—ERES la viva imagen del aburrimiento —dijo Max, al tiempo que salía del ascensor situado en la parte trasera del centro de operaciones.
Cabrillo dejó su taza de café en el posavasos practicado en la Silla Kirk, la plataforma central de mando situada en mitad del espacio de techo bajo rebosante de aparatos electrónicos. En la pantalla principal se proyectaba un vídeo borroso procedente de una sonda que exploraba el fondo del Atlántico a casi noventa metros de profundidad. Era difícil observar los detalles, mientras el sumergible no tripulado paseaba sus cámaras sobre el casco de un barco no identificado.
—Has dado en el clavo —replicó—. Veintidós restos de naufragios estudiados y veintidós fracasos consecutivos.
—Pero ¿qué estamos buscando? —preguntó Max, mientras cruzaba la sala con un plato de comida en la mano. Se sentó al lado de Cabrillo—. Tacos de pescado, por cierto. Salsa pico de gallo recién preparada, pero el chef ha escondido dentro un chile fantasma, de modo que ten cuidado.
—Gracias. Me muero de hambre. —Cabrillo comió medio taco de un solo bocado, y consiguió no mancharse la camisa cuando la tortilla se rompió inevitablemente—. Lo que estamos viendo, si mis cinco días de experiencia me han enseñado algo, es un palangrero de Boston que se hundió en 1960 o así.
—¿No es nuestro objetivo?
—Ni siquiera se acerca. ¿Sabes cuántos barcos naufragados hay en aguas de la Costa Este?
—Unos tres mil quinientos —contestó Max—. Y la mayoría están apretujados entre Richmond, Virginia y Cape Cod. Menos de una cuarta parte ha sido identificada. Lo cual es como buscar una aguja en un montón de pajares.
—Para nada exageras.
Durante los días transcurridos desde que Cabrillo había regresado al barco después de su desastroso encuentro con Wesley Tennyson, el Oregon se había dedicado a peinar el fondo marino con un sonar de barrido lateral en busca del misterioso dragaminas que, según el profesor, Nikola Tesla había modificado. Murph y Stone habían calculado los parámetros de búsqueda, a los que habían superpuesto una cuadrícula de naufragios acaecidos en la región. Ésa era la buena noticia. Como la pesca era abundante en aquellas aguas, todos los obstáculos del fondo, como rocas, afloramientos y barcos hundidos estaban marcados con claridad, aunque pocas veces identificados con un nombre.
Eso les dejaba con cuarenta posibles candidatos que explorar con su vehículo operado a distancia, llamado Little Geek por un vehículo de aspecto similar que aparecía en la película Abyss. Podían descartar fácilmente barcos con casco de madera y formaciones rocosas naturales a base de verificar primero cada objetivo con un magnetómetro, el cual detectaba la presencia de metales. En cuanto identificaban un barco con casco de acero, llegaba el laborioso proceso de bajar el robot del tamaño de una maleta a través de una especie de piscina en el casco del barco, a la que llamaban «bañera», hasta el fondo marino, e inspeccionar visualmente cada resto. La identificación era más difícil porque las redes desprendidas de los arrastreros que surcaban los mares estaban enredadas en los pecios. Redes que no sólo ocultaban los restos, sino que propiciaban que un vehículo operado por control remoto quedara atrapado.
Juan Cabrillo apretó un botón del brazo de su silla de mando.
—Cabrillo a operador de Little Geek. Esto es un desastre, Eric. Recupéralo y vamos a por nuestro objetivo número veintitrés.
—Recibido, Presidente.
—Timonel, en cuanto el robot esté a bordo, pon rumbo ocho-cinco a veinte nudos. —No era ni con mucho la velocidad máxima del barco, pero con las aguas tan transitadas no quería revelar el verdadero potencial del Oregon. De hecho, veinte nudos parecía fuera del alcance de un montón de chatarra oxidada como aquél, pero todo formaba parte de su trabajado engaño—. El siguiente objetivo en potencia se encuentra a veinte millas de distancia.
Cabrillo se frotó los ojos.
—No puedo creer que Dirk Pitt se ganara la vida así. Menudo aburrimiento.
—Estilos diferentes —replicó Max—. Y tú y yo sabemos que no hay mucho aburrimiento en el historial profesional de ese hombre.
