23

LLEGARON el tercer día de travesía, nada más salir el sol. Tal como Cabrillo sospechaba, había tres embarcaciones (potentes lanchas motoras planeadoras) que surgieron de la oscuridad previa al alba como tiburones preparados para la matanza. Tenían menos de treinta centímetros de francobordo, de manera que nunca aparecían en el radar. Les acompañaría otro barco, un buque nodriza que esperaría en el horizonte, y que habría remolcado las lanchas hasta el punto de la emboscada. Había cinco piratas en cada embarcación, somalíes de piel color café que habían convertido aquel tramo del océano Índico en uno de los lugares más peligrosos de la Tierra. Juan Cabrillo sospechaba que era el señor del crimen de Basora quien les había indicado qué barco debían atacar. Al fin y al cabo, Basora era una ciudad portuaria, de modo que tendría contactos con los líderes de los piratas.

Casi todos los hombres esgrimían AK-47, pero uno en cada barco utilizaba el característico lanzacohetes RPG-7. Atacaron por la popa, de modo que los vigías del puente no llegaron a verlos, y de hecho no se enteraron de su existencia hasta que un proyectil se estrelló contra el castillo de popa justo por encima de la línea de flotación, en un intento de inutilizar la hélice y el timón del Oregon.

En cualquier otro barco, la explosión les habría dejado indefensos, pero el Oregon estaba reforzado y blindado en zonas críticas, de modo que la granada no consiguió otra cosa que arrugar el cinturón acorazado y chamuscar un poco de pintura.

Como de todas formas alguien tenía que hacerse cargo de las maniobras en el puente de mando, Cabrillo decidió pasar el control allí desde el centro de operaciones, con una sola persona que se ocupara de la habitación de alta tecnología, en lugar de las dos acostumbradas. Segundos después de que la explosión resonara en todo el barco, MacD Lawless saltó de la silla donde dormitaba aburrido y se ocupó del sistema armamentístico, situado en la parte delantera de la habitación. Si bien era el miembro más reciente de la Corporación, conocía los sistemas del Oregon tan bien como cualquiera.

Tardó tan sólo unos segundos en utilizar las cámaras para localizar las embarcaciones piratas. Se mantenían a unos cincuenta metros del barco, fuera del alcance de las mangueras de incendio que algunos cargueros desplegaban para protegerse. Estaban esperando a que su presa aminorara la velocidad a causa de los daños infligidos por el cohete. Si no disminuía la velocidad, dispararían otro par de proyectiles. De una forma u otra, no se quedarían sin su presa.

MacD pensó al principio en utilizar las ametralladoras Gatling de 20 milímetros del barco, pero sus cuatro invitados eran todos exmilitares y reconocerían el silbido industrial de las Gatling cuando escupieran tres mil balas por minuto. Lo mejor sería emplear un arma más propia de un barco contrabandista. En una esquina de la pantalla principal, una cámara oculta mostraba a los cuatro guardias en la bodega, paralizados por la indecisión. No sabían qué hacer. ¿Debían subir y colaborar en la defensa del barco, o debían quedarse en sus puestos, dispuestos a plantar batalla hasta el final si los piratas llegaban hasta allí?

MacD activó un par de ametralladoras M60 que el Presidente llamaba «repelentes de huéspedes». Las ametralladoras estaban escondidas dentro de bidones de petróleo soldados a la cubierta, cerca de la barandilla. Las tapas de los bidones se abrieron y las armas quedaron al descubierto, tras lo cual giraron hasta adoptar una posición de disparo horizontal. Hizo clic en el icono de apuntar en la pantalla de su ordenador y disparó.

Las ametralladoras disparaban los proyectiles de 7,62 milímetros habituales de la OTAN, y si bien no eran muy potentes, estas armas compensaban tal defecto con el volumen de disparos. Cincuenta proyectiles barrieron la primera lancha de proa a popa antes de que alguien se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. El piloto murió al instante, y también dos de los pistoleros. Los otros dos fueron arrojados al mar cuando la lancha, fuera de control, se estrelló contra una ola y volcó.

En la otra banda del Oregon, la segunda ametralladora obró un efecto todavía más devastador en otra lancha pirata. Ésta estalló cuando la gasolina del depósito perforado prendió en el motor. La bola de fuego fue algo digno de Hollywood. La tercera lancha atacante aceleró y corrió hacia el horizonte antes de que la M60 pudiera apuntarle, pero el buque nodriza, que se había acercado estúpidamente, no vio o no comprendió lo que les había sucedido a sus camaradas. Mantenía un curso fijo, con el fin de lanzar otro proyectil contra el castillo de popa de su presa.

