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VIO venir el puñetazo por la forma en que su contrincante torció las caderas. Eso le proporcionó la tercera pieza del rompecabezas. En cualquier pelea, un buen boxeador podía deducir de dónde iba a llegar el golpe y cómo. Los grandes descifraban la gran pregunta: cuándo iba a llegar. Cuando percibían el cambio, tenían tal vez medio segundo para reaccionar. El izquierdazo salió lanzado contra su cabeza con todas las fuerzas del hombre. No era un golpe para dejar sin sentido. Era un golpe asesino.

Para él, aquel medio segundo fue toda una vida, y utilizó una parte para admirar la osadía de su contrincante.

Propinar tal golpe significaba saber que, cuando alcanzara su objetivo, la pelea habría terminado. Era un acto de confianza suprema.

O, en este caso, de arrogancia.

Movió la mano derecha lo suficiente para desviar el golpe y retrocedió, mientras el guante de su rival se llevaba una capa de piel de la punta de su nariz. Era todo cuanto su contrincante podría reclamar para sí, un ínfimo fragmento de piel, porque su izquierda se elevó en un martillazo que se estrelló con la fuerza de un huracán. Ya no le quedaban fuerzas para un combate prolongado, la edad le había robado eso, pero podía aprovechar la oportunidad. Su golpe, propinado desde cerca y a la defensiva, partió aun así la nariz de su sparring como si estuvieran luchando con los puños desnudos. Un arco de sangre salió disparado cuando el otro hombre se derrumbó sobre la lona, con el cerebro tan cortocircuitado que fueron necesarias ocho barras de amoníaco para reanimarle.

El cirujano empleó tres horas en restaurar su apariencia.

Pytor Kenin no esperó a que los empleados del ring despertaran al contrincante de aquella mañana. Se agachó bajo las cuerdas y levantó los guantes para que un entrenador los desanudara de sus manos. Sólo había estado en el ring unos minutos, pero, como parte de su programa de entrenamiento, el propietario del gimnasio mantenía la instalación cerca de los treinta grados. El sudor resbalaba entre los espesos rizos del vello que cubría su pecho, espalda y hombros.

—¿Dónde encontraste a ese hombre?

Kenin echó hacia atrás la cabeza para indicar la figura que yacía todavía sobre el suelo de lona.

Su entrenador, un veterano de las Olimpiadas cuando la Unión Soviética dominaba los Juegos, se encogió de hombros.

—Afirmó que era el campeón de boxeo en la fábrica de camiones donde trabajaba. Nunca había oído hablar de él, pero creí en su palabra.

—Fatídica jactancia —comentó el almirante mientras le quitaban el segundo guante y su entrenador se puso a trabajar con los vendajes—. Tenía potencia, pero telegrafiaba sus movimientos como Samuel Morse.

Al entrenador le hizo gracia la frase y se rió.

—Le superaba por cinco centímetros y nueve kilos, pero, tal como hemos descubierto a lo largo de los años, juventud y vigor no son digno rival de edad y maña.

Esta vez fue Kenin quien sonrió.

—Muy cierto.

El almirante estaba inclinado sobre un lavabo del cuarto de baño del gimnasio, afeitándose con una toalla envuelta alrededor de la cintura, cuando un ayudante recién nombrado entró con uniforme de gala. Kenin enarcó una ceja al tiempo que miraba al joven marinero, quien estaba viendo por primera vez la cicatriz que le recorría toda la caja torácica. Era un recuerdo del accidente de helicóptero ocurrido a principios de su carrera.

—Lo siento, señor —tartamudeó el ayudante—. Saludos del comandante Gogol. Le gustaría que le telefoneara ahora mismo.

Kenin tenía una buena idea de cuál era el motivo de la llamada, de modo que enjuagó a toda prisa la escasa espuma que quedaba en su cara.

—Gracias. Vuelva al coche y dígale al chófer que iremos a mi apartamento en lugar de a la oficina.

Kenin se puso el uniforme, ajustó varias de las condecoraciones que cubrían una buena parte de su chaqueta, y salió del cuarto de baño, con un teléfono encriptado pegado al oído. En el ring, los entrenadores habían sentado a su contrincante en un taburete, con una pila de toallas ensangrentadas a sus pies y una limpia apretada contra su cara.

