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EL Contenedor había entrado en juego.

Así lo llamaban, El Contenedor. E mayúscula, ce mayúscula. El. Contenedor.

Que por fin se hubiera puesto en acción había activado timbres de alarma en la CIA, el FBI, Seguridad Nacional, Hacienda, la NSA, y casi en cualquier entidad acronímica de Washington, D. C. A Cabrillo no le habría sorprendido saber que su viejo amigo Dirk Pitt y la NUMA habían sido informados acerca de El Contenedor.

Los rumores que corrían al respecto eran la materia de la que están hechos las leyendas y los mitos. Nadie estaba seguro de cómo o por qué había nacido El Contenedor o quién estaba detrás, pero desde cada zoco y bazar, desde un extremo de Oriente Próximo hasta la isla más remota de la Indonesia musulmana, había corrido la voz de lo que contenía.

Durante los primeros años de la invasión norteamericana de Irak, enormes cantidades de dinero se utilizaron para comprar lealtades, como era costumbre en muchas partes de la región, aunque la lealtad se acababa cuando el dinero se agotaba o alguien presentaba una oferta mejor. Eso dejó a Washington en la posición de tener que invertir chorros de dinero inimaginables en Bagdad, Basora y todas y cada una de las aldeas hasta la frontera del Kurdistán con Turquía.

Se consideraba que el control de estas donaciones era infalible, pero en realidad era un chiste. Inmensas sumas de dinero eran desviadas por una capa de corrupción más de una sociedad ya de por sí corrupta. El problema de quienes compartían la generosidad del Tío Sam no era cómo conseguir el dinero, sino cómo sacarlo del país. Por supuesto, un individuo podía sacar de contrabando algunos fajos de billetes de cien dólares, pero ¿qué pasaba con los que se hallaban al frente de las conspiraciones y los robos? Pasar cien dólares por un puesto fronterizo del desierto era una cosa, pero ¿y en el caso de mil millones carentes de toda justificación? Sería necesario un camión con remolque para moverlos, o un contenedor.

De modo que eso fue lo que sucedió. Secuestraron un contenedor y lo escondieron en un almacén, porque quienes lo habían robado sabían que los norteamericanos nunca dejarían de buscarlo. Entonces hicieron algo que a nadie se le da mejor que a los árabes: esperar más que sus enemigos. Tardaron años, pero al final los estadounidenses retiraban sus fuerzas. Las patrullas ya no vigilaban cada esquina y cruce de calles. Los tanques y los Humvees desaparecían. Black Hawks y Cobras ya no zumbaban sobre las ciudades en multitudes que rivalizaban con un enjambre de avispones. Al cabo de una década, los norteamericanos redujeron su presencia en Irak hasta que los jefes del crimen decidieron que existía por fin seguridad para mover el dinero. Tendrían que lavarlo, por supuesto, y se llegó a un acuerdo con varios bancos de Extremo Oriente. Hacerlo en el mismo país activaría timbres de alarma entre los perros guardianes monetarios internacionales.

De modo que El Contenedor tendría que ser enviado a Yakarta. La cuestión era quién lo sacaría de tapadillo de Irak. Buques de guerra norteamericanos y de la OTAN patrullaban todavía el Golfo, y abordaban barcos con inquietante frecuencia. Necesitaban un contrabandista. Se habló de varios nombres en una acalorada discusión entre los jefes del crimen que habían amasado la fortuna, hasta que eligieron por fin a uno: Ali Mohamed. Era saudí, pero podían confiar en él. Su barco y él se hallaban lejos del Golfo cuando se tomó al fin la decisión de mover El Contenedor, de modo que se produjo un retraso de dos semanas hasta que pudo cumplir su misión. Y así llegó el día en que amarró el barco en un puerto iraquí.

El Contenedor había entrado en juego.

El plan sólo presentaba un pequeño problema. Habían subestimado la paciencia de su enemigo.