MacD hizo clic de nuevo en el icono del objetivo. En la cubierta, el cañón de la M60 se movió de manera mecánica y apuntó algo más hacia arriba para compensar la distancia mayor y la resistencia del viento. El ordenador incluso tomó en consideración los cambios balísticos producidos por el recalentamiento del cañón después de la primera ráfaga.

La ametralladora crepitó de nuevo justo cuando el hombre del cohete apoyaba el tubo contra el hombro.

Fue alcanzado múltiples veces, pero logró apretar el gatillo antes de morir. El problema para sus camaradas consistió en que el lanzacohetes estaba apuntando hacia la cubierta de su propio barco. El cohete atravesó el fondo del buque nodriza sin apenas variar de velocidad y se hundió sin estallar. El agujero del casco se transformó en un enorme hueco que habría condenado a la tripulación, aunque la ametralladora no hubiera continuado disparando contra ella.

En conjunto, transcurrieron unos segundos escasos entre el primer disparo y el último. Lawless exhaló un largo suspiro, mientras los tripulantes invadían el centro de operaciones, capitaneados por Cabrillo. Llevaba un bañador bajo un albornoz de algodón, y chorreaba agua sobre el suelo sin darse cuenta. Olía al cloro de la piscina del barco.

—Piratas en lanchas rápidas. Tres en total. Dos destruidas, y una tercera huyó hacia el horizonte. Entonces el buque nodriza se acercó y recibió su merecido también —informó MacD sin que nadie le hubiera dicho nada. Sabía lo que el Presidente deseaba.

—¿Daños?

—Un proyectil en la popa. A la espera de un informe de control de daños. Velocidad y rumbo inmutables. Las armas ya están guardadas.

Juan Cabrillo miró la cámara que mostraba a los cuatro guardias en la entrada de la bodega. Estaban hablando animadamente entre sí, y por fin llegaron a una especie de decisión. Uno de ellos se colgó el rifle al hombro y se encaminó hacia la escalera más cercana, que le conduciría a la cubierta principal.

—Supongo que debería contarle lo sucedido —dijo el Presidente—. MacD, vuelve a sacar dos de las ametralladoras. Linc y yo fingiremos que las disparamos.

Max Hanley apareció por fin.

—¿Daños? —preguntó Juan, pues sabía que Max comprobaría el estado de su amado barco antes que nada.

—No cambiaremos nuestro nombre durante un tiempo. Mi señal magnética está fastidiada, pero por lo demás todo va bien.

—De acuerdo, sospechábamos que esto iba a suceder. Ahora esperaremos a ver si vuelven a atacarnos, lo cual demostraría de una vez por todas que no existe honor entre ladrones.

Linda Ross se encontraba al mando del centro de operaciones seis días después, cuando el Oregon se estaba acercando a la isla de Sumatra, para la etapa final hasta Yakarta. Juan y Hali se ocupaban del control de la superestructura. Cada pocos minutos, la mujer examinaba las diversas pantallas de ordenador y paneles de control en busca de alguna señal que indicara que existían problemas a bordo del barco. Después volvía a inspeccionar la pantalla principal. En ella aparecían tomas del mar, tanto a proa como a popa, así como la actividad detectada por el radar, refrescado por el brazo giratorio del repetidor. Otra parte de la pantalla recibía una cadena informativa por cable donde los presentadores estaban hablando de las crecientes tensiones entre China y Japón tras el descubrimiento de un enorme yacimiento de gas cerca de unas islas en disputa. Otra mostraba el pasillo de la bodega, donde sus cuatro invitados custodiaban la puerta. Los hombres iban sin afeitar, y la tensión de la vigilancia constante durante los últimos días se manifestaba en sus ojos hundidos y en los hombros encorvados.

Debía reconocerles el mérito. Eran extraños desconfiados que se habían mantenido unidos. Aunque los tres árabes se permitían ahora media hora de descanso en la cubierta, Winters nunca abandonaba su puesto.

Vio que no pasaba nada, y sólo se dio cuenta de que algo iba mal después de mirar la pantalla otros veinte segundos.

En todos los días y noches transcurridos desde que habían subido a bordo, sólo uno de los guardias dormía, mientras los demás mantenían la vigilancia. Al estudiar la imagen, tardó un tiempo valioso en caer en la cuenta de que tres de los guardias estaban durmiendo y el cuarto había desaparecido. La resolución no era la mejor, pero pronto comprendió que ya no podía ver a Gunny Winters, y que los tres hombres tendidos en el suelo habían sido ejecutados. Había muy poca sangre, pero cada uno tenía un agujero en la cabeza.

