18

LA doctora Huxley dejó salir de la cámara a los dos buceadores a las siete y media de la mañana siguiente. Cabrillo se fue directo a su camarote, y observó de paso que el tiempo estaba cambiando y provocaba pronunciados vaivenes mientras recorría los pasillos. Había pasado media hora en la diminuta ducha de la cámara de descompresión, donde se afeitó con la misma navaja que su abuelo había utilizado durante los cuarenta años que había trabajado de barbero. Después de secar la hoja y borrar los rastros de jabón de su cara, se dio un toque de loción para después del afeitado, se vistió con pantalones de algodón y un jersey negro de cuello alto, y fue al comedor para desayunar. Pasó primero por su escritorio a buscar la tableta, con el fin de comprobar su posición, y observó que iban bien de tiempo para su cita con el yate del emir, el Sakir.

Ocupó una mesa en mitad del comedor, y apenas se había acomodado cuando Maurice le sirvió café en una taza de porcelana.

—Buenas días, capitán. —Por ser un exoficial de la Royal Navy, el jefe de camareros no se atenía a la estructura corporativa del equipo y nunca llamaba Presidente a Juan. El Oregon era un barco. Cabrillo estaba al mando. Por tanto, era el capitán—. ¿Alguna secuela desagradable de su aventura?

—Aparte de dolor de espalda por dormir en un catre abominable, me encuentro bien, gracias. —Bebió el potente café con agradecimiento—. Y ahora me encuentro todavía mejor. Sea cual sea mi desayuno, pon ración doble de salchichas, por favor.

—¿Se ha mirado el colesterol recientemente?

—Hux me autorizó dobles raciones matutinas de cerdo la semana pasada.

—Muy bien, capitán.

Eric y Mark entraron en el tranquilo comedor con la dignidad de rinocerontes furiosos, vieron al Presidente y se dirigieron hacia él. Ambos llevaban la misma ropa de la noche anterior, y presentaban el aspecto agitado de la gente con sobredosis de cafeína.

—Buenas días, caballeros —dijo Cabrillo—. ¿Por qué venís zumbando como un par de abejas?

—Red Bull e investigación —contestó Mark.

Cabrillo dejó de fingir desinterés.

—¿Qué es ese material? —preguntó.

Eric fue el primero en hablar.

—Algo que descubrieron hace unos pocos años.

—Es un metamaterial —terció Mark como si eso constituyera una explicación.

—Eso significa…

—Es un material fabricado casi a nanoescala. Su diseño es lo que le concede propiedades únicas, como manipular la luz o las ondas de sonido.

—Piensa en las cajas de huevos que colocan las bandas de garaje para amortiguar los ecos donde ensayan. Multiplica eso por cien, y después redúcelo a nanoescala. El material mantiene los ángulos precisos para desviar cualquier cosa que quieras.

—¿Amortiguaría el sonido? —preguntó Cabrillo, creyendo que comprendía el principio.

—Por supuesto, sólo que en frecuencias inaudibles para nosotros.

Juan se dio cuenta de que no entendía nada.

—¿Cuál es el objetivo?

—Su forma les concede propiedades que no poseerían en circunstancias normales. Como los paneles reflectantes en los aviones invisibles al radar. Es su forma, no la composición de su revestimiento, lo que los dota de esa característica.

—El revestimiento también tiene propiedades de invisibilidad —corrigió Mark de manera automática, porque cualquier desviación de la verdad absoluta le ponía de los nervios.

—Estoy intentando aclarar algo, si no te importa.

—Estupendo.

—¿Qué hace este particular metamaterial?

—Ni idea —dijo Eric.

—Ni la más remota —coreó Mark—. El diseño de todo el armazón determina su propósito exacto. El metamaterial consigue que suceda.

—¿Podría curvar la luz alrededor del barco? ¿Hacerlo invisible?

—Es posible. O podría trabajar con longitudes de onda electromagnéticas.

—Incluso acústicas —añadió Stone.

—¿Alguna explicación de por qué no crecía nada allá abajo?