Los norteamericanos nunca olvidaban el dinero que se les escurría entre los dedos. Con el tiempo, empezaron a enterarse de la existencia de El Contenedor, y llegaron a ciertas deducciones lógicas. Ellos también sabían que el dinero no podía ser lavado en Irak ni en ningún país vecino. Tendrían que enviarlo por mar al extranjero.

Allí les tenderían la trampa.

Como la Marina estadounidense y sus aliados de la OTAN controlaban las aguas del golfo Pérsico, también controlaban qué barcos abordaban. Eligieron tres barcos a los que no molestarían, aun a sabiendas de que eran contrabandistas. Dichos buques se desplazaban con escasa frecuencia a Basora, pero sus cargamentos ilegales siempre llegaban a su destino. Aunque otros contrabandistas eran apresados en abordajes o se les obligaba a arrojar su cargamento por la borda cuando les perseguían, daba la impresión de que estos tres barcos vivían una existencia apacible. Nunca eran abordados o, si eso sucedía, nunca descubrían nada ilegal.

Por lo tanto, nadie se extrañó de que los jefes del crimen eligieran entre esos tres. Para disminuir todavía más las probabilidades, de forma que los jefes eligieran el barco que ellos querían, los cabecillas de la red de espionaje norteamericana emplearon una treta más. Los tres barcos y su legendario capitán eran uno y el mismo.

Juan Cabrillo y su barco, el Oregon.

Sin duda, era la maniobra más sofisticada que la Corporación había llevado a cabo jamás, y consumiría un montón de tiempo. La había parido Langston Overholt, el exjefe de Cabrillo en la CIA. Cada pocos meses, el Oregon sería reconfigurado para adoptar la apariencia de uno de los tres barcos y zarpar hacia el puerto iraquí de Umm Qasr. Al principio, los agentes de la CIA tendrían que hacerse pasar por clientes que necesitaban sacar o entrar en el país artículos de contrabando, pero al final el mundo del hampa se enteró de la existencia de aquellos tres barcos que, al parecer, nunca eran abordados. Tardaron cinco años, pero salió bien. Cuando uno de aquellos tres capitanes se prestaba a correr el riesgo ante las narices de los norteamericanos, había un jefe del crimen que se apresuraba a contratarle.

Ahora, los años de preparativos estaban a punto de dar sus frutos. El gobierno recuperaría sus mil millones de dólares y, tanto o más importante, podría descubrir a los norteamericanos que habían ayudado a los iraquíes a amasar dinero.

Langston había enseñado a Cabrillo años antes que, para que una democracia florezca, ha de poseer una burocracia incorruptible. Toda la operación giraba en torno a castigar a alguien que se había aprovechado de su posición de poder.

El Oregon parecía el viejo carguero que solía aparentar casi siempre, pero con el casco rojo, la obra muerta color crema y una franja azul alrededor de la chimenea amarilla. Parecía más aseado de lo normal, pero eso formaba parte de su disfraz como el Ibis.

Cabrillo, también disfrazado, se hallaba al lado del práctico mientras supervisaba las últimas fases de amarrar el barco. Su piel lucía más oscura de lo normal, y el pelo y el delgado bigote eran casi negros. Sus ojos eran castaños gracias a unas lentillas.

El práctico ordenó por su walkie-talkie:

—Está bien, sujeten amarras de proa y popa. —Atravesó el puente hacia el lado de estribor, mientras cambiaba de canales en la radio, y ordenó al remolcador que acercaba el carguero a las grandes defensas náuticas de caucho que retrocediera. Se volvió hacia Cabrillo y extendió la mano—. Bienvenido, capitán Mohamed.

Cabrillo la estrechó, y el práctico se embolsó el par de billetes de cien dólares con la misma delicadeza con la que dirigía el atraque del barco. No existía una necesidad intrínseca de sobornar al práctico, puesto que aquélla sería la última vez que el Ibis atracaría en Irak, o en cualquier otro puerto del mundo, pero al Presidente le gustaba mantener las apariencias.

