TARDARON dos semanas en prepararlo todo. Eddie había regresado a Shanghái casi de inmediato con un pequeño grupo, que se encargaría de mantener vigilado en todo momento el ático de Kenin. La oficina también servía de dirección a través de la cual podían introducir determinados artículos en el país. La avanzadilla también se puso a trabajar para modificar una furgoneta que habían comprado en el mercado negro. Su tarea final sería encontrar un lugar adecuado para transferir equipo desde un sumergible. Habían perdido el Nomad frente a la costa de Maryland, pero todavía les quedaba su hermano pequeño, el Discovery 1000. El Oregon permanecería fuera del límite de doce millas de las aguas territoriales chinas, y el equipo ilegal sería trasladado de forma clandestina. También utilizarían el Disco para sacar a la gente del país.
Juan habría deseado contar con más tiempo para practicar con la brillante obra de ingeniería de Max, pero las cubiertas del barco eran demasiado peligrosas, y utilizarla sobre el agua sería suicida si algo salía mal. Tuvo que conformarse con lo poco que ensayó en la bodega principal del Oregon. Mantener estable el artilugio era difícil, pero pensó que le había encontrado el truco. Si algo salía mal durante el ataque real, no sobreviviría.
Él mismo pilotó el sumergible. Abandonaron la «bañera» una hora antes del ocaso, y se sumergieron lo suficiente para que no pudieran verles desde arriba. En cuanto oscureció, podrían acercarse a la superficie. Linda Ross les acompañaba. Ella devolvería el minisubmarino con espacio para cuatro hombres al barco. Todo el equipo que llevaban estaba sujeto a lo alto del sumergible en un contenedor hermético.
—¿Puedo preguntaros algo? —dijo Linda cuando se dirigieron sin forzar la marcha hacia su cita en un muelle que no se utilizaba del río Huangpu.
—Dispara.
Se hallaban a una profundidad con luz suficiente para ver los fragmentos de restos flotantes biológicos que pasaban junto a la gruesa cabina abovedada. El sumergible navegaba guiado por un sistema lidar, o sea, un radar provisto de láseres.
—¿Por qué no enviarle un misil a Kenin mientras toma el sol? Habrá momentos en que esté a solas.
—Si esto fuera sólo una venganza, lo haría sin dudarlo —replicó Juan—. Pero quiero apoderarme de la tecnología que ha robado, o lo que sea, capaz de hacer desaparecer un barco y volcar el Sakir, contigo y Dullah dentro.
—Doy por sentado que quieres venderla a nuestro tío favorito.
—Abrí el apetito de Overholt mientras estábamos empantanados en las Bermudas. Dijo, y cito textualmente: «Consígueme eso y te extenderé un cheque en blanco del Departamento del Tesoro». Preveo un número uno seguido de ocho ceros.
Linda tardó un segundo en calcular la cifra.
—Cien millones. Vaya, vaya.
—Acabamos de devolverles los mil millones que les robaron. Creo que se lo pueden permitir. Aunque Lang rechinará los dientes cuando nos los entregue.
La idea hizo sonreír a Juan. Su antiguo mentor era famoso por ser un brillante estratega, pero también por ser el mayor avaro de Washington, D. C.
De vez en cuando, se acercaban lo bastante a la superficie para recibir señales de GPS actualizadas, con el fin de ajustar el rumbo. Iban en sentido contrario a la corriente del Yangtze, de modo que la velocidad era reducida. Como Shanghái es el puerto de contenedores más ajetreado del mundo, una cantidad inimaginable de tráfico fluvial pasaba sobre sus cabezas. En el sumergible, el silbido del acero al cortar las aguas y el ruido de las hélices era una sinfonía industrial. Se calmó un poco cuando giraron para seguir el río Huangpu, que dividía en dos la megalópolis.
Se quedaron cerca del centro del río. Juan sabía que ambas orillas albergaban kilómetros y kilómetros de muelles comerciales. Era una ciudad industrial, y sus ríos la sangre de sus venas. Cuando dejaron atrás el distrito de Pudong, navegaban a una profundidad de doce metros, pero aun así podían ver a través del agua el brillo artificial de los neones que proyectaban los numerosos edificios. Veinte minutos después, pusieron rumbo hacia su punto de cita. El lugar se hallaba en proceso de renovación. Una fábrica de cemento había ocupado una extensión de terreno que ahora iba a ser objeto de desarrollo residencial. Las torres que se construirían albergarían a más de cinco mil personas.