Estaba a punto de llamar a Juan al puente y contarle lo que estaba ocurriendo, cuando los motores se detuvieron de repente. Winters había contado con tiempo más que suficiente para salir de la bodega al puente y hacerse con el control del barco. Linda estaba convencida de que había obligado al Presidente a parar el barco. Ahora, el Oregon iba a la deriva al mando de un traidor y ladrón. Y justo cuando los somalíes habían atacado, Cabrillo había pronosticado algo por el estilo. Y la orden general, cuando se produjera el siguiente ataque, había sido esperar a ver adónde conducía.

Linda convocó a Max en el centro de operaciones, junto con Eric y Mark. De momento, tenía controlado el timón en el puente, pero enviarían al Equipo A en cuanto reconquistaran el barco. Verificó el repetidor del radar. Había un barco a ochenta millas de distancia y, mientras miraba, el icono se dividió en dos ecos diferentes. Supo en cuestión de segundos que de aquel barco misterioso, que se acercaba a toda velocidad, había despegado un helicóptero y volaba a más de cien nudos.

—Allá vamos.

De haber podido elegir, Cabrillo habría terminado con el motín de Winters en cuestión de segundos. Winters lo había hecho bien, había subido subrepticiamente hasta la timonera, pero el Presidente le había visto en el reflejo de una vieja cafetera que descansaba sobre un estante bajo las ventanas delanteras.

En lugar de reaccionar, se quedó sentado, al parecer ajeno a lo que sucedía, hasta que Winters apoyó el cañón todavía caliente de su Beretta contra su nuca.

—Lo lamento, capitán, pero se ha producido un cambio de planes.

Hali, que estaba ante el timón, se volvió de repente porque no había oído a Winters hasta que habló.

—Tranquilo —le dijo Juan Cabrillo en árabe.

—Sí, señor.

Hali adoptó el papel de tripulante asustado.

—¿Qué quiere? —preguntó el Presidente, de nuevo en inglés.

—En primer lugar, quiero que pare los motores.

Winters se apartó para poder cubrir a Cabrillo y Kasim a la vez. Llevaba un rifle de asalto M4 colgado sobre el pecho.

Juan sospechaba que un hombre como Gunny Winters, un veterano de tres estancias en Irak, hablaría por lo menos un poco de árabe, de modo que dio las órdenes correctas a Hali. El ritmo de los motores, un ruido artificial creado para apagar el lloriqueo de la verdadera central eléctrica del Oregon, se aplacó hasta que sólo se oyó el sutil silbido del agua que pasaba junto a los costados de acero del barco.

La mañana era tan hermosa como sólo puede serlo en los trópicos. El sol estaba alto, pero el calor y la humedad aún no se habían apoderado de la atmósfera. Soplaba una ínfima brisa, y las olas eran largas y pesadas, y apenas alcanzaban unos centímetros de altura.

—¿Qué más armas llevan, aparte de las M-Sesenta que utilizaron contra los piratas el pasado viernes? —preguntó Winters.

Cabrillo tuvo que admitir que estaba impresionado. A juzgar por las vetas plateadas de su pelo cortado al cero, Winters estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Había estado funcionando bajo presión, a base de pastillas de cafeína, y había dormido poco durante más de una semana, pero aun así presentaba un buen aspecto. Sí, le había crecido barba, y tenía los ojos inyectados en sangre, pero no había perdido ni un ápice de su disciplina militar y muy poco de su porte. En un mundo diferente, los dos habrían podido ser amigos.

—Guardo una pistola Tokarev en la caja fuerte de mi camarote, y mi jefe de máquinas tiene una escopeta.

—Ordene a su hombre que vaya a buscarlas. Ha de deslizarlas por la puerta de la parte posterior del puente. Si le veo a él, o a cualquier otro miembro de su tripulación, usted morirá. ¿Comprendido?

—Sí.

Juan impartió la orden, y observó con ironía que Winters daba la impresión de comprender, porque asintió cuando dijo la combinación de la caja fuerte. Dos minutos después, la recortada se deslizó por la puerta y un momento después fue el turno de la maltrecha pistola Tokarev. La corredera de la pistola estaba echada hacia atrás para que no pudiera disparar, y los cañones dobles de la recortada estaban abiertos, para demostrar que no estaba cargada. Winters examinó la pistola, y se quedó satisfecho cuando vio que habían extraído el cargador.