En el muelle había un camión con remolque, sobre el cual descansaba un contenedor, y dos camionetas Toyota cuyos cuentakilómetros daban la impresión de haber superado los cien mil diez años antes. Un sedán aparcado cerca de ambos no parecía mucho más joven. Sobre todo eso se cernía una grúa con una pluma que podía extenderse hasta quince metros sobre el agua. Sus luces bañaban el muelle con un crepúsculo artificial. Era una parte más antigua del puerto. Las grúas para descargar contenedores de los enormes cargueros estaban en otra zona. Los petroleros, que constituían el grueso del tráfico que entraba y salía de Umm Qasr, cargaban en el mar utilizando oleoductos.

Juan llevaba una radio, y llamó a los hombres que se encontraban cerca de la pasarela para que la bajaran. Se posó sobre el muelle de hormigón con un estruendo metálico de la cadena.

—Si me perdona…

—Por supuesto.

El práctico se apartó para esperar a que el capitán concluyera sus operaciones en el muelle. Después guiaría al barco hasta el mar abierto del Golfo, más allá de la Terminal Petrolera de Basora.

Cabrillo se tomó un momento para meterse la camisa del uniforme dentro de los pantalones negros y asegurarse de que las hombreras estaban igualadas. Eddie Seng se reunió con ellos en lo alto de la pasarela. Actuaba como primer oficial del Ibis, mientras Hali Kasim desempeñaba ese papel en las otras dos encarnaciones del Oregon en aquella gran estratagema.

Los dos hombres bajaron juntos la pasarela. Un funcionario de aduanas, verdaderamente corrupto, esperaba mientras los hombres salían de las camionetas. No se veían armas, pero Cabrillo sabía que todos iban armados.

Éste era otro aspecto engañoso de toda la treta. Tres sindicatos criminales diferentes eran propietarios de El Contenedor, junto con su socio o socios norteamericanos desconocidos. Ninguno confiaba en los demás, de modo que reinaba tensión en el muelle incluso sin la presencia de un contenedor lleno de dinero. Nadie habló, mientras transcurrían los minutos. Entonces se acercaron tres vehículos más. Todoterrenos Mercedes, negros con las ventanillas tintadas. Cada uno iría tan bien protegido como la furgoneta blindada de un banco.

Los jefes habían llegado. Más guardias descendieron de los vehículos cuando pararon, y estos hombres no hicieron nada para ocultar las metralletas que portaban. Por fin, los señores del crimen bajaron de los asientos traseros de los vehículos. Iban vestidos con ropa informal occidental, y tenían el aspecto inocuo de comerciantes de té. Un occidental seguía a cada uno. Estos hombres eran más grandes que sus anfitriones iraquíes, y si bien iban vestidos de civil se movían con precisión militar. Se tocaban con gorras de béisbol bajadas sobre la frente y gafas de sol envolventes, a pesar de que el sol se había puesto una hora antes.

Como Ali Mohamed, Cabrillo saludó a los tres jefes del crimen por su nombre. Había conocido a dos de ellos en el pasado y había negociado con el hijo del otro en anteriores tratos. Dicho jefe ya tenía setenta y pico años, y su hijo estaba a punto de sustituirle, pero por algo tan importante como El Contenedor, había querido acudir en persona.

Después del florido intercambio de saludos y expresiones de respeto, los hombres se pusieron serios. Cabrillo no fue presentado a los occidentales, que permanecieron lejos de la pasarela.

—Veo a más de cuatro guardias aquí —dijo al fin—. Nuestro trato era sólo cuatro hombres.

—No se preocupe, mi querido capitán —dijo el jefe de Bagdad—. Hasta que este contenedor esté a bordo de su barco y lejos del puerto, nos complace ofrecerle protección extra. En el barco sólo le acompañarán cuatro hombres, tal como prometimos.

—Quiero que vayan desarmados —insistió Cabrillo. Había sido un punto esencial de la negociación desde el principio.

