LAS favelas, los barrios pobres de Río de Janeiro eran famosos en todo el mundo. Nadie sabía muy bien por qué, pero algunos hasta se habían convertido en destino turístico de los ricos del planeta, para poder contemplar boquiabiertos la miseria de los demás. Mientras algunos barrios que colgaban de las laderas de las colinas que rodeaban la segunda ciudad más poblada de Brasil contaban con servicios básicos como el agua corriente y electricidad, muchos carecían de esas comodidades, y eran poco más que grupos de contenedores separados por calles de barro. Algunas favelas eran el hogar de bandas criminales, por lo general traficantes de drogas y secuestradores profesionales, que raptaban a gente en las calles y las retenían para pedir rescate.
Uno de tales barrios se desparramaba por una colina como basura arrojada por la mano de un gigante. Era el hogar de treinta mil personas hacinadas en un espacio no mucho mayor que tres manzanas de una ciudad. Perros y niños semidesnudos correteaban por los barrizales que serpenteaban alrededor de los edificios. Pocos de los cuales eran de construcción sólida, estructuras de bloques de concreto erigidas por alguna ONG para intentar alojar a unos cuantos cientos de personas en diminutos apartamentos. En cambio, varios miles vivían en chabolas de hojalata y madera contrachapada.
Las aguas fecales corrían por acequias, y sólo en muy raras ocasiones se movía alguno de los coches que flanqueaban las calles. La mayoría habían sido robados y desguazados y de ellos sólo quedaban los chasis, como caparazones de escarabajos muertos devorados por hormigas. El hedor y la suciedad eran insoportables. Era un lugar de desesperanza gris donde hasta el tiempo perfecto de Río era incapaz de insuflar alegría a sus habitantes. También era un lugar de miedo opresivo a la banda de traficantes de droga que dirigía la favela con mano de hierro. La policía nunca entraba en el barrio, y ni una sola vez el gobierno había tratado de intervenir en los asuntos internos de la comunidad. Al líder de la banda le llamaban Amo. No ocurría nada en su territorio de lo no que estuviera enterado.
El desconocido no se diferenciaba en nada de las miles de personas que convergían en la ciudad procedentes del campo en busca de trabajo. Llevaba pantalones color tostado raídos y una sencilla camisa de algodón. La suela de sus sandalias era de caucho de un neumático desechado. Se tocaba con un sombrero hecho de hojas de palma entrelazadas. Nadie le prestaba atención mientras subía la colina con lentitud, zigzagueando entre montones de basura y niños que armaban jaleo en las calles. Por fin, dos jóvenes de pelo peinado hacia atrás con brillantina y ojos depredadores se levantaron de los cubos de cinco galones que estaban utilizando a modo de taburetes. Uno se ajustó la camisa para exhibir la culata de un viejo revólver. Su compañero esgrimía un bate de béisbol.
Se acercaron al desconocido.
—¿Qué te trae por aquí?
Vieron que el hombre contaba unos sesenta años y tenía un brillo apagado en los ojos. Masculló una respuesta que ninguno de ambos entendió.
—Creo que deberías volver sobre tus pasos, viejo —sugirió el líder de los dos matones—. Aquí sólo vas a encontrar problemas.
Era evidente que el anciano no poseía nada de valor, de modo que era absurdo robarle, pero dejarle pasar significaba tener a un mendigo más en las calles. Mejor enviarle de vuelta ahora que deshacerse de un cadáver más adelante, cuando muriera de hambre o disentería.
—No quiero problemas —dijo el hombre en español.
—Ni siquiera es brasileño —se quejó el joven matón—. No tenemos qué comer, y un boliviano espera vivir a costa de nuestra caridad.
—Hoy no es tu día de suerte, amigo —escupió encolerizado el chico de la pistola.
Agarró al anciano del brazo, mientras su compañero le asía del otro, y le condujeron a paso vivo hasta un callejón estrecho, entre dos contenedores que servían de hogar a docenas de personas. Un gato había estado tomando el sol sobre una pila de neumáticos en la entrada del callejón, pero salió huyendo. El suelo estaba manchado de aceite y era tan duro como el cemento.
