EN un mundo ideal de ficción, el Oregon habría aparecido en el horizonte en cuanto los pasajeros fueron rescatados, para luego iniciar la persecución del barco furtivo. Pero esto era la realidad. Y la realidad era que el Atlántico está considerado nuestro «estanque» tanto por la Marina estadounidense como por la Guardia Costera.
Apenas había transcurrido un minuto desde que el emir saliera de la sentina, cuando un helicóptero Jayhawk HH-60 pintado con los colores naranja y blanco característicos de la Guardia Costera atronó sobre el casco a quince metros, y llenó el ya agitado aire de agua levantada por los rotores.
Juan Cabrillo sabía que aquello iba a pasar, y en consecuencia ya había desactivado los radares militares del Oregon, y había seguido el rastro del pájaro que se acercaba con equipo civil mucho más débil. Si el helicóptero no llevaba aparatos para detectar la diferencia, seguro que sí contaba con ellos la patrullera que lo seguía, lo cual suscitaría preguntas que el Presidente no deseaba contestar. Otra pregunta que deseaba evitar era cómo un barco que había zarpado de Filadelfia había llegado tan al sur tan deprisa.
El último invento de Max se encargaría de eso. En fechas recientes había sustituido las planchas de acero del castillo de popa del Oregon, donde estaba grabado el nombre del barco siguiendo la tradición, por una sofisticada microrred electromagnética variable. Un ordenador controlaba cuáles de los diminutos imanes que formaban la red estaban repletos de energía. De esta forma, cuando se rociaban las planchas con limaduras de hierro, espolvoreadas por una boquilla retráctil, se escribía cualquier nombre que Max Hanley eligiera. Cuando interrumpía la corriente, el nombre y la enseña nacional anteriores (en este caso, Wanderstar, de Panamá) desaparecían en el viento. Había tecleado un nombre nuevo, del cual poseían toda la documentación, en el sistema y activado la boquilla. Los imanes atrajeron las diminutas limaduras y escribieron Xanadu, de Chipre, mientras el metal sobrante caía al Atlántico. El sistema era tan preciso que, incluso desde escasa distancia, parecía pintura que se estuviera desprendiendo en algunos sitios, en concordancia con el desaliño general del resto del barco.
En el pasado, la tripulación tardaba media hora en cambiar el nombre del barco. Ahora, toda la operación duraba menos de diez segundos.
Cabrillo sacó un walkie-talkie encriptado del bolsillo posterior cuando el helicóptero de la Guardia Costera retrocedió para analizar la situación.
—Habla conmigo, Max.
—El helicóptero acompaña a la patrullera James Patke, de Norfolk. Debería llegar en media hora. El Oregon es ahora el Xanadu. Eric está en la timonera efectuando los cambios, tanto allí como en el camarote del capitán, por si quieren abordarnos.
—Necesitaré mi identificación de capitán Ramón Esteban —dijo Cabrillo. Era la identificación que acompañaba a su disfraz de Chipre.
—Stone la dejará en el escritorio de tu camarote.
—Será mejor que hagamos una buena actuación. Baja uno de los botes salvavidas como si hubiéramos planeado llevarnos a los supervivientes. Después bloquea los controles del pescante, para que los de la Guardia Costera nos los tengan que sacar de las manos.
—Ya lo he ordenado —replicó Max—. ¿Crees que soy un neófito? —añadió a modo de reprimenda.
—No, pero es la primera vez que nos enfrentamos a la Guardia Costera de Estados Unidos, y no a un facsímil del Tercer Mundo más interesado en sobornos que en rescates.
—Recibido. Todo saldrá bien.
El helicóptero de la Guardia Costera volvió a acercarse, esta vez con la puerta lateral abierta y un buzo de rescate sentado con las piernas colgando en el vacío. Cuando estuvieron a unos cien metros a babor del barco naufragado, y a una altitud de nueve metros, el buceador se soltó de su asidero y cayó como una flecha en el océano embravecido. El helicóptero se alejó de inmediato para que el hombre pudiera nadar con más facilidad. Max y su equipo aprovecharon la oportunidad para quitar el ariete hidráulico que habían instalado y tirarlo por encima de la borda subrepticiamente. Con la manguera de aire ya a bordo del Oregon, era la última prueba de que el rescate había sido mucho más complicado de lo que estaban a punto de admitir.
El buceador llegó al costado del Sakir, y el Presidente le tendió una mano para ayudarle a salir del agua.
—MCPO Warren Davies —dijo el hombre mientras se quitaba las aletas y las sujetaba al cinturón que rodeaba su traje de neopreno.
