19

TENÍAN suerte en el sentido de que sabían, con una diferencia de unas dos millas, dónde se encontraba el Sakir cuando fue atacado. Todos los miembros del equipo de la Corporación llevaban chips GPS insertados quirúrgicamente en el muslo. Los chips no eran potentes, de manera que la señal era intermitente. Pero habían recibido una señal del chip de Linda cuando había salido a la cubierta veinte minutos antes de que el Sakir volcara, lo cual acotaba la zona de búsqueda de forma drástica.

No tuvieron suerte, sin embargo, porque el techo de nubes había caído, lo cual les obligaba a volar a una altitud de ciento veinte metros, impidiendo una buena vista del horizonte. Durante diez minutos, mientras la turbina del helicóptero chupaba gasolina como un borracho en un bar con barra libre, siguieron líneas de cuadrícula que Adams había trazado en su carta de navegación. Y no encontraron nada.

—No quiero echar más leña al fuego —dijo Adams por la red de comunicaciones del helicóptero—, pero nos quedan unos cinco minutos de combustible.

—Pesimista —dijo Linc, sin apartar los prismáticos de sus ojos.

Un momento después, demostró que tenía razón.

—Allí.

Señaló frente a ellos.

Juan se inclinó hacia delante entre los dos asientos delanteros y cogió los prismáticos que le ofrecía el ex SEAL.

Como un pez flotando muerto panza arriba en el agua, el casco volcado de la antes hermosa embarcación de lujo yacía perdido y abandonado, mientras las olas se estrellaban contra él, rodeado de muy pocos restos. Cuando se acercaron todavía más, Juan vio a dos personas, sentadas cerca de donde emergía del agua el árbol de una hélice, que se levantaban y empezaban a agitar los brazos frenéticamente. Por un momento confió en que una de ellas fuera Linda Ross, pero pronto quedó claro que ambos hombres iban vestidos con idénticos trajes oscuros.

—Guardias de seguridad —dijo Juan—. Debían estar en cubierta cuando el yate volcó. Cayeron al agua, y después volvieron nadando a esperar.

Adams situó el helicóptero encima del yate, justo a popa del centro del barco. Observó la suave oscilación del casco y detuvo la aeronave con los patines sobre la quilla del Sakir. Apagó el motor y desconectó los aparatos electrónicos. Los dos guardias corrieron hacia ellos, y se agacharon bajo las palas que todavía giraban para llegar al helicóptero.

Juan abrió la puerta.

—¿Están solos?

—Había un tercero —dijo el hombre de mayor edad—. Estaba con nosotros en la cubierta, pero no salió a la superficie después de que el barco volcara.

—¿Alguna señal de supervivientes? ¿Han oído a alguien dar golpes dentro del yate?

Estaba claro que ninguno de los dos hombres se había fijado. Linc ya estaba a cuatro patas golpeando el casco con una gigantesca llave inglesa, con la cabeza ladeada como un perro que aguardara una respuesta.

Juan empezó a recoger su equipo de buceo.

—Déjenme sacar mis cosas, y ustedes dos tomen asiento en el helicóptero y vayan entrando en calor. —Los guardias estaban empapados, y parecieron agradecidos por protegerse del viento y la lluvia—. Mi barco debería llegar dentro de una hora más o menos, y les proporcionaremos ropa seca y comida caliente.

—¿Quién es usted?

—Juan Cabrillo, de la Corporación.

—Es la organización que el emir contrató para reforzar la seguridad.

—He captado la ironía.

Cinco minutos después, caminaba hacia donde el agua se estrellaba contra el casco con las aletas en la mano. Se inclinó con cautela bajo el peso que cargaba, acopló las aletas a las botas de buceo, y después se bajó la máscara. Dio media vuelta y retrocedió por el costado del casco hasta que el mar absorbió su peso y flotó. Se alejó nadando unos metros, para que las olas no le arrojaran contra el acero. Ajustó su flotabilidad mediante la extracción de un poco de aire del traje.

Un momento después descendía pegado al casco. Tres metros más abajo, donde el agua estaba mucho más calma, alcanzó la línea de flotación. En ese punto la pintura roja antiincrustante daba paso al blanco puro que había hecho famoso al Sakir.

