16

EL pánico mata a los buceadores. Ésa había sido la primera lección del malhumorado instructor de submarinismo cuando Juan Cabrillo se había sacado el certificado de buceador en su adolescencia. También era la última. El pánico mata a los buceadores.

Mike, Eddie y él tenían entre seis y ocho minutos para escapar. Tiempo de sobra. No era necesario ser presa del pánico.

Cabrillo metió la cámara en la bolsa de buceo sujeta a la cintura, lanzó una última mirada al notable aparato de Tesla, y se dirigió hacia la escalera.

—Mike, ¿vas camino del Nomad? —preguntó Cabrillo, molesto porque el helio le hiciera hablar como una niña pequeña.

—Sí. Tengo una muestra del armazón.

—Bien. Eddie, tendremos que embutirnos en la esclusa de aire. Una vez dentro, ascenso de emergencia.

—Recibido. Ascenso de emergencia en cuanto Mike y tú estéis a bordo.

«Eso me costará caro», pensó Juan.

En un ascenso de emergencia, el casco cilíndrico del sumergible se desconectaba del resto del barco, todos los motores, las baterías y el equipo auxiliar. El compartimiento de la tripulación ascendería a la superficie como un tapón de corcho, lo cual les alejaría del alcance de disparo, pero también significaba que componentes del sumergible valorados en un millón de dólares quedarían abandonados.

Cabrillo calculó mal mientras subía por la escalera y golpeó el tanque de trimix contra un mamparo. No fue un golpe muy fuerte, pero para el viejo barco abandonado fue un puñetazo mortal. Agarraderas metálicas, debilitadas por décadas de inmersión, se desprendieron, y las paredes que rodeaban la escalera se derrumbaron en una lenta pirueta de destrucción. El agua se llenó de una nube de partículas oxidadas impenetrable que convirtió la luz de las lámparas de Cabrillo en un tenue resplandor color ladrillo.

Consiguió alejarse de lo peor del derrumbamiento, y se salvó de ser partido por la mitad por la avalancha de planchas de acero.

Su acción descuidada habría podido causar una reacción en cadena, porque oyó más estruendos mientras el viejo barco intentaba encontrar un nuevo equilibrio.

Permaneció aovillado como una bola hasta que todo se calmó. Un fragmento de acero había aterrizado sobre su espalda. Sus tanques le habían protegido, pero cuando intentó empujarlo comprendió que, o bien era más pesado de lo que el impacto indicaba, o había quedado encajado.

—¿Presidente? ¿Estás ahí? ¿Juan?

—Te oigo, Mike. Podría estar en apuros.

—¿Qué ha pasado?

—Una pared se derrumbó cuando la golpeé. Estoy en una escalera y puede que haya quedado atrapado.

—Voy.

—Negativo. Ve al Nomad. Ya me las arreglaré.

—Tenemos cinco minutos.

Cabrillo efectuó veloces cálculos mentales.

—De acuerdo. Te concedo tres. Si no puedes llegar hasta donde estoy, sal a toda leche de aquí.

Eddie Seng había estado controlando a los buceadores y sabía lo que debía hacer. Aceleró el Nomad y lo hizo girar hasta quedar de cara al barco. Se acercó más y conectó los brazos manipuladores del puesto del copiloto. Vio a Mike, que intentaba quitarse el tanque para abrirse paso entre el armazón que rodeaba el barco, y habló por radio con él.

—Espera, Mike. Tengo una idea mejor.

Con mano diestra sobre los controles del impulsor, con el fin de que el Nomad opusiera resistencia a la corriente, Eddie asió una de las barras metálicas con una mano manipuladora y la soltó. Retrocedió para dejar que Mike atravesara el hueco agrandado.

Mike nadó sobre la cubierta de popa y llegó a la puerta por la que Cabrillo había entrado minutos antes. Partículas de herrumbre surgían del interior del barco como humo de un edificio en llamas. Sólo se despejaron cuando la corriente se las llevó, una vez más como humo en el viento.

Tanteó como un ciego a lo largo del pasillo, y pensó que no podría hacer gran cosa hasta que la visibilidad mejorara.

—La escalera está en la cuarta puerta a la derecha —dijo Juan como si le leyera la mente.

Mike contó las puertas, y cuando su luz iluminó la correcta, vio el pozo abierto que había sido la escalera. Los peldaños se habían derrumbado, y planchas de acero se habían desprendido de la estructura interna. Comprendió que los remaches que las sujetaban se habían soltado, lo cual había provocado que las planchas cayeran.