Arrojaron al hombre contra uno de los contenedores, pero se volvió, de forma que lo golpeó con la espalda, no con la cara tal como era la intención de los matones. Si alguno de ambos hubiera reparado en la agilidad con que el anciano se había movido, tal vez las cosas habrían acabado de una forma diferente. El espacio era demasiado angosto para mover el bate con facilidad, de modo que el matón utilizó un extremo a modo de ariete contra el estómago del hombre. No era un chico grande, y el hambre perpetua no le prestaba energía suplementaria, pero el golpe habría bastado para arrojar al anciano al suelo sin aire en los pulmones.
El bate golpeó el costado del contenedor con un ruido sordo. El hombre había esquivado el bate, y después pasó a la ofensiva. Arrebató la pistola al líder antes de que éste se diera cuenta de que se había movido, y la utilizó como si fuera un puño de acero. El golpe le fracturó el pómulo al chico y de la herida empezó a brotar sangre.
El matón lanzó un aullido de dolor e indignación, al tiempo que el anciano desviaba su atención hacia el joven del bate. Todavía estaba aturdido por el golpe inesperado contra el contenedor, de manera que no pudo hacer nada para defenderse cuando la pistola se estrelló contra su nariz y la rompió con tal fuerza que ni siquiera el mejor cirujano plástico del mundo podría recomponerla. Cayó de rodillas, aferrándose la herida. Chilló como una sirena, primero en voz alta y después queda. A su lado, el líder del pequeño dúo de centinelas de Amo estaba sin conocimiento.
Por fin, el desconocido tuvo tiempo de comprobar que la pistola ni siquiera estaba cargada. Cuando la había visto por primera vez, su instinto le había advertido de que no intentara dispararla. No creyó que estuviera descargada, pero sí que le estallaría en la mano si apretaba el gatillo. Guardó el arma en el bolsillo para deshacerse de ella más tarde, y puso en pie al chico todavía consciente.
La cámara no era mayor que un tubo de pintalabios, y su rúter inalámbrico tenía el tamaño de un paquete de cigarrillos. Estaba montada sobre un poste telefónico.
El forastero se quitó su ridículo sombrero y alzó la cara ensangrentada del muchacho hacia la cámara.
—Sé que este tipo es de ínfima categoría y que tienes mejores guardias ahí dentro, pero también sabes que no vas a detenerme. Te he seguido el rastro hasta aquí y no pararé hasta encontrarte. Admite la derrota y nadie más saldrá malparado.
Cuando le soltó, el chico cayó una vez más de rodillas entre sollozos.
El forastero salió a la calle principal. Nada parecía haber cambiado. Algunas mujeres hacían cola ante un camión que llevaba agua a la favela para venderla. Algunos ancianos estaban sentados en un sofá abandonado a los elementos durante tanto tiempo que estaba mohoso. Las gallinas atadas a un poste picoteaban el suelo de piedra cerca de una cabaña. Todo seguía como de costumbre.
Unos segundos después, un camión blanco apareció al principio de la calle. Aunque viejo y sucio, representaba una riqueza real en la favela. Esperó a que el vehículo avanzara hacia él. Frenó, y el pasajero se asomó a la ventanilla.
—Dice que subas atrás. Nada de trucos. Dice que le has encontrado.
El forastero asintió. Se trataba de un código de honor en aquella zona, y aunque sabía que no debería respetarlo, era mejor seguir la corriente por su propia seguridad. Se subió al parachoques y se acuclilló en el suelo, mientras el camión daba trabajosamente la vuelta en la estrella calle y empezaba a ascender la colina. El camión pertenecía al Amo, de manera que nadie osaba mirarlo, y daba la impresión de que la gente se apartaba de él como un banco de peces de un tiburón. Frenó ante un edificio de bloques de concreto de tres pisos. En cuanto el forastero puso los pies en el suelo, el camión se alejó. Habían construido cobertizos alrededor del perímetro del edificio, en hileras de tres en fondo, con la excepción de la entrada, de modo que para acceder a ella era necesario recorrer una estrecha callejuela de chapas metálicas y rostros hoscos.