Cabrillo todavía no se había recuperado por completo de la tensión de la zambullida del día anterior, y no estaba buceando con un compañero, dos pecados capitales, pero si existía la menor posibilidad de salvar a Linda, atravesaría las puertas del infierno. Miró a través de un par de portillas, animado por el hecho de que en una de las habitaciones sólo había un poco de agua en el suelo, o lo que había sido el techo. Dio golpecitos en el cristal de lo que parecía el camarote de un oficial, pero no obtuvo respuesta.

En cuanto llegó a la cubierta principal invertida, se encontró a una profundidad de nueve metros. Encendió la luz de buceo, aunque la visibilidad no era demasiado mala, teniendo en cuenta la tormenta desatada en la superficie.

La cubierta de teca había quedado arrasada cuando el barco volcó. Habían desaparecido las sillas y las mesas, las pilas de mullidas toallas en el borde del jacuzzi y las copas de cristal tallado. Más abajo estaba la segunda cubierta, y después la tercera, donde se hallaba el puente. Todavía más abajo estaban los radomos, las antenas de radio y la gigantesca chimenea.

Encontró una puerta de cristal corrediza que había sobrevivido a las violentas fuerzas que hicieron volcar al barco, y la forzó. Como estaba invertida, no se deslizó a un lado con suavidad, y tuvo que esforzarse por atravesarla. El pasillo conducía a proa y a popa. Eligió la proa al azar, y fue abriendo las habitaciones a medida que avanzaba. Cada camarote era una inundación de ropas de cama, muebles sueltos y prendas de vestir que todavía daban vueltas y bailaban en el agua.

Siguió adelante y descubrió el primer cadáver. Era una joven vestida de doncella. Estaba flotando en un camarote que debía estar destinado al servicio. El carrito estaba caído de costado en un rincón de la habitación, y más sábanas aletearon a la luz, como seres marinos ondulantes. Tenía la cara vuelta en dirección opuesta a Cabrillo, de modo que éste se acercó y le dio la vuelta con suavidad.

Lanzó una exclamación sobresaltada que sobrecargó su regulador.

La pobre mujer debía haberse golpeado la cara contra una pared, porque sus facciones estaban deformadas hasta ser irreconocibles. Recordó el vuelco casi instantáneo del enorme barco, y supuso que había encontrado la muerte cuando se estrelló contra la pared a más de treinta kilómetros por hora. Era como si la hubieran golpeado con un bate de béisbol.

Continuó su peregrinación, a sabiendas de que su tarea sólo podía empeorar.

Cabrillo encontró dos cadáveres más en aquel nivel. Uno estaba vestido como los guardias de seguridad, con un sencillo traje oscuro y corbata del mismo color, y el otro llevaba la chaqueta blanca de jefe de cocina y pantalones de tela a cuadros grises. A juzgar por la forma en que su cabeza se movía sobre el cuello, estaba seguro de que ambos habían muerto como la doncella, cuando se estrellaron contra un mamparo.

Llegó a la escalera principal, majestuosa y sinuosa, que se curvaba alrededor de un atrio que antes había sido un techo de cristal. Lo iluminó con su luz, y vio que quedaban todavía algunos cristales en la ornamentada cúpula de hierro forjado. Debajo, el océano era negro como la tinta.

Con una sensación de temor cada vez más intensa, subió nadando la escalera. Este nivel parecía inundado por completo, pero no podía permitirse atajos en una misión como ésta. Comprobó cada rincón en busca de alguien que hubiera encontrado una bolsa de aire y sobrevivido al desastre. Había estado a bordo del Sakir en más de una ocasión. Era difícil asimilar tanta destrucción, cuando recordaba el barco como el epítome de la opulencia.

Por desgracia, había más cadáveres. Reconoció en uno de los hombres al sobrino del emir, un adolescente simpático que albergaba ambiciones de llegar a ser científico. Física de partículas, recordó.

Cada horripilante descubrimiento lograba que su ira hacia Kenin aumentara mucho más, y lo más doloroso era que aquellas personas nunca habían sido objetivos en potencia. Kenin cargaba su muerte sobre los hombros de Cabrillo, y por más que a éste le habría gustado racionalizar la culpa, no podía. La muerte de aquellas personas era casi tanto culpa de él como del malvado almirante ruso.

En la siguiente cubierta, más cercana a la superficie y, por lo tanto, a la línea de flotación, se encontraba la zona de la tripulación. Habían desaparecido las elegantes cortinas de seda de las paredes, las mullidas alfombras y las luces tenues. Se hallaba en un mundo de paredes de acero blancas, conductos eléctricos al descubierto y losas de linóleo. El emir tenía dinero de sobra para concederles un entorno mejor cuando no estaban de servicio, pero dejar el espacio tan desnudo era un recordatorio nada sutil de que eran criados, y de que él era el amo. A veces, la mezquindad de los ricos irritaba a Cabrillo.