—Por cierto, ¿cómo es posible que el emir no se esté desgañitando a protestar porque no estamos con él para protegerle?
—Tuvimos un golpe de suerte. Está practicando rafting con un príncipe saudí y unos multimillonarios de las telecomunicaciones mexicanos, si puedes llamar rafting a tres megayates sujetos entre sí. Linda me ha dicho que se hacen la competencia a la hora de organizar cenas de lujo. Me dice que cada uno de ellos ha mandado enviar chefs y manjares a Hamilton en helicóptero. Buscó en Google uno de los vinos y comprobó que lo habían subastado hace cuatro años por diez de los grandes.
—¿La caja?
—La botella. Y los tres y sus núbiles invitadas se bebieron ocho para cenar.
Max enarcó una ceja.
—¿«Núbiles»?
—El adjetivo es mío. La descripción de Linda fue menos amable. Creo que hasta llegó a utilizar la frase «mujeres de mala vida».
Max Hanley lanzó una risita.
—No hay muchas mujeres que puedan darle celos en el apartado belleza.
—Bien, va acompañada de seis de ellas, y no le hace demasiada gracia. Dice que nos quedan dos días hasta que interrumpan su pequeña fiesta y el emir ponga rumbo a las Bermudas. Si mañana a esta hora no hemos encontrado el barco naufragado, daremos por finalizada la búsqueda, dejaremos a nuestro estimado amigo en una de las islas más seguras del mundo durante dos semanas, y después volveremos aquí para seguir buscando.
—¿Qué crees que encontraremos?
—No tengo ni idea, pero si le interesa a Pytor Kenin, no puede ser bueno.
La voz de Eric Stone se oyó por los altavoces empotrados en el techo.
—Little Geek de vuelta a bordo, y puertas de la quilla cerradas.
—Timonel —dijo Cabrillo.
—Estamos en ello, Presidente.
Éste desvió la pantalla principal a las cámaras del puente y la expandió, para gozar de una vista casi panorámica del mar. Las aguas estaban encrespadas y plomizas bajo el cielo gris, y a lo lejos se divisaban cortinas de lluvia. Vio las siluetas de dos barcos en el horizonte, uno en dirección norte y el otro al sur. Cuando el Oregon aumentó la velocidad dejó de dar bandazos, y el constante cabeceo que había padecido mientras flotaba sobre el pecio desapareció.
Devoró el segundo taco y lanzó una repentina exclamación ahogada. Su cara se tiñó de púrpura y empezó a jadear.
—¿Chile fantasma? —preguntó amable Max.
—Sí —logró articular Cabrillo, mientras brotaban lágrimas de sus ojos.
—Detesto ser yo quien te lo diga —continuó Max Hanley, al tiempo que apoyaba una mano sobre el hombro de Cabrillo, que intentaba aspirar aire por encima de su torturada lengua—, pero esto es el desquite por haber añadido sal y pimienta a tu pastel de carne de anoche. El chef dijo que estaba sazonado a la perfección, y que si quieres tu comida más especiada, será un placer para él complacerte. Que disfrutes.
Salió del centro de operaciones, dejando al Presidente incapaz de replicar.
Una hora después, se encontraban sobre el punto donde las cartas marinas indicaban un obstáculo en el lecho del mar. Bajaron el sonar de arrastre lateral, un aparato que descendía hasta casi tocar el lecho marino, y tomaron fotos de su entorno. El obstáculo, ya fuera artificial o natural, estaba exactamente donde indicaban las cartas marinas, pero la cartografía del lecho del mar no era la misión primaria, secundaria, ni siquiera terciaria del Oregon. Como resultado, su unidad de sonar no estaba a la altura de organizaciones como la NOAA o la NUMA, y tardaban bastante en localizar el objetivo. En este caso, dedicaron una hora a recorrer líneas al norte y al sur sobre una franja de mar, como alguien que cortara el césped los fines de semana. Era el tedioso ir y venir lo que ponía a prueba la paciencia de Cabrillo.
Por fin, después de su segunda hora de búsqueda infructuosa, la pantalla mostró un objeto que empezó a reflejar ondas de sonar en la antena acústica.
Juan experimentó el chute inicial de adrenalina que siente cualquier cazador a la primera señal de la presa. Se convirtió en amarga decepción cuando el sonar reflejó un objeto de al menos noventa metros de largo, con una forma tan extraña que sólo podía ser un afloramiento de piedra en la plataforma continental, por lo demás yerma.