—Ah, está saturado de cadmio. Absolutamente tóxico. —Al ver la expresión preocupada del Presidente, Mark se explicó—. El cadmio es peligroso si se inhala o ingiere. Es como el mercurio. Puedes manipularlo, ningún problema, pero no dejes que se introduzca en tu torrente sanguíneo.

Maurice llegó y dejó un plato de comida delante de Cabrillo, para después levantar la tapa con un gesto ampuloso. Era una tortilla exactamente igual a como deseaba su capitán: cargada de salchichas.

—Bien, ya me habéis contado lo que sabéis, ¿por qué no especuláis un poco?

—Cuando conociste al profesor Tennyson, ¿habló de algo relacionado con los franceses? —preguntó Mark Murphy.

—Pues sí —contestó, mientras recordaba el extraño giro en la conversación con el experto en Tesla—. Dijo que Morris Jessup, el tipo que popularizó la historia del Experimento Filadelfia, fue asesinado en teoría por agentes franceses en 1959, y fingieron que su muerte había sido un suicidio.

—¿Daba la impresión de creerse la historia?

—De eso no me acuerdo. No, espera. Creo que dijo que era una teoría conspirativa, de modo que debía desecharla.

—Tal vez no habría debido —dijo Mark con entusiasmo. Como fanático de las conspiraciones residente en el barco, se hallaba en su elemento—. Escucha esto. En la primavera de 1963, el guarda de un coto de caza de Alaska encontró los restos de tres personas que habían muerto durante el invierno. Los cadáveres habían sido atacados por bestias carroñeras, de modo que una identificación exacta estaba descartada. Ésta es la cuestión: descubrió francos franceses en el bolsillo de uno de ellos.

—¿Y?

—No te he contado lo mejor. Todos los hombres vestían batas de laboratorio sobre pantalones cortos y camisetas, y los encontraron tendidos sobre una extensión de arena blanca en mitad de un bosque boreal. Cuando el guardabosque volvió con una partida para recuperar los cuerpos, los animales se los habían llevado. Lo único que pudieron hacer fue tomar una muestra de arena.

»La envió a un geólogo de la Universidad de Alaska, en Anchorage, quien reparó en que la arena no era de sílice puro, sino que tenía una alta concentración de calcio de coral. El guardabosque se desinteresó de todo el asunto, pero el geólogo Henry Ryder continuó investigando.

Eric intervino.

—Tardó tres años en investigar y comparar muestras, pero la arena que encontraron en pleno Alaska procedía de un atolón situado casi en el centro exacto del océano Pacífico, llamado Mururoa.

—¿Eso es importante? —preguntó Cabrillo.

—Mururoa es el lugar donde los franceses llevaban a cabo sus ensayos nucleares —dijo Mark con un estremecimiento de placer—. En la década de 1960, existía una población numerosa de científicos e ingenieros. Este tal Ryder se puso en contacto con el gobierno francés y preguntó si habían perdido unos científicos en Mururoa. Se quedó patidifuso. Todo era alto secreto, y la Guerra Fría estaba en pleno apogeo. Pero no desistió. Con la ayuda de una mujer del departamento de francés de la universidad, hizo llamadas a las oficinas de las principales facultades de ingeniería de Francia, y al final dedujo que los tres hombres —sacó un trozo de papel de los tejanos—, el doctor Paul Broussard, el profesor Jacques Mollier y el doctor Viktor Quesnel, se hallaban en paradero desaparecido desde 1963, y los tres estaban relacionados con investigaciones francesas sobre armas nucleares.

»Se puso en contacto con sus viudas. Dos no quisieron hablar con él bajo ningún concepto, pero una admitió que su gobierno la había obligado a jurar que mantendría el secreto. Sólo confirmó que su marido había estado en la isla de Mururoa tres años antes, y que eso era lo último que había sabido de él.

—¿De dónde habéis sacado todo esto? —preguntó Juan, mientras intentaba extraer conclusiones.

Los dos intercambiaron una mirada avergonzada.

—Ah, páginas webs de conspiraciones —admitió Mark.

—Así que esto podría no ser más que un montón de tonterías.