Esperaba encontrar muchos más cadáveres, pero no descubrió ninguno. Debía haber empleados en la zona cuando el yate volcó, pero no encontró a nadie. Por fin, localizó una escotilla de entrada a la zona de máquinas. Tenía una cerradura electrónica con tarjeta lectora, pero cuando el barco perdió la energía eléctrica, las cerraduras se desacoplaron automáticamente. Abrió la puerta de acero y subió nadando por lo que, en esencia, era una escalerilla, porque era demasiado empinada para llamarla escalera.

La sala de máquinas principal estaba tan limpia como la del Oregon. Los enormes motores diésel, suspendidos del techo, estaban pintados de blanco, mientras que el suelo había sido de placas anecoicas verdes. Encontró allí dos cuerpos, ambos con mono de mecánico. Atravesó la sala de equipos auxiliares, donde se procesaban las aguas residuales y la basura, y se producía agua potable por mediación de un desalinizador de ósmosis invertida.

Se sintió consternado por no haber encontrado más víctimas, y llegó a la triste conclusión de que todos se encontraban en la segunda cubierta. Debido a la física que intervenía en la volcadura de un barco, todos habrían muerto a consecuencia del violento impacto, o tan malheridos que no habrían podido hacer nada para salvarse cuando el agua inundó el barco. Estaba a punto de explorar las cubiertas superiores cuando divisó una escotilla sobre su cabeza que antes había estado en el suelo. Tenía que ser el acceso a la sentina. Nadó hacia ella y probó la rueda. Giró como si la hubieran aceitado aquella mañana.

La escotilla giró sobre sus goznes, y él asomó la cabeza y un brazo a ese nuevo espacio, y se quedó sorprendido cuando cayó en la cuenta de que había accedido a una cámara libre de agua. No creía haber llegado al nivel de la superficie, y un vistazo a su medidor de profundidad le confirmó que se encontraba todavía bajo dos metros y medio de agua. El aire de la cámara estaba lo bastante presurizado para impedir que el agua se colara. Paseó la luz a su alrededor y vio lo que parecía una antecámara, porque se trataba de un espacio pequeño, y había otra escotilla cerrada a su derecha. Quedaba sólo un metro y veinte de espacio libre sobre su cabeza. Se quitó los tanques.

Comprendió que si toda la sentina estaba llena de aire, debía estar proporcionando la sustentación que mantenía a flote el Sakir. A la larga se vaciaría, pero de momento estaba impidiendo que el lujoso crucero se precipitara hacia el fondo del mar.

Cerró la primera escotilla y abrió la siguiente, con la luz de buceo dirigida hacia delante. Un retablo de muerte le saludó. Había treinta personas tendidas a lo largo de las paredes, algunas abrazadas entre sí, otras solas, y otras formando pequeños grupos, como si hubieran estado charlando antes de caer. No tenía ni idea de cómo habían llegado aquí o qué las había matado. El aire olía bien, algo mohoso y contaminado de sal, pero respirable.

Y cuando su luz resbaló sobre uno de los cadáveres, éste abrió los ojos y chilló. En un abrir y cerrar de ojos, los demás cobraron vida. Todos habían estado durmiendo en la negrura de la sentina del barco.

Dos linternas se encendieron, y sumaron su resplandor a los rostros animados de las personas que se levantaban y corrían hacia Cabrillo. Algunas se quedaron en la cubierta, y él imaginó que estaban heridas. Le ametrallaron a preguntas en media docena de idiomas, pero al final una voz se impuso a las demás.

—Ya era hora de que vinieras —le reprendió Linda Ross—. El aire se estaba agotando aquí dentro, y me estaba aburriendo. He perdido hasta el último centavo jugando al gin rummy.

No medía más de metro cincuenta y cinco, con su cara de elfa, grandes ojos y nariz respingona. Tenía algunas pecas que la dotaban de una apariencia todavía más juvenil, y voz infantil.

—¿Qué ha pasado?

—Iba a hacerte la misma pregunta.

Su conversación quedó interrumpida unos minutos cuando el emir, cuyo nombre se componía de más de once apelativos y a quien Cabrillo llamaba Dullah, diminutivo de Abdullah, le dio las gracias una y otra vez por haber ido a salvarles.