Otro fracaso, pensó. Conectó el intercomunicador.
—Eric, parafraseando a Charlie Brown en Halloween, tenemos una roca. Sigue adelante y deja desplegado el trineo, nuestro próximo objetivo se halla a sólo cinco millas de distancia.
El cable del sonar remolcado era mucho más grueso que el umbilical del robot Little Geek, de modo que podían dejarlo en el agua mientras se deslizaban hasta la siguiente marca de la cuadrícula, pero tendrían que mantener la velocidad por debajo de quince nudos para no tensarlo en exceso.
—De acuerdo.
—Timonel, el siguiente objetivo se encuentra a cinco millas en dos diecinueve.
—Siguiendo rumbo dos diecinueve a quince nudos.
Mark Murphy salió del ascensor con una camiseta en apariencia manchada de sangre, con las palabras «ESTOY BIEN» escritas sobre el pecho. El joven genio de la técnica tenía el rostro sepultado en su iPad mientras andaba.
—Ya era hora —dijo Juan Cabrillo—. Tenías que haberme informado hace diez minutos.
—Ambos sabemos que tú no ibas a abandonar el centro de comunicaciones hasta que identificaras este último objetivo, de modo que me sintonicé con comunicaciones y aparecí cuando diste las órdenes.
Juan frunció el ceño, porque no le gustaba que descubrieran sus propósitos con tanta facilidad.
—Muy bien. Te concedo ésta. Por tanto, ya sabes que la antena está desplegada todavía.
—Hola. Comunicaciones sintonizada. Lo sabía.
—Hoy estás un poco torcido.
—Lo siento, jefe. Me han pedido que evalúe como experto un artículo escrito por un amigo de la Universidad de Berkeley, y todas sus conclusiones son erróneas, y por más que intento ayudarle a comprender sus equivocaciones, no lo pilla.
—¿No le gusta que le den lecciones?
Murph sonrió.
—A nadie le gusta.
Juan pasó el resto del día dedicado al papeleo, cenó con Eddie Seng y Franklin Lincoln, y vio una película en su camarote antes de volver al trabajo. Analizaron cinco objetivos más durante el turno de Mark y, como todos los demás anteriores, no era el barco de Tesla.
Les quedaba un día más antes de dirigirse hacia el sur, a las Bermudas. Desde un punto de vista general, una interrupción de dos semanas para proteger al emir no era gran cosa, pero Juan sentía que el espectro del tiempo se cernía sobre él. Kenin estaba cubriendo sus huellas, primero en Kazajistán, y de nuevo con el profesor Tennyson. Era lógico concluir que intentaría destruir el barco experimental de Tesla, si conocía su paradero, y estaba seguro de que el almirante ruso lo conocía.
No era de extrañar que su sueño fuera inquieto.
El timbre del teléfono de la mesita de noche le despertó.
—Hola —murmuró. Carraspeó y probó de nuevo—. Hola. Soy Cabrillo.
—Presidente, soy Eric.
—Sí, Stone. ¿Qué tienes?
—Creo que lo hemos encontrado.
Juan Cabrillo se dio cuenta de que eran las cinco de la mañana. Una pálida luz solar se filtraba a través de las cortinas corridas sobre las portillas.
—¿A qué hora habéis empezado esta mañana? —preguntó mientras bajaba los pies de la cama.
—Hemos trabajado toda la noche. Buscamos a tal profundidad que tuvimos que encender las luces alógenas del robot, y el tráfico de barcos ha sido escaso.
—¿Dónde estamos?
—Objetivo treinta y dos.
Sabía que eso les ubicaba a veinte millas al este de Ocean City, Maryland. Casi el centro exacto de la cuadrícula de búsqueda que Eric y Murph habían trazado.
—Bien calculado —dijo.
Eric Stone sabía a qué se refería Cabrillo.
—La verdad sea dicha, no hay que ser una lumbrera, pero gracias.
—¿Tienes imágenes?
Sujetaba el teléfono con el hombro, mientras se ajustaba el calcetín de la pierna artificial sobre el muñón.
—El Little Geek está ahí abajo ahora, y parece que es un buque de guerra pequeño, de la década de 1930, con algunas modificaciones extrañas. Da la impresión de que construyeron un armazón sobre toda la cubierta, que se alza por encima de la superestructura y el puente.