—Sí, salvo que llamamos a Alaska. Henry Ryder murió hace mucho tiempo, y su mujer también. Su hija vive todavía en Anchorage y recuerda que su padre conservaba un frasquito de arena en su escritorio, que no le permitía tocar cuando era pequeña.

Stone intervino de nuevo.

—Y el hombre tenía una amiga que iba a verle de vez en cuando, y hablaba como Catherine Deneuve.

—Bien —dijo Juan por fin—. Lo cual concede escaso crédito a la historia. ¿Adónde nos lleva todo esto?

—A que el Experimento Filadelfia fue algo real, pero no tal como ha sido descrito, y a que los franceses mataron a Morris Jessup para silenciarle de una vez por todas, y a que continuaron investigando en sus instalaciones más seguras, y a que es posible que algo saliera mal, y a que algunos trabajadores del laboratorio y la arena sobre la que se encontraban fueran transportados a Alaska por obra de alguna fuerza desconocida. De la misma manera que el barco de George Westinghouse acabó en el mar de Aral años antes.

—No me gusta la ciencia ficción —dijo Juan en tono de advertencia.

—Presidente, los teléfonos móviles eran ciencia ficción no hace mucho tiempo. Aviones, cohetes, submarinos nucleares. La lista es interminable.

—Yo apuesto por Julian Perlmutter.

—Pero ¿por qué?

—Le pedí que investigara el Lady Marguerite. —Perlmutter era amigo íntimo de Dirk Pitt, y hombre de confianza de Juan Cabrillo. Se hallaba en posesión de la mayor colección privada del mundo de libros, documentos y relatos marítimos, y tenía olfato de sabueso para resolver enigmas—. No puedo creer en aparatos de teleportación. Creo que alguien secuestró el yate de George Westinghouse y acabó en Rusia. Estoy intentando que Perlmutter confirme mi teoría.

—Pero si ya lo hemos investigado. No hay nada.

Juan sonrió.

—Vosotros creéis que todo cuanto vale la pena saber se encuentra ya en Internet. Existe diez veces más información en las bibliotecas que en la Red. Mil veces, probablemente. Es posible que las búsquedas en Google no puedan compararse con vosotros, pero no llegáis ni a la suela de los zapatos de Perlmutter en lo tocante a buscar respuestas a preguntas esotéricas.

La voz de Hali Kasim se oyó por el intercomunicador. Era el oficial de comunicaciones del Oregon.

—Presidente Cabrillo, haga el favor de personarse en el centro de operaciones.

—Disculpadme. Ya hablaremos más tarde.

Hali estaba sentado ante una consola, en el lado derecho del centro de operaciones cuando Cabrillo entró. El oficial de comunicaciones, que había nacido en Líbano, llevaba unos auriculares alrededor del cuello, pero una franja de pelo aplastado sobre su cabeza enmarañada demostraba que hacía rato que los tenía puestos.

—¿Qué pasa?

—Tiene una llamada desde el número que le dimos a L’Enfant, pero no es él.

—¿Quién es?

—Pytor Kenin. Ha preguntado expresamente por usted.

Cabrillo sintió que una oleada de ira recorría su cuerpo, pero la reprimió enseguida. No era momento de dar rienda suelta a los sentimientos. Ocupó la silla habitual y cogió los auriculares enchufados en uno de los apoyabrazos. Se llevó el micrófono a la boca y cabeceó en dirección a Hali.

—Cabrillo.

—No ha dicho Presidente, ¿eh? —dijo Kenin en ruso—. Y sé que me entiende, así que no finja lo contrario.

—¿Qué quiere? —preguntó Juan Cabrillo en el mismo idioma.

—Quiero saber por qué no puedo ponerme en contacto con el K-154.

—Porque se hundió unos diez minutos después de que intentara matarme. —Esperó unos segundos para dejar que el hombre asimilara la idea—. Se estrelló contra el lecho marino con fuerza suficiente para abrirse como una lata de sardinas. La Marina de Estados Unidos ya ha recibido un aviso anónimo sobre el accidente, y estoy seguro de que enviarán un barco de salvamento antes de veinticuatro horas.