Sólo reparaba en el olor del gimnasio cuando se adentraba en su atmósfera calurosa o salía a las calles de Moscú. El aire de la ciudad no estaba limpio por más que alguien quisiera imaginarlo, pero llenó sus pulmones de él para purgarlo del olor a sudor, sangre y cuero viejo.

—Viktor, soy Kenin. ¿Están los hombres en sus puestos?

—Acaban de llamar. Están preparados.

El almirante subió al asiento trasero de la limusina, y su veterano chófer cerró la puerta. El joven ayudante se sentó delante de él. Kenin se sentía tan seguro en el puesto que ocupaba en el gobierno que no se molestaba en circular con un grupo de guardaespaldas.

—Bien. Voy a casa para hacer la llamada. Reúnete conmigo allí para llevar a la práctica el plan.

—Estaré allí dentro de media hora, almirante.

El lujoso apartamento de Kenin se encontraba a tan sólo diez minutos en coche del gimnasio donde se entrenaba. El piso palaciego contaba con su propia sala de ejercicios, equipada con los últimos aparatos, pero prefería entrenarse en el húmedo gimnasio rodeado de otros hombres, cuya dedicación única a las artes pugilísticas era una inspiración.

Jamás habría podido permitirse la planta de novecientos metros cuadrados en el edificio que dominaba el río. Al fin y al cabo, su sueldo era de almirante. No, el apartamento había sido un regalo de uno de sus numerosos benefactores, un oligarca que había hecho su fortuna en los días del Salvaje Oeste posteriores a la caída de la Unión Soviética, y que ahora apoyaba a varios políticos y militares arribistas con el fin de conservarla.

En el vestíbulo del edificio, introdujo la llave en los controles del ascensor, y ordenó que subiera a su planta privada. Al llegar, las puertas se abrieron al vestíbulo de entrada del apartamento, una sala de mármol y pan de oro que daba la impresión de haber sido arrancada del palacio de Versalles. Kenin hacía caso omiso de la opulencia. Era un hombre al que sólo interesaba uno de los adornos de la riqueza, y ése era el poder. La faceta material de la ecuación no significaba nada para él.

Un momento después se encontraba en su despacho, contemplando el monitor de pantalla plana montado en la pared a la izquierda del escritorio. Casi toda la pantalla estaba en negro, aunque una esquina mostraba una imagen de sí mismo tomada desde una cámara situada de tal manera que le confería un aspecto imponente detrás del escritorio. Oprimió un botón de su ordenador portátil cuando su aspecto en el monitor le dejó satisfecho.

La pantalla cobró vida. Al fondo estaba sentado un hombre ante su propio escritorio. Detrás de él había una ventana a bisagra que daba al mar. El tiempo parecía nuboso en aquel lugar; el cielo plomizo, y el mar revuelto cuando se precipitaba hacia la orilla. Kenin había hablado con este hombre lo bastante a lo largo de los años para conceder importancia a su físico.

Nadie sabía el origen del incendio que le había robado tantas cosas. Algunos afirmaban que fue un intento de asesinato, otros que su madre le había prendido fuego de manera deliberada cuando era niño. Había quien decía que fue un accidente de cuando fabricaba bombas para los separatistas turcos de Chipre. Su mano izquierda no era más que unas pinzas de langosta, aunque la derecha había salido indemne. No tenía pelo. El tejido cicatricial que cubría su cráneo poseía el brillo terso de una máscara de Halloween demasiado apretada. Ambas orejas se habían consumido, al igual que la nariz. La piel de su cuello parecía el pellejo escamoso de un lagarto del desierto. Llevaba un ojo cubierto con un parche negro, aunque la inteligencia brillaba en el otro.

—Almirante Kenin, es un placer que me haya llamado en esta hermosa mañana —dijo quien era conocido en los círculos de la inteligencia como L’Enfant.