—¿En qué estado se encuentra el pecio?
—Está bastante erguido en el fondo. Se ha derrumbado en parte, pero, en conjunto, está en mejor estado de lo que cabía esperar. El único problema es que tiene un par de redes enganchadas encima, así que no quiero que Little Greek se acerque demasiado por si se enreda el umbilical.
—Vale. Avisa a la «bañera» de que voy a bajar, y despierta a Mike Trono.
Trono era el blanco de muchos chistes en el Oregon porque era el único exmiembro de la Fuerza Aérea de una tripulación dominada por veteranos de la Marina. Había sido paracaidista, uno de los encargados de saltar tras las líneas enemigas para salvar a pilotos derribados, y se forjó su reputación primero en Kosovo y después en Irak. También era el único buceador, además del Presidente, capacitado para bucear con gas trimix, que necesitarían para llegar a la profundidad del dragaminas.
—¿Vas a bucear?
—No puedo poner en peligro el Little Geek, pero sí a mí. También me llevo a Eddie. Le quiero con nosotros ahí abajo en el Nomad.
Cabrillo colgó el teléfono, se puso la ropa del día anterior y entró en el cuarto de baño para lavarse un poco.
El mayor espacio a bordo del Oregon, aparte de la bodega principal, era el área subacuática, donde guardaban los dos sumergibles, y la «bañera», desde donde los lanzaban abriendo dos grandes compuertas practicadas en el casco del barco. Estaba iluminado con potentes focos cuya luz se reflejaba en el agua negra que chapoteaba en el hueco del tamaño de una piscina. Un equipo estaba trabajando en el Nomad 1000, el más grande de los dos minisubmarinos y el único equipado con esclusa de aire. El Nomad parecía un rombo blanco con tres pequeñas portillas orientadas hacia delante, encajadas en un armazón de depósitos de lastre, propulsores, baterías y un par de brazos mecánicos de aspecto horrible equipados con pinzas de retroalimentación, capaces de recoger las más delicadas gorgonáceas o abrir en canal una hoja de acero. El mini podía albergar a seis personas, y podía bajar hasta trescientos metros. El submarino Discovery, más pequeño, era un coche deportivo comparado con su primo, similar a una furgoneta de reparto, y podía sumergirse a aquella profundidad, pero Cabrillo quería la esclusa de aire como contingencia si algo salía mal. Mike y él entrarían en la cámara y se someterían a descompresión en el interior si tenían que efectuar una rápida ascensión. El pesimismo nato de Cabrillo era lo que le convertía en un excelente planificador de contingencias. A Mike siempre le gustaba burlarse de él por sus planes C, D y E, y si bien muchos de ellos eran demenciales, habían salvado más operaciones de las que Max Hanley admitiría jamás.
En una esquina de la cavernosa sala, los ingenieros preparaban el equipo de buceo más innovador del inventario del Oregon. Cuanto más peligroso el entorno, más equipo necesita el hombre para sobrevivir. Dejad a alguien en una isla tropical, y necesitará poco más que un faldellín de plumas. El lugar al que se dirigía Cabrillo era tan inhóspito para la vida humana como el vacío del espacio exterior. Como la presión iba en aumento por debajo de los ciento veinte metros, el nitrógeno que compone la inmensa mayoría del aire inunda la sangre y provoca narcosis de nitrógeno, o borrachera de las profundidades. Era una sensación de euforia debilitadora que convertía en imposibles las tareas más sencillas. Para contrarrestar esto, casi todo el nitrógeno del aire que Cabrillo y Trono respirarían sería sustituido por helio indisoluble. La mezcla se llamaba trimix porque contenía un poco de nitrógeno para impedir otro problema debilitador llamado síndrome nervioso de alta presión.
Además de eso, llevarían pequeños cilindros de argón para inflar sus trajes de neopreno. El argón conducía el calor con mucha más lentitud que el helio o el aire normal, y la temperatura del fondo era inferior a cuatro grados, de modo que la hipotermia siempre constituía un problema. En total, cada hombre cargaría con más de setenta kilos de equipo.
—Buenos días, Juan —saludó Mike Trono. Tendría unos treinta y cinco años, era delgado y tenía el cabello castaño ralo y pincho—. No he tenido la ocasión de preguntarlo, pero ¿te gustó Vermont?