—¿Qué ha hecho? —gritó el ruso furioso.

—Kenin, fue usted quien empezó esto, y el primero que derramó sangre, de modo que no se encrespe por el hecho de que le plantemos cara.

—Se está entrometiendo en asuntos que no le conciernen.

—Empezaron a concernirme en el momento en que Yuri Borodin murió. No sé a qué está jugando en el seno del estamento militar ruso, y la verdad, no me importa. Lo único que sé es que voy a pararle.

—Fantasías, señor Presidente. Usted mismo acaba de admitir que no sabe lo que estoy haciendo, de modo que ¿cómo va a pararme? No de la misma forma en que me impidió silenciar a Tennyson, desde luego. Usted va ahora, y siempre lo irá, un paso por detrás.

Era evidente que Kenin no sabía que Tennyson continuaba sano y salvo.

—¿Cree que porque ha localizado a L’Enfant carezco de otros recursos?

—Ah, sí, el enigmático L’Enfant. Parece que, al final, le importa más la supervivencia que guardar los secretos de sus clientes.

—Guardó los suficientes para que el comandante de su submarino cometiera un error fatal —replicó Juan—. Y no estamos hablando de él. Sino de usted. Dé marcha atrás a sus planes, y lo dejamos aquí y ahora. ¿Trato hecho?

—Temo que no. Llega demasiado tarde. De hecho, su interferencia aceleró una prueba programada y me obligó a cambiar de objetivo. Quiero que se tome lo que ha sucedido como algo muy personal. De habernos dejado en paz, el emir todavía estaría vivo, así como la encantadora Linda Ross.

Juan Cabrillo se quedó de una pieza.

—¿Qué ha hecho?

—Convencer a mi cliente de que el juguete que construí para él funciona. Eche un vistazo a su correo electrónico.

La comunicación se cortó.

Cabrillo salto de su asiento y se plantó al lado de Hali un segundo después.

—¿Y bien?

—Canalizó esa llamada a través de todas las estaciones repetidoras de la tierra, además de casi todos los satélites de comunicaciones en órbita, pero le localicé en un aeropuerto militar de las afueras de Moscú.

Juan envió un aviso por la Intranet del barco para que Mark y Eric se presentaran en el centro de operaciones, mientras Hali examinaba la cuenta general de correo electrónico en busca del mensaje de Kenin. No descubrió nada.

¿Qué habría hecho Kenin? La pregunta rebotaba de un lado a otro de su mente, pues su preocupación por el emir y Linda había convertido su delicioso desayuno en un desastre.

Teniendo en cuenta los recursos que el ruso había empleado en la operación, tenía que ser su última gran apuesta. Había tenido la oportunidad de ser legal y optar a un cargo en el gobierno, o al menos a un empleo en el alto mando, o bien continuar mintiendo y engañando para ir ascendiendo en el sistema. Por lo visto, había escogido esto último, y ahora se vería obligado a desaparecer porque tendría que devolver lo que había robado a la Marina rusa.

Stone y Murph llegaron.

—Kenin acaba de llamar y ha dicho que ha hecho un ensayo con lo que ha estado trabajando y lo ha entregado a su cliente. Eso significa que intentará desaparecer de la faz de la Tierra. Se encuentra en la base aérea de Ramenskoye. Ése será su trampolín. Piratead sus comunicaciones y averiguad adónde va. Voy a llamar a Langston para ver si podemos localizar su avión utilizando los pájaros espía del Tío Sam.

—Juan —interrumpió Hali—, ha llegado.

—¿La misma ruta?

—Sí. No sabe que le hemos localizado, de lo contrario no se habría molestado.

—Buen trabajo. Ésta es la primera vez que le llevamos la delantera a Kenin desde que nos infiltramos en la prisión donde retenía a Yuri. Enséñamelo. —Cabeceó en dirección a Eric y Mark—. Quedaos un segundo. No sé qué vamos a ver.

