MAX Hanley continuaba dando órdenes mientras Eric se ajustaba los auriculares una vez más.
—Mark, quiero que tú y MacD bajéis a la cubierta de embarcaciones, preparados para lanzar una lancha inflable semirrígida en cualquier momento. Eso significa que quiero la puerta exterior abierta y los motores en marcha. —Tecleó en el intercomunicador para hablar con los técnicos de la zona de submarinos—. Soy Max. Preparad el Disco para búsqueda y rescate, y que Little Geek esté preparado también.
El Oregon surcaba el mar a una velocidad casi de lancha de carreras, impulsado no sólo por los motores, sino también por la determinación de Max Hanley de rescatar a sus hombres.
Mark Murphy saltó de su silla cuando vio algo en su consola.
—Max, estoy recibiendo el radiofaro automático del Nomad. Acaba de salir a la superficie.
—¿Encima de los restos?
—Negativo. Ha derivado casi dos millas al norte.
—¿He de alterar el rumbo? —preguntó Eric Stone.
—Negativo —replicó Max al cabo de una pausa—. Llévanos hacia el barco naufragado. Mark, prepárate. Avísame cuando MacD y tú estéis listos para marchar. Disminuiremos la velocidad del barco y os dirigiréis hacia el minisubmarino.
—Estamos en ello.
Salió corriendo del puente mientras Max anunciaba por megafonía que MacD Lawless debía presentarse en la cubierta de embarcaciones.
Cuando estaban a una milla de su destino, Mark Murphy informó de que estaban listos para partir. Max ordenó reducir la velocidad, y cuando lo estimó seguro, les dijo que partieran.
Propulsado por dos enormes motores fueraborda, la lancha inflable semirrígida era un cohete de cabina abierta. Su esbelto casco negro y su dotación de flotadores le permitían sobrevivir en cualquier mar, y podía configurarse para cualquier número de misiones.
La semirrígida cortaba las olas, saltaba y brincaba sobre las más altas, y despedía un abanico de espuma blanca por su popa. No estaba diseñada para deparar comodidad: los dos hombres iban de pie detrás de los controles principales con las rodillas flexionadas, mientras sus cuerpos recibían el embate del oleaje.
Mientras Mark era un cerebrito y ganaba peso con facilidad cuando dejaba de cuidarse, MacD Lawless parecía un modelo de ropa interior, con un físico cincelado y cara de estrella de cine. Era el miembro más reciente de la Corporación, que lo había rescatado de sus secuestradores talibanes en el norte de Pakistán. Había demostrado con creces su valía durante los meses siguientes, y con su cordial encanto de Nueva Orleans y el melodioso acento del sur, se había hecho querer por la tripulación.
Surcaban el Atlántico como una piedra lanzada sobre la superficie de un lago, con la lancha a más de cincuenta nudos de velocidad. Detrás de ellos, el Oregon no era más que un punto, mientras se dirigía a su propia cita. MacD pilotaba la embarcación, en tanto que Mark oficiaba de copiloto utilizando una tableta que mostraba una imagen por satélite de la ubicación del Nomad.
Tardaron unos minutos en llegar al casco a la deriva, que a los dos hombres les pareció un vagón cisterna muy lejos de casa. MacD se acercó al minisubmarino, y Mark saltó con una amarra en la mano para sujetarlos. MacD Lawless no esperó a que terminara para coger una mascarilla, quitarse las Nike y zambullirse en el agua. Mark le vio alejarse con un leve meneo de cabeza, sin comprender por qué Lawless hacía aquello cuando podían acceder al submarino a través de la esclusa de aire.
Suficiente espuma había mojado a Lawless durante su alocada carrera para saber que el agua estaba muy fría, pero no obstante lanzó una exclamación ahogada involuntaria cuando se filtró a través de su ropa. Aspiró una profunda bocanada de aire, se zambulló y nadó hacia la parte delantera del sumergible. Apretó la máscara contra una de las tres portillas. El interior del submarino estaba oscuro como boca de lobo. No era una buena señal.
