan se formó también en la mente de la mujer. Palideció.

—Hay otro de esos barcos furtivos ahí fuera.

—Por fuerza. El barco fue concebido antes de que se disolviera la Unión Soviética, como forma de contrarrestar a nuestros portaaviones. Los rusos ya no necesitan algo semejante, pero una China cada vez más próspera y hostil se sentiría encantada de hundir un gran portaaviones nuclear, y de tal manera que nadie pudiera echarle la culpa.

—¿Por qué iban a ser tan osados?

—Hace años que se está gestando. Todos nuestros sistemas informáticos pirateados y el espionaje industrial. Estamos en guerra no declarada con China desde hace una década, por lo menos. Ahora que la independencia energética está a su alcance, harán cualquier cosa con tal de cumplir su promesa. —Una nueva idea alumbró en la mente de Cabrillo—. Hundir el Sakir sirvió para demostrar a los chinos la potencia del arma. Debían estar controlando el hundimiento desde el barco que se nos escapó cuando estábamos inmovilizados en el agua. Kenin eligió el barco de Dullah para vengarse de mí, y apuesto a que contrató a alguna facción de Oriente Medio para que aportara algunos dinares al atentado contra el emir.

—¿Qué vamos a hacer?

—Avisaré a Langston, pero sin nada concreto, como un archivo titulado «Documento de compraventa» guardado en el ordenador de Kenin, poco podemos hacer. La Marina no actuará basándose en algo tan insustancial.

—Nuestras vacaciones van a terminar incluso antes de empezarlas, ¿verdad?

Juan la miró fijamente. Llamó al centro de operaciones y pidió al oficial de guardia que localizara la ubicación del grupo aeronaval más cercano. Si accedía a la región, tenía que saber la ruta, puesto que los chinos situarían su mortífero buque furtivo en su camino. Le tranquilizó saber diez minutos después que el Johnny Reb, pues ése era el mote que recibía el USS John C. Stennis, acababa de zarpar de Honolulú con rumbo a la base naval de Yokosuka, Japón. Les quedaban unos días de respiro, aunque el presidente les ordenara dirigirse de inmediato a la zona en disputa.

Había que pensar en otras consideraciones prácticas. Cabrillo dio las gracias a Julia y se dirigió a la oficina que había frente a su camarote. Despertó a Max en su suite del hotel de Taipei para avisarle del cambio de planes, y para que se reuniera con el Oregon en los muelles del barrio de Bali al día siguiente. Ya habían reservado un espacio para amarrar durante las dos semanas de vacaciones teóricas de la Corporación. Juan Cabrillo llamó a las autoridades portuarias para avisar de que sólo lo necesitarían unas cuantas horas.

La penalización por el cambio fue severa, y el Presidente no estaba seguro de haber tomado la decisión correcta. Gracias a que se encontraban en la línea internacional de cambio de fecha, era la una de la tarde del día anterior en Washington, D. C. Llamó a Langston Overholt.

Tras explicar la situación, Cabrillo preguntó a su antiguo mentor y Espía Emérito de la CIA qué le recomendaba.

—Esto no es suficiente para lanzar una operación de inteligencia, Juan —dijo el octogenario—. Todo son conjeturas y suposiciones. Desde luego, al proceder de ti me bastan para acudir al secretario de Defensa, pero en este caso necesitaré algo más.

—¿Como pruebas halladas en el ordenador portátil de Kenin?

—Eso sólo demostraría que vendió un arma semejante a la República Popular. A menos que él también hubiera trazado sus propios planes de combate, creo que no podremos hacer gran cosa. Por supuesto, enviaré un informe urgente, y eso tal vez pueda traducirse en una advertencia de amenaza inconcreta al almirante que esté al mando del grupo aeronaval. Pero has de comprender que si les envían para intervenir en este embrollo de las islas Senkaku/Diaoyu ya estarán en situación de máxima alerta. Tu aviso de «¡Que viene el lobo!» no cambiará nada.

Eso era lo que Cabrillo había supuesto. Era el problema de Washington. La inercia burocrática avanzaba a paso de caracol. El sistema no estaba diseñado para el pensamiento lateral veloz. Las noticias no eran del todo malas. Langston continuó.

—Hablaré con Grant, de la sección de China, para averiguar si ha oído algo. Somos conscientes de que China está llevando esto mucho más allá que con otras islas en disputa, como la bronca que armó por las Spratlys. Japón tampoco quiere dar marcha atrás, y por eso hemos enviado el John Stennis.

—Creía que ya había un portaaviones con base en Japón.

—Sí, el George Washington. Se declaró un incendio a bordo la semana pasada. Murió un marinero. Afirman que no está preparado para misiones en el mar.

Overholt utilizó un tono peculiar cuando dijo eso, y Cabrillo sospechó saber la causa. Lang era un veterano de la Segunda Guerra Mundial. Enviaban de regreso al combate a sus barcos tan sólo días después de haber sido alcanzados por kamikazes. Hoy, serían necesarios meses de inspectores de seguridad, paneles de investigación y abogados militares para tomar la decisión de que el portaaviones podía navegar sin problemas.

—Estamos observando la situación —dijo Overholt—. ¿Dónde estarás?

—Intentaré proteger la entrada al mar de la China Oriental.