Trono había nacido en el estado de la Montaña Verde.
—Bonito, pero las carreteras son atroces.
—Ah, baches y placas de hielo… Eso sí que no lo echo de menos.
—¿Estás preparado para esto?
—¿Bromeas? Vivo para explorar barcos naufragados. Pasé mis últimas vacaciones explorando el Andrea Doria.
—Eso está bien. ¿Kurt Austin estaba al frente de la expedición?
—Sí. Era la segunda vez que bajaba.
Una nueva voz, de refinado acento inglés, se entrometió.
—Hay demasiadas personalidades de tipo A a bordo de este buque.
—Hola, Maurice.
Juan saludó al camarero jefe del Oregon.
Daba igual que pasaran tan sólo unos minutos de las cinco de la mañana, o que la noticia del descubrimiento hubiera llegado hacía menos de quince minutos, el jubilado de la Royal Navy iba vestido con tanta elegancia como siempre, con pantalones negros de raya perfecta, camisa blanca de cuello abotonado y zapatos tan lustrados que avergonzarían a un guardia de honor de la Infantería de Marina.
Llevaba una servilleta blanca sobre un brazo y cargaba con una bandeja de plata tapada. Dejó sobre la mesa una jarra de café y levantó la tapa. El olor tentador a huevos revueltos y salchichas de desayuno repelió el olor salobre del mar que impregnaba el área de la «bañera».
Después de desayunar, ambos hombres se desnudaron y se pusieron ropa interior y calcetines de buceo térmicos, y a continuación los trajes estancos Ursuit Cordura FZ, los cuales sólo dejaban la cara al descubierto, que se cubrirían con cascos de buceo equipados con sistema de comunicaciones. Un modulador de voz informatizado neutralizaría algunos de los efectos de respirar helio, pero aun así las voces de los hombres sonarían como la voz de contralto de Mickey Mouse.
Mientras se estaban vistiendo, Eddie había llevado a cabo sus comprobaciones previas a la inmersión, y el sumergible Nomad fue bajado al agua. Tanques de trimix adicionales fueron sujetos a puntos del casco, de tal modo que los dos buceadores no necesitarían utilizar los suyos hasta que estuvieran en el fondo.
—¿Cómo lo ves? —preguntó Cabrillo a Mike.
—Me alegro de acompañarte.
El Presidente le hizo el gesto universal de OK para buceadores, apretando el índice contra el pulgar, y se puso el casco. Mike le imitó. Los dos inhalaron aire a modo de prueba y llevaron a cabo los ajustes necesarios.
—Y muy buenos días al Gremio de la Piruleta —dijo Max Hanley desde su puesto en el centro de operaciones.
—Muy gracioso —replicó Juan Cabrillo, pero su irritación pasó desapercibida debido a su voz cómica.
—Sólo para vuestro conocimiento, la previsión meteorológica indica viento suave y un mar bastante calmado. Pero no olvidéis que tenéis una corriente de cinco nudos al sur del fondo. Si os descuidáis, os arrastrará.
—Recibido —dijeron los dos hombres al mismo tiempo.
—¿Preparado, conductor de autobús? —preguntó Cabrillo a Eddie Seng.
—Di la palabra.
—Vámonos.
Juan y Mike intercambiaron otra señal de OK y se lanzaron sin más preámbulos al frío abrazo del Atlántico. Inflaron enseguida sus trajes y ajustaron su flotabilidad para planear como medusas justo debajo de la superficie. Encontraron asideros a lo largo del costado del Nomad y cambiaron sus alimentadores de aire a los depósitos acoplados al casco.
—Vamos.
—Sujétate bien. Liberad el Nomad. —Una pausa—. Nos hemos soltado.
Hubo un estallido de burbujas alrededor del sumergible cuando Eddie purgó sus depósitos, y el minisumergible de nueve metros inició su descenso hacia el fondo marino y lo que ocultara el dragaminas naufragado.
Cabrillo sintió la presión que se estaba formando alrededor de su traje, y calculó que sería de unos noventa kilos por pulgada cuadrada cuando llegara a los restos. No paraba de inyectar argón para impedir que el material le aplastara. La baja temperatura no significaba un problema en aquel momento, pero a la larga empezaría a filtrarse a través de las capas protectoras y le robaría calor, primero de su piel y después de su interior.
