EL aullido de la alarma fue seguido por destellos estroboscópicos rojos cuando los sistemas automáticos del Oregon adoptaron el modo de combate. Una sensual voz femenina se oyó por el intercomunicador.
—Toda la tripulación a sus puestos de combate. Toda la tripulación a sus puestos de combate.
—Informen —ordenó Max Hanley desde la silla de mando.
Mark Murphy estaba sentado en su puesto habitual, hacia la parte delantera de la sala, donde su trabajo principal consistía en supervisar el armamento del buque. Aquella mañana había venido a ver en los monitores la sesión de buceo.
—Un segundo. —Tecleó furiosamente, y sus esqueléticos dedos se movieron con el virtuosismo de un concertista de piano—. Oh, maldición.
—¿Qué pasa?
—El sonar pasivo detectó el sonido de un submarino que abrió dos de las puertas exteriores del casco.
—¿Distancia y rumbo?
—Siete mil metros a estribor.
—¿De quién es?
—Voy a ello. —La Marina de Estados Unidos contaba con una base de datos de ruidos identificables procedentes de casi cualquier submarino del mundo, con el fin de poder identificar barcos individuales en situaciones de combate. Mark había trabajado con uno de los especialistas en datos que actualizaba las listas y era un gran experto en informática—. Es un ruso de clase Akula. Casco número uno cinco-cuatro. Se estará acercando con sigilo, porque no hay ruidos de máquinas ni de la tripulación.
Max echó un vistazo a la pantalla de radar. No había barcos a veinte millas a la redonda del Oregon. Eso significaba que no había otros objetivos si las intenciones del submarino eran hostiles. Se le erizó el vello de la nuca.
—Presidente, tenemos un submarino ruso inmóvil a unas cuatro millas y media a estribor. Acaba de abrir dos tubos de torpedos.
—Largaos de ahí —ordenó Juan.
—¡Proyectil disparado! —chilló Mark—. Torpedo en el agua.
Tardarían tan sólo unos segundos en calcular la trayectoria del torpedo, pero todos los hombres que escuchaban supieron instintivamente que era una trayectoria en dirección al Oregon. La única pregunta real consistía en si eran ellos el objetivo o disparaban contra el barco naufragado.
Max no era un estratega como Juan. Era un tipo poco complicado que dejaba la planificación para los demás, de modo que se ciñó a la última orden del Presidente.
—Timonel, a toda máquina, velocidad de flanco.
La inercia de dieciocho mil toneladas de acero inmovilizadas en la superficie del mar era una fuerza enorme en sí misma, pero era pan comido para los motores magnetohidrodinámicos. Las criobombas giraban y pasaban a ser infrasónicas, mientras bombeaban nitrógeno líquido alrededor de los magnetos que arrancaban electrones libres del agua, propulsados a través de los tubos de impulsión. Una cremosa explosión de espuma estalló en el castillo de popa del Oregon, y al cabo de diez segundos de la orden de Max el antiguo carguero se puso en movimiento.
Haberse puesto en marcha también significaba que al cabo de pocos segundos se encontrarían fuera del limitado alcance de su radio para comunicarse con los buceadores o con Eddie en el sumergible.
—Max, justo antes de que dieras la orden oí que lanzaban un segundo torpedo —le dijo Mark. Con el barco en marcha, los sensores pasivos estaban sordos a todo, salvo a los ruidos que producía el propio Oregon, el chirrido de los motores y el silbido del agua contra el casco.
—Juan, ¿has oído eso?
—Un segundo torpedo. —Cabrillo no vaciló antes de dar la orden. Las radios submarinas no estaban encriptadas, de modo que el capitán ruso sabía que había gente en los restos del naufragio. Lo que había hecho era un asesinato premeditado a sangre fría—. Húndelos.
Sólo quedaban unos siete minutos para el impacto. El Oregon estaría a salvo lejos del alcance del sonar de los torpedos, pero el barco naufragado era un blanco fácil.
—Dalo por hecho. Mark, vamos a decirle a ese tipo que se ha equivocado de pareja de baile. Utiliza el sonar activo, máximo alcance, y sigue utilizándolo hasta que yo te diga basta.
Mark Murphy le dedicó una sonrisa maligna y disparó pulsos electromagnéticos de sonido. Los ecos mostraron que el Akula aún no había empezado a intentar escapar.
—Sigue inmóvil, y sus torpedos avanzan a mucha profundidad.
—Está esperando a ver si su pez alcanza al barco naufragado. Craso error, amigo mío —dijo Max—. Tendrías que haberte largado en el momento en que disparaste. Claro, no podías saber que estábamos a la escucha, ni que podemos localizarte.
Eric Stone entró corriendo en el centro de operaciones y ocupó el asiento del timonel, al lado de Murphy. A excepción del Presidente, el joven Stone era el mejor timonel de a bordo, y sería capaz de pasar el Oregon por el ojo de una aguja en caso necesario.
—Eric, demos media vuelta para ponerlo al alcance de nuestros torpedos. —El Akula podía lanzar un disparo tan relativamente largo porque su objetivo estaba inmóvil, pero alcanzar a un objetivo en movimiento exigía menos distancia—. Vamos a preparar nuestros pececillos.
—Recibido. Parece que el sonar los ha despertado. El Akula ha empezado a moverse. La plataforma continental desciende a unas veinte millas de aquí, y en cuanto pase por encima se hundirá como una piedra y lo perderemos sin remedio.