Ya habían demolido la fábrica, pero el muelle adonde antaño llegaban las materias primas todavía seguía en pie. Juan sacó uno de sus walkie-talkies encriptados.
—El Tritón ha llegado.
—Ya era hora, Tritón —contestó Eddie—. Durante un rato, mientras esperaba, pensé que habrías recuperado la sensatez y cancelado el proyecto.
Juan sacó el minisubmarino a la superficie a la sombra del muelle, y enseguida comprobó que podría deslizarlo entre éste y una barcaza hundida en parte. Serían invisibles. Eddie estaba aparcado en una imitación china de una furgoneta Toyota. Caía una fina lluvia, que desdibujaba las luces de la ciudad. Juan se quitó el cinturón de seguridad, dio a Linda un apretón en el hombro y se encaminó hacia la escotilla.
—Cuídate —dijo ella.
—Hasta pronto.
Eddie ya había soltado las correas que sujetaban el portaequipajes a la cubierta superior del sumergible, y Juan Cabrillo y él lo depositaron en el compartimiento de carga de la parte posterior de la furgoneta. El portaequipajes no era mucho más grande que los que llevan los coches en el techo, y pesaba menos de cincuenta kilos.
Una vez despojado de su peso, se elevaron burbujas alrededor del sumergible y se hundió enseguida en su elemento natural. Linda navegaría a favor de la marea y la corriente, de manera que estaría de vuelta a bordo del Oregon en la mitad de tiempo que habían empleado en llegar hasta allí. Eddie condujo la camioneta hasta un aparcamiento comercial que estaba a menos de tres kilómetros de la fortaleza de Kenin. Dedicaron la hora siguiente a examinar los objetos que habían entrado a escondidas en China con el fin de comprobar que ninguno había sufrido daños. La vida de Juan dependía de aquel equipo, de modo que la inspección fue exhaustiva y metódica.
Era demasiado tarde para buscar un taxi, así que volvieron a pie a la oficina alquilada que daba al ático de Kenin. MacD Lawless estaba observando la terraza a oscuras con un potente teleobjetivo. Mike Trono dormía en la oficina contigua. Cabrillo no le molestó, se envolvió en un saco de dormir y se aovilló sobre la alfombra. Se quedó dormido al cabo de unos momentos.
A la mañana siguiente, la lluvia se había intensificado, y la previsión decía que continuaría así al menos un día más. Los hombres se quedaron encerrados en la oficina. Eddie se vio reducido al papel de chico de los recados, el encargado de ir a buscar sus comidas. Mantuvieron la vigilancia de la terraza porque no había otra cosa que hacer. Todos habían trabajado antes en operaciones de vigilancia semejantes, y cada uno tenía su método de combatir el aburrimiento.
Treinta horas después de haber entrado a hurtadillas en el país, Juan estaba con Eddie en la camioneta. El tiempo había cambiado. Eddie Seng iba al volante, mientras el Presidente ocupaba la plataforma de carga. Se había sujetado la correa y estaba preparado para entrar en acción. Habían cortado los paneles del techo y les habían atornillado bisagras para poder abrirlas al tirar de una cuerda. Sólo tenían que esperar a Kenin.
Eddie encontró un espacio para aparcar cerca de donde habían pasado parte de la noche vigilando la puerta posterior del edificio. Tenía que quedarse en el vehículo, no fuera que un policía le ordenara moverse. MacD estaba un poco más adelante, preparado para la maniobra de distracción, mientras que Mike se hallaba en la oficina con una radio para avisarles en cuanto Kenin saliera a disfrutar del sol, después de tantos días confinado en sus aposentos.
Los guardias habían llevado a cabo la inspección matutina, y a las nueve la repitieron porque la chica salió a nadar. Mike informó de ello a los demás utilizando una serie predeterminada de clics en sus walkie-talkies. Al desconocer el nivel de control del gobierno, se comportaban con prudencia.
Juan oyó dos clics en el auricular de su radio. Kenin había aparecido. Sintió un nudo en el estómago. Faltaban minutos para entrar en acción. Apretó la cuerda con más fuerza. No abriría los paneles del techo hasta que oyera el solitario clic final, en caso de que alguien en los edificios circundantes mirara hacia abajo y sintiera suficiente curiosidad sobre la furgoneta con el techo abierto para llamar a la policía.