El correo electrónico contenía un MPEG, que Hali abrió. Apareció una imagen en la pantalla principal de un barco blanco en un mar movido. De hecho, daba la impresión de que el barco se enfrentaba a las mismas condiciones climatológicas que el Oregon. La cámara saltaba, y se trataba obviamente de una toma a larga distancia desde un helicóptero. La hora y la fecha indicaban que había sido grabada tan sólo momentos antes. El barco blanco era un yate gigantesco, y Juan sólo tardó un segundo en darse cuenta de que era el Sakir, el orgullo y la alegría del emir. Se encontraba a trescientas millas al sur del Oregon, en dirección a las Bermudas. A juzgar por el tamaño de la estela, daba la impresión de que se desplazaba a quince nudos.

Entonces, a babor de la embarcación, un ominoso resplandor azul surgió del mar como una burbuja de gas que escapara del fondo de un pantano. El resplandor envolvió en pocos segundos al Sakir, aunque todavía era posible ver al inmenso barco de noventa metros de eslora.

Sin previo aviso ni advertencia, el yate volcó como si fuera un juguete sometido a los caprichos de un niño vengativo. El agua saltó sobre su proa invertida y lo recorrió en toda su longitud, pues la aceleración continuaba propulsándolo hacia delante, mientras sus dos hélices de hierro y bronce abofeteaban el aire.

El resplandor se apagó un momento después. Los hombres que miraban contuvieron el aliento, anticipando la imagen del enorme yate hundiéndose bajo las olas, pero no obstante se recuperó lo suficiente para que el agua se escurriera de su fondo pintado de rojo, para luego adoptar un equilibrio desigual y, sin duda, breve. El videoclip terminó y volvió al fotograma inicial.

—¡Timonel! —gritó Cabrillo—. Emergencia total. Hali, dile a Gómez que baje al hangar para calentar el helicóptero. Quiero que esté en el aire lo antes posible. Que Linc venga aquí. Eric, ve a la zona de sumergibles y tráeme un equipo completo de buceo, incluido un traje. Mark, herramientas. Necesito equipo de cortar, y saca de los almacenes un bote inflable.

Un barco del tamaño del Shakir llevaría una tripulación de diez hombres y el resto del personal duplicaría ese número. Un bote inflable podía transportar a diez personas, pero Juan no quería sobrecargar el helicóptero, porque disminuiría su velocidad. Los supervivientes tendrían que turnarse en el bote, mientras el resto se aferraba a los costados.

Supervivientes. Juan ignoraba si habría alguno. El tiempo no era el ideal, de modo que dudaba que hubiera mucha gente en la cubierta cuando el yate volcó, y los que hubieran quedado atrapados en el interior estarían tan desorientados que quizás habrían sido incapaces de salvarse. Rescatar a diez era de un optimismo exagerado. Y si el yate se hundía antes de que llegaran, la pérdida de vidas podía ser total.

En tal caso, necesitarían el bote inflable para ellos, porque su helicóptero MD 520N tenía margen para llegar al yate naufragado, pero no para volver.

—¡Manos a la obra! —ordenó Juan, y sus hombres se dispersaron.

A continuación, diseccionaron el vídeo para descubrir cómo era posible que un barco del tamaño del Shakir volcara de aquella manera. No cabía duda de que se trataba de una tecnología nueva, algo relacionado con la obra de Tesla, pero averiguar qué era exactamente y cómo funcionaba podría esperar a más tarde.

Juan efectuó una breve parada en su camarote para ponerse una pierna mejor preparada para nadar, y se incautó de prendas impermeables. La escotilla de la bodega de popa del Oregon estaba abierta, y el reluciente helicóptero McDonnell Douglas descansaba sobre el elevador de la zona del hangar como un ave de presa. El cielo parecía afligido, mientras una tormenta se estaba gestando. El tiempo no iba a colaborar, por supuesto. En momentos como éste, pensó Cabrillo, la Madre Naturaleza mostraba un cruel sentido de la ironía.

—Gómez, ¿cuánto te falta?

El aludido asomó la cabeza por el puente de mando.

—Me has pillado con los pantalones bajados, Presidente. Estaba empezando a cambiar una radio cuando Hali llamó. Necesito diez minutos para reparar la otra.