A medida que descendían, el agua gris azulada de la aurora viró a un azul oscuro, y por fin a un negro profundo. No tenían la impresión de moverse mientras descendían, salvo por la corriente que arrojaba las aguas tropicales del Caribe a la Costa Este y a Europa del Norte.
Cabrillo mantenía una constante vigilancia de su equipo, comprobaba las válvulas, así como la hora, la profundidad y otros detalles en el ordenador de buceo. También se comunicaba con Max y Eddie a intervalos regulares, y mantenía confirmación visual de que su compañero de inmersión se encontraba bien. El descuido es peligroso en cualquier lugar. En una inmersión, es letal.
—Fondo a quince metros —anunció Eddie—. Voy a encender las luces.
Por potentes que fueran, las lámparas de xenón montadas en la parte delantera del submarino eran capaces de arrojar una corona de luz a sólo seis metros. Mostraban que el océano estaba lleno de nieve, diminutas partículas de materia orgánica que llovían sin cesar desde la superficie, sólo que era mucho peor debido a la corriente. Cabrillo había experimentado este fenómeno en muchas ocasiones, pero en este viaje era como intentar ver a través de una ventisca.
—La visibilidad es fatal —se quejó Mike.
—Repítelo —dijo por radio Max.
—No hay visibilidad —pronunció despacio Cabrillo.
—Recibido.
—Estamos a quince metros del barco —anunció Eddie—. Lo tengo en el lidar. Mide unos veinticuatro metros de eslora, pero arrastra sus buenos sesenta metros de redes de pesca viejas enredadas alrededor del casco.
Una salva de sedimentos estalló alrededor del casco cuando Eddie aceleró demasiado los motores del sumergible.
—Uf. Lo siento.
El aparato salió de la nube de arena que parecía arrastrar la Corriente del Golfo. Cabrillo vio por primera vez el barco con sus propios ojos. El viejo buque de la Marina parecía tan embrujado y melancólico como cualquier barco naufragado que había visto, y con las redes podridas ondulando en la corriente, semejaba un viejo castillo envuelto en telarañas. Sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal, pero no tenía nada que ver con la temperatura.
El barco era una embarcación esbelta, con una superestructura bien proporcionada y una sola chimenea situada a popa de la sección media. No tenía nombre, pero bajo la escarcha acumulada de vegetación marina se veía pintado el número 821 al lado de uno de los escobenes por el que pasaba la cadena del ancla principal. Daba la impresión de que estaba firmemente aposentado. No había planchas del casco aplastadas, pero la superestructura mostraba señales de degradación, pues partes de algunas cubiertas se habían derrumbado después de casi setenta y cinco años de ataque corrosivo del mar.
—¿Podéis conectar las cámaras de los cascos para que veamos algo? —preguntó Max.
Juan Cabrillo encendió su cámara y sus luces, al tiempo que Mike Trono hacía lo mismo.
Cuando se acercaron más, percibieron otros detalles, y Juan distinguió el extraño armazón construido alrededor del casco del que Eric Stone había hablado. El entramado metálico daba la impresión de extenderse justo por debajo de la línea de flotación, y cubría todo el barco, con lo que era en esencia una jaula con aberturas de unos sesenta centímetros cuadrados. Les iba a resultar difícil abrirse paso a través del armazón y explorar el barco.
La estructura era muy extraña, y no tenían ni idea de cuál podía ser su propósito. Mientras el resto del barco estaba cubierto de herrumbre e invadido de vegetación marina, el armazón brillaba, y ni un solo organismo había intentado convertirlo en su hogar. No crecían almejas, como las colonias que infestaban la cubierta del buque, ni estrellas de mar adheridas, ni siquiera un pólipo de coral extraviado. Era como si los seres marinos evitaran el andamio metálico.
—Mike —llamó Juan Cabrillo—, toma una muestra de ese armazón. Prioridad uno.
—Recibido. Quieres una muestra de ese armazón —repitió Trono para que no hubiera confusiones.
Eddie depositó el Nomad sobre el lecho marino, a unos tres metros de los restos. Cabrillo y Trono conectaron sus tanques de trimix, y esperaron un minuto para asegurarse de que contaban con flujo de aire regulado, y después se alejaron del minisubmarino.