Golpeó el cristal con el anillo de la Universidad de Luisiana y, al cabo de unos segundos una figura se precipitó hacia el asiento del piloto y una luz se encendió, la cual reveló a Eddie Seng. Tenía un chichón cerca de la sien que empezaba a hincharse como un huevo de paloma. Aferró a toda prisa una hoja de papel de una pila cercana al panel de control y la alzó para que MacD la leyera.
Éste exhaló el aliento cuando vio lo que Eddie había escrito, y subió a la superficie lo más deprisa posible.
—¡Para, Mark! —gritó en cuanto salió a la superficie.
Subió al casco oscilante de un poderoso salto y vio a Mark arrodillado sobre la esclusa de aire, con las manos preparadas para abrirla.
—No la abras.
—¿Por qué?
—Porque está presurizada por completo, y si lo haces no sólo te volará el cráneo la escotilla, sino que convertirá a Mike Trono en una bomba de carne.
Mark Murphy apartó sus manos con cautela de la rueda, y soltó el aire que había contenido hasta aquel momento sin saberlo.
—¿Y Juan?
—Ni idea. Eddie acaba de enseñarme una nota diciendo que Mike está en la esclusa de aire. La presión debe de rondar las doscientos libras por pulgada cuadrada.
—Espera.
Mark saltó a la lancha y agarró otro aparato electrónico que se había llevado del Oregon. Desenrolló un cable del aparato y tendió el extremo a MacD.
—Hay un puerto de comunicaciones justo encima del puerto eléctrico auxiliar. Ambos están cerca del puerto de toma de aire externo. Es inconfundible —dijo con una sonrisa, y dio un empujón en el pecho a MacD que le envió de vuelta al agua.
El joven le miró con el ceño fruncido y se sumergió con el cable en la mano. Reapareció medio minuto después y se puso la máscara sobre la frente.
—Inténtalo.
—Eddie, ¿me oyes? Soy Murph.
—Nunca me había alegrado tanto de oír tu voz —respondió Eddie—. ¿Recibiste el mensaje?
—Sí. ¿Qué está haciendo Mike en la esclusa de aire? ¿Dónde está el Presidente?
—Larga historia. En cuanto al Presidente, continúa en el barco sumergido.
—¿Estaba fuera cuando estallaron los torpedos?
—Cuando el primero no, pero salió a liberarnos justo antes de que estallara el segundo.
—¿Está vivo?
—No lo sé. Escucha, no tenemos tiempo para esto. Mike está agotando sus tanques. Hemos de devolver el submarino al Oregon y conseguirle un poco de trimix para que pueda empezar la descompresión allí.
—De acuerdo. MacD y yo estamos en la lancha semirrígida. El Oregon debería encontrarse ahora sobre el barco sumergido. Te remolcaremos e izaremos a bordo con la grúa.
—Estupendo. Mike y yo hemos estado charlando mediante el código Morse. Ha estado respirando despacio, y calcula que le queda una media hora o así.
—Dile que todo irá bien. Hablaré contigo más tarde.
Mark miró a MacD, y el miembro más reciente de la tripulación supo lo que debía hacer. Se volvió a bajar la máscara sobre los ojos y fue a recuperar el cable.
Un minuto después, remolcaron el Nomad. La lancha estaba diseñada para correr más que para remolcar, pero aun así consiguieron alcanzar los quince nudos arrastrando el desgarbado casco por el agua. Mark había llamado por radio, de modo que cuando se situaron bajo la sombra de sotavento del Oregon, las grúas de proa más poderosas del barco habían empezado a girar y bajado ganchos al agua.
Sacaron el minisubmarino del Atlántico con tanta facilidad como a un niño de la cuna, derramando agua por los costados, que empapó a los dos hombres en la lancha. MacD Lawless condujo la embarcación a la cubierta de embarcaciones, mientras el minisubmarino pasaba por encima de la borda y era trasladado a la bodega de carga principal. En cuanto estuvieron a bordo, Murphy cogió una toalla de un cesto de plástico, se secó la cara y el pelo lo mejor que pudo, y se encaminó hacia la bodega, imaginando que Max se encargaría del rescate del Presidente mientras él se devanaba los sesos para descubrir cómo resolver una cuestión peliaguda y peligrosa. En la «bañera», Max Hanley estaba sujetando dos tanques de trimix al Little Geek con una cincha de nailon.
