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CUANDO el mástil surgió del mar como la aleta de un tiburón, apenas surcó el agua y no dejó el menor rastro de fósforo oceánico revuelto, ninguna presencia salvo una diminuta señal luminosa indetectable hasta para los observadores más avezados. Leviatán se hacía visible, pero permanecía oculto en el reino de las aguas.

A doce metros bajo aquel delgado tallo metálico se hallaba una de las armas más destructivas jamás inventadas por el hombre. Akula, o tiburón, un submarino ruso de ataque rápido, era un verdadero depredador del mar. Medía más que un campo de fútbol de longitud y desplazaba sumergido unas doce mil toneladas. El cazador/asesino poseía múltiples tubos para torpedos, lanzacohetes y una serie de sonares capaces de detectar el menor sonido a enormes distancias. Su tripulación consistía en setenta y tres hombres al mando del capitán Anton Patronov.

Patronov tenía el pelo y la piel tan claros que casi parecía albino, y con la nariz respingona que semejaba los cañones dobles de una escopeta, su aspecto era porcino. Tenía los labios muy gruesos, y orejas de soplillo de sus días de boxeador en la antigua academia naval soviética. No era particularmente alto, pero sí contaba con una espalda ancha que ascendía hasta una cabeza de bala con el pelo rapado casi al cero. Compensaba su carencia de atractivo masculino con su capacidad y su crueldad sin límites. Había rechazado ascensos en dos ocasiones para quedarse en el mar, y como hacía muchos años había sido el capitán de submarinos más joven en la historia de la Rusia moderna, tenía más experiencia en submarinos que cualquier otro oficial de la Marina.

Patronov acababa de salir de su camarote de tamaño cubículo, cuando una luz parpadeó en el comunicador. Por megafonía se oyó un mensaje.

—Capitán, vaya a la sala de comunicaciones. Transmisión confidencial.

—Apártense —gruñó, mientras se dirigía hacia la popa, a la sala de radio. Su voz era grave y rasposa, con una oscura inflexión que exigía respeto instantáneo. Marineros y oficiales por igual se apretaron contra las paredes de la estrecha escalerilla para dejarle pasar.

La sala de radio era un angosto espacio más adecuado para aparatos electrónicos que para hombres. No obstante, dos jóvenes técnicos estaban embutidos en la habitación, uno con auriculares alrededor del cuello, y el otro sentado lo más lejos que permitía el espacio, encargado de traducir la transmisión.

—Teníamos un Ohio en pantalla —dijo Patronov cuando entró en el espacio—. Díganme que esto es más importante.

El Akula había estado siguiendo a un submarino de clase Ohio, una de las patas de la tríada defensiva estadounidense de disuasión nuclear, cuando les ordenaron por ultra baja frecuencia que ascendieran a la superficie para una descarga de datos inmediata.

—Está cifrado —dijo el encargado de la radio sin mirar al capitán. Extendió el delgado papel sobre el hombro con la esperanza de que se lo arrebatara, y se olvidara así de que era culpable de dar por finalizada la persecución del submarino.

—Maldición. —Patronov se apoderó de la hoja de papel para ver el mensaje cifrado y volvió a jurar—. Kenin. No ha parado de fastidiarme desde la academia.

—¿Señor?

Era evidente por su tono que el joven operador de radio no esperaba tal falta de respeto de su capitán hacia el almirante que se hallaba al frente de la flota.

—Relájese, Pavel. Cuando llegue el momento de que le cosan los galones de capitán en las hombreras, me maldecirá peor que yo al almirante.

—Sí, señor. Quiero decir, no, señor. Quiero decir…

El joven operador tuvo la prudencia de dejar de hablar y mantuvo la mirada fija en su equipo. El segundo operador se volvió en su silla.

—¿Volvemos a perseguir a los norteamericanos?

Patronov le dirigió una mirada que obligó al operador a dar media vuelta y fijar la vista también en los aparatos.

—Nos llevó una semana de búsqueda la primera vez —dijo mientras salía de la habitación—. Es probable que tarde lo mismo en descifrar el maldito mensaje.

Tardó casi una hora en descifrar la misiva de una página. Como se trataba de un comunicado privado entre los dos hombres y no una orden oficial, tuvo que utilizar un libro de códigos privado que Kenin sólo entregaba a sus seguidores más leales. Patronov sabía que tal libro se hallaba en posesión del capitán Sergei Karpov, quien se encontraba ahora a bordo de un barco lanzamisiles de clase Typhoon, con un complemento de veinte misiles balísticos intercontinentales equipados con cabezas nucleares. Patronov conocía bien a Sergei, y sabía que si Kenin ordenaba un lanzamiento secreto, Karpov apretaría el botón cuanto antes.

Para ser sincero, admitió Patronov, él también.

Con China en camino de convertirse en líder mundial, y Estados Unidos sin ejercer su papel de superpotencia, se estaba abriendo un vacío que un hombre como el almirante Kenin podría aprovechar. El dragón y el águila acabarían enfrentados de una forma u otra, pero sería el oso quien saldría victorioso.

Patronov releyó el mensaje descifrado antes de oprimir el botón de comunicaciones de su escritorio que le conectaba con el puente.