—A mí también me gustaría, pero, ay, debemos insistir. ¿No dijo Ronald Reagan aquello de «confiar pero verificar»? Aquí hay representados cuatro grupos, cuatro hombres en su barco, así como cuatro armas para, mmm…, ¿verificar? Tal vez necesite su ayuda si les atacan esos malditos piratas somalíes.

Cabrillo rió.

—Creo que podremos encargarnos de los somalíes —contestó con sinceridad—. El último grupo que nos atacó salió muy mal parado.

—Sabe lo que hay en ese contenedor, ¿sí?

—No me lo han dicho, pero lo supongo.

El jefe, que se había mostrado cordial hasta aquel momento, bajó la voz y endureció la mirada.

—Le conviene no hacer suposiciones. Si algo le pasa a la carga, toda la gente a la que usted conoce y estima morirá.

Cabrillo esperó un segundo a contestar.

—Eso no es necesario. Ya hemos hecho negocios en el pasado, y continuaremos haciéndolos en el futuro. Me paga bien por el peligro que corro. Yo pago bien a mi tripulación. Todo el mundo es feliz. No veo la necesidad de sumar problemas a mi vida y a la de ellos alterando dicho equilibrio.

El iraquí mantuvo la expresión imperturbable antes de asentir.

—Muy bien —dijo—. Creo que nos entendemos a la perfección.

—Sí, en efecto. Estaré en el muelle cuarenta y tres C, puerto de Yakarta, dentro de diez días. Igual que usted me confía este contenedor, yo confío en usted para que la policía indonesia no nos reciba a nuestra llegada.

—No hay de qué preocuparse —dijo otro de los jefes—. Nuestros contactos de Al Qaeda se han puesto en contacto con los Hermanos Musulmanes de Yakarta. Una pandilla de fanáticos idiotas, todos ellos, pero útiles. Se encargarán de que nadie les moleste cuando lleguen.

Cabrillo reparó en que al individuo de Bagdad no le hacía gracia que mencionaran a sus contactos de Al Qaeda, de modo que se apresuró a romper el incómodo silencio.

—En ese caso, creo que estamos preparados para cargar.

El funcionario de aduanas se adelantó para firmar los sellos de un contenedor al que había intentado con todas sus fuerzas no prestar atención.

Cabrillo vio que los tres occidentales se estrechaban las manos. Uno habló en voz lo bastante alta para oírle.

—Buena suerte, Gunny.

Cabrillo se encogió. Había confiado en que el guardia armado norteamericano tuviera un rango superior a sargento de artillería, porque así sería más fácil averiguar quién estaba por encima de él en la cadena de mando militar. Al menos, ahora sabía que el hombre había estado en el cuerpo de marines. El sargento llevaba un talego al hombro, y Cabrillo identificó sin problemas el contorno de un rifle de asalto en el interior. Los jefes del crimen iraquíes conferenciaron con sus hombres, y sin duda repasaron por enésima vez los protocolos de comunicaciones. El Presidente se sintió maravillado de la confianza que suponía entregar más de mil millones de dólares a un subalterno, quien probablemente se sentía molesto por la posición superior de su jefe, al tiempo que le lamía las botas.

Intentó estrechar la mano de cada hombre cuando subieron a la pasarela, pero ninguno aceptó la oferta o le correspondió cuando les dijo su nombre en clave. Los tres iraquíes y los tres norteamericanos caminaban en silencio, aunque cada uno estudiaba su entorno con ojos depredadores. Cuatro hombres duros, pensó Juan Cabrillo, y se preguntó cómo lo llevarían durante los diez días siguientes.

El jefe de Bagdad le dedicó un saludo irónico, y después agitó la mano sobre la cabeza. En las alturas, el operario de la grúa había estado esperando esta señal. El generador diésel que alimentaba los motores de la grúa cobró vida con un bramido de gases de escape. Al cabo de pocos segundos, los cables empezaron a desenrollarse, y la estructura volante, diseñada para cargar contenedores de tamaño estándar, descendió sobre el camión aparcado. Se posó con un ruido metálico, y después sujetó automáticamente con abrazaderas las cuatro esquinas de El Contenedor. Los cables invirtieron el trayecto e izaron la caja.