—Tire ambas por la borda, capitán, por favor.

Cabrillo recogió las dos armas, se encaminó hacia el alerón de estribor y las arrojó por la borda del barco. Sabía que a Winters no le preocupaban demasiado las M60 de la cubierta. En los estrechos confines del puente, un arma semejante mataría tanto al rehén como al secuestrador.

Regresó y se quedó junto al timón. Winters se había situado alejado de las ventanas, por si le habían mentido y alguien tenía un rifle con mira telescópica. Una vez más, Juan se quedó impresionado.

—Y ahora, ¿qué?

—Quiero que dos tripulantes se encarguen de manejar esa grúa de la cubierta y empiecen a tirar los contenedores vacíos por la borda.

—¿Y sus tres compañeros? Tendrán algo que decir al respecto.

—Han muerto —replicó Winters—. Ahora obedezca mis órdenes. Y dígale a su timonel que vuelva al pasillo que hay detrás de nosotros para recibir más instrucciones.

Juan explicó a Hali a gritos lo que debía hacer. Tardó un poco más en organizar un grupo de trabajo. Eddie Seng y Franklin Lincoln salieron de la superestructura y se dirigieron hacia la grúa. Eddie encendió el motor diésel que alimentaba los controles, y si bien echó humo como si estuviera a punto de expirar, funcionó con la misma delicadeza que una máquina de coser.

Mientras Linc se ocupaba de los controles, Eddie se subió al primero de los contenedores depositados sobre la cubierta. Tiró de un cable de acero oxidado provisto de cuatro ganchos, que podían sujetarse a las cuatro esquinas de un contenedor, y un lazo central para el gancho procedente del cable principal de la grúa.

Cuando tuvieron un contenedor colgando por la borda, oyeron un nuevo ruido, el inconfundible golpeteo de los rotores de un helicóptero. El ruido fue en aumento, hasta llenar la cabeza de Cabrillo. No veía el aparato porque llegaba del sudeste, y pronto estaría sobre la popa. Indicó por gestos a Winters que quería mirar desde el alerón. El exsargento asintió.

Un vendaval artificial producido por un Sikorsky S-70, la versión civil del helicóptero Black Hawk, recibió a Carrillo. La puerta lateral ya estaba abierta, y en cuanto el aparato se estabilizó sobre el castillo de popa, un par de gruesas cuerdas cayeron sobre la cubierta. Dos hombres las siguieron incluso antes de que se hubieran desenrrollado del todo, y cayeron como piedras hasta frenar justo antes de estrellarse contra el acero. Otro par les siguió al cabo de un segundo.

Y entonces, el helicóptero se elevó y empezó a alejarse en dirección sur. Los hombres iban vestidos con traje de camuflaje negro, provistos de aparatos y armas. Habían caído con la precisión de las Fuerzas Especiales, porque eso habían sido.

—Su tripulación se quedará dentro del barco en todo momento —dijo Winters, acuclillado—. Me da igual dónde, siempre que no se les vea. Si se acercan demasiado a una puerta o a una ventana, les dispararán.

—Hali —llamó Juan.

—Estoy aquí, capitán. ¿Qué ha sido ese ruido?

—Cuatro soldados más han abordado el barco. Pasa la voz de que quiero que todos los tripulantes vayan al comedor y no se muevan de allí. Nadie ha de acercarse a la cubierta en ningún momento. ¿Comprendido?

—Sí, capitán. Esperaremos en el comedor hasta que venga a buscarnos.

Juan se preguntó si él y su tripulación sobrevivirían a aquella odisea, o si Winters y sus amos les eliminarían como testigos en potencia. Sospechaba esto último. No sólo eran los tripulantes testigos del secuestro, sino que sabotear el barco impediría atribuir el robo a los señores del crimen. Una señal de SOS sensata, y una partida de rescate que descubre el barco ya hundido y sin posibilidad de salvación, y voilà, tus socios se quedan sin mil millones de dólares, libres de impuestos.

El contenedor vacío golpeó el agua con un tremendo impacto y osciló como un cubito de hielo rojo en una bebida. Eddie recobró el cable de acero después de que el contenedor se soltara y lo devolvió a bordo.

Winters maldijo cuando miró por la ventana del alerón. Ya no tenía miedo de un francotirador, puesto que sus hombres controlaban la cubierta.

—Olvidé decirle que abran las puertas de los contenedores para que se hundan.

—Daré la orden.