—Tienes cinco.

Linc y Mark aparecieron juntos. Éste último empujaba una carretilla cargada con un oxicorte y otras herramientas, mientras el ex SEAL llevaba sobre el hombro el bote inflable de treinta y seis kilos dentro de su cápsula de plástico duro, al parecer sin el menor esfuerzo. Hali le habría adelantado los detalles, porque iba vestido con chaqueta Carhartt bajo un impermeable y botas con punta de acero.

—¿Qué pasa, Presidente? —preguntó Linc con su voz de bajo.

—Kenin logró que el Shakir volcara. Es posible que necesitemos practicar un agujero en el casco.

—¿Cómo en La aventura del Poseidón?

—Exacto.

A continuación, llegó Eric con el equipo de buceo de Juan. Esta vez, no iba a necesitar un traje seco abultado porque no tendría que bucear a mucha profundidad para acceder al interior del barco. La doctora llegó con una caja de artículos médicos de emergencia. Cargó la caja en el contenedor de material externo del helicóptero, mientras Cabrillo terminaba de vestirse. Apoyó la espalda contra el costado del helicóptero para ponerse las botas de buceo, y después ayudó a Eric a cargar el resto del equipo en el asiento posterior del vehículo. Linc ya había guardado la cápsula debajo del asiento del piloto.

—¿Gómez? —preguntó Juan.

—Un minuto más. Tal vez sea mejor disminuir ahora la velocidad del barco.

—De acuerdo.

Había un intercomunicador montado en la pared del hangar. Cabrillo llamó al puente, y casi de inmediato el sonido del agua que pasaba a través de los tubos de propulsión cambió cuando el barco disminuyó la marcha.

«Max me matará por esto», pensó, sin saber que Hanley había infligido el mismo tipo de castigo al barco cuando estaban persiguiendo al Akula ruso. Por más que Cabrillo considerara infatigable al Oregon, éste tenía sus límites, y estas repentinas activaciones y paradas provocaban estragos en sus rodetes y en los motores que controlaban su suave cabeceo.

—Vámonos —anunció Gómez Adams. Tiró una bolsa de herramientas a uno de los «monos» del hangar (el mote de los hombres que se ocupaban del mantenimiento del helicóptero) y se acomodó en el asiento del piloto. Un zumbido surgió de la turbina cuando accionó el interruptor principal e inició el procedimiento de despegue.

Mientras Juan y Linc subían a bordo, el piloto conectó su casco con las radios del helicóptero y llevó a cabo una verificación de las comunicaciones.

—Max, ¿estás todavía en el centro de operaciones?

—Estoy aquí. Para que luego hablen de despertares bruscos.

Cabrillo se había puesto el casco y habló.

—¿Has visto el vídeo?

—Hali me lo acaba de poner. Ve a buscarla, Juan.

Habrían reaccionado de la misma forma aunque Linda no hubiera estado en el Shakir, pero su presencia conseguía que el rescate fuera especialmente emotivo.

—No te preocupes por eso. ¿Algo en el radar?

—Nada de qué preocuparse.

—Mantén el ojo avizor. Kenin tuvo que utilizar otro barco u otro submarino para hacer eso. Sonar activo mientras nos sigues, y atento a contactos con la superficie. ¿Sabes lo de L’Enfant?

—Hali me ha dicho que esa rata nos vendió.

—Es cierto, pero no reveló que podíamos rastrear el submarino de Kenin y que teníamos la capacidad de hundirlo. No creo que Kenin sepa que tenemos un helicóptero, ni que el Oregon es el barco de su tamaño más veloz del mundo.

—Estás en lo cierto.

—Kenin nos subestimó en una ocasión. Recemos para que vuelva a hacerlo.

—Comprendido. Estaremos ojo avizor.

—Nosotros haremos lo mismo.

La tripulación nunca se deseaba buena suerte mutuamente durante una misión, de modo que Max repitió su anterior petición.

—Tráela de vuelta.

—Recibido.