La puerta principal del edificio se había quedado sin goznes hacía mucho tiempo. El suelo de hormigón estaba mugriento, y el aire que se respiraba en el interior hedía a basura. No supo qué dirección tomar hasta que distinguió la escalera a su derecha. Lo que vio le sorprendió por su incongruencia. Era una mujer vestida con uniforme blanco de enfermera, tan limpio como si acabara de ponérselo. Era rubia y atractiva, al menos de lejos, y sus piernas, enfundadas en medias a juego, parecían bien torneadas. Entre tanta miseria y fealdad, era como un ángel enviado del cielo.
Le hizo señas con un dedo y el hombre subió la escalera.
El segundo piso también era de hormigón, pero estaba pintado de un gris sutil y el suelo estaba impecablemente barrido. Las paredes también se veían limpias. Sólo había una puerta en aquel rellano, y cuando la atravesó sonó una alarma. Un hombre vestido de guardia de seguridad se levantó de detrás de un escritorio, al tiempo que se llevaba una mano a la pistola en un gesto muy ensayado.
—Señor —dijo el guardia mientras el forastero levantaba las manos.
—En una pistolera a la espalda —dijo el hombre, y se dio la vuelta poco a poco—. Hay otra en mi bolsillo.
El guardia cabeceó en dirección a la enfermera, quien desarmó al forastero, que conocía la rutina. Salió de la habitación al pasillo. El marco de la puerta, aunque de aspecto inocuo, era un escáner corporal que había detectado el revólver que había confiscado al chico y la pistola FN Five-seveN que portaba. Esta vez la alarma no sonó, y el guardia relajó su postura defensiva. Sonó el teléfono de su escritorio. Escuchó un momento antes de colgar.
—Devuélvale sus armas. Dice que es igual de mortífero sin ellas.
El hombre cogió la automática a la bella enfermera y la colocó en su funda. Desechó con un gesto el revólver roto, de modo que la mujer lo guardó. Por fin, el forastero se fijó en la habitación. Era como el vestíbulo de un hotel discreto, uno de esos lugares tan exclusivos de Londres o Nueva York sin letrero en la fachada. Los suelos eran de baldosas de mármol, las paredes estaban revestidas de caoba, y lujosas lámparas de cristal iluminaban el espacio. Lo que más le asombró fue la vista de las dos ventanas. Tendrían que haber mostrado las calles sembradas de basura de un barrio pobre brasileño, pero en su lugar vio una carretera adoquinada de lo que parecía una ciudad del este de Europa, de la República Checa, o quizá de Hungría. La luz que entraba parecía natural, pero las dos «ventanas» eran monitores de pantalla plana con cortinas, para que la gente de dentro se olvidara de la miseria de fuera. Se abrió una puerta al otro extremo, y otra enfermera, gemela virtual de la primera, indicó con un ademán al recién llegado que se internara en el edificio surrealista.
Las siguientes habitaciones eran todavía más lujosas que la sala de recepción. Más monitores de pantalla plana exhibían vistas de la misma calle. Una anciana tiraba de un caballo en el bordillo de enfrente, y el hombre experimentó la sensación de que podía oír el ruido de los cascos a través del cristal. Por fin, le invitaron a entrar en un elegante despacho, con una chimenea y un grupo de sofás en una esquina, y un escritorio de cristal modernista en la pared del otro lado. En otra esquina vio las puertas cerradas de un ascensor que daba acceso a un apartamento del tercer piso, tan opulento como aquella estancia.
—Presidente —saludó el hombre sentado en una silla de ruedas detrás del escritorio.
—L’Enfant —respondió Cabrillo.
—Supongo que, de haber querido matarme, habría atacado de noche sin que yo me enterara de nada.
—Esa idea pasó por mi mente —admitió.
Habían transcurrido dos semanas desde el encuentro con el barco furtivo. El Oregon continuaba en Hamilton Harbour, y las reparaciones estaban a punto de terminar. Dejó de perseguir al almirante Kenin una vez que huyó a Rusia. Aquélla debía ser su última gran jugada, la que solucionaría su vida para siempre. Un hombre en tal situación planea la escapada hasta el último detalle. Sería imposible seguir su rastro diez segundos después de llevarla a la práctica. Tendría una nueva identidad indescifrable, un nuevo lugar donde vivir, cuentas bancarias abiertas durante años. En conjunto, una vida nueva tan real (al menos, para los observadores) como la que había abandonado.
