24

TENIENDO en cuenta su destino, era lógico que Eddie Seng acompañara a su jefe a la misión de exploración. L’Enfant sólo había proporcionado una dirección. Marc y Eddie habían llevado a cabo su investigación, como siempre excelente, del lugar, pero no hay nada mejor que inspeccionar el terreno en directo. Tomaron un vuelo comercial desde Yakarta a Shanghái.

Ninguno de ambos hombres se encontraba a gusto en el país natal de Eddie, a quien no le gustaba porque había pasado allí gran parte de su carrera de agente de la CIA, reclutando agentes que espiaran para él, y ya había tenido bastantes encontronazos con los diversos brazos de seguridad del gobierno del pueblo. Sospechaba que su expediente debía sumar más de mil páginas. Su aspecto era muy diferente del de aquellos tiempos, los mejores cirujanos plásticos de la CIA se habían encargado de ello, pero, no obstante, cada vez que regresaba a su país natal experimentaba la sensación de que le estaban vigilando.

Cabrillo era también otra persona que despertaba el interés del Ministerio de la Seguridad del Estado, puesto que en cierta ocasión había volado por los aires un destructor de la Marina china llamado Chengdo. Técnicamente, Dirk Pitt lo había volado, pero lo había hecho mientras estaba a bordo del Oregon. No obstante, no era eso lo que agobiaba al Presidente, sino el hecho de que esa batalla en particular le había costado una pierna. Dedicaba escaso tiempo a meditar sobre la pérdida, que había compensado de muchas formas, pero había momentos en que la sentía en lo más hondo.

Shanghái, que acoge una población de veinticinco millones de personas, debe de ser la ciudad más grande del mundo. Mientras atravesaban suburbios y hectáreas de bloques de apartamentos adornados con colada puesta a secar, a bordo del tren Maglev al que habían subido en el aeropuerto, Juan no lo puso en duda. Eddie había visitado la ciudad en muchas ocasiones, pero ésta era la primera para el Presidente. Con una velocidad superior en algunos momentos a los trescientos setenta y cinco kilómetros por hora, el tren ultraligero, que corría sobre un colchón de aire, tardó unos pocos minutos en llegar al barrio de Pudong. Un taxi habría tardado horas en recorrer los ciento veinte kilómetros.

Tan sólo unos años antes, Pudong, en la parte este del río Huangpu, estaba poco poblado, al contrario que la orilla occidental, que albergaba los barrios antiguos de la ciudad y masas de insulsos rascacielos testimonio de la expansión de los años setenta. Ahora, Pudong era el rostro de la ciudad, con su mítico perfil de edificios de excéntricas formas, sobre todo la Oriental Pearl TV Tower, con sus dos extraños globos apilados uno sobre otro, y el hermoso Shanghai World Financial Center. Las calles poseían el bullicio y el ruido de Nueva York.

Llegaron al hotel, y se registraron por separado, puesto que una habitación ocupada por dos hombres despertaría sospechas. Como la suerte no les sonrió, ninguna habitación estaba encarada hacia la dirección que les convenía, de modo que Juan tuvo que interpretar el papel de norteamericano antipático y pedir una habitación diferente. La segunda era perfecta.

La dirección que L’Enfant les había proporcionado se hallaba en uno de los rascacielos más nuevos de Pudong, un reluciente rectángulo de cristal negro reflectante que alcanzaba una altura de más de ciento veinte metros. No era el edificio más alto del barrio, ni por asomo, pero aun así era impresionante.

Eddie se reunió con Cabrillo en su habitación nueva, con vistas a la torre que constituía su objetivo. El hotel no era tan alto como el edificio, pero de momento la vista era excelente. Eddie había entrado en China como vendedor de instrumentos médicos, de modo que podía llevar en la maleta algunos artilugios electrónicos poco usuales. En aduanas los habían examinado, por supuesto, pero sin detectar nada raro.

Acercó uno de los aparatos a la ventana, que abrió unos centímetros, extendió una sonda y la apuntó hacia el edificio cercano. Mientras apuntaba la sonda a cada planta, desde el suelo hacia arriba, vigilaba una pantalla digital. Cuando dirigió la sonda hacia el penúltimo piso, gruñó al ver la pantalla. El último piso le proporcionó información similar.

—¿Y bien? —preguntó Juan.