—Todavía no estamos fuera de peligro, amigo mío. El Oregon aún tardará media hora en llegar, y temo que si salimos de aquí, el aire de la sentina se escapará y el Sakir se hundirá como una piedra.

Se volvió hacia Linda.

—¿Qué pasó después de que volcarais? ¿Cómo acabó todo el mundo aquí?

—Fue ella —dijo el emir, al tiempo que señalaba a Linda—. Ella lo hizo. Nos salvó a todos. Cuando el barco volcó, supo traernos aquí lo antes posible. Sabía que el agua entraría en el barco, y vinimos corriendo aquí. Tendría que haberla visto, amigo mío. Era como una leona protegiendo a sus cachorros. Yo apenas podía levantarme del suelo, y su adorable Linda nos estaba organizando para que los fuertes ayudaran a los débiles.

Juan Cabrillo dirigió a Linda una mirada de agradecimiento. Ella insinuó una sonrisa, pues le gustaban las alabanzas del emir, pero era demasiado tímida para regodearse.

—Ya le he dicho que le pagaré diez veces más que usted para que sea mi guardaespaldas personal —continuó el árabe—. Mientras mis hombres vagaban aturdidos, ella nos salvaba la vida. Lo repetiré otra vez, una verdadera leona. Nunca en mi vida había visto a alguien tan valiente, tan fuerte, tan…

Dullah se quedó al fin sin elogios.

—Olvida la parte en que convertí el agua en vino —dijo Linda.

—Creo que sería capaz —replicó el emir.

El Presidente la miró.

—Linda, ¿estás segura de que hay suficiente espacio aquí para ti y tu ego?

—De sobra —contestó ella con descaro.

«Buen trabajo», le dijo él moviendo los labios, y después se dirigió a los reunidos.

—Tengo que hablar con un técnico.

Uno de los hombres se adelantó.

—Heinz-Erik Vogel, jefe de máquinas.

Era un teutón, desde su rubia cabeza hasta las suelas de sus botas de trabajo, y se irguió como poniéndose firmes. El Presidente le estrechó la mano.

—Soy Juan Cabrillo, el jefe de Linda.

A continuación, explicó su teoría de por qué el barco no se había hundido todavía, y el jefe de máquinas se mostró de acuerdo con él, porque ya había llegado a la misma conclusión. Coincidieron en que la mejor forma de sacar a los náufragos sería abrir una brecha en las planchas del casco por encima de la antesala a través de la cual Cabrillo había entrado en la sentina. Impedirían que el aire se escapara utilizando su escotilla de acceso a modo de esclusa de aire, y la abrirían tan sólo el tiempo suficiente para meter dentro a un grupo de personas, y después la cerrarían de nuevo mientras los hombres de Cabrillo les ayudaban a salir.

Tendrían que practicar un segundo agujero en la sentina, además de bombear aire a alta presión, para compensar las pérdidas cuando abrieran la escotilla.

Calcularon cuál sería el lugar perfecto de la antecámara con relación a los ejes de transmisión de las hélices, el único punto de referencia que tendría Cabrillo en el fondo del casco, por lo demás vacío.

Cuando hubieron acordado los detalles, el Presidente se volvió hacia Linda.

—Tengo aire suficiente para que los dos podamos volver a la superficie.

Ella no tomó en serio la oferta ni por un segundo.

—Ahora soy responsable de esta gente. No pienso abandonarles hasta que todos estén a salvo.

Cabrillo se inclinó y le dio un beso en la frente.

—Sabía que lo harías. Cierra la escotilla cuando yo salga. Nos llevará más o menos una hora ponernos en acción. Podríamos empezar a cortar ahora, y en cuanto el Oregon llegue, Max instalará la manguera de aire. Cuando dé tres golpes en la escotilla, significará que voy a abrirla. Envía a las primeras cinco personas. Primero los malheridos, pero han de proceder con celeridad, de manera que la gente ilesa les ha de ayudar.

—Comprendido.

—Después cerraremos la escotilla, despejaremos la antecámara, dejaremos que la presión aumente aquí dentro, y repetiremos la jugada.

—Suena bien.

—Vale, bombón. Hasta luego.

Juan Cabrillo invirtió unos diez minutos en nadar, y unos cuantos más en someterse a descompresión, para llegar a la superficie e izarse al casco del Sakir. Linc apareció al instante a su lado para ayudarle a quitarse el equipo.