Juan engarfió los dedos frustrado mientras esperaban a que las temperaturas de la turbina alcanzaran los niveles correctos. Sólo entonces accionó Adams la transmisión, y el rotor empezó a girar, primero como perezoso, y después desapareció en un torbellino de movimiento. En la cola del aparato, en lugar de contar con un segundo rotor más pequeño, el helicóptero expulsaba sus gases de escape a través de ranuras en el tubo de cola para lograr estabilidad giroscópica.

—Max —llamó por radio Adams—, ¿cómo está el viento?

—Ningún problema —contestó Max Hanley.

—Pues vámonos.

Aplicó más potencia, modificó el ángulo de los rotores y empezaron a ascender.

El helicóptero se elevó de la cubierta por sobre la barandilla del castillo de popa, mientras el Oregon se alejaba. Agachó el morro para acelerar un poco, y después se elevó hacia el cielo. Ocasionales gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas mientras alcanzaban los trescientos metros de altitud y continuaban acelerando en dirección sur.

—Te has ocupado tú de los cálculos, ¿verdad? —preguntó Juan.

—Sí. Nos colocaremos sobre el objetivo con el depósito casi agotado si mantenemos una velocidad de ciento treinta nudos —Gómez se volvió para mirar al Presidente un momento—. No quiero ser el Cenizo Negativo del grupo, pero ¿qué haremos si el yate ya no está?

—Realizamos un aterrizaje de emergencia y esperamos al Oregon en el salvavidas, y cuando nos salven, deduciré el precio del helicóptero de tus acciones de la Corporación.

—Te apoyo en las dos primeras medidas, pero la número tres se me antoja injusta.

—Te está tomando el pelo —dijo Linc—. De lo contrario, tendría que asumir el coste de sustituir el Nomad de su propio bolsillo. Eddie me dijo que la ascensión de emergencia fue idea del Presidente.

Juan sonrió, agradecido por la cháchara que les hacía olvidar la situación de Linda.

—A ver qué te parece esto: si hacemos un aterrizaje de emergencia, quedamos empatados.

—Me parece bien.

Linc dedicó casi todo el vuelo a estudiar el mar con unos poderosos prismáticos que ni siquiera sus enormes manos podían abarcar del todo. Espió barcos solitarios que surcaban la costa del Atlántico hasta asegurarse de que no suponían ninguna amenaza. Entonces, algo llamó su atención, y se fijó en ese barco más que en cualquier otro. Por fin, pasó los prismáticos hacia atrás y señaló un punto a unos cuarenta grados de su rumbo.

—Juan, ¿qué deduces de eso?

El Presidente ajustó los prismáticos y miró hacia donde Linc le indicaba. Movió la ruedecilla del foco hasta ver con claridad. Vio la estela de un barco que se estaba ensanchando y alisando en el mar revuelto. Siguió su rastro, pero desapareció antes de que viera al barco formarla. Confuso, volvió a mirar. La estela era una cuña de espuma blanca en la superficie del mar, que culminaba en la nada más absoluta, pero no obstante su extremo continuaba alejándose de ellos.

La imposibilidad de lo que estaba presenciando entorpecía su razonamiento cognitivo, de modo que continuó mirando sin comprender ni aceptar la realidad de lo que sus ojos le transmitían.

A unos treinta metros delante del vértice aplanado de la estela, aparecían ocasionales nubes de espuma blanca, como cuando la proa de un barco corta las olas, pero entre esos dos puntos no había otra cosa que mar abierto.

Juan parpadeó y forzó la vista. No, no era mar abierto, sino una distorsión del aspecto del mar abierto, un facsímil de la naturaleza, no la propia naturaleza. Entonces la realidad se impuso.

—Ciencia ficción. Esos dos no pararán de darme la paliza.

—¿Quieres que me acerque más? —preguntó Adams.

—No. Continúa así. Tal vez no se hayan dado cuenta de que les hemos visto. —Juan devolvió los prismáticos a Linc y conectó la radio—. Max, ¿estás ahí?

—Siempre preparado.

—Pasa a beta-encriptado —ordenó Juan, y Adams cambió al canal encriptado secundario del helicóptero—. ¿Sigues conmigo?