El aparato era un láser capaz de leer las vibraciones del cristal de una ventana. Con el software adecuado, estas vibraciones podían transformarse en palabras pronunciadas por alguien al otro lado del cristal. No se habían molestado en llevar un ordenador para interpretar las vibraciones. Sólo les interesaba saber si alguien del edificio en cuestión intentaba contrarrestar el uso de tal detector láser.

—Los dos últimos pisos tienen generadores de flujo aleatorio —contestó Eddie, mientras devolvía el aparato a su estuche—. Los cristales bailan como derviches. Es imposible obtener una lectura láser de lo que están hablando dentro.

Juan asintió con aire pensativo. Eso no significaba necesariamente que L’Enfant estuviera en lo cierto, pero indicaba que los ocupantes de los dos últimos pisos eran muy sensibles a la seguridad.

—Perfecto, pinta bien. Ahora nos separaremos y averiguaremos todo lo que podamos sobre los ocupantes de esos pisos.

Eddie ya se había puesto su primer disfraz, el de repartidor de paquetes. Más tarde, se pondría un traje, con el propósito de entrar en el edificio como inquilino en potencia.

Juan iba vestido de turista, incluida riñonera, gorra de béisbol y anorak con el logo de un panda. Gracias a un servicio de fotografía aérea online, ya sabían que el edificio contaba con un extenso jardín en el tejado, y había decidido cuál era el mejor lugar para investigarlo.

A cuatro manzanas de la torre negra, Juan Cabrillo entró en el adornado vestíbulo de otro edificio, tan nuevo que todavía olía a pintura. Había un ascensor exprés que subía a la plataforma de observación. Un grupo de colegialas con faldas y jerséis a juego hablaban, reían y practicaban complicados juegos de palmearse las manos mientras esperaban el ascensor. Las dos profesoras conversaban con un representante de la administración del edificio.

El ascensor llegó por fin y el grupo entró. Juan dedicó a las dos profesoras una sonrisa tontorrona, y ellas no le hicieron el menor caso. Salieron a una plataforma abierta que se hallaba a doscientos treinta metros sobre la calle, rodeada por una barrera de cristal alta hasta el pecho. La vista era espectacular. Abajo, se veían barcos en el río Huangpu y el famoso Paseo Bund en el lado contrario. Hacia el norte discurría el poderoso Yangtze. Y si miraban al este, más allá de la ciudad, se encontraban las plácidas aguas del mar de la China Oriental.

Las niñas lanzaron exclamaciones de admiración al ver las sorprendentes vistas. Por su parte, Juan Cabrillo se sintió bastante impresionado, pero había ido a por una vista en particular. Tardó un momento en comprobar si alguien parecía fuera de lugar en la plataforma de observación. Había un guardia de seguridad, que iba rodeando poco a poco la plataforma como un tiburón que patrullara por uno de aquellos enormes acuarios. El resto eran turistas como él, o parejas jóvenes que se habrían escabullido del trabajo. Se acercó al mejor lugar para ver el jardín de la terraza, pero apenas le dedicó un vistazo antes de fijarse en la estructura central que albergaba la maquinaria del ascensor de la torre. Localizó la cámara de seguridad de inmediato, la única que había en la plataforma de observación. Estaba apuntada al lugar que Cabrillo había considerado el mejor para estudiar el edificio de marras. Alguien quería saber si le estaban vigilando.

No había reaccionado cuando vio la cámara. Era demasiado profesional para eso. También sentía curiosidad. Salió de su campo visual y paseó como el típico turista. Dedicó otros veinte minutos a admirar las vistas. Las colegialas se habían ido, y habían sido sustituidas por un grupo de turistas alemanes de vacaciones. Calculó que había transcurrido tiempo suficiente para que nadie le relacionara con lo que estaba a punto de hacer. Ya se había quitado la gorra de béisbol y puesto la chaqueta del revés. Antes era azul claro con un logo, y ahora verde oscuro y sin adornos.

Pasó bajo la cámara y, cuando nadie miraba, alzó la mano para alterar su ángulo un poco. Se alejó a esperar. Tardaron diez minutos. El chico que llegó llevaba traje, no el uniforme de los típicos empleados de mantenimiento. Se encaminó a la cámara y la devolvió a su posición original. El hombre llevaba un pinganillo de Bluetooth sobre un oído, y tras recibir instrucciones de quien controlara las imágenes de la cámara, torció el ángulo del aparato unos cuantos grados más.