—Capitán Ramón Esteban.
—¿Cuál es la situación, capitán?
—Esto es un yate de lujo —explicó Juan con melodioso acento español—. Creo que fue alcanzado por una ola potente y volcó. Íbamos camino de Nassau cuando vimos el barco. Dos hombres habían sido arrojados al agua, pero los encontramos en el casco. Nos dijeron que habían oído golpes dentro del casco. Utilizamos un soplete de nuestro barco para abrirnos paso y encontramos a toda esa gente. Estábamos a punto de trasladarlos a nuestros botes salvavidas, pero tenemos problemas con los controles del pescante.
Señaló el Oregon. El bote salvavidas de babor colgaba a mitad de camino, pero estaba inclinado en ángulo, con la popa apuntada al agua y la proa hacia arriba. Daba la impresión de que un par de marineros estaban trabajando en los controles.
—Eso no debería constituir un problema mientras este cascarón flote —dijo Davies—. Nuestra patrullera no tardará mucho en llegar. ¿Hay heridos?
—Ahora los estamos examinando. ¿Tiene preparación médica?
—Toneladas. Vamos a ver a los supervivientes.
Durante la siguiente media hora, Cabrillo interpretó el papel de preocupado capitán, mientras todo el rato era consciente de que su presa se iba alejando más a cada minuto que pasaba. Max le ponía al corriente de la situación por walkie-talkie cada pocos minutos, pero estar parado le ponía de los nervios. Por fin, el James Patke surgió de entre las cortinas de lluvia que barrían el barco. Era un buque moderno y esbelto, con las líneas afiladas de un cazador. El cañón de cinco pulgadas estaba montado en una discreta torreta angular, muy diferente a las antiguas cúpulas de anteriores generaciones. Habría podido pasar por un buque de la Marina fácilmente, salvo por el casco blanco y la franja naranja. Nada más llegar lanzó dos botes inflables desde la cubierta de popa, que cruzaron la distancia entre ambos barcos dejando estelas de agua revuelta.
Llegaron enseguida al Sakir, que se estaba hundiendo lentamente (el aire escapaba de la sentina a través del agujero que habían practicado), y como no había sitio para amarrar, enviaron a un marinero para sujetar los cabos. Los hombres de a bordo eran médicos provistos de maletines llenos de aparatos, además de un par de marineros veteranos, y un oficial se acercó a Cabrillo con la mano extendida.
—Comandante Bill Taggard.
—Capitán Ramón Esteban.
—El jefe Davies ya nos ha informado de sus logros. Estupendo trabajo, capitán.
—De niño me gustó mucho La aventura del Poseidón —dijo Cabrillo con un encogimiento de hombros desarmante—. Jamás pensé que lo viviría en directo.
—¿Dijo que esto lo causó una ola muy potente?
—Sí, nosotros mismos hemos pasado por la experiencia. Un auténtico monstruo salido de la nada. Nosotros la embestimos de proa, pero me temo que este barco la recibió de costado.
—Es extraño, porque nos hemos puesto en contacto con barcos que navegan en las proximidades y nadie nos ha informado de olas potentes.
Cabrillo dio unas pataditas en el casco.
—Esto es prueba suficiente, ¿no cree?
—Sí, supongo que tiene razón.
La tripulación del guardacosta empezó a cargar en camillas a los heridos graves para depositarlos en los botes inflables, con el fin de trasladarlos cuanto antes a la patrullera. Los demás supervivientes, helados y desdichados, esperaron su turno en el casco. Cada minuto veían que el mar devoraba más centímetros de cubierta, mientras el yate continuaba hundiéndose. La mente de Cabrillo recreó el cuadro de los supervivientes del naufragio de la Medusa, acurrucados en su balsa mientras se hundía. Si Taggart no aceleraba las labores de rescate, se repetiría la tragedia.
Necesitaron dos viajes más para evacuar al resto de los supervivientes. Tal como habían imaginado antes, el emir se despachó a gusto sobre el heroísmo de Cabrillo, y juró que le convertiría en un hombre rico por salvarle la vida. A su vez, Cabrillo desempeñó el papel de lobo de mar y dijo que había sido su deber, y que no pensaba aceptar ninguna recompensa económica por cumplir su deber. Todo esto se escenificó en honor de la Guardia Costera, y dio la impresión de que Taggart tragaba el anzuelo. No pidió subir a bordo del Oregon, ni formuló la menor pregunta. Ya tenía lo que necesitaba para redactar su informe, y si bien no podía prometer que los nombres de Ramón Esteban o el Xanadu no llegarían a los medios, insinuó que su papel en el rescate quedaría en un lugar muy secundario. Batallas relacionadas con el presupuesto acechaban en el horizonte, y una operación como ésta quedaría bien ante los ojos de Washington.