—Me estaré volviendo descuidado —dijo L’Enfant, agitando la mano derecha, la buena—. Primero me localizó Kenin, y después usted.
—La primera vez fue descuido, la segunda tenía prisa.
De manera que, en lugar de perder el tiempo siguiendo a un hombre al que jamás encontraría, ordenó a Murph y Stone que localizaran al escurridizo mercader de información. Contaban con la ventaja de saber que huiría después de que Kenin se hubiera puesto en contacto con él para arrancarle información sobre la Corporación. Con ese punto de partida, aún tardaron doce días más de desentierro y comprobación de datos para descubrir una de las guaridas de L’Enfant, en un lugar de lo más improbable.
—También se está haciendo predecible —añadió Cabrillo. Lanzó una mirada significativa a la atractiva enfermera.
—Ah. No sabía que estaba informado de mi debilidad por las enfermeras bonitas.
—Ahora se está engañando. Si sólo fueran bonitas, nunca le habríamos encontrado. Pero hermanas que también son enfermeras constituyen una raza de hembra diferente.
El único ojo de L’Enfant brilló cuando miró a la enfermera.
—Las últimas eran gemelas de verdad. Idénticas no, cuidado, pero igualmente gemelas. —Cerró la mano derecha sobre la pinza de la izquierda desfigurada—. No ha venido hasta aquí para hablar de mi equipo médico, supongo.
—Supone bien.
Cabrillo esperó a que el hombre dedujera el motivo de su presencia.
L’Enfant le estudió un momento.
—¿Por qué el disfraz?
—Necesitaba atravesar algunos barrios peligrosos para llegar hasta aquí. No quería parecer un objetivo atractivo para un atracador.
—Siempre ha sido un estratega cuidadoso. Bien, ¿qué más puedo deducir? Le he agraviado al hablar de la Corporación con Kenin, por lo cual debo expiar mi culpa.
Cabrillo asintió mientras L’Enfant ajustaba la cánula de oxígeno bajo los restos de su nariz quemada.
—Supongo que mi expiación pasa por averiguar el paradero del almirante Kenin.
—Correcto.
—Y ha venido a verme en persona, en lugar de ponerse en contacto conmigo por vías más convencionales, con el fin de hacerme comprender que si no le localizo mi vida correrá peligro.
—Cuatro de cuatro. Debería dedicarse al negocio de las adivinaciones. ¿Sabe dónde se esconde Kenin?
El hombre sacudió su cabeza de reptil.
—No. No crea que no tengo antenas por ahí, pero sabía lo que hacía cuando tomó las de Villadiego.
—¿«Las de Villadiego»? —repitió Juan con una sonrisa—. La última vez que leí que alguien «tomaba las de Villadiego» fue en una vieja novela de espías.
—¿Prefiere «darse a la fuga»?
—Prefiero saber dónde está —replicó para recordar al comerciante de información que no estaban hablando de trivialidades.
—Le encontraré.
—Ahora llame a Amo y dígale que traiga la furgoneta. Prefiero no volver sobre mis pasos hasta un lugar donde haya un autobús en funcionamiento, que a su vez me traslade a una parte de la ciudad donde haya taxis.
Parecía un chiste, pero Cabrillo había tenido que atravesar quince kilómetros de selva urbana a pie para llegar hasta allí, porque los autobuses, y no digamos ya los taxis, nunca se aventuraban en esta parte de la ciudad.
—Haré algo mejor. Tengo un Mercedes antiguo que no atrae demasiado la atención. ¿Dónde se aloja?
—En el Fasano —mintió.
—Yo pensaba que un tipo como usted se dejaría llevar por la nostalgia y se alojaría en el Copa Palace.
Si Cabrillo no hubiera sido un gran jugador de póquer, habría confesado que L’Enfant había adivinado dónde se alojaba en realidad. Le encantaba el elegante estilo art déco del Copacabana Palace Hotel, y se alojaba en él siempre que visitaba Río.
—Da igual. Le diré a mi hombre que le deje en el Fasano. Ni autobuses ni taxis. Es lo menos que puedo hacer.
El Presidente habló en un tono algo amenazador.
—Lo menos que puede hacer es conducirme hasta Pytor Kenin.