La herrumbre se estaba moviendo, y vio la pierna de Cabrillo que sobresalía de los restos una cubierta más abajo. La pierna se movió cuando el Presidente intentó soltarse, pero cada empujón hacia arriba encajaba más la maraña de chatarra.

—Espera —dijo Mike.

—No pienso moverme —contestó Cabrillo.

Mike Trono descendió, con cuidado de no rasgarse los guantes, y empezó a mover las planchas. Las secciones no eran grandes, pero era como el viejo juego de palitos chinos. No quería que lo que estaba haciendo provocara más derrumbes. Atacó la pila con reprimido frenesí, pues quería trabajar más deprisa, pero sabía que tenía que ser precavido. Al mismo tiempo, sabía que Juan Cabrillo le ordenaría largarse de un momento a otro.

Apartó a un lado suficientes mamparos para que el Presidente intentara liberarse por última vez.

—Te toca a ti.

Juan Cabrillo hizo acopio de energía, la canalizó y empujó con todas sus fuerzas. Los esfuerzos de Mike habían logrado que la plancha que le mantenía inmovilizado se removiera y rozara contra las demás, pero no cedió. Juan dio otro empujón y logró por fin liberarse de la pila. Mike le tendió la mano para que conservara el equilibrio.

—Te debo una —dijo Juan en tono solemne, pero el helio disminuyó la seriedad del momento—. Salgamos de aquí.

Los dos hombres volvieron nadando a la cubierta principal y siguieron el pasillo. Salieron de la superestructura a tiempo de ver que Eddie había utilizado los manipuladores para destrozar más armazón, y tenía el sumergible prácticamente aparcado sobre la cubierta.

Mike fue el primero en llegar a la esclusa de aire y abrir la cerradura de rueda. El espacio era angosto (una cabina telefónica, en realidad), y Juan Cabrillo y él necesitarían quedarse un rato. Se habían sumergido a suficiente profundidad para necesitar casi dos horas de descompresión. El estrecho espacio haría las veces de cámara de descompresión en cuanto llegaran a la superficie, pero necesitarían la energía eléctrica del Oregon porque habían abandonado las baterías del Nomad.

Alejarse de los restos del naufragio era sólo la primera parte de su odisea. Si no se conectaban a tiempo con el Oregon, ambos buceadores agotarían sus reservas de trimix, y el Nomad carecía de suministro interior de gas. Para empeorar las cosas, Juan y Mike tendrían que someterse a descompresión antes de que Eddie pudiera abandonar el sumergible a través de la esclusa de aire.

Mike Trono atravesó la escotilla y desapareció en su interior. El Presidente esperó un momento, para dejar que su compañero se acomodara, y después entró en la esclusa de aire. Tenía los pies apoyados sobre los tanques de Mike, y su cabeza se encontraba todavía fuera del submarino cuando sintió una vibración en el agua. Supo al instante lo que era y se agachó en el último segundo.

Consiguió cerrar la escotilla, pero no asegurarla por completo, cuando el torpedo alcanzó al viejo dragaminas cerca de la proa. Casi cuatrocientos cincuenta kilos de explosivos detonaron en una onda expansiva de energía que atravesó el agua y golpeó al minisubmarino, que se estrelló contra los restos del armazón metálico. El acero se desgarró y chirrió. La superestructura del barco se desprendió y derrumbó al mismo tiempo.

Dentro de la esclusa de aire, el Presidente y Mike Trono estaban tan apretujados que ninguno de los dos sufrió el menor daño, pero se quedaron bastante desorientados cuando el submarino dio varias volteretas. No obstante, incluso antes de que se estabilizaran, Juan Cabrillo ya estaba trabajando para cerrar la escotilla. En su cabeza todavía resonaba la fuerza contundente de la explosión, y sentía las manos muy pesadas, pero consiguió girar la rueda para quedar encerrados en la estrecha cámara.

—Eddie, ascenso de emergencia.

Eddie Seng ya había visto la luz indicadora en la cabina, la cual le reveló que la escotilla estaba cerrada herméticamente. Pulsó el botón en el mismo momento en que la voz del Presidente se oyó por la radio. El Nomad se desgajó con un sonido metálico sordo de su armazón inferior y empezó una enloquecida ascensión hacia la superficie. Pero no lo consiguió. Se había elevado apenas sesenta centímetros cuando se enredó con la antena de radio suelta del viejo dragaminas y una red de pesca vieja y podrida.

Juan Cabrillo sabía que debería sentir la ascensión acelerada del casco cilíndrico desde las profundidades, como cuando estás en un ascensor de alta velocidad. Pero eso no estaba sucediendo. Se habían desprendido del pesado trineo, pero no subían.

Una diferencia de unos treinta segundos separaría ambos torpedos, y reaccionó sin pensarlo dos veces.