—¿Linda?

—Los salvó a todos, salvo a un par —dijo con una sonrisa de orgullo.

—¡Hurra! Sabía que mi chica saldría de ésta. ¿Qué pasó?

—Metió a todo el mundo en la sentina después de que el Sakir volcara, pero antes de que se llenara de agua. Ahora están allí, dentro de una burbuja de aire presurizado. Deduje con la ayuda del jefe de máquinas del barco la forma de rescatarlos y evitar que esa bañera se hunda bajo nuestros pies. ¿Qué sabes del Oregon?

—MacD y Eddie están siguiéndole la pista al barco de Kenin en la lancha semirrígida desde hace veinte minutos, y el Oregon llegará dentro de unos diez minutos.

—Perfecto.

El Presidente se acercó al helicóptero para comunicarse con Max Hanley. Explicó lo que iban a necesitar, y su segundo de a bordo prometió que estaría preparado cuando llegaran.

Mientras Linc preparaba el soplete cortador, Juan Cabrillo se quitó el traje de buceo, se secó con un trapo que, según Adams, estaba limpio, y se puso ropa de calle que había cogido de su camarote, además de unas botas de goma que le llegaban a las rodillas.

En cuanto el Oregon estuvo situado a barlovento del Sakir, de manera que su enorme casco protegía al equipo de trabajo de lo peor de la tormenta, una zódiac salió disparada de la cubierta de embarcaciones, arrastrando una gruesa manguera de goma. Max iba a los controles, y le acompañaban algunos mecánicos.

No había tiempo para hablar. La tormenta estaba empeorando. Las olas no tardarían en barrer el casco y frustrar cualquier intento de sacar a los supervivientes. Según los cálculos que Vogel le había dado, Cabrillo marcó un punto de un metro cuadrado en el casco, y Linc empezó a trabajar con el soplete. Pronto, metal fundido llovió de los cortes que hacía, mientras el soplete iba devorando la plancha de cuatro centímetros de grosor. Max Hanley había traído un segundo soplete de plasma, y se encontraba al lado de Linc cortando con frenesí. Más adelante, los mecánicos del Oregon estaban preparando un taladro para embutir una manguera de aire. Tenían tubos de pegamento de contacto industrial preparados para inmovilizar la manguera en cuanto el extremo estuviera dentro de la sentina. Gómez Adams estaba calentando el motor del helicóptero para el breve salto de vuelta al hangar.

En conjunto, el equipo de Cabrillo estaba trabajando como la máquina bien aceitada que era.

Juan había dicho a Linda que estarían preparados al cabo de una hora. Falló por dos minutos, y porque no calculó el tiempo que Max tardaría en montar un ariete hidráulico en la sentina. Necesitarían su potencia para cerrar la escotilla de nuevo e impedir que la presión del aire escapara. Por suerte, no era lo bastante elevada para garantizar la descompresión de los que estaban atrapados en el interior.

Cabrillo le hizo la señal, ella le comunicó con unos golpecitos que estaba preparada, y él abrió la escotilla. En el chorro explosivo de aire, cinco personas entraron dando tumbos en la antecámara, y cayeron al suelo en una maraña de miembros. Una mujer chilló cuando su pierna, que ya estaba rota, golpeó contra la pared del fondo. Max activó el ariete y cerró la puerta de golpe, tal como había prometido.

—¿Qué opinas? —preguntó Cabrillo. No parecía que el barco se hubiera hundido más.

—¿Qué quieres que te diga? No has dejado un barómetro ahí dentro. Gunner se encarga del compresor. Podría decirnos cuál es la contrapresión. Eso nos dará una idea de cuándo podemos dejar salir al siguiente grupo. Pero si quieres que te diga la verdad, creo que ha funcionado de maravilla.

El Presidente sonrió.

—Yo también.

Gracias a su paciencia, y al reciclaje del aire en el espacio de la sentina, el último grupo tardó cuarenta minutos en salir, incluidos Linda, Vogel y el emir, quien había insistido, pese a los ruegos de todo el mundo, en esperar a salir de las entrañas del barco. Max cerró la escotilla mientras los últimos supervivientes se congregaban.

Dullah volvió a estrechar la mano de Juan Cabrillo.

—¿Ahora estamos, como decís vosotros, fuera de peligro?

—Muy cerca, amigo mío, muy cerca.