El Oregon empezó a describir un largo arco en persecución del submarino ruso fugitivo, y con su velocidad superior existían pocas probabilidades de que su objetivo escapara.
—Tubos uno y dos listos —anunció Mark momentos después—. Las puertas exteriores continúan cerradas. Y, sólo para refrescarte la memoria, hemos de reducir la velocidad a veinte nudos para que se abran, de lo contrario, podríamos dañar los torpedos.
—Entendido —replicó Max.
Redujeron el alcance a seis mil metros, y Max Hanley continuó la persecución. Habían transcurrido cinco minutos desde que se habían disparado los primeros proyectiles. Los torpedos alcanzarían el barco naufragado dentro de dos más. Max necesitaba concluir la operación a toda prisa si quería volver a su puesto y coordinar cualquier operación de rescate necesaria.
—¡Contacto! —gritó Mark—. ¡Nos ha disparado! Se acerca un torpedo.
—Timonel, toda atrás. Velocidad, veinte nudos. Wepps, abre esas puertas cuando puedas y dispara. Eric, en cuanto el torpedo haya salido, aumenta a treinta nudos.
A aquella velocidad, se desplazarían más o menos igual de rápido que su propia arma. Los dos hombres no entendían la estrategia de Max, pero de todos modos cumplieron sus órdenes.
El barco se estremeció cuando los impulsores se ralentizaron, los vasos repiquetearon sobre la mesa y los tripulantes se vieron obligados a sujetarse a algo sólido debido a la enorme desaceleración.
—Veinte nudos —gritó Eric.
—Disparen.
Mark pulsó la tecla para disparar su torpedo y accionó el botón de cerrar las puertas.
Eric Stone le estaba mirando y ralentizó los motores una vez más. El barco se estremeció de nuevo, como si toda aquella energía estuviera tratando de destrozarlo.
—Lo siento, amigo —masculló Max Hanley, y palmeó el apoyabrazos de su asiento. Después habló en voz alta—. Preparen autodestrucción de nuestro torpedo en cuanto llegue a la altura del pez ruso.
—Ah —dijo Mark cuando comprendió sus intenciones.
Como todavía estaban ametrallando el mar con pulsaciones de sonar activo, podían seguir la trayectoria de ambos torpedos en tiempo real, al contrario que los rusos, que no enviaban pulsaciones, sino que confiaban en la escucha pasiva para descubrir a su presa.
En una esquina de la pantalla principal, Max Hanley desplegó una «foto» del sonar realzada por ordenador del mar que tenían delante. Entre ellos y el Akula, los dos torpedos iban lanzados el uno contra el otro a una velocidad combinada de casi noventa nudos.
—Timonel, preparado para disminuir la velocidad de nuevo en vistas a otro disparo. La explosión comprometerá su capacidad de escucharnos. Cuando estallen, varía el rumbo cinco grados, para que no tengan suerte si lanzan un disparo a ciegas.
Los dos torpedos corrían el uno contra el otro con absurdo abandono, y se encontrarían a menos de media milla de la proa del Oregon. Unos segundos más. La mano de Mark Murphy flotaba sobre el botón de autodestrucción, con los ojos clavados en la pantalla. Si esto no funcionaba, les quedaría poco tiempo para maniobras de evasión.
—¡Ahora! —gritaron Max, Eric y Mark al mismo tiempo.
Eric Stone se dispuso a cambiar de rumbo, mientras delante del barco una bola de agua salía lanzada seis metros en el aire.
Los iconos de ambos torpedos desaparecieron de la pantalla, sustituidos por una nube brumosa de ecos acústicos distorsionados.
—Timonel, reduce la velocidad a veinte nudos. Wepps, dispara a placer.
Momentos después, el Oregon lanzó su segundo torpedo, y estaban tan cerca que el Akula no iba a disponer de la menor posibilidad. Estaba navegando muy cerca del fondo, escatimando en lo posible el funcionamiento de sus máquinas con la esperanza de llegar al borde de la plataforma continental. La cacofonía de sonidos mecánicos que el Oregon estaba arrojando al mar saturaría las pantallas del Akula si intentaba activarse.
Todos lo vieron al mismo tiempo. En la pantalla del sonar vieron que su torpedo seguía la estela del Akula cuando el submarino se detuvo de repente.
Max Hanley fue el más rápido en reaccionar.
—¡Wepps, autodestrucción!
Mark apartó la vista del monitor y tecleó la orden apropiada. El torpedo volaba a tal profundidad que la superficie ni siquiera se movió cuando estalló a menos de quinientos metros de su objetivo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Eric.
—Ha topado con algo, una especie de montículo, una roca, lo que sea —especuló Max—. Reduce la potencia de los motores para poder escuchar en pasivo.
—¿Por qué has detonado nuestro torpedo?
—Porque cuando encuentren el submarino, si se produce tal evento, los investigadores llegarán a la conclusión, muy acertada, de que fue un accidente. No será necesario publicitar que les estaban persiguiendo cuando cayeron en picado contra el lecho marino.
Cuando el barco hubo reducido la velocidad lo suficiente para desplegar los sensibles micrófonos, el Akula estaba silencioso como una tumba.
Max se levantó.
—Timonel, volvamos sin pérdida de tiempo al barco naufragado. —Echó un vistazo al rayado Timex de pulsera—. Sus torpedos debieron estallar hace ocho minutos. El Presidente y los demás están viviendo de prestado.
No se permitió pensar en la situación, más probable, de que todos estuvieran muertos.