—Cierra la escotilla cuando salga —dijo a Mike Trono, y abrió la esclusa de aire.

Cabrillo salió lanzado del minisubmarino, mientras utilizaba la luz para ver con qué se habían enredado, el motivo de que no ascendieran. Vio que la antena había caído sobre el casco del sumergible, pero no era lo bastante grande para impedir la subida. Era la masa entrelazada de redes de pesca lo que los tenía atrapados.

Su cuchillo de buceo de titanio estaba afilado como una navaja, y la fuerza ascensional de la cabina del sumergible mantenía las cuerdas tensas. Las atacó como un ninja armado con una espada de samurái, cortando las cuerdas como un demente. El minisubmarino ascendió apenas, mientras más cuerdas iban desapareciendo. Cabrillo no cejaba en su empeño. El agua se llenó de diminutos fragmentos de sisal viejo y un remolino de vegetación marina desprendida.

Entonces, de repente, como sabía que sucedería, el sumergible se liberó de la red y desapareció hacia arriba en un abrir y cerrar de ojos.

Cabrillo no perdió tiempo en mirarlo. Nadó hacia el otro lado del barco naufragado, descendió hasta el fondo y se alejó lo máximo posible de los restos. Tuvo que hundir las manos en el limo para impedir que la corriente se lo llevara.

El segundo torpedo se hundió en el lecho marino a escasa distancia de su blanco. Como estaba protegido por el casco del barco y se encontraba tendido sobre el fondo, la onda de presión pasó sobre él, pero aún le alcanzó lo suficiente para que el aire escapara de sus pulmones en una espiración explosiva que casi abrió su casco de buceo.

Pensó que había sobrevivido a lo peor cuando llegó una segunda onda de presión, y esta vez le desprendió del fondo y le lanzó dando tumbos. La corriente se apoderó de él de inmediato, y pronto se encontró rebotando sobre el fondo a una velocidad constante de cuatro nudos.

Si existía alguna posibilidad de que le rescataran, tenía que quedarse cerca de los restos. Era el único lugar lógico donde Max le buscaría. Si se alejaba mucho, la corriente le impediría regresar. No tenía en ningún lugar cercano suficiente aire para ascender a la superficie utilizando paradas de descompresión. Y un ascenso sin realizar esta maniobra provocaría el mal de presión. Sus articulaciones se constreñirían cuando el nitrógeno presente en los tejidos se disolviera, y moriría en una agonía inimaginable.

Consiguió adoptar la posición de nadar. Sabía que no podía combatir contra la corriente, de manera que ni siquiera lo intentó. Como alguien atrapado en aguas revueltas, nadó en ángulo a la corriente, en lugar de oponerle resistencia, desviando así en parte la fuerza bruta del agua que llegaba en su dirección. Estaba seguro de que la corriente ya le había alejado hacia el norte del barco, pero tenía alguna probabilidad de encontrar los restos de las redes que seguían al barco como la cola del traje de la novia.

Sus piernas empezaron a dolerle. No quiso pensar en la posibilidad de que el segundo torpedo hubiera cortado de cuajo las redes que atrapaban los restos del naufragio. Nadó con determinación, contra una corriente a la que no podía derrotar, agotando su provisión de trimix a una velocidad prodigiosa. Combatió el creciente dolor de los músculos agarrotados llenos de ácido láctico, y gimió en voz alta dentro del casco. Su respiración torturada era el sonido de la desesperación.

De modo que iba a morir así, arrastrándose sobre el fondo, con el presentimiento de que la red se hallaba lejos de su campo visual y la sensación de que, si conseguía avanzar unos cuantos segundos más, la alcanzaría.

Y entonces la vio, ondeando en la corriente como los tentáculos de una medusa gigantesca. También vio que se estaba acercando al extremo de la masa de redes entrelazadas. Sólo tenía que nadar unos cinco metros, pero la red no mediría más de tres metros, y tenía que aferrarse a ella antes de que la corriente se lo llevara. Si fallaba, la única opción era la muerte.

Cabrillo redobló sus esfuerzos. Pataleó con los pies, sin conseguir nada significativo. Utilizó los brazos de forma que sus manos enguantadas formaran palas perfectas que le impulsaban contra la Corriente del Golfo. Ajustó un poco el ángulo y se obligó a combatir contra la corriente con más energía, a sabiendas de que podía fracasar.

Extendió la mano. Centímetros. Era todo cuanto necesitaba. Emitió un rugido cuando las puntas de sus dedos rozaron la vieja red en su mismo extremo. Lucharon por aferrarse, pero la red estaba cubierta de fango marino, resbaladizo como la grasa.