Juan dedicó un segundo a estudiar a los jefes y a los tres norteamericanos del muelle. Todos estaban contemplando El Contenedor con la misma expresión fascinada de codicia que pronto sería satisfecha. Habían estado sentados durante años sobre una fortuna que no podían gastar. En tan sólo un par de semanas recibirían cuentas numeradas con las que podrían comprar todo cuanto desearan sus oscuros corazones.

El operario de la grúa movió El Contenedor sobre la barandilla del Oregon. Ya habían abierto la escotilla de la bodega número dos, de modo que El Contenedor pronto desaparecería en su interior. El camión se había alejado en cuanto el remolque se vació, y otra plataforma ocupaba su lugar con un contenedor idéntico.

No estaba construido para el transporte de contenedores, pero la bodega del Oregon todavía podía albergar unos veinte en filas apiladas. Los demás estaban vacíos y los transportaban a Extremo Oriente, donde los llenarían de productos para la exportación. Por si acaso, cinco contenedores vacíos más fueron cargados en la cubierta en cuanto la escotilla se cerró.

Los jefes habían regresado a sus respectivos vehículos para esperar durante las horas que tardaran en cargar el barco. Cabrillo había contemplado el proceso desde el puente, mientras acompañaban a los cuatro guardias armados a camarotes que ninguno de ellos tenía la intención de utilizar. Había una sola puerta de acceso a la bodega, y si bien el dinero estaba enterrado bajo una montaña de contenedores vacíos, la intención de los cuatro era vigilarlo durante la semana y media que tardarían en cruzar el océano Índico.

Max Hanley se reunió con el Presidente, cargado con un termo lleno de té helado y dos vasos. Aunque de noche refrescaba, la temperatura todavía se mantenía por encima de los veinticinco grados. Cabrillo habría preferido una cerveza, pero estaba interpretando el papel de un saudí, y quién sabía cuántos hombres estaban observando el barco a través de los teleobjetivos de sus rifles, apostados en los techos de los almacenes cercanos. Apostó a que cada uno de los jefes contaba al menos con dos equipos. Sonrió para sí cuando pensó en que el último equipo en llegar se habría dado cuenta de que todos los mejores sitios ya estaban ocupados.

—Un céntimo por tus pensamientos —dijo Max Hanley, mientras servía té sobre gajos de limón.

—Francotiradores malhumorados.

Max pensó en la incongruencia por un momento, y después comprendió el chiste.

—Vamos a ver cuál de los imbéciles de la bodega se decidirá a apoyar la espalda contra la puerta.

—Supongo que harán turnos.

—Pandilla de paranoicos.

—Mil millones de dólares, amigo mío. ¿No lo estarías tú?

—Sería muy amable por parte del Tío Sam permitir que nos los quedáramos. Hasta se me han ocurrido un par de ideas sobre cómo robarlos.

—A mí también —admitió Juan—, pero sólo ha sido un ejercicio mental —añadió con una sonrisa torcida.

—Por supuesto.

Ambos hombres sabían que ninguno de los dos estaba hablando en serio. Oh, desde luego que habían pensado en planes para hacerse con el dinero, pero ninguno se lo tomaba en serio.

—Acabo de revisar la cinta con Linda y las secuencias que tomó Eddie con la cámara de la solapa.

—¿Y?

—No tenemos gran cosa. Los tres norteamericanos que se mantuvieron en un segundo plano sólo levantaron la vista cuando subieron el contenedor a bordo, pero estaban sumidos en las sombras. Eso sin contar las gorras y las gafas de sol. Ni siquiera sería posible el reconocimiento facial. Nunca se acercaron lo suficiente para que Eddie consiguiera una toma decente.

—Sabía que no iba a ser fácil. ¿Y el sargento de artillería?

—Muchas fotos bastante buenas cuando subió a bordo y le hicieron la visita turística de su camarote, el comedor y la puerta de la bodega.