Tuvo que esperar a que Kenin se sentara junto a la piscina. Un guardia estaría apostado ante el pequeño pabellón que albergaba el ascensor. Pero el momento decisivo llegaría cuando Mike viera al guardia del ascensor cambiar la frecuencia de su radio para ponerse en contacto con los guardias del ático. Lo hacía cada cinco minutos. Un simple «Todo va bien». Una vez dijera eso, Juan contaba con aquellos cinco min…
Clic.
Juan Cabrillo tiró de la cuerda, y las dos secciones previamente cortadas del techo descendieron, bañando de luz el interior de la furgoneta. El vehículo se movió un poco cuando Eddie saltó al suelo y se encaminó hacia otro coche que habían aparcado cerca.
Unos metros más adelante, MacD dejó la bolsa de papel que llevaba entre dos coches aparcados, y se mezcló sin más entre las columnas de gente que recorría las aceras. Al cabo de unos diez segundos, el contenido de la bolsa empezó a estallar.
Estaba llena de diminutos petardos. Por una ironía, los habían entrado de contrabando porque no podían garantizar la calidad de los fuegos artificiales locales, fabricados por la nación que los había inventado. Detonaron como palomitas de maíz. La gente más cercana a la erupción humeante de diminutas explosiones retrocedió al instante, mientras casi todos los demás peatones se adelantaban para ver qué estaba pasando. En media manzana, todos los ojos estaban fijos en la bolsa de la que saltaban chispas. Nadie prestaba la menor atención a la furgoneta.
No vieron lo que salía del techo.
La tecnología existía desde la década de 1960. Max había descubierto las especificaciones de diseño en Internet. El único problema había consistido en encontrar suficiente peróxido de hidrógeno puro para repostar el ingenio.
Cabrillo había pasado la mañana sujeto a un cinturón cohete. Ahora, con la abarrotada calle distraída por el continuo chorro de fuegos artificiales que estallaban, manipuló el interruptor que provocaba la reacción del combustible con un catalizador, plata en este caso, y se expandía en una reacción exotérmica que proyectaba gas supercaliente a través de las toberas del aparato. El ruido era como el del vapor escapando de un accesorio suelto, pero los gases de escape eran invisibles.
Los primeros intentos de Juan de utilizar un cinturón cohete en la bodega del Oregon habían sido desastrosos. Segundos después de salir disparado de la cubierta, empezó a dar volteretas en el aire, y de no haber sido por los cables que le sujetaban se habría matado una docena de veces. Pero entonces llegó el momento en que comprendió de manera intuitiva la dinámica de este tipo de vuelo, y fue capaz de mantenerse erguido y estable hasta que los depósitos se vaciaron y aterrizó de pie con la gracia de un águila que regresa a su nido.
Max había efectuado los cálculos, y Cabrillo confiaba ciegamente en él, pero mientras se elevaba desde el compartimiento de carga de la furgoneta era consciente de que podría morir en menos de treinta segundos. Era el único tiempo con el que contaba para elevarse ciento veinticinco metros en el aire y aterrizar precisamente sobre la caja del ascensor de techo plano. Si no lo conseguía, se quedaría corto de velocidad límite cuando se estrellara contra el pavimento.
Cabrillo emergió de la furgoneta con la majestuosa y lenta ascensión de un cohete Saturno, mientras el peso del impulso tensaba las correas entre sus piernas y sobre su espalda. No pensaba tomarse la molestia de utilizar casco, pero Max le había convencido de llevarlo después de montar una cámara en él, para que el Oregon pudiera seguir sus progresos a medida que iba ascendiendo. El mundo disminuyó de tamaño bajo sus pies, y comprendió que el vuelo había pasado desapercibido, tal como habían planeado.
No podía hacer nada si la gente que rodeaba los edificios circundantes le veía. Sólo podía confiar en que lo tomaran como una especie de truco publicitario. A los diez segundos del vuelo, la terraza del edificio no parecía más cercana en la pantalla monocular del casco, y había consumido ya la mitad del combustible.