Cabrillo ya había subido al primer ascensor disponible en cuanto el hombre empezó a manipular la cámara. Ahora deambulaba por la acera, delante del edificio. Sólo tendría que esperar unos minutos. El Señor Manitas no trabajaba en este edificio. Apareció en la calle, caminando a grandes zancadas, y él sabía adónde se dirigía, de manera que se desvió a una calle paralela. Llegó a tiempo de ver que el tipo entraba en la torre negra donde L’Enfant había dicho que Kenin se escondía.

Sí, en efecto, el ocupante de los últimos pisos era un maníaco de la seguridad.

—Debe de ser un paranoico —masculló el Presidente.

No habían considerado la plataforma de observación un lugar adecuado para vigilar la torre negra por la sencilla razón de que se cerraba por la noche. Sólo había ido para poner a prueba la resolución de su enemigo. Regresó al edificio y habló con una mujer que se ocupaba de los alquileres. Por mediación de una empresa fantasma, la Corporación ya había alquilado un espacio en la planta dieciséis que les concedía un lugar estratégico. La mujer le entregó las llaves de la suite, pero él declinó su oferta de enseñarle el espacio. Juan subió en ascensor.

Había tres habitaciones, la primera era una recepción, con un escritorio de secretaria y una zona de descanso con un sofá y butacas a juego. El mobiliario de los despachos era idéntico: escritorios, aparadores y sillas estándares. Incluso había obras de arte genéricas en las paredes. Cabrillo hizo caso omiso de todo. Sacó un par de prismáticos diminutos, pero sorprendentemente potentes, de su riñonera y los apuntó a la terraza del tejado que se hallaba a cuatro manzanas de distancia y sesenta metros más abajo.

La vista carecía de obstáculos. Al igual que este edificio, el tejado estaba rodeado de una barandilla de cristal, sólo que ésta medía dos metros y medio de altura, como mínimo, y sospechó que sería a prueba de balas. Se accedía a la terraza por un ascensor ubicado en un pabellón que se encontraba en la esquina sur del edificio. Había una larga y reluciente piscina rodeada de una tarima de teca. En un extremo de la piscina había apiladas rocas con agua que caía sobre ellas formando un conjunto artístico y natural. Cerca, y también dispuesto entre rocas para que pareciera un manantial natural, había un jacuzzi con hilillos de vapor que se elevaban de su superficie. Había cientos de plantas, y senderos que serpenteaban a través de los árboles y los arbustos. La terraza recordaba una creación de Disney para alguno de sus complejos recreativos, y Juan tuvo que admitir que el efecto le encantaba.

Más tarde, acarrearían su equipo desde el hotel. Juan se hacía pasar por fotoperiodista, y tenía objetivos mucho más potentes que los prismáticos que utilizaba en aquel momento. Para entrar en China, Eddie y él habían tenido que dar el nombre del hotel en el que se iban a hospedar, pero a partir de aquel momento la suite sería su hogar.

Horas después, estaban comiendo pollo del Kentucky Fried Chicken en uno de los despachos, comentando lo que habían averiguado. Juan Cabrillo acababa de terminar su informe, y animó a Eddie a que contara su historia. Les habría gustado que Max y los demás pudieran escucharles, pero era muy fácil interceptar las señales de los móviles, y si al gobierno le costaba demasiado descifrar el encriptado, la policía caería sobre ellos en cuestión de minutos.

—Hay dos guardias en la entrada —explicó Eddie—. Y a menos que tengas una identificación emitida por el edificio o una cita, no te dejarán deambular. Todas las entregas entran a través de una puerta trasera. Hay que firmar la recepción de los paquetes, y seguridad interior se encarga de entregarlos a la oficina adecuada. Hablé con un par de repartidores. No hay excepciones.

»Concerté una cita con una empresa de importación/exportación de la planta veinte. Los ascensores suben hasta el piso treinta y ocho y no hay restricciones, pero en cada uno de ellos hay una ranura para subir una planta más.

—Pero los dos últimos pisos cuentan con seguridad acústica —adujo Juan.

Eddie Seng asintió.

—Y ésa es la mala noticia. Conté los pisos desde el exterior. El edificio tiene cuarenta y un pisos. El piso al que sólo se accede con llave es un colchón entre el ático de dos pisos y el resto de la torre. A partir del treinta y nueve, has de cambiar de ascensor para llegar arriba.

—¿Los ascensores están en el centro del edificio?

Eddie se limitó a asentir.

—Se accede al ático desde la esquina sur. Al menos, hay un ascensor que sube al tejado.

—Hemos de localizar a alguien que tenga una de esas llaves.