—¿Han descubierto ya el nombre?

—El Pentágono está revisando su base de datos mientras hablamos. En cuanto le identifiquemos, investigarán todos sus destinos y oficiales superiores, y después empezaremos con el sistema jerárquico. ¿Das crédito a la idea de Overholt de que el Pez Gordo norteamericano recibirá al barco en Indonesia?

—Aquí no estaba, de eso estoy seguro. Pez Gordo sería incapaz de distinguir un sargento de artillería de un agujero en el suelo. Está demasiado arriba para eso. Supongo que uno de los tipos de hoy fue un comandante que estaba por encima del sargento de artillería, y que el otro es un amigo mutuo de Pez Gordo y del comandante.

Max reflexionó un momento.

—Las edades parecen coincidir. El sargento y el comandante sirvieron juntos, se hicieron amigos. Maquinan el plan, se lo cuentan al amigo de Pez Gordo para que les conceda protección desde arriba, y de repente hemos perdido mil millones de dólares en dinero contante y sonante. Necesitarían un montón de ayuda sólo para mover tanta pasta.

—Lo más seguro. Ahí es donde entran los iraquíes. Aportan la mano de obra, mientras nuestra pequeña camarilla de traidores facilita el acceso al dinero.

—Debería decirle a Langston que el Pentágono se concentre en comandantes en cuanto tengamos el nombre del sargento.

En aquel momento, el práctico de puerto regresó.

—Ah, ¿y quién es éste, capitán Mohamed?

—Mi jefe de máquinas, Fritz Zoeller.

Max saludó al hombre, utilizando un horrendo acento alemán, y después insistió en que debía regresar a la sala de máquinas mientras terminaban de cargar.

Una hora después, el barco llegó a mar abierto, y el práctico se trasladó a una lancha pequeña para regresar a puerto. Había luna llena, de modo que sólo las estrellas más brillantes refulgían en el cielo sin nubes. Como de costumbre, las aguas del protegido golfo Pérsico estaban tan calmas y tibias como el agua de una bañera. El radar mostraba mucha actividad. Los ecos grandes eran petroleros que transportaban petróleo del Golfo o se dirigían al norte para llenar sus monstruosos cascos de crudo. Otros ecos más pequeños correspondían a los innumerables pesqueros que surcaban aquellas aguas. La mayoría eran modernos, pero algunos veleros de vela latina todavía rondaban por el golfo como lo habían hecho durante centenares de años.

El tráfico radiofónico era intenso, con tripulaciones que charlaban entre sí para mantenerse despiertas durante los largos turnos de noche. Sin saber si uno de los cuatro guardias se aventuraría hasta la timonera, Juan Cabrillo ordenó que un hombre estuviera a cargo del timón en todo momento. Cabrillo hizo las veces de oficial de cubierta, mientras Hali Kasim se derrumbaba sobre la rueda de madera en un esfuerzo por mantenerse despierto. Al Presidente le gustaba montar guardia, incluso de noche, mientras que a su experto en comunicaciones le mataba de aburrimiento. A medianoche, como si estuvieran manejando el barco en realidad, fueron relevados.

Durante los dos días siguientes todo continuó igual, si bien no fue necesario guardar las apariencias en el puente. Los cuatro hombres encargados de custodiar El Contenedor sólo abandonaban el pasillo de la bodega para ir al lavabo. Debían haber fraguado una especie de pacto, porque dormían por turnos. Uno de los empleados de la cocina del Oregon les llevaba la comida, sin ir vestido como cuando servía en el opulento comedor, sino con el manchado uniforme de pinche de cocina.

De momento, sabían que el único norteamericano del grupo era el sargento de artillería Malcolm Winters USMC (jubilado). El Pentágono había enviado por correo electrónico docenas de fotos de oficiales con los que Winters había trabajado durante sus veinte años de carrera, pero ni Cabrillo ni Eddie pudieron identificar gracias a ellas a ninguno de los norteamericanos que estaban en el muelle. Pronto llegarían más fotos.