Pero a medida que el peróxido de hidrógeno atravesaba las toberas de escape, el peso disminuyó y la velocidad aumentó. Su aceleración era geométrica, y su objetivo se le antojó enseguida a su alcance. La pantalla de la cuenta atrás que calculaba el tiempo de impulsión mostró que le quedaban ocho segundos de combustible, y aún debía subir doce pisos. La ciudad se fue abriendo ante él a medida que ascendía paralelo a la pared de cristal del rascacielos, pero no le prestó atención. Se concentró en mantener el cuerpo inmóvil y los movimientos al mínimo. Ése era el secreto de volar en turbo-vacío, como lo llamaba Max. Tómatelo con calma y no hagas demasiados gestos correctores. Osciló apenas mientras ascendía, y supo que si sobrevivía a aquello experimentaría una emoción que jamás olvidaría.
Transcurrieron cuatro segundos y pasó ante el piso treinta y nueve. Manipuló con delicadeza el acelerador para disminuir la velocidad de la ascensión. No quería subir más de lo absolutamente necesario.
Rebasó el último piso cuando quedaba un segundo de carburante, y entonces cayó en la cuenta de que aún tenía que superar el muro de cristal que rodeaba la parte superior del edificio. No recordaba si Max había incluido esa barrera final en sus cálculos.
No podía hacer nada al respecto. Se preparó para lanzarse contra la pared y consiguió superarla a base de patalear hacia delante. Esto desequilibró su aerodinámica, pero ya daba igual. El cinturón expulsó los últimos restos de carburante, y Cabrillo cayó con los dos pies sobre la cabina del ascensor. Consiguió aterrizar de rodillas sin hacerse daño, gracias a las almohadillas embutidas en las perneras térmicas de seguridad que llevaba.
Apretó el botón de liberado rápido del cinturón y se desprendió del aparato como si fuera una capa. Vacío, pesaba menos de veinte kilos. Se puso en pie un segundo después, empuñando una pistola FN Five-seveN. Iba equipada con un silenciador y un cargador ampliado que contenía treinta balas, más el que ya estaba en la recámara.
El guardia apostado ante el ascensor había oído que algo se posaba sobre el edificio y estaba alejándose poco a poco de la estructura para ver mejor. Había alzado un poco la pistola, aunque no del todo. Juan le llevaba ventaja. La alta velocidad y el pequeño tamaño de las balas de la FN le abatieron.
El Presidente se quitó el casco y las perneras térmicas, para luego saltar los dos metros y medio que distaba la terraza. Estaba más cerca del lado sudeste del edificio, de modo que se internó en la jungla artificial. Se movía con celeridad, las venas saturadas de adrenalina. Sus sentidos estaban amplificados hasta el punto de que podía oír el tráfico de las calles, incluso a pesar de la barrera de cristal. El segundo guardia era el francotirador, y Cabrillo le vio mientras estaba apuntando a un rascacielos que se hallaba a unas cinco manzanas de distancia. Por su inmovilidad y la forma de mantener el arma apuntada a un solo sitio, comprendió que no era tan profesional como los demás. El edificio que estaba mirando tenía balcones, y sin duda había visto a alguien que estaba tomando el sol.
Murió mientras echaba un vistazo.
A Cabrillo todavía le quedaban tres minutos antes de que el equipo de seguridad recibiera el aviso de una anomalía. Debería abatir al tercer guardia, pero se encontraba cerca de lo que habían identificado como la entrada de aire del sistema de ventilación del ático. El mecanismo consistía en una anónima caja gris situada entre los árboles. Juan se agachó y soltó un panel lateral que permitía el acceso al sofisticado sistema de filtración. Tiró de las rejillas de filtradores moleculares hasta que el aire que circulaba abajo fue el mismo smog asfixiante con el que el resto de ciudadanos de Shanghái contaminaba sus pulmones a diario. A continuación, sacó el pequeño cilindro de gas. Era un gas adormecedor similar al que el Spetsnaz ruso había utilizado para combatir a los terroristas que habían tomado un teatro de Moscú en 2002, pero mucho más seguro. Abrió la tapa y dejó que los ventiladores condujeran el gas hacia la suite y lo distribuyeran por todos los rincones.
Después fue a por el tercer guardia.