Kenin estaba seguro de que Yuri Borodin y su lameculos, Mijail Kasporov, no habían utilizado un equipo ruso para sacarle de la cárcel. Conocía a todos los grupos capaces de llevar a cabo una operación tan sofisticada, y todos le rendían cuentas. Lo cual significaba que Kasporov había acudido a agentes extranjeros para la evasión. Existían pocos grupos de ese calibre, y todos mantenían en secreto su identidad. No se trataba de los grandes contratistas de seguridad que habían obtenido fama durante las incursiones norteamericanas en Irak y Afganistán. No, eran fuerzas de élite más pequeñas que operaban con suma discreción. Pero existía una constante en el mundo de las sombras, y era que si alguien necesitaba información discreta, acababa tratando con L’Enfant.

—¿Cómo está, viejo amigo?

No eran amigos, y la frivolidad que Kenin imprimió a su voz era sólo a efectos de impresionar. L’Enfant estaba tan contento de recibir aquella llamada como de hablar con el director de pompas fúnebres de los preparativos de su funeral.

—Podría quejarme, querido almirante, pero ¿de veras tiene ganas de escucharme?

El fuego y el humo habían dañado los pulmones de L’Enfant, de modo que hablaba con una voz rasposa y seca. Una cánula de oxígeno corría bajo los restos de su nariz, sujeta por un esparadrapo, y cada pocos minutos aspiraba por una mascarilla de plástico transparente. Las secuelas de las heridas también falseaban cualquier acento con el que el hombre hablara. Los detalles de su nacionalidad eran tan escurridizos como la causa del incendio que le desfiguró.

Kenin le dedicó una sonrisa falsa.

—Siempre me he sentido interesado por su bienestar.

L’Enfant inclinó su cabeza deforme.

—Qué curioso —graznó—. Su nombre salió a colación el otro día.

—Vaya.

L’Enfant tenía espías esparcidos por todo el globo, que absorbían más información que la CIA. Kenin no tenía ni idea de en qué contexto habría aparecido su nombre de forma que L’Enfant se interesara en él, aparte de la evasión de Borodin, y era demasiado pronto para hablar del verdadero propósito de su llamada.

—En efecto. Al parecer, unos caballeros colombianos compraron un submarino retirado del servicio activo, y la tripulación ha dejado de enviar dos informes programados durante el viaje de regreso.

La expresión de Kenin no se alteró. Era demasiado bueno para eso, pero por dentro estaba echando chispas por el hecho de que aquel sapo estuviera enterado de la operación. La filtración se habría producido por parte de los colombianos, pero el hecho significaba un golpe tremendo.

—No me había enterado de que Colombia quería comprar un submarino para su armada —replicó.

—Ah, no me ha entendido bien, almirante. No era su armada. Tan sólo unos hombres de negocios que habían formado un… Vamos a llamarlo un sindicato. Creo que querían transportar un cargamento poco habitual, y pensaron que un submarino les facilitaría la labor. Sólo menciono esto porque un miembro del sindicato, responsable de la compra del submarino, fue asesinado por sus socios como consecuencia de la pérdida, y antes de morir dijo algo muy extraño. Dijo que usted le facilitó el submarino.

Kenin sonrió.

—No me extraña. ¿Cómo se puede confiar en alguien sometido a coacciones? Debió oír mi nombre cuando ayudé a cerrar el trato con los chinos para que compraran algunos de nuestros antiguos submarinos Kiloclass y, hace muy poco, el portaviones Varyag.

—Seguro que sí —admitió L’Enfant—. Recuerdo su papel trascendental en la transacción, y apuesto a que ese pobre individuo soltó su nombre por equivocación.

Ambos hombres asintieron, como aceptando las respectivas mentiras. Era la forma de L’Enfant de demostrar sus conocimientos y recordar a Kenin que sabía dónde estaban enterrados todos los cadáveres, y en qué armarios estaban escondidos los esqueletos.

—Vamos al grano —invitó al almirante.

—Muy bien.

La falsa afabilidad desapareció del rostro de Kenin, y su voz se endureció.

—Antes de que diga nada —aclaró L’Enfant—, permítame asegurarle que no tuve nada que ver con la evasión de Borodin.

—De