Eddie les había situado de tal forma que el casco del Nomad bloqueaba lo peor de la brutal corriente, y resultó fácil nadar sobre los restos del pecio. Mientras Mike atacaba uno de los miembros del armazón con una sierra provista de dientes de diamante, Cabrillo consiguió deslizarse a través de una de las aberturas cuadradas, quitándose primero uno de los tanques y pasándolo después por el hueco. En cuanto tuvo colocado de nuevo el tanque, nadó sobre la cubierta de popa, donde el barco había desplegado y reparado minas en sus tiempos. Ahora que se hallaba sin la protección del Nomad, mantenía una mano apoyada sobre el barco en todo momento. El armazón impediría que la corriente se lo llevara del barco, pero si se estrellaba contra el entramado, en caso de resbalar, podía dañar el equipo o romperse algún hueso.
Llegó a una puerta que conducía al interior del dragaminas. Antes de hacer nada, la golpeó con el extremo metálico de su luz de buceo manual para probar la fuerza del metal. Cerca del borde de la puerta, ésta se descascarillaba un poco, pero su integridad parecía buena.
—Voy a entrar —anunció.
—Recibido —dijo Max. El procedimiento habitual habría sido que Mike se apostara ante la puerta por si surgían problemas, pero el acompañante del Presidente se encontraba tan sólo a unos segundos de distancia.
El pasadizo era normal, con puertas que daban a derecha e izquierda. Cada habitación estaba sumida en la negrura más absoluta hasta que Cabrillo paseaba su luz por las paredes. Daba la impresión de que habían despojado al barco de todos sus elementos, como parte del proceso de convertirlo en chatarra. No había muebles en ninguna habitación, y a juzgar por las tuberías dedujo que habían eliminado retretes y lavabos.
Llegó a una escalera y su luz captó un repentino movimiento que le hizo retroceder. Un pez plateado, no tenía ni idea de a qué especie pertenecía, pasó a toda velocidad ante él en un remolino de aletas y cola.
—¿Qué ha pasado? —preguntó un preocupado Max Hanley. La movida imagen del vídeo no habría podido plasmar lo que tanto había sobresaltado a Cabrillo.
—Sólo un pez.
Por lo general, Juan Cabrillo habría aprovechado la ocasión para gastarle una broma, pero comunicar humor con un falsete inducido por el helio era casi imposible.
Supuso que el equipo instalado por Tesla en el barco estaría en una cubierta inferior antes que en una de arriba, cerca del puente. Bajó nadando la escalera, muy empinada, y llegó a una sala en la que habían almacenado las minas. En lugar de estar vacía como esperaba, casi todo el compartimiento estaba ocupado por una extraña máquina. Tomó varias fotos con su cámara de alta resolución.
—¿Qué estoy viendo? —preguntó Max frustrado, debido a la escasa calidad del vídeo pese al coste de la cámara.
—Una máquina —contestó Juan—. Nunca había visto algo semejante.
Era un armatoste cuadrado, con cables que salían de diversas partes en un remolino de lazos mareante. Seres marinos habían atacado partes de la máquina, mientras otras, al igual que el armazón que rodeaba el barco, estaban intactas. Gruesos cables brotaban de la parte superior de la máquina y atravesaban el techo, probablemente conectados con el armazón. Detrás del armatoste había una dinamo eléctrica con rollos de cobre expuestos, convertidos en una ruina gris verdosa. No vio pruebas de lo que, según el profesor Tennyson, sucedía en aquella sala, y tampoco lo esperaba.
Y si bien no era ingeniero, estaba lo bastante versado en tecnología para saber que estaba viendo algo nuevo por completo. Que aquello era obra de Tesla no cabía duda, pero ¿cuál era su propósito? ¿Camuflaje óptico? ¿Teleportación? ¿Rayo de la muerte? Todo eran rumores, pero aquel trasto había asustado a la gente lo suficiente para enterrarlo en una tumba de agua. También observó pruebas de que alguien había explorado aquel barco, porque daba la impresión de que faltaban piezas de la máquina.
Fue en aquel momento cuando cayó en la cuenta de que su mente se estaba desviando de los aspectos técnicos del buceo, al oír una alarma estridente en el comunicador. Procedía del Oregon.
—¿Max? —Transcurrieron segundos y no hubo respuesta—. ¡Max! —gritó con su voz alterada por el helio.