Mike Trono había dicho que el hombre se hallaba en el lado oeste del edificio. Pero esa información tenía cuatro minutos de antigüedad, y estos guardias deambulaban de un lado a otro. De todos modos, se encaminó en dirección oeste, manteniéndose lo más alejado posible de los senderos y los parterres. Evitó por completo la zona de la piscina. Si Kenin veía a alguien merodeando por su pequeño oasis urbano, huiría al instante. El hombre tenía los instintos de una rata de muelle y era tres veces más astuto.
Juan Cabrillo encontró un lugar desde el que podía ver todo el borde oeste del edificio, pero no había nadie. Continuó avanzando, con cuidado de no alterar nada. El hombre se delató con un estornudo. Se encontraba a menos de tres metros de Juan, escondido tras una muralla de helechos. El Presidente estaba a punto de disparar cuando oyó la voz de Kenin y la contestación de la chica. Su cacería le había llevado más cerca de la piscina de lo que había creído.
Esperó. El guardia hizo algo de lo más inesperado. Atravesó la muralla de helechos, en lugar de continuar por el sendero. Incluso con silenciador, la Five-SeveN hacía suficiente ruido para que se oyera desde la piscina. Un rifle de asalto se abrió paso entre el follaje. Cabrillo lo agarró, y consiguió que el guardia perdiera el equilibrio incluso antes de salir de la selva artificial. Cuando apareció la cabeza del hombre, la golpeó con la culata de la pistola, y luego volvió a golpearla mientras acompañaba el cuerpo del hombre hasta el suelo. Buscó su pulso. Lo encontró, pero débil. Sobreviviría.
El gas que había liberado alcanzaría la máxima saturación al cabo de pocos minutos. Era absurdo retrasarlo más. Caminó hasta el sendero de al lado, salió poco a poco de la selva y pisó la zona de la piscina. La chica fue la primera en verle y chilló. Kenin alzó la vista de su ordenador, sobresaltado. Alguien había violado su sanctasanctórum.
—Arriba las manos —ordenó en ruso Juan, y repitió la frase en chino, tal como Eddie le había enseñado. Les concedió medio segundo para obedecer, antes de disparar contra la jarra de té helado que descansaba sobre la mesa entre las dos sillas. La núbil acompañante de Kenin chilló de nuevo, pero esta vez los dos levantaron las manos.
—Dígale que se meta en la piscina y que se quede ahí —dijo Juan, todavía en ruso.
La chica china debía comprender el idioma, porque se levantó de la tumbona y se arrojó al agua azul, con los ojos como platos y su bonita cara pálida de miedo.
Kenin recuperó parte de su compostura perdida, con una dura mirada en los ojos, y aunque todavía conservaba las manos en alto, ya no estaban cómicamente extendidas hasta el límite como unos segundos antes.
—¿Quién es usted? —preguntó con altivez.
—El padrino de boda de Yuri Borodin. Y en este momento le suplico que me proporcione una excusa para meterle una bala entre los ojos.
El almirante comprendió.
—Usted es el Presidente. Usted es Juan Cabrillo.
Éste percibió el movimiento por el rabillo del ojo y reaccionó por puro instinto. Disparó media docena de balas con tanta velocidad como si la FN fuera un arma automática. Miró a la izquierda y vio que el mayordomo de Kenin salía dando tumbos de detrás de un árbol del caucho. Cinco de los seis disparos le habían alcanzado, y la sangre manchaba su chaqueta blanca. Una metralleta A MAC-10 cayó de sus dedos carentes de vida mientras se desplomaba sobre el suelo de baldosas.
Kenin aprovechó la momentánea distracción y empezó a correr hacia el ascensor. Gozaba de una ventaja de unos segundos y estaba seis metros más cerca de su destino. Juan no quería dispararle por la espalda, de modo que lo persiguió. Era veinte años más joven que el ruso, pero el almirante corría con la desesperación de un animal acorralado. Sabía que su vida estaba en juego, y alcanzó una velocidad de la que, probablemente, no se creía capaz.
Cabrillo fue acortando distancias. Kenin vestía pantalones de hilo y calzaba sandalias, que resonaban a cada zancada que daba. Juan se estaba preparando para placarle por detrás, cuando el ruso se detuvo a menos de tres metros del vestíbulo del ascensor, se volvió y lanzó el puñetazo para el que se había entrenado toda la vida.