Ambos se estrecharon la mano, y cuando los miembros de la Guardia Costera volvieron a su patrullera, Cabrillo y su equipo regresaron al Oregon. El «problema» del pescante se había rectificado, y el bote salvavidas había quedado sujeto de nuevo. Fingieron que subían la barca inflable por la escalerilla de abordaje, para luego depositarla sobre la cubierta atestada. En cuanto estuvieron a bordo, Max les condujo de cabeza hacia la tempestad, en dirección a su destino declarado, Nassau, Bahamas. Mantuvo el rumbo constante a una velocidad de doce nudos, hasta que el aparato de detección de amenazas mostró que estaba fuera del radio de alcance efectivo del guardacostas.
Sólo entonces pudieron reanudar la persecución del barco furtivo, al que también seguían MacD y Eddie en la lancha semirrígida. Cabrillo aún estaba en la ducha cuando notó que los motores aceleraban. Habían perdido varias horas, y daba la impresión de que Max intentaba correr a la mayor velocidad posible. Diez minutos después, vestido con tejanos y un jersey noruego de cuello cisne, Cabrillo entró en el centro de operaciones.
—¿Cómo están nuestros chicos? —preguntó al tiempo que ocupaba su silla de mando.
—Todavía lo persiguen —contestó Max.
—¿Cuánto combustible les queda?
—Si podemos mantener una velocidad constante de cuarenta nudos, les alcanzaremos cuando todavía les quede reserva para una hora.
—Eso nos deja muy poco margen. Si sufrimos algún retraso, tendrán que abandonar la persecución para no quedarse secos.
—No podemos hacer gran cosa al respecto. Los tipos de la Guardia Costera tardaron bastante en llegar al yate. Habría sido peor si hubieran subido a nuestro barco para inspeccionar los papeles.
Cabrillo no contestó. Lo que más le preocupaba en estos momentos era que sus hombres tenían que seguir adelante en la lancha semirrígida para evitar que una ola se los llevara. Si su combustible disminuía hasta cierto punto, tendrían que aminorar la velocidad para no agotarlo antes. Eso significaría permitir que el barco furtivo escapara.
Durante las horas siguientes, Cabrillo se entretuvo tomando café, mientras la señal de la semirrígida indicaba que estaba cada vez más cerca del Oregon. Como desconocían las capacidades de su presa, las comunicaciones por radio estaban prohibidas. El hecho de que mantuvieran un rumbo constante hacia el sudeste tranquilizaba al Presidente. MacD y Eddie no se habían desviado más de un par de grados desde que la cacería había empezado, ni tampoco habían variado la velocidad. Navegaban a quince nudos.
Ya entrada la noche se hallaban a veinte millas de la semirrígida y, por lo tanto, a veintiuna del barco furtivo. El Presidente decidió que estaban lo bastante cerca para ordenar a MacD y Eddie que abandonaran la persecución y regresaran al Oregon. Sabía dónde estaría su blanco durante la siguiente hora, y quería tener las manos libres para hacer algo al respecto.
—Hali, abre una línea a Eddie.
Hali Kasim, en el centro de comunicaciones, había estado esperando horas esta orden, y tuvo un canal abierto en segundos.
—Hora de volver a casa —dijo Juan—. Invertir rumbo. Dieciocho.
Eddie Seng hizo un clic en la radio a modo de respuesta, informado de que debía dar media vuelta y encontrarse con el Oregon a dieciocho millas de distancia.
Como ya no tenía que pisar los talones del lento barco furtivo, Eddie aceleraría sin la menor duda los dos fuerabordas, para que la velocidad de acercamiento de ambas embarcaciones fuera superior a ochenta nudos. El Presidente llamó a la cubierta de embarcaciones para informar de que la semirrígida había dado media vuelta, y debería reunirse con ellos antes de quince minutos.
En realidad, fueron diez, pero como el Oregon casi había parado por completo para facilitar la maniobra de volver a cargar a bordo la lancha, transcurrieron diecisiete minutos antes de que Juan Cabrillo diera la orden de acelerar a toda máquina. Sólo que esta vez el Oregon describió un amplio arco alrededor de su objetivo, de modo que cuando al fin se acercaran diera la impresión de que llegaban del este, como si no hubieran estado siguiendo al barco furtivo.