—No nos servirá de nada. En primer lugar, apuesto a que tres de las ranuras son ficticias, y que la llave de acceso funciona en un solo ascensor. Y no te quepa duda de que seguridad se mostrará inflexible en eso. Alguien no autorizado que salga de esa cabina activará la alarma. El ascensor que sube a los dos últimos pisos y al tejado queda bloqueado, llaman a la policía, o los mismos guardias se encargan de resolver el problema.

—¿Disfraz?

—Hay que considerarlo —replicó Juan—. Pero eso significa averiguar quién exactamente tiene autoridad para subir al piso treinta y nueve, y después a los niveles del ático.

Eddie sacudió la cabeza.

—La única forma de hacerlo es utilizar ese ascensor todo el día.

—¿Y tú crees que seguridad te lo va a permitir?

—No —respondió Eddie contrito—. ¿Escaleras?

—Quedaremos bloqueados en el piso treinta y ocho. Podríamos forzar la cerradura, pero las cámaras de seguridad nos estarán vigilando. Y antes de que sugieras cortar la corriente eléctrica del edificio, ambos sabemos que tendrán baterías de emergencia y un generador.

—¿Estamos hablando como si ese edificio fuera inexpugnable?

—De momento, eso parece. Incluso aunque pudiéramos entrar en el pozo de un ascensor, eso nos dejaría un piso por debajo de Kenin. —Aquel elevado nivel de seguridad revelaba a Juan que había encontrado al almirante canalla, y que era el tipo de hombre que planificaba su seguridad hasta el último detalle—. Apuesto a que los sistemas de ventilación se detienen en el piso treinta y nueve, y a que los niveles del ático cuentan con sus propios sistemas de calefacción y refrigeración.

—¿Y los conductos estructurales para las tuberías de agua y alcantarillado?

—Demasiado estrechos, y yo tendría instalado un sensor de movimientos en el treinta y nueve.

—Bien, sabemos que no se va a marchar durante un tiempo.

Kenin se habría sometido a cirugía plástica para alterar su apariencia. El médico viviría y trabajaría dentro de la casa. Tal vez le permitirían salir a hacer recados, pero siempre iría escoltado. El almirante ruso se reintegraría a la sociedad sólo cuando las heridas se hubieran cicatrizado y no se pareciera en nada al de antes.

—Vamos a mantener vigilado el edificio durante unos días, a ver qué pasa.

Al amanecer de la mañana siguiente, vieron los primeros signos de actividad en la terraza. Las paredes de cristal negro del edificio continuaron tan opacas como siempre. Un destacamento de tres hombres de seguridad apareció en la terraza. Juan les observó a través de una lente telescópica montada sobre un trípode. Un hombre se quedó al lado del ascensor, mientras los otros dos, con las pistolas desenfundadas, examinaban cada centímetro del jardín de la terraza. Miraron bajo los arbustos y alrededor de la catarata. El revestimiento de la piscina era de un azul resplandeciente, de modo que nada podía pasar desapercibido a su examen. El revestimiento del jacuzzi, por su parte, era oscuro, y uno de los guardias investigó el fondo con un recolector. Examinaron todo y no dejaron nada al azar. Y Juan comprobó que se mantenían en contacto entre sí en todo momento.

Muy profesional y de lo más deprimente. Había estado pensando en acceder al tejado como fuera y colarse en el ático, en lugar de subir desde abajo. Aquellos tipos le habían estropeado la idea. En cuanto el contacto con uno de los guardias se perdiera, el del ascensor volvería al ático y lo aislaría. Cuando una fuerza atacante irrumpiera en el apartamento, Kenin ya se habría marchado.

Explicó aquella idea a Eddie.

—Pues le obligamos a salir y vigilamos todas las salidas, preparados para secuestrarle en la calle —resumió Eddie Seng.

Juan se fijó de inmediato en el fallo…, en los dos fallos. Kenin podía refugiarse en un despacho de una planta más baja y esperar a que el ataque terminara. Y dos, llamarían a la policía en cuanto descubrieran que se había producido una brecha en su seguridad. El ruso habría necesitado ayuda local para poner a punto su refugio, ayuda local muy influyente.

Las calles estarían llenas de policías en cuanto llegara a la planta baja. Sería imposible seguirle, y mucho menos secuestrarle.