Juan también se había parado en seco y retrocedido un poco, pero aun así recibió el puñetazo más brutal de su vida. Kenin sabía que su contrincante iba a derrumbarse, aunque todavía no había caído. El ruso se había roto la muñeca a consecuencia de aquel puñetazo, pero daba igual. Lo importante era que estaba a punto de escapar. No se dio cuenta de que el hombre que había violado su seguridad alzaba la pistola lo suficiente para que, cuando disparó una bala, se llevara por delante el meñique del ruso hasta la primera falange.
Kenin se aferró la mano ensangrentada cuando aquel dolor nuevo y más agudo se impuso al dolor de la muñeca rota. La sangre salpicó la pared que tenía detrás, mientras el dedo amputado aterrizaba sobre un arriate a su derecha.
—La próxima será en el corazón —rugió Juan. Todavía estaba mareado por el golpe, pero se iba recuperando a toda prisa. Movió el arma para indicar a Kenin que regresara a la piscina.
La chica continuaba en el extremo menos hondo, aferrada al borde, y sólo se veían sus ojos oscuros.
Cabrillo tiró una toalla a Kenin para que restañara la hemorragia, y cerró el ordenador portátil del ruso. También se guardó en el bolsillo un par de teléfonos móviles de la mesa donde el almirante había estado sentado. Encontró otro en el bolso de mimbre de la muchacha. No contendría información útil, de modo que, con un encogimiento de hombros a modo de disculpa en dirección a la chica, lo tiró al agua.
—Vámonos —ordenó. Kenin y él regresaron al ascensor. Como precaución para defenderse del gas que había dispersado antes, Juan sacó un par de máscaras de su bolsa, se caló una sobre la nariz y la boca, y entregó la otra al ruso.
Las puertas del ascensor se abrieron.
—Siéntese en la esquina sobre sus manos.
Esperó a que Kenin adoptara la postura correcta para pulsar el botón del piso treinta y nueve.
Juan le obligó a estar así durante casi todo el trayecto, y le ordenó ponerse en pie cuando la cabina del ascensor redujo la velocidad. A continuación le puso en pie por el brazo derecho herido. Kenin inhaló aire entre dientes a causa del dolor.
El ascensor se abrió. El Presidente estudió la habitación por detrás de Kenin, con el cañón de su FN Five-seveN clavado en la espina dorsal del ruso. Había tres guardias vestidos con uniformes idénticos. Se trataba de un nivel de protección dos, no la élite de arriba. Dos estaban encorvados sobre un tablero de ajedrez, mientras que el tercero tenía los pies apoyados sobre el escritorio y la nariz hundida en una revista. Detrás de ellos había ventanales y el hermoso paisaje de la ciudad.
Esta planta debía estar ventilada como el resto de la torre, porque aquellos hombres estaban conscientes. Juan se quitó la máscara y gritó en ruso:
—¡En pie!
Los tres hombres se volvieron y vieron a su jefe, y dieron por sentado que la orden había partido de él. Se incorporaron de un brinco con aire culpable y se pusieron firmes. Sólo entonces reveló Juan su presencia. Un hombre cometió la estupidez de llevar la mano a la pistola enfundada. El Presidente no podía correr riesgos, de modo que le pegó al guardia dos tiros en la cabeza.
Los demás alzaron las manos y empezaron a suplicar por su vida. Juan ordenó que arrojaran sus armas, y después que se esposaran mutuamente al escritorio con las bridas de plástico que llevaban.
Utilizó una brida para inmovilizar también las manos de su prisionero.
Juan Cabrillo estaba empujando a Kenin en dirección a la puerta que les sacaría de aquella oficina cuando se desató el infierno. La puerta salió disparada de sus goznes, y hombres chinos uniformados, como los que Eddie había dicho haber visto en el vestíbulo, entraron corriendo. Iban armados, pero no estaban bien entrenados, porque cuando vieron la pistola de Juan empezaron a disparar como posesos. Las ventanas que el Presidente tenía detrás cayeron a la calle, destrozadas por incontables balas. Kenin recibió una ráfaga, y su cuerpo saltó hacia atrás debido al impacto. Cayó como un borracho mientras Juan se arrojaba al suelo. El ruso rodó sobre la espalda de Juan, al tiempo que el impulso le lanzaba a través del marco de la ventana. Se hallaban a cuarenta pisos de la calle, y Juan logró ver la rabia y la sorpresa en los ojos de Kenin justo antes de que la gravedad se lo llevara para siempre.