Linda Ross entró por fin en el centro de operaciones, como si no hubiera pasado nada.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Juan con auténtica preocupación.
—La doctora dice que estoy bien. ¿Quién soy yo para llevarle la contraria? ¿Cuál es la situación?
—El jaque mate es inminente.
—¿Algo en el radar?
—Nada —admitió él—, pero no ha cambiado de rumbo o velocidad desde que hundió al Sakir.
En aquel preciso momento, Mark Murphy llamó desde el centro de armamento.
—Rumbo del barco de contacto, cuarenta y siete grados. Distancia, veinte millas. —Cabrillo ya había calculado las posiciones tácticas, antes de que Murph añadiera—: En línea recta con el barco furtivo.
—Entendido —replicó el Presidente.
La situación había cambiado en un instante. Tenía que interponer ahora el Oregon entre el barco furtivo y aquel nuevo navío que había aparecido en escena, antes de que éste les localizara en el radar. Parte de la estructura del Oregon lograba burlar los radares gracias a los materiales que absorbían señales aplicados a su casco y obra muerta, pero eso no significaba que fuera invisible.
—Timonel, varía el rumbo a tres-tres grados. A toda máquina.
Al igual que un cazador, Cabrillo sabía guiar a su presa para que la bala, en este caso el Oregon, llegara al punto en el que estaría el objetivo, no en el que se hallaba ahora. Como antes, había calculado ángulos y velocidades en su mente. Eric Stone lo verificaría todo con el ordenador de navegación del barco, pero como de costumbre no descubriría ningún error en los cálculos del Presidente.
—Wepps, prepara el cañón principal. En cuanto sospeche que nos estamos acercando, quién sabe qué hará.
—¿Misiles no? —preguntó Murph.
—Si ese barco es capaz de generar un campo magnético lo bastante potente como para volcar el yate del emir, un misil no servirá de nada. Carga proyectiles de tungsteno macizo. El campo no los afectará.
Murph cabeceó en honor a la perspicacia de Cabrillo, mientras se reprendía mentalmente por no haber llegado a la misma conclusión y preparado el cañón de 120 milímetros, oculto en la proa del Oregon. El cañón de ánima lisa utilizaba los mismos controles de disparo sofisticados que un tanque de combate M1 Abrams, y era capaz de disparar con precisión fuera cual fuera el estado de la mar.
—Curioso, Juan —dijo Max, mientras jugueteaba con su pipa—. ¿Cómo vamos a alcanzarle si no aparece en el radar?
—Fácil. Lanza un dron.
Al cabo de pocos minutos, el vehículo aéreo no tripulado, poco más que un aeromodelo grande provisto de sofisticadas cámaras, estaba volando por delante del Oregon a ciento cincuenta kilómetros por hora. Cuando llegó a seiscientos metros, su cámara de alta definición captó la estela del barco furtivo, una deslumbrante línea de un verde fosforescente que surcaba las aguas como un arco de electricidad. Su extremo era el barco en sí. El desgarbado buque estaba luchando contra las olas, pero sin reducir la velocidad. El barco de la cita estaba demasiado lejos para verlo, pero ya se ocuparían de él después de acabar con su objetivo principal.
—Lo tengo localizado —anunció Mark Murphy—, pero todavía estamos lejos de su alcance.
—No tardará en vernos —advirtió Max Hanley.
Juan se mostró de acuerdo. No sabía qué iba a suceder.
—Veinte segundos —dijo Mark.
«Vamos», suplicó Cabrillo.
—Diez.
Las imágenes enviadas por el dron cambiaron. El casco angular del barco furtivo empezó a rielar, y un resplandor azul se elevó de su centro y se esparció alrededor. El barco se fue desdibujando hasta desaparecer por completo.
Un segundo después, las imágenes del avión espía se convirtieron en estática, mientras una cúpula expansiva de pulsaciones electromagnéticas lo borraba del cielo.
—¡A tiro! —gritó Mark.
—¡Fuego! —aulló Juan, mientras la muralla de energía invisible se estrellaba contra el Oregon.
No supo si Mark Murphy había llegado a disparar porque una explosión de sonido ensordecedora invadió el barco, al tiempo que empezaba a escorar a babor y los números rojos del inclinómetro digital se desdibujaban indicando el grado de la escora. El agua no tardó en anegar las cubiertas e inundar la superestructura. La combinación de su velocidad y las pulsaciones magnéticas parecía estar a punto de hundirlo en las profundidades.