Por fin, aferró la penúltima abertura de la red, pero la cuerda podrida se le quedó en la mano. Asió el último fragmento de cuerda y rezó, porque ya no podía continuar nadando. La red podría soportar el peso extra de su cuerpo cuando se aferrara, o no, en cuyo caso estaría perdido.

Dejó de patalear, y la vieja red de pesca soportó su peso. Se izó para poder aferrarla con ambos brazos y obligó a su respiración a calmarse, y la adrenalina empezó a abandonar su torrente sanguíneo. Permaneció así, jadeante, consciente de que se hallaba todavía en una situación precaria, pero incapaz de encontrar fuerzas para moverse. La red estaba flotando, ondulaba con suavidad en la corriente, pero cuando sintió una repentina sacudida supo que algo iba mal. Cogió su linterna e iluminó la red. La lámpara reveló que se estaba rompiendo. Su peso era demasiado para las viejas cuerdas de sisal podridas.

Empezó a trepar por la red contra la corriente, con la cabeza gacha y los hombros y brazos haciendo todo el trabajo.

La red se sacudió de nuevo cuando más fragmentos se desprendieron. Recordó que había subido por redes de carga cuando se entrenaba en las instalaciones de la CIA como parte de una carrera de obstáculos, pero no era nada comparado con esto. La presión de la corriente contra su cuerpo y el voluminoso equipo disminuía la gravedad contra la que había luchado hasta entonces. Y al contrario que en aquellas sesiones de entrenamiento, no podía utilizar los pies porque las aletas le entorpecerían, y no podía permitirse los segundos que tardaría en quitárselas.

La red se desprendió por completo cuando llegó a una sección todavía estable. La corriente absorbió el fragmento desgajado bajo sus pies. Se aferró a su cinturón, y durante unos momentos tironeó de él con la fuerza y la tenacidad de un perro de presa. Estaba a punto de soltarse cuando la red desapareció bajo él.

Sin permitirse tiempo para recuperarse, continuó subiendo por la red, desesperado por llegar a la seguridad de los restos destrozados del barco. Era una ascensión de sesenta metros. En cuanto notó que la red era segura, se quitó las aletas, las sujetó a su arnés y dejó que sus pies absorbieran la tensión de los brazos unos segundos.

Se concedió tres minutos de descanso antes de continuar adelante, aunque ahora eran sus piernas las encargadas de la ascensión y se dio bastante prisa.

El dragaminas era irreconocible como barco. El resplandor de la lámpara del casco y de la luz de buceo reveló que había sido reducido a fragmentos por el primer torpedo ruso, y montones de sus restos habían quedado enterrados bajo una capa de arena levantada por el segundo. Pedazos de planchas del casco sembraban el lecho marino. Identificó parte de la chimenea del barco sólo debido a su singular forma de tubo de estufa. No vio señales del armazón con el que Tesla había envuelto la nave, ni de la extraña máquina que había descubierto en la bodega del barco.

Era un milagro que la red hubiera continuado sujeta a la escasa parte de la superestructura que había sobrevivido a la explosión. Descubrió un rincón al abrigo de una caldera destrozada y se acomodó en el fondo, por fin capaz de tomarse un merecido descanso.

Como el sumergible hacía las veces de repetidor de sus comunicaciones, sabía que era inútil intentar ponerse en contacto con el Oregon. La distancia hasta la superficie era demasiado grande para su equipo, pero el principal problema residía en que la sección del casco del minisubmarino quedaba sorda y muda en cuanto se separaba del trineo de propulsión.

Apagó la luz del casco para conservar la batería. Estaba atrapado en el fondo del mar, tan incapaz de alterar su situación como un astronauta aislado de su cápsula espacial. No podía hacer nada, salvo confiar en que su tripulación le salvaría. Su fe en ellos era ilimitada, pero los rescates se toman su tiempo. Antes tendrían que recuperar el sumergible, y sólo entonces descubriría Max que seguía allí abajo. A continuación, tendrían que organizar el equipo de rescate y enviar el Little Geek o el Discovery 1000, el segundo minisubmarino que llevaba el Oregon, más pequeño. Todo ello llevaría tiempo.

El inmenso océano le aplastaba, un hombre solo sentado en el lecho marino entre los restos oxidados del sueño de un hombre muerto, un solitario destello de luz en una oscuridad estigia tan inmensa como el cosmos. Juan Cabrillo sintió que el frío empezaba a calarle los huesos y echó por fin un vistazo a su provisión de trimix, asintió con semblante sombrío y apagó su luz de buceo para que la negrura se apretujara contra su traje estanco.

Le quedaban diez minutos de vida.