Había un viejo megáfono en un armario, bajo la mesa de derrota.

—Salga, capitán, y mis hombres le matarán antes de que pueda dar dos pasos. ¿Alguno de sus hombres habla inglés?

—Sí.

El exinfante de marina cogió el megáfono y salió al alerón.

—Atención. Al habla Winters. —Su voz amplificada resonó y despertó ecos, mientras dos de los guardias recién llegados levantaban las armas y apuntaban, para luego relajarse de nuevo—. Ustedes dos, los que manipulan la grúa. A partir de este momento, abran las puertas de los contenedores para que se hundan. Alcen el brazo si me han entendido.

El tripulante asiático que se había reunido con ellos en el muelle de Umm Qasr levantó una mano nerviosa. Winters volvió al puente. Aunque había hablado con los hombres de fuera, en ningún momento había desviado la vista, ni el cañón de la pistola, del Presidente.

Tardaron tres horas en descargar todos los contenedores vacíos. Cuando Eddie y Linc terminaron, un barco ya se había acercado. Tenía el aspecto de la típica gabarra de los campos petrolíferos, con una superestructura cuadrada encorvada sobre la proa y una larga cubierta posterior abierta. Sobre la cubierta descansaba el helicóptero Sikorsky que había transportado a los hombres de Winters, así como una enorme grúa de orugas. Entre los dos había suficiente espacio para El Contenedor.

Cabrillo comprendió enseguida por qué habían traído su propia grúa. Cuando fraguaron el plan para robar El Contenedor, Winters y sus socios norteamericanos desconocían si el barco encargado de sacar de Irak el dinero contaría con sus propias grúas para trasladar la carga. Con prudencia, habían supuesto que no, y traído su propia grúa para la cita en alta mar.

—Por si se lo está preguntando, no vamos a matarles —dijo Winters como si tal cosa, mientras veía acercarse a sus socios.

—Eso no me tranquiliza —replicó Juan.

—No. Es verdad. Tal como lo hemos planeado, es imposible que puedan aparecer en Yakarta contando que hemos traicionado a los demás. Tal vez les creerían, tal vez no, pero sin duda les harían pagar por perder su dinero. Su única posibilidad de sobrevivir es vender este barco en algún puerto apartado y desaparecer.

Cabrillo no dijo nada.

—Ya estoy harto de matar —continuó Winters—. Esos tres de ahí abajo…

Enmudeció cuando un nuevo sonido envolvió el barco, el tableteo de una de sus ametralladoras Gatling de 20 milímetros abriendo fuego contra el buque de apoyo logístico que se aproximaba. Las balas perforaron el casco como un felino depredador araña las ancas de su presa. El acero se desmenuzó con tanta facilidad como si fuera papel. El timón del barco saltó en pedazos, y las balas destruyeron el prensaestopas por donde el único eje de transmisión atravesaba el casco y se acoplaba a la hélice. El eje en sí se partió a causa de la andanada, y la hélice de bronce se soltó como una muela careada.

El agua empezó a inundar la sala de máquinas en tal volumen que la tripulación no tuvo la menor oportunidad. La ráfaga duró tan sólo unos segundos, pero fue suficiente para condenar el barco a una muerte veloz.

Juan había estado esperando las ráfagas de las Gatling. Lo habían planeado todo con antelación hacía días, mientras barajaban las diversas posibilidades de un abordaje. Si un helicóptero se acercaba al Oregon en un punto donde hubieran podido izar El Contenedor, sería derribado. No habían destruido el Sikorsky porque todavía era necesario sacar los contenedores vacíos de la bodega, y también porque no tenía capacidad para elevar el contenedor lleno de dinero.

Si todo estaba en billetes de cien dólares, todavía pesaría ocho toneladas. Ocho mil kilos de dinero. Pesaría más si habían añadido billetes de menos valor.

La distracción que provocó la destrucción de la gabarra no proporcionó la menor ventaja a Juan. Gunny Winters estuvo a punto de dispararle en la cara cuando Cabrillo se dispuso a atacarle. El experimentado marine conservaba los reflejos de un esgrimista olímpico y la concentración de un maestro zen. Incluso mientras las Gatling continuaban su sinfonía mortífera, Winters ya estaba preparado para la lucha. Juan apenas había empujado a un lado el brazo de Winters cuando éste ya había disparado cuatro veces, y el estruendo atronó los oídos del Presidente. Chocaron, pecho contra pecho, y Juan experimentó la sensación de haberse estrellado contra una pared de bloques de cemento. Winters era aproximadamente de su misma estatura, pero debajo de su camisa holgada el cuerpo era muy musculoso. El norteamericano lanzó hacia delante la cabeza como una cobra rabiosa, y habría aplastado la nariz de Juan Cabrillo si éste no hubiera girado en redondo, sin soltar la mano de Winters que sujetaba la pistola. El exmarine le propinó una patada en la ingle a continuación, y Juan torció la pierna para recibir el golpe en el muslo. Perdió la fuerza en la pierna hasta los dedos del pie.