—Bien —dijo por fin—, prueba.
Un técnico puso en marcha las tres hélices del robot y ajustó los cardanes para asegurarse de que el peso extra que transportaba no les impidiera cumplir su cometido.
—Parece que todo está en orden —comentó Hanley, al tiempo que se ponía en pie—. Échame una mano.
Los dos hombres accionaron una grúa que levantó los ochenta kilos del robot más los tanques de aire y lo hicieron descender con su cordón umbilical a la «bañera». Desapareció de su vista en cuanto soltaron cable, y cayó describiendo un arco que lo impulsó hacia el norte gracias a la Corriente del Golfo. El pequeño robot tendría que luchar contra la corriente durante todo el camino, pero como estaba sujeto con el cable y el barco nodriza le suministraba corriente eléctrica, no surgirían problemas.
El único problema era llegar a tiempo.
Cabrillo no daba crédito al frío que hacía. Se le había ido metiendo dentro de una forma insidiosa, antes de que sus huesos se dieran cuenta. Se había quedado quieto por completo, sin generar el menor calor corporal: ésa había sido la causa. Con el fin de alargar el suministro de aire, había tenido que estar sentado lo más inmóvil posible, pero eso había permitido la entrada de un asesino tan mortífero como la asfixia.
Sus manos temblaban tanto que tuvo que intentar encender la luz de buceo tres veces. Su resplandor logró que la soledad se le antojara algo más tolerable. Al fin y al cabo, los humanos eran animales sociales. Y morir solo era uno de los temores innatos de la especie. Inspeccionó las lecturas de aire. Los diez minutos que se había concedido habían expirado. Estaba respirando un gas tan amorfo que los monitores del tanque no lo leían.
Notaba la sensación. Cada aspiración parecía más tenue, menos sustancial. Por más que intentaba llenar los pulmones, no podía acumular suficiente aire. Una vez más, el pánico se apoderó de su mente, pero lo repelió y trató de seguir respirando de manera regular. Max sólo necesitaba que aguantara un par de minutos.
La luz cayó de sus dedos helados, y tenía tanto frío que los temblores eran incontrolados. Intentó seguir respirando aire que no existía, y ningún truco mental podía negar aquella realidad. Había echado los dados y se había quedado corto. Juan Cabrillo nunca se había imaginado algo semejante. Siempre había supuesto que moriría en un tiroteo. Desde un punto de vista estadístico, tendría que haber muerto hacía años. Pero de todas las cicatrices de bala que su cuerpo presentaba, ninguna estaba en una zona crítica. Era curioso. Sobrevivir a todo eso y morir mientras buceaba.
Quiso reír ante la ironía, pero no había aire suficiente, de modo que compuso una sonrisa enigmática y fue perdiendo la conciencia poco a poco.
—¡Vamos, maldita sea! —vociferó Max—. Ya deberíamos verlo.
Estaba detrás del técnico, y ambos hombres veían las imágenes transmitidas por Little Geek. Hasta el momento sólo veían la llanura yerma del lecho marino. Se hallaban en el punto correcto, pero daba la impresión de que el barco sumergido había desaparecido.
—¿Estás seguro de que nos encontramos en la posición correcta?
—Sí, Max. No lo entiendo.
Las imágenes eran granulosas, mal iluminadas, y con mala resolución, pero inconfundibles, en el sentido de que no se veía ni rastro del viejo dragaminas. Ambos hombres miraron hasta que brotaron lágrimas de sus ojos, intentando distinguir detalles que no existían.
—¡Allí, allí! —gritó Max—. Gira el Little Geek veinte grados a estribor.
El técnico manipuló el joystick mientras unos ciento cuarenta metros más abajo el Little Geek giraba con agilidad.
—¡Ajá! —gritó Max. Alrededor del robot había un campo de restos que se extendía hasta más allá del perímetro de las luces. Se habían desviado unos metros, pero en aquel tipo de trabajo podían significar la diferencia entre el éxito y el fracaso—. Juan tiene que estar por ahí.