—Orden de emergencia. Segundo de a bordo a camarote del capitán. Timonel, siga rumbo dos tres-cinco. El rumbo se corregirá más tarde, después de revisar los datos del radar. Velocidad máxima. El submarino norteamericano ya no es un objetivo. Repito, el norteamericano ya no es un objetivo.

Siete segundos después, el segundo de a bordo llamó con los nudillos al camarote de Patronov.

—Entre.

Paulus Renko atravesó la puerta y se quedó tieso como un palo hasta que el capitán le indicó con un gesto que tomara asiento. En lo tocante al físico, el joven era todo lo contrario de Patronov. Era tan atractivo como un modelo de cartel de reclutamiento, a escasos milímetros de la estatura máxima permitida en un submarino, con una constitución de esgrimista, espalda ancha y cintura y caderas estrechas.

Patronov le miró un momento, sin que sus feas facciones revelaran nada. Suspiró como si estuviera sopesando una decisión.

—Me han encargado que le diga, comandante Renko, que nunca más volverá a ejercer de segundo de a bordo.

Los ojos azules de Renko se abrieron de par en par, al tiempo que su boca se distendía.

—El almirante Kenin me ha comunicado que, al finalizar esta misión, tendrá un barco a sus órdenes. —Patronov se levantó y extendió la mano sobre el pequeño escritorio que ocupaba una cuarta parte del suelo de su camarote—. Felicidades.

La expresión de Renko pasó del miedo al júbilo en un abrir y cerrar de ojos. Estrechó la mano del capitán, su sonrisa se ensanchó hasta que ya no pudo contenerse y lanzó un grito de alegría.

—No puedo creerlo —dijo, cuando pudo hablar al fin—. Ni siquiera sabía que estaba propuesto para el ascenso.

—No lo estaba —dijo Patronov mientras volvía a sentarse. Su tono gélido bajó la temperatura de la habitación unos veinte grados, y la sonrisa de Renko palideció un poco.

Se sentó de nuevo con movimientos inseguros.

—¿Señor?

—Déjeme contarle una historia —dijo Patronov en tono plácido, como si su frialdad de unos segundos antes no hubiera existido—. Hace dieciocho meses, antes de que se integrara en esta tripulación, se nos encomendó la misión de actuar como plataforma de buceo de un trabajo de rescate. Tuvo lugar cerca de la Costa Este de Estados Unidos, aunque no en sus aguas territoriales. Estuvimos en nuestro puesto durante una semana, y los buzos recuperaron objetos de naturaleza técnica de un barco hundido. —Se adelantó a la pregunta de su subordinado—. El almirante Kenin nunca me dio explicaciones, de modo que no tengo ni idea de qué recuperaron del barco naufragado. Lo único que sé es que tenía unos cien años de antigüedad, y Kenin pensaba que la recompensa justificaba el peligro de ser descubiertos por la Marina o la Guardia Costera de Estados Unidos.

»Acabo de recibir un mensaje del almirante: ha descubierto que otro grupo demuestra un interés poco común por el barco hundido, y es posible que se sumerja pronto.

—¿Quién compone este grupo?

—Mercenarios norteamericanos —respondió Patronov con evidente desagrado—. Se decidió la primera vez que no íbamos a destruir los restos del naufragio para no llamar la atención sobre él. Ahora, Kenin quiere que lo volemos con un par de torpedos. A tal fin, necesito su autorización como segundo de a bordo para dispararlos siguiendo el procedimiento.

—Y si acepto, ¿consigo el ascenso?

—Quid pro quo.

Renko se masajeó la mandíbula.

—Debo suponer que ni este acto ni el anterior fueron autorizados por el Alto Mando de la Marina.

—Estoy seguro de que alguien está enterado, alguien cercano al almirante Kenin, pero no, esta operación es extraoficial.

—¿Y los mercenarios?

—Según la fuente de Kenin, no son capaces de detectarnos, y mucho menos de oponer resistencia. Llegaremos despacio y a bastante profundidad, lanzaremos dos USET-Ochenta contra los restos, y desapareceremos antes de que hayan detectado nuestra presencia. Si tienen buzos en el fondo, bien, mala suerte. ¿Qué me dice, Paulus, quiere ser capitán a los treinta y un años de edad? Eso le concedería, por cierto, una ventaja de dos años sobre mi hoja de servicios.

Renko se levantó y estrechó la mano de su capitán.

—Soy su hombre, señor.

—Muy bien, avise a la sala de torpedos de que cargaremos dos tubos con proyectiles antisubmarinos. Nos quedan tres días de navegación para llegar a nuestro destino, pero quiero que ya estén preparados.

—Sí, señor.

Patronov garabateó algunas coordenadas en un trozo de papel.

—Éste es el emplazamiento GPS del barco naufragado. Perfile y planee nuestro nuevo rumbo. Velocidad máxima en todo momento.

—Sí, sí, señor.

Renko giró sobre sus talones y salió del camarote.

Patronov sabía que su subordinado se sentía entusiasmado por sus futuras perspectivas, pero todo trato con el diablo prometía grandes cosas. No era hasta mucho después cuando descubrías los costes.