Se produjo un segundo retraso en el resto de su conversación, porque los ordenadores necesitaban más tiempo para descifrar la línea de comunicación segura.

—Sigo aquí.

—No sé si Kenin provocó el volcamiento del yate del emir, pero sé cómo se acercó lo suficiente para activar el arma. Se nos salen los ojos de las órbitas viendo la estela de un barco, sólo que no hay barco.

—Repite.

—Cuentan con alguna especie de camuflaje óptico. El barco que utilizó para hundir al Sakir es…, bien, es invisible.

—¿Estás seguro de que no es una secuela atrasada de la descompresión?

—Linc lo ve, o sea, tampoco lo ve.

—Juan —dijo Linc en tono perentorio, mientras le volvía a pasar los prismáticos—, mira ahora. Deben creer que han salido de la zona de peligro.

Juan vio la estela de nuevo y la siguió hasta su origen. Esta vez, el barco estaba a la vista, y menudo barco. Le recordó el piramidal Sea Shadow de la Marina estadounidense, un barco experimental capaz de eludir el radar con un diseño basado vagamente en el Nighthawk F-117. Este barco estaba pintado de un gris oscuro que se confundía a la perfección con el mar circundante, con costados inclinados y facetados que se encontraban en un pico a unos nueve metros sobre las olas. Al contrario que el Sea Shadow, no era un catamarán, sino un monocasco, con un espejo de popa plano y una larga cubierta que sobresalía por encima de la proa. Su diseño se había centrado más en la estabilidad que en la estética, y se había convertido así en el barco más feo que Juan había visto en su vida.

Calculó que navegaría a quince nudos, y lo más probable era que, si estaba huyendo del escenario del crimen, aquélla fuera su velocidad máxima.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Max Hanley.

En el mar, la conservación de la vida humana tenía prioridad sobre todo lo demás, de eso no cabía la menor duda. No podía ordenar al Oregon que se desviara de su curso e interceptara aquella extraña arma nueva. Y ninguno de sus misiles tenía alcance suficiente para alcanzarla, pero eso no significaba que estuvieran inermes.

—Concédeme unos minutos para calcular los vectores y velocidades relativas. Quiero que estés preparado para lanzar en su persecución a Eddie y MacD a bordo de una lancha inflable semirrígida.

—Esa cosa acaba de hacer volcar a un megayate de noventa metros de eslora. ¿Qué crees que le hará a una diminuta lancha semirrígida?

—Sólo quiero que lo sigan. En cuanto hayamos finalizado el rescate, les seguiremos y nos haremos cargo del resto.

—¿Y la tormenta?

—No hay temporal en este planeta que una semirrígida no pueda sortear.

—Podríamos tardar días en encontrar supervivientes del Sakir —advirtió Max en tono preocupado.

—Nos iremos en cuanto aparezca la Guardia Costera. Llámala por radio, ¿de acuerdo?

—Llevan tres horas de retraso.

—Ésa es tu respuesta. Nos dedicamos a lo nuestro durante tres horas, y después damos paso a los profesionales. Es un buen plan, Max.

—Y peligroso.

—¿No lo son todos? Carga la lancha con bidones de combustible extra, y llamaré cuando estéis cerca de la estela de ese barco furtivo.

—De acuerdo. Pero no pienso enviar a esos chicos sin trajes de supervivencia y rastreadores de GPS de redundancia.

—No creía que lo fueras a hacer.

Juan había facilitado a Max la posición relativa y la velocidad del Oregon, y efectuó los cálculos. Llegarían al Sakir cuando el Oregon estuviera lo más cerca posible del barco, de modo que dijo por radio la hora en que quería que enviaran la semirrígida y les concretó el rumbo relativo de su objetivo.

—Juan —dijo Gómez Adams—, nos estamos acercando a la última posición conocida del Sakir. No nos irían mal unos pares de ojos más para localizarlo.

—De acuerdo… Nos estamos acercando —dijo por radio a Max—. Te volveré a llamar cuando lo hayamos encontrado.

—Recibido. Buena cacería.

—Lo mismo te digo.