—¿No nadará hacia la luz?
—Si puede. No sabemos en qué estado se encuentra.
El pequeño vehículo fue rodeando los restos del naufragio, y esta vez fue el técnico quien vio un débil resplandor brotar de detrás de una vieja caldera. Guió el robot alrededor de los restos, y la luz reveló al Presidente derrumbado contra la caldera, las manos apoyadas con las palmas hacia arriba, al lado de su luz de navegación caída en el suelo. Tenía la cabeza derrumbada sobre el hombro, en la postura antinatural de los muertos. No emergían burbujas de su regulador.
—No —susurró Max, y después lo repitió en voz más baja todavía. La tercera vez apenas emitió un sonido—. No.
No podía aceptar lo que estaba viendo. No podía creer que Juan hubiera muerto. Que había fallado a su mejor amigo.
—¡No! —gritó esta vez.
Pasó la mano por encima del hombro del técnico, agarró el joystick que controlaba los movimientos del Little Geek y lo utilizó para lanzar el ROV hacia el Presidente a la velocidad máxima de sus motores.
En lugar de caer a causa del impacto, el cuerpo de Cabrillo se enderezó. La cabeza se levantó de los hombros, y un brazo se alzó para asir el microsubmarino.
El técnico lanzó una exclamación ahogada.
—¿Estaba dormido?
—A juzgar por las escasas burbujas que salen del regulador, creo que se desmayó.
Max no pudo reprimir la sonrisa pintada en su cara.
Juan Cabrillo había estado soñando con su difunta esposa, que murió en un accidente de automóvil mientras él participaba en una misión de la CIA. En el fondo de su corazón sabía que su soledad la había impulsado a la bebida. El nivel de alcohol en su sangre aquella noche duplicaba el límite legal. Daba igual que hubiera salido con amigos. No habían impedido que se pusiera al volante. Su muerte era culpa de él. Punto. Y cuando estaba especialmente deprimido, ese recuerdo atormentaba sus sueños.
Se despertó sobresaltado cuando una luz cegadora le deslumbró. Un momento después recordó el apuro en que se hallaba, pero su cerebro ansioso de aire tardó unos segundos más en comprender lo que sucedía. Era el Little Geek. Eso era la fuente de la luz. Extendió la mano hacia el pequeño vehículo y palpó los tanques extras que Max había sujetado al robot, como las alforjas de una mula. Incluso las había colocado de modo que sus alimentadores de aire umbilicales estuvieran a mano.
Juan no había respirado desde hacía casi un minuto, y su visión se estaba reduciendo a un punto central rodeado de gris, pero todavía poseía suficiente capacidad mental para desenganchar el cable de aire conectado a su casco y sustituirlo por el del depósito nuevo. Transcurrieron quince segundos y no pasó nada, todavía no recibía aire. Entonces, por algún motivo, el Little Geek se precipitó de nuevo contra él.
Max estaba intentando decirle algo. ¿Qué era? No lo sabía, y sólo deseaba volver a dormir. Su cabeza cayó, y por tercera vez el robot chocó contra su pecho. Efectuó una pirueta, de modo que el tanque de trimix quedó justo delante de él.
La válvula. Juan extendió una mano y abrió la válvula. Con un silbido portador de vida, su casco se llenó de aire respirable, e inhaló una bocanada tan profunda que, por un momento, tuvo la impresión de que sus pulmones iban a estallar. Su confusión empezó a desvanecerse cuando su cerebro hambriento de oxígeno se reinicializó. Respiró hondo diez, veinte veces, aturdido por la sensación, más agradecido que nunca. Hizo la señal de OK de los buceadores a la cámara montada debajo de las luces. En respuesta, el Little Geek giró trescientos sesenta grados, como un alegre cachorrillo que se persiguiera el rabo.
El robot se aposentó sobre el suelo a su lado como si esperara unas caricias. Fue entonces cuando Juan vio el bulto que Max había sujetado a la parte superior del ROV. Lo abrió y rezó una silenciosa oración de gracias. Max pensaba en todo. Sus manos estaban entumecidas hasta el punto de resultarle inútiles, y apenas fue capaz de guiar un dedo a través de la anilla de activación de una bengala de magnesio, pero lo consiguió.