Entonces, tan repentinamente como se había iniciado, el ruido enmudeció como si hubieran apagado un interruptor, y el barco empezó a enderezarse poco a poco, como si se estuviera desprendiendo de toneladas de agua marina.
Cabrillo se levantó del suelo, donde había sido arrojado sin más ceremonias. La corriente eléctrica principal se había interrumpido, de manera que el centro de operaciones estaba iluminado por las luces de emergencia. Todos los monitores y controles de los ordenadores se habían apagado, y cayó en la cuenta de que no oía los motores del Oregon.
—¿Estáis bien todos?
Recibió un coro de respuestas apagadas. Nadie había sufrido lesiones, pero todo el mundo estaba conmocionado.
—Max, prepárame un informe de los daños. Hali, ponte en contacto con la doctora, estoy seguro de que habrá heridos. Mark, lanza otro dron en cuanto puedas. Quiero ojos vigilando esa nave. Y por cierto, creo que nos has salvado la vida.
—¿Presidente?
—Llegaste a disparar, ¿verdad?
—Por poco.
—En este juego, «por poco» tiene su importancia. Buen disparo.
Los técnicos tardaron veinte minutos en reinicializar el sistema eléctrico y en conseguir conectar los ordenadores online, pero se vieron obligados a utilizar las baterías porque el sistema magnetohidrodinámico no funcionaba. La doctora Huxley curó un brazo roto y diagnosticó dos conmociones cerebrales entre los tripulantes, y Mark Murphy fracasó por completo a la hora de lanzar un dron al aire. Además de los daños que habían infligido las pulsaciones magnéticas a los equipos electrónicos del barco provistos de blindaje, habían destruido los que no estaban protegidos. Pequeños aparatos como agendas electrónicas, afeitadoras eléctricas y electrodomésticos habían quedado inutilizados. Los restantes drones no eran más que juguetes inservibles. Cabrillo se vio obligado a ponerse al frente de un equipo en una lancha inflable semirrígida, e incluso en ese caso tuvieron que poner en marcha los motores manualmente.
El trayecto fue difícil porque la tormenta estaba en su apogeo. La lluvia, como agujas heladas, acribillaba la piel expuesta de los hombres, aunque el robusto vehículo salvaba bien las olas. Cuando llegaron al punto en que el barco furtivo había sido alcanzado, encontraron restos diseminados rodeados de una mancha de gasóleo. Cabrillo acercó la lancha a uno de los fragmentos más grandes de restos flotantes, una sección de material compuesto que parecía haber pertenecido a la proa puntiaguda del barco. Eddie Seng y él trasladaron el fragmento a la embarcación y lo ataron a la cubierta, para poder examinarlo más tarde en el Oregon.
—¿Qué opinas? —preguntó Eddie.
—Creo que cuando el proyectil lo alcanzó, el barco voló como una granada. La energía que movía el generador de pulsos magnéticos debía ser muy inestable.
—¿Crees que cuando el campo falló reventó el barco?
—Eso diría yo. Se lo comentaré a Murph y a Stone para saber su opinión, pero creo que estoy en lo cierto.
—¿Y el barco de la cita?
El Presidente escudriñó el mar oscurecido.
—Desapareció en cuanto intuyó lo sucedido a sus amigos. Si no podemos poner en marcha el Oregon dentro de una o dos horas, los perderemos —añadió con semblante sombrío.
Volvieron al barco.
Cuando el radar civil funcionó de nuevo, el mar que les rodeaba estaba desierto, tal como Cabrillo había pronosticado. El radar militar cobró vida un rato después, y su rango extendido mostró un par de barcos, pero ninguno se estaba desplazando en la dirección correcta para ser el barco de la cita. Se estaban acercando, en lugar de huir. Los motores principales volvieron a funcionar al cabo de cinco horas. Max, el jefe de máquinas, insistió en que debían alcanzar su máxima potencia paulatinamente.
Si bien Cabrillo estaba satisfecho por haber destruido el barco furtivo, se sentía igualmente amargado por el hecho de que habían perdido la pista del barco con el que éste iba a establecer contacto. A causa de los daños sufridos, Max Hanley recomendó fondear unos días para poder solucionar todos los problemas y llevar a cabo un examen minucioso de los sistemas. Cabrillo accedió a regañadientes, y un día después atracaron en el muelle comercial de Hamilton Harbour. El material necesario para las reparaciones que no se pudiera comprar en las Bermudas, llegaría en avión sin problemas desde Estados Unidos. Max se encargaría de ello.
El trabajo de Cabrillo consistía en encontrar a dos hombres que no deseaban de ninguna manera que les encontraran.