Nada ocurrió durante varias horas. Eddie estaba estudiando el tejado, mientras Juan paseaba por la recepción y trataba de trazar un plan. El mismo destacamento de tres hombres salió de nuevo del ascensor y llevó a cabo otro registro para comprobar que nada había cambiado en su meseta aislada de acero y cristal. Eddie llamó al Presidente para que mirara con los prismáticos.

Tras la inspección, dos guardias bajaron, mientras el que estaba apostado junto al ascensor se quedaba en su sitio. Momentos después, apareció una mujer vestida con un sencillo albornoz blanco. Parecía china, y aparentaba tal vez un día más de dieciocho años. Por lo visto, a Kenin le gustaban jovencitas, pero legales. Cuando llegó a la tarima de la piscina, dejó en el suelo el bolso de mimbre que llevaba y se quitó el albornoz. Eddie, que esperaba un bikini revelador, se quedó sorprendido cuando vio que utilizaba el típico traje de baño de una pieza empleado por los nadadores olímpicos.

Se puso unas gafas de natación, saltó al agua y empezó a nadar.

Cabrillo ignoró a la mujer y vigiló al guardia. Rara vez miraba en dirección a la nadadora, sino que estudiaba el cielo y los edificios circundantes, en busca de amenazas. Tuvo que admitir que el tipo era bueno. Nunca se demoraba en un punto, ni siquiera cuando un helicóptero pasó a menos de un kilómetro de la torre negra. Lo miró, sí, pero no llegó a distraerle.

La muchacha nadó durante media hora sin tomarse ni un descanso.

Era casi mediodía. Un nuevo guardia llegó para relevar al hombre del ascensor, y otros dos registraron la terraza del tejado, como si nunca la hubieran inspeccionado. Uno llevaba un rifle de francotirador, con una enorme mira telescópica sobre el hombro, mientras el otro acunaba un rifle de asalto chino Type 95. El diseño bullpup era el último grito en materia de armamento para el Ejército de la República Popular. El hecho de que aquel par fuera armado con algo más que simples pistolas constituía una novedad. Significaba una sobreprotección contra amenazas que presagiaba la aparición de Kenin.

A continuación, llegó un camarero, empujando el tipo de mesita de ruedas propia de los hoteles. Dispuso la comida bajo un parasol, al lado de la piscina. Cuando todo estuvo preparado, el vino abierto en un cubo de plata, y los cubiertos frotados por última vez para sacarles más brillo, se retiró a una distancia respetuosa. La chica salió del agua con la agilidad de una nutria y se secó con una toalla.

Una nueva figura emergió del pabellón.

Juan notó que el pulso se le aceleraba. Reconoció de inmediato a Pytor Kenin. Llevaba sólo bañador y chancletas, de modo que pudo ver el espeso vello plateado que cubría su torso de oso. Tenía las típicas facciones eslavas (cabeza redonda, barbilla firme, ojos hundidos), y se movía con el vigor de un hombre veinte años más joven. La chica le ofreció la mejilla y él le dio un beso fugaz. La leve intimidad era casi creíble. Debía pagarle muy bien.

Juan observó que Kenin llevaba una oreja vendada, y la otra encarnada e hinchada. El ruso estaba iniciando cirugía plástica para cambiar su apariencia y, como con todo lo demás, era extremadamente cauteloso. Las orejas eran tan distintivas como las huellas dactilares o el ADN, y el nuevo y sofisticado software de reconocimiento facial, combinado con la profusión de cámaras de vigilancia en todas las principales ciudades del mundo, hacían necesario modificar algo más que la mandíbula, la nariz y la frente. Juan conocía a más de un sospechoso de terrorismo capturado sólo por la forma de sus orejas. Kenin era inteligente.

Comió sin prisas, como un hombre carente de preocupaciones. La jubilación le sentaba bien.

Después de comer, se puso a trabajar con un ordenador portátil. Juan confió en que estuviera utilizando un wi-fi que pudieran piratear, pero el ordenador estaba enchufado a una toma mediante un cable grueso, sin duda protegido. En un momento dado, Kenin llamó al camarero. El hombre desapareció unos momentos, y después reapareció con un humificador. El almirante eligió un puro y cortó el extremo con un cortador de oro, y lo encendió con un encendedor del mismo metal.

Permanecieron junto a la piscina hasta eso de las tres. La chica había nadado un rato, y durante unos minutos Kenin había chapoteado como un búfalo de agua, con cuidado de no mojar sus orejas inflamadas.

Después de que la pareja desapareciera en el interior, el camarero despejó la mesa, pero fueron los guardias de seguridad los últimos en marcharse. Llevaron a cabo una inspección minuciosa, la cuarta del día.