Casi todos los combatientes armados con una pistola se concentrarían en utilizar el arma, y se olvidarían de todo lo demás. Este hombre no. Se lanzó sobre el Presidente con todas sus fuerzas. Era como si la pistola aferrada en su mano derecha no sirviera de nada. Entretanto, Cabrillo encajó los puñetazos y las patadas, pues no tenía otro remedio que sujetar la mano que empuñaba el arma.

Las Gatling enmudecieron por fin, y surgió humo de los cientos de agujeros practicados en el casco de la gabarra. El combate ya duraba siete segundos cuando Cabrillo se dio cuenta de que probablemente iba a perder. Y eso, la idea de la derrota, le galvanizó. Golpeó la mano de Winters contra una ventana una y otra vez, hasta que la pistola cayó a la cubierta.

Soltó la mano, a sabiendas de que Winters ya no la podía utilizar, y lanzó una combinación de puñetazos que el exsargento paró con destreza. Sólo tenía que ganar unos segundos más. El plan consistía en que su gente redujera a los guardias de la cubierta y reconquistara el puente. Max irrumpiría por la puerta de un momento a otro, seguido de Linc y MacD.

Aunque la mano derecha de Winters debía de estar inutilizada, consiguió desenvainar un cuchillo de combate que llevaba sujeto dentro de la camisa. Cabrillo reprimió el impulso reflejo de alejarse de la hoja y se acercó más, con lo cual limitó la capacidad del norteamericano de mover el cuchillo. Winters hizo girar el cuchillo y se dispuso a clavarlo en el hombro de Juan. Éste le asió la muñeca, pero el exmarine gozaba de una posición mejor, y el cuchillo se hundió en la carne del músculo trapecio de Cabrillo. Winters movió en ángulo la hoja en busca de las arterias mayores que regaban el cerebro.

Brotó sangre de la herida y resbaló sobre el pecho del Presidente, que rugió cuando intentó impedir que el cuchillo continuara hundiéndose, mientras Winters intentaba con encono similar clavar la hoja hasta la empuñadura.

Se hundió dos centímetros. Cuanto más se hundía, menos podía Juan detener su implacable fuerza. Presintió que su adversario se estaba preparando para el último esfuerzo, un último empujón que le mataría.

Notó el chorro de sangre en la cara antes de oír el disparo. Winters se derrumbó sin vida, y el cuchillo desgarró salvajemente la carne de Cabrillo cuando se desplomó como un saco. Max se hallaba en la puerta que daba a popa, con una Glock en la mano todavía apuntada al techo, todavía humeante.

—Los otros cuatro se rindieron sin oponer resistencia —dijo.

—Yo contaba con casi todas las ventajas, y ha estado a punto de matarme.

Juan se quitó la camisa empapada para examinar la herida. Era un pequeño corte, del que salía un poco de sangre.

—Será mejor que suba Hux con su kit de coser —comentó Max Hanley.

—Tu preocupación por mi bienestar es conmovedora.

—Ah, pero acabo de salvarte la vida.

—Una acusación que no puedo negar. —Contempló el cadáver de Winters—. Era duro de pelar.

—Como suele decirse, no hay nada como un exmarine.

Al cabo de pocos minutos, el puente estaba abarrotado. Hux ordenó a Juan que se sentara en una silla descamisado para poder limpiar, coser y vendar la herida. Max estaba supervisando el rescate de los pasajeros y la tripulación de la vieja gabarra petrolera. El barco se estaba hundiendo por la popa, tan inclinado que la proa sobresalía del agua. Se estaba hundiendo demasiado deprisa para mandarles un bote salvavidas, de modo que los hombres saltaron al agua, con chalecos salvavidas si los encontraban, y empezaron a nadar hacia el gran carguero al que habían ido a asaltar.

Linda, MacD y Mike Trono, todos armados, se encontraban al pie de la pasarela bajada para dar la bienvenida a los nuevos huéspedes.