A Yuri le habría gustado la ironía de que el hombre malvado y cruel que había ordenado su muerte muriera a manos de sus ineptos guardias. Ésta no era exactamente la venganza que Juan había imaginado, pero no dejaba de ser satisfactoria.
Cabrillo devolvió el fuego. Aún le quedaban veinte balas en la Five-seveN, y soltó una ráfaga que le permitió retroceder hacia el ascensor. Oprimió el botón y cambió el cargador agotado. El nuevo era el único que le quedaba. Oyó balas que impactaban en la puerta de fuera mientras él se ponía a salvo. El ordenador portátil había sido alcanzado en una esquina, pero daba la impresión de que no habían destruido nada vital.
Los guardias que habían irrumpido debían haberse apostado ante los ascensores principales de la planta treinta y nueve. Eran la carne de cañón por si alguien atacaba el piso desde el ascensor principal. Uno de los guardias de la oficina interior debía tener un medio de enviarles señales, y lo había hecho sin que Juan se diera cuenta.
Volvió a ponerse la máscara y subió un piso. La puerta se abrió a un espacio utilitario. El lujoso apartamento estaría más arriba. Esta zona estaba reservada a los guardias y el personal de servicio. Una mesita auxiliar estaba apoyada contra la pared que había frente a los ascensores. La arrastró hasta las puertas para impedir que se cerraran y el ascensor fuera utilizado por los hombres de abajo. No tendrían acceso a esta planta por la escalera de emergencia, pero la vigilarían para que nadie bajara. Se podía decir que estaba atrapado.
Pero estaba seguro de que Pytor Kenin habría ingeniado una tercera vía, una salida secreta del ático. Buscó sin pérdida de tiempo. Encontró algunos guardias más y miembros del personal inconscientes en sus habitaciones. Y entonces descubrió el conducto de escape que el ruso había instalado. Era una habitación del tamaño de una cabina telefónica fabricada a propósito. El techo estaba abierto, de modo que pudo ver el último piso del ático. Miró hacia abajo y sólo vio un abismo negro.
Pero justo delante de él había un tobogán de evacuación, con un tubo elástico interno que le permitiría controlar el descenso. Juan se introdujo en el conducto, con la sensación de estar entrando en los intestinos de una ballena. Inició el descenso sin saber adónde le conduciría. Por fin, vio destellos de luces bajo sus pies y, momentos después, salió del tubo de escape a una habitación con ventanales en una pared.
Kenin había pensado en todo. En el suelo, al lado de la puerta, había una mochila que sería su bolsa de supervivencia, con elementos esenciales como identificaciones falsas, dinero y armas. Por si el almirante ruso tuviera tiempo de sobra después de huir del ático, había diferentes mudas de ropa en un perchero: un traje a medida, ropa informal y uniformes de conserje, repartidor y guardia de seguridad.
Juan se puso una camisa limpia que le venía un poco demasiado grande, pero serviría. Se quitó todo el equipo táctico que llevaba todavía. Los pantalones estaban algo sucios, pero no hasta el punto de llamar la atención. Fue a la puerta y la abrió como si tal cosa. Al otro lado había un pasillo idéntico a cualquier otro. Podía pasar por un edificio de oficinas como los que hay en cualquier ciudad del planeta. Tranquilizadoramente banal. En la puerta vio que el conducto de escape de Kenin le había arrojado a la habitación 3208. Había bajado casi diez pisos.
Lamentó haberse dejado la pistola, de modo que a partir de allí tendría que abrirse paso gracias a la oratoria, en lugar de a la fuerza bruta.
Cargado con el ordenador personal de Kenin, salió de la oficina y dejó que la puerta se cerrara a su espalda. Pasó ante varias oficinas cerradas y saludó con un cortés cabeceo a la única persona con la que se cruzó, un hombre de edad madura que le correspondió del mismo modo y no pareció sospechar de él. Aún no le había salido un morado a causa del puñetazo del ruso. Dentro de una hora exhibiría una fea mancha negroazulada.