Eddie había tomado fotos de la cara de todos los guardias, para luego descargarlas en su teléfono. Había dejado a Juan en la oficina para que vigilara la terraza desierta, mientras él trabajaba fuera. Encontró un buen lugar para vigilar la entrada de servicio de la torre negra desde debajo de un coche aparcado. Si el conductor regresaba, dispondría de tiempo más que suficiente para desplazarse hasta el siguiente de la hilera que flanqueaba la calle. A medida que cada empleado del edificio se marchaba, Eddie comparaba su rostro con la base de datos. Se vio obligado a cambiar de coche un par de veces, y a eso de las diez de la noche quedaban pocos vehículos en la calle, y tuvo que abandonar su puesto de observación.

Para entonces, hacía rato que nadie había abandonado el edificio. Ninguna de las personas que había observado abandonando el edificio pertenecía al cuerpo de guardia. Al igual que Kenin, se habían encerrado en el edificio para pasar la noche.

Volvió a la oficina alquilada. Cabrillo estaba vigilando con el gran teleobjetivo la terraza a oscuras.

—¿Ha habido suerte? —preguntó sin volverse.

—Nada. Intentaré vigilar las puertas principales por la mañana, pero creo que se han encerrado como su jefe. ¿Y tú?

—Nada de nada —respondió Juan con acritud—. Da la impresión de que registran la terraza cada mañana, y siempre que alguien la va a utilizar.

Ambos estuvieron así una semana. Las rutinas apenas variaban. Kenin comía a veces junto a la piscina o paseaba por los senderos del jardín. Al sexto día, la chica fue sustituida por otra que no parecía muy diferente, salvo por la longitud del pelo. Sería necesario un equipo muy numeroso para seguirla, tan numeroso que se acabaría delatando.

También efectuaron otras observaciones. Sonaba música marcial en casi todos los espacios públicos de Shanghái, y había carteles patrióticos pegados por toda la ciudad. Abundaban los soldados, y la gente se precipitaba hacia ellos para estrecharles la mano. Y en el cielo, aviones de combate llevaban a cabo lo que parecían espectáculos aéreos improvisados.

En un país tan férreamente controlado como China, todo se hacía por un motivo concreto. La creciente exhibición militarista tenía como objetivo causar inquietud en la gente acerca de la inminente disputa con Japón sobre la propiedad de las islas Diaoyu/Senkaku. Lo que había empezado como una refriega diplomática se estaba agravando a marchas forzadas. Desde el descubrimiento de yacimientos de gas y petróleo en las aguas que rodeaban las islas, el ruido de sables entre Pekín y Tokio era cada vez más ensordecedor. Habían enviado barcos, y algunos aviones estaban jugando al gato y al ratón, pues los pilotos de ambos bandos se acercaban tanto los unos a los otros que un accidente parecía inevitable. Las consecuencias de tal acontecimiento eran incalculables, pero sin duda peligrosas.

Los dos hombres mataban las horas de aburrimiento discutiendo, y a la postre rechazando, idea tras idea, sobre cómo capturar a Kenin. Un ataque con helicópteros estaba descartado. El sonido de los rotores alertaría a los guardias, y Kenin se encerraría en el interior. Hablaron de ascender por un costado del edificio, pero eso atraería demasiada atención en la calle. Consideraron un lanzamiento nocturno de paracaidistas. Tenía sus posibilidades, pero con los guardias en constante comunicación, un repentino silencio cuando fueran reducidos alertaría a las fuerzas que todavía quedaran dentro. Además, el espacio aéreo chino estaba controlado estrechamente por el gobierno, y un vuelo no autorizado recibiría la visita de un par de cazas mucho antes de que llegara al distrito de Pudong.

Al final, Eddie y Juan llegaron a la misma conclusión: Pytor Kenin se había encerrado en el equivalente moderno de un castillo inexpugnable, y estaba más que preparado para un asedio.

Fue sólo después de regresar al Oregon y comentar su pesimista análisis con el resto de la tripulación cuando nuevas ideas afloraron. En un ataque de inspiración, fue el propio Juan quien dio por fin el paso decisivo. Sólo necesitaría la destreza de Max para llevarlo a la práctica. Su amigo meditó sobre el reto unos segundos.

—Es tu cuello, jefe.

—Será mucho más que mi cuello.

Los dos sonrieron como colegiales que conspiraran para cometer travesuras.