La luz era de un blanco cegador, y le habría quemado las retinas de haberla mirado, pero había vuelto la cabeza. No le importaba la luz que arrojaba la bengala, sino el calor que comunicaba al agua. Notó la diferencia pasados tan sólo unos segundos. En la bolsa también habían embutido compresas calientes. Rompió los sellos para activarlas y se las apretó entre los muslos y debajo de los brazos. Colocó otras entre su traje estanco y el compensador de flotabilidad, justo sobre el corazón.
Se concedió diez minutos para recuperarse. Cuando se sintió preparado para marchar, el Discovery 1000 de cúpula acrílica con Eric Stone a los controles se había reunido con él. Eric y el Little Geek le acompañaron durante la larga y entumecedora ascensión, flotando cerca durante sus paradas de descompresión, que duraban horas. Pese al frío y al agotamiento, se lo tomó con calma. Sabía que probablemente debería dormir en el angosto tanque de descompresión del Oregon con Mike, pero sólo estaba dispuesto a sacrificar una noche.
Casi toda la tripulación se encontraba alrededor de la «bañera» cuando salió por fin del mar, y fue saludado con una ovación cerrada, gritos y hurras. Max parecía especialmente satisfecho de sí mismo, y hasta la doctora sonrió pese a la preocupación profesional que la embargaba por su bienestar.
Le ayudaron a salir del agua, y los operarios le despojaron de su equipo en un tiempo récord.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Julia Huxley, abriéndose paso a codazos hacia él—. ¿Algún síntoma?
—Tengo frío —tartamudeó con los dientes castañeándole—. Tengo hambre, y necesito un cuarto de baño con extrema urgencia. —Se volvió hacia Max Hanley, quien estaba detrás de Julia—. Nunca dudé de ti.
—¿Por qué ibas a hacerlo? —replicó Max, la viva imagen de la despreocupación—. Nunca te he decepcionado.
—Gracias.
—Me debes una.
—Basta ya de complicidad masculina —interrumpió la doctora—. Juan, vas a ir a descompresión con Mike para que pueda controlaros, por si aparecen síntomas del síndrome de descompresión.
—¿Eddie y él están bien?
—Eddie sufre una posible conmoción cerebral, y Mike se encuentra bien. Se trata tan sólo de una precaución.
—¿Guardó la muestra de aquel armazón, o todo esto no ha servido de nada?
—No lo sé —contestó Julia Huxley, mientras detrás de ella Max exhibía la muestra con un gesto de mago.
—¡Ta-chán! Mark ya le ha echado un vistazo y dice que no tiene ni idea de qué es.
Juan cogió la varilla de treinta centímetros de largo mientras lo conducían a la cámara de descompresión, situada en la zona de sumergibles. Su textura era rugosa, pero no se parecía a nada que hubiera tocado antes. Si tuviera que describir su textura con una sola palabra, sería «alienígena».
Se la devolvió a Max.
—Consígueme algunas respuestas.
—Mark y Eric estarán levantados toda la noche trabajando con esto, te lo garantizo. Ahora métete en tu sarcófago con Mike, y diré a la cocina que os envíen algo de comer. Debería ser interesante ver a Maurice atravesar una esclusa de aire con guantes blancos.
Juan atravesó la pesada puerta de la primera sección de la cámara de acero, que constaba de dos, y se sentó en el banco de acolchado delgado. Aumentarían la presión del aire hasta la mitad de la que Mike y él habían soportado en el fondo, y después ya podría entrar en la segunda cámara, donde su compañero de inmersión esperaba. Las instalaciones eran primitivas y desnudas, como algo salido de una película de adiestramiento de la Marina de la década de 1960, pero por su bien a Juan no le importaba someterse a aquel tedio.
Los oídos se le destaparon cuando aumentó la presión en la cámara, mientras repasaba todo lo ocurrido durante las últimas horas, y llegaba a la conclusión de que había sido la evasión más afortunada de su vida.