TENNYSON empezó a tirar del pesado pomo de latón, cuando la puerta se estampó contra su cara, debido a que el florista le había propinado una patada. El profesor cayó al suelo sólo segundos antes de que el cañón con silenciador de una pistola automática invadiera el vestíbulo, seguida de dos detonaciones apagadas de la pistola de Cabrillo, que enviaron al falso florista hacia un macizo de rosales.
La caída de Tennyson le había salvado. La ráfaga de balas había pasado sobre él. Cabrillo se maldijo por llegar dos segundos demasiado tarde para frustrar el ataque contra el profesor, pero agradeció el hecho de que pareciera ileso. Apenas tuvo tiempo de decirle que se hiciera el muerto.
En el ominoso silencio que siguió, oyó a dos hombres hablar en ruso mientras atravesaban corriendo el patio trasero y entraban en la cocina. Cuando llegaron al vestíbulo, estaba desierto salvo por el cuerpo de Tennyson y una pequeña alfombra amarilla de narcisos esparcidos. Sólo la puerta de entrada destrozada mostraba rastros de manchas púrpura. Sin que los hombres lo supieran, Cabrillo estaba escondido en el armario del vestíbulo, y les miraba a través de una rendija en la puerta.
—¿Es él? —preguntó uno de los asesinos.
Su cómplice asintió.
—Ahí lo tienes. Permiso de conducir de Vermont a nombre de Wesley Tennyson.
Cabrillo contuvo el aliento en el armario, confiando en que el profesor hiciera una buena interpretación de cadáver. El único problema era que no había sangre en su ropa.
Como si de repente se le hubiera ocurrido algo, uno de los asesinos se irguió y miró hacia la puerta.
—¿Dónde está Vladimir?
—Es probable que haya ido a la furgoneta a buscar las latas de gasolina para incendiar la casa.
—No le veo a través del parabrisas.
—Iré a echar un vistazo —murmuró el que estaba parado en la puerta—. Tú ve arriba y registra los dormitorios. Yo me ocuparé del sótano cuando encuentre a Vladimir.
—No te olvides de encender el gas de la cocina.
El hombre salió por la puerta delantera, mientras su cómplice subía la escalera.
Apenas había dado cinco pasos, cuando vio el cadáver de Vladimir caído en el rosal, con sus ojos muertos clavados en el sol. Giró en redondo y volvió corriendo a la casa, mientras llamaba a su compañero a gritos. En cuanto atravesó la entrada, vio a un hombre sentado en un diván cercano. La sorpresa le costó los tres microsegundos que Cabrillo necesitaba para meterle un balazo en la frente, justo entre los ojos.
Demasiado tarde, el tipo de la escalera cayó en la cuenta de que algo iba mal. Cabrillo disparó por segunda vez, y un agujero rojo apareció en el cuello del ruso.
Contempló el cuerpo caído a los pies de Tennyson. Después, levantó el cadáver y lo dejó caer encima del otro. Sólo entonces se arrodilló al lado de Tennyson.
—¿Se encuentra bien, profesor?
El hombre levantó la cabeza y miró a Cabrillo a los ojos.
—No, no me encuentro nada bien. He vivido con tranquilidad y dignidad, y en menos de cinco minutos tengo a tres hombres muertos en mi rosal y en la entrada. ¿Qué voy a decir a la policía?
—No hay nada de qué preocuparse. ¿Tiene una carretilla?
—Hay una en el cobertizo de las herramientas.
—¿Puedo cogerla prestada?
Tennyson le miró.
—¿Para qué?
—Voy a llevar los cuerpos a la furgoneta para esconderlos. ¿Se le ocurre alguna zona apartada?
Tennyson pensó un momento.
—Hay una vieja gravera llena de agua. Los aficionados al submarinismo no se sumergen en ella debido a los agentes químicos dejados cuando la abandonaron.
—¿Dónde está?
—A unos quince kilómetros al sur de la ciudad. El camino es difícil. Atraviesa una zona muy boscosa. Hace treinta años que no se utiliza la carretera.
—Parece perfecto. —Entregó a Tennyson las llaves de su coche—. Guíeme hasta la gravera en cuanto haya hecho las maletas.
—¿Las maletas?
—Sí, las maletas. Su vida no valdrá ni dos centavos si se queda aquí. Mi corporación posee un bonito edificio de apartamentos en la isla de Antigua. Vaya allí y relájese en la playa hasta que yo le diga que no corre peligro y que no habrá más atentados contra su vida.
Tennyson formuló la pregunta lógica.
—¿Por qué quiere matarme esta gente?
—Sabe demasiado sobre Tesla.
Sin decir nada más, Cabrillo cargó la furgoneta con los cadáveres, mientras Tennyson tiraba ropa y un estuche de afeitar en una maleta.
Tardaron cuarenta minutos en recorrer los quince kilómetros. Cabrillo abría la marcha, seguido de Tennyson en su Porsche alquilado. El profesor tocaba la bocina una vez para girar a la derecha y dos para girar a la izquierda. En cuanto abandonaron la carretera principal y se internaron por una pista de tierra apenas visible que atravesaba el bosque, su velocidad descendió a veintitrés kilómetros por hora. Tres veces se vieron obligados a parar para apartar ramas caídas de la vieja carretera. Por fin, llegaron a la gravera abandonada.
Había aparatos oxidados dispersos alrededor del borde de la gravera. Edificios de madera decrépitos y podridos era todo cuanto quedaba de las oficinas y el comedor de los trabajadores. El agua presentaba un tono marrón amarillento y olía a sulfuro. Ignoraba la profundidad del pozo, pero confió en que fuera suficiente para sumergir la furgoneta.
Apretó una roca contra el acelerador, puso en marcha el vehículo y vio que la furgoneta daba un brinco hacia delante, saltaba por el borde e impactaba en el agua con una salpicadura informe, para después hundirse poco a poco en el agua.
Después Cabrillo se sentó sobre una piedra grande, absorto en sus pensamientos, mientras esperaba a que la furgoneta desapareciera de su vista. Sabía quién había contratado a los asesinos y por qué, pero había otras preguntas.
Aficionados, se dijo. ¿Por qué Pytor Kenin enviaba a un trío de aficionados?