Encontró el ascensor y tuvo que esperar menos de treinta segundos. Había pocas personas dentro cuando las puertas se abrieron con un susurro. Juan entró, se volvió hacia el frente como todo el mundo y esperó. Se oyó una campanilla y las puertas se cerraron. Unas paradas después, el ascensor se abrió al vestíbulo. A primera vista, todo parecía normal. Entonces vio a un grupo de seguridad acurrucado en su puesto. Los hombres parecían agitados y vacilantes mientras escuchaban por un walkie-talkie, probablemente a los tipos del piso treinta y nueve. Juan desvió la vista. No debía atraer la atención. Un coche de policía frenó fuera, y él estuvo a punto de cambiar de dirección, pero eso habría despertado sospechas. Bastantes personas habrían llamado para denunciar a un tipo que había subido volando por el lado del edificio, de modo que las autoridades habían decidido al final enviar una patrulla para que investigara. Se encontró ante dos policías en la enorme puerta giratoria. Salió. Ellos entraron. Quién sabía qué pasaría cuando descubrieran todo.
Hizo un clic en su transceptor para pedir a Eddie que viniera. Momentos después, la segunda furgoneta apareció en la esquina. Eddie comprendió la situación. El Presidente iba solo, de modo que no era preciso acercarse a toda velocidad al bordillo para arrojar al prisionero a la parte de atrás. Encontró un hueco algo más adelante y esperó a que su jefe subiera.
—Vámonos —dijo Juan en cuanto cerró la puerta.
—¿Qué ha pasado?
Eddie llevaba botellas de agua sobre la tapa del motor, entre los dos asientos. Al verlas, Juan Cabrillo notó de repente la garganta seca. Desenroscó el tapón y se bebió medio litro de golpe.
—Lo creas o no, a Kenin lo mataron a tiros sus propios guardias. Todo iba de acuerdo con el plan. Acababa de neutralizar a los hombres que custodiaban su ascensor privado cuando los guardias encargados de vigilar los ascensores principales del edificio aparecieron disparando sus armas.
—Los rusos cargarán con el mochuelo —comentó Eddie.
—Cuando me puse por primera vez en contacto con mi hombre en el Kremlin y le dije que iba a por Kenin, me dio la impresión de que Moscú se sentiría complacido por este desenlace. Les salva del apuro de tener que explicar lo que ha hecho, montar un juicio bufo y fusilarle. —Levantó el ordenador portátil—. Sólo espero que Murph y Stone puedan extraer algo valioso de este trasto, para que toda esta operación haya valido la pena.
—Si ahí hay algo, ellos lo encontrarán. —Continuaron en silencio unos minutos. Eddie formuló por fin la pregunta del millón—. ¿Cómo fue?
—¿Cómo fue qué?
—Venga ya. Debió ser asombroso.
El Presidente sonrió.
—«Asombroso» no le hace justicia. Antes pensaba que la caída libre era lo más parecido a volar. No es nada comparado con el viaje que acabo de hacer. Creo que quiero que Max me construya otro cinturón cohete para Navidad.
Siguieron en el coche hasta el ocaso y se dirigieron hacia la fábrica de cemento abandonada. Eddie, MacD y Mike se encontraban en el país legalmente y se marcharían a la mañana siguiente, conservando su tapadera por si la volvían a necesitar en un futuro. Como Juan había entrado de tapadillo en China, tendría que salir de la misma manera. Eddie lo acompañó hasta que el Discovery 1000 emergió a la sombra del muelle. El Presidente saltó a la parte posterior del minisubmarino y esperó a que la escotilla se abriera. Max Hanley en persona pilotaba el sumergible.
—¿Cómo fue el vuelo?
—Es lo más divertido que puedes hacer sin quitarte la ropa —replicó Juan—. Para resumirlo en pocas palabras.
Charlaron animadamente durante todo el trayecto hasta el Oregon, ambos hombres satisfechos de una misión que había salido bien. Era algo muy conmovedor para Cabrillo. Consideraba a muy pocos hombres amigos, y Yuri Borodin había sido uno de ellos. Ahora había vengado a su amigo. El alma de Yuri podía descansar un poco más en paz.
La Corporación no tenía nada a la vista en aquel momento, y si Eric y Mark podían acceder al disco duro del ordenador, recibirían una buena cantidad del gobierno norteamericano, más un pago final por el asunto de El Contenedor. Cabrillo pensó que debería dejar amarrado el Oregon durante una temporada y conceder a su gente unas bien merecidas vacaciones.
El destino estaba a punto de intervenir de nuevo. En lugar de unas vacaciones, el Oregon y sus tripulantes no tardarían en luchar por sus vidas.