Cabrillo se negó a tomar algo más fuerte que Tylenol, y se puso en pie a tiempo de ver que la grúa sobre orugas se soltaba de sus cadenas, atravesaba la cubierta inclinada y destruía el helicóptero, ya sumergido.

—Alguien no va a recuperar sus juguetes.

—Diez a uno a que la gabarra y la grúa eran alquiladas —dijo Max mientras fumaba su pipa—, pero el helicóptero era propiedad de quien financió esta pequeña aventura.

—Yo estaba pensando lo mismo —admitió Juan Cabrillo.

La proa de la gabarra sobresalía en vertical entre un remolino de burbujas que escapaban de los incontables agujeros producidos por las balas de 20 milímetros. Y después desapareció. El agua continuó remolineando unos segundos, hasta que el casco fue engullido por el mar. Sólo quedó una pequeña mancha de aceite y algunos fragmentos inidentificables de restos flotantes.

El primer superviviente llegó a la escalera de abordaje. Cada uno fue cacheado minuciosamente, y les ordenaron que se sentaran con las manos apoyadas sobre una sección abierta de la cubierta, cerca de los cuatro hombres que habían descendido del helicóptero.

Juan y Max bajaron a la cubierta para inspeccionar su captura. Tal como habían supuesto, la tripulación de la gabarra consistía en personal contratado, en este caso indonesios que probablemente habrían trabajado en los campos petrolíferos de Brunei. Serían detenidos e interrogados, pero acabarían en libertad. Los que más interesaban a Juan eran los cuatro occidentales. Dos de ellos, sospechaba, eran los dos de Irak. Los otros dos eran mayores, y si bien presentaban aspecto de ratas ahogadas después de su zambullida inesperada, ambos conservaban una prudente dignidad y una altivez predispuesta. No reconoció a ninguno, y permanecieron mudos cuando les preguntó el nombre.

El Presidente puso los ojos en blanco. Sacó el teléfono, tomó fotos de sus rostros y las envió por correo electrónico a Mark Murphy, quien todavía estaba conectado con las bases de datos del Pentágono. Encontraron una identificación al instante, y la respuesta dejó estupefacto a Juan Cabrillo.

—Max, ¿sabes a quién tenemos aquí?

—Una rata.

—Cierto, pero una rata que fue subsubsecretario de la Marina.

—¿Subsubsecretario? ¿Eso es un cargo?

—Debe ser un enamorado de la burocracia. ¿No es cierto, señor Hillman? Aún no sé quién es su amigo, pero supongo que usted es el mandamás aquí.

—¿Quiénes son ustedes?

—Lo siento, amigo, pero el que pregunta soy yo. Considero curioso que creyera poder salirse con la suya. ¿De veras pensaba que el Pentágono iba a dar por perdidos alegremente mil millones de dólares? Mil millones de dólares de los cuales no se podría seguir el rastro. Este dinero financiará operaciones encubiertas durante años, y usted pensó que los militares se iban a olvidar de ellos.

A juzgar por la mirada alicaída que Hillman dirigió a Cabrillo, eso era precisamente lo que él y sus cómplices pensaban.

—Hace años que han estado planeando recuperar este tesoro —continuó Juan—. Nadie sabía quién lo tenía, cierto, pero estaban convencidos de que iban a recuperarlo. Incluso sabíamos que usted y sus colegas iraquíes se volverían unos contra otros al final. Cuando lleguemos a Yakarta, espero que algunos centenares de los miembros más fanáticos de Al Qaeda estén allí para recibirles.

—¿Dónde está Gunny Winters? —preguntó uno de sus amigos de Umm Qasr, uno de los hombres que sospechaban podía ser un exoficial superior de Winters.

—¿Era uno de sus hombres? —preguntó Juan.

—Tuve el privilegio de ser su superior durante su último período de servicio.

—¿Era un buen marine?

—El mejor.

—Ha muerto. —El hombre ya lo sabía, porque no reaccionó—. Max le disparó cuando intentaba ensartarme como a un perro, y a partir de ahora ese buen marine será conocido como un traidor y un ladrón. Espero que se sientan orgullosos de ustedes mismos.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó uno de los guardias que se había descolgado del Sikorsky.

Parecía demasiado joven para formar parte de la camarilla original. Juan supuso que era un exsoldado que trabajaba de mercenario, y había sido contratado para este trabajo. Ni siquiera debía saber qué estaba en juego.

—Dentro de unas horas, un buque de guerra anfibio de la Marina que nos ha estado siguiendo desde que abandonamos el golfo Pérsico aparecerá en el horizonte. Enviarán un bote para recogerles, y un gran helicóptero Chinook para El Contenedor. Ustedes cuatro, que asaltaron mi barco, serán acusados, juzgados y condenados por piratería, mientras que estas bellezas pasarán el resto de su vida en la peor cárcel de cualquier país aliado, y lo más probable sin el beneficio de un juicio. Si me gustara apostar, yo diría que será alguna cárcel del África subsahariana, donde la tasa de sida entre los presos se acerca al cincuenta por ciento.

Hillman y los demás palidecieron.

—Ya sabrá, señor Hillman —añadió Juan Cabrillo—, que el Tío Sam no reconocerá que un robo de esta magnitud tuvo lugar. Conseguiría dejar como un inepto a nuestro gobierno, y eso significa que ustedes desaparecerán de la faz de la tierra.

—Eso demuestra lo que usted sabe —resopló el exsubsecretario de Marina—. Harán un trato, porque yo no soy el «mandamás». Puedo dar nombres, y saldré más limpio que una patena.

Cabrillo se acercó más para que el hombre pudiera apreciar el odio y la alegría que experimentaba por su derrota.

—Tenemos un problema. Usted ocupa un puesto bastante importante. Se va a llevar toda la culpa. Por más que cante, no le van a hacer caso.

Max y él se fueron. No tenía ni idea de si su amenaza era cierta, pero le gustaba ver temblar a Hillman cuando pensaba en su destino.

Eddie y Linc sacaron el último contenedor de la bodega y vieron cómo lo depositaban sobre la cubierta. Cabrillo y Max Hanley pasearon a su alrededor una vez. Los sellos de aduanas seguían en su sitio. El Presidente apoyó una mano sobre el lado metálico de la caja, como si pudiera sentir lo que había dentro.

—¿Tentado? —preguntó Max.

—No empieces otra vez. Pero he de hacer algo. A Overholt no le hará ninguna gracia, pero al menos he de echarle un vistazo.

Abrió la puerta trasera y rompió el delicado sello.

Vieron fajos cuadrados del tamaño de balas de heno envueltos en diferentes tonos de plástico coloreado. Los fajos estaban apilados como cualquier otro producto, y llegaban casi hasta el techo. Podrían haber sido paquetes de mandarinas, reproductores de DVD, o cualquier otro producto enviado en contenedores.

—Ajá —dijo Max—. ¿Qué esperabas? ¿La cueva del tesoro de Ali Babá?

Juan se sobresaltó por la precisión de su amigo.

—La esperanza es lo último que se pierde.

Sacó una de las balas de la pila y rajó el plástico con el cuchillo que siempre llevaba encima. Sintió un agudo dolor en el hombro, un recordatorio de que, durante unos cuantos días, se lo tendría que tomar con calma. Abrió el roto lo suficiente para sacar algo de dinero, un fajo de diez centímetros de grosor de billetes de cien dólares.

—Leí en algún sitio que un fajo de billetes de mil dólares norteamericanos tiene más de diez centímetros de grosor. Éstos son de cien, de modo que tengo cien de los grandes.

Ambos contemplaron la enormidad del tesoro, y comprendieron mejor que casi nadie del planeta lo que eran en realidad mil millones de dólares.

Juan devolvió el dinero a su lugar, y esta vez dejó que Max introdujera la bala en El Contenedor. Cerraron la puerta, y el brazo giratorio descendió con una determinación que clausuraba una operación de ocho años de duración. Irónicamente, sus honorarios saldrían casi sin la menor duda de esta misma pila de dinero, una vez que fuera ingresado en una cuenta de presupuesto negro.

Horas después, tras dar sepultura en el mar a los iraquíes muertos y trasladar a los prisioneros y el dinero al USS Boxer, el Presidente obsequió con una cena en el comedor a la tripulación y, tras una salva de aplausos enfervorizados, detalló la cantidad de dinero que cada miembro de la Corporación debía esperar por la recuperación de El Contenedor.

Por esas cosas del destino (y, en su negocio, el destino intervenía más que otra cosa), Juan acababa de servirse su segunda copa de Veuve Cliquot cuando su teléfono vibró.

Era el oficial de guardia del centro de operaciones.

—Lamento estropearle la fiesta, Presidente. Tiene una llamada por su línea privada.

—L’Enfant —susurró Juan. Tenía que ser él, y eso sólo podía significar que el informador había localizado a Pytor Kenin. Después de su inoportuna pero lucrativa distracción, había llegado el momento de volver a seguir la pista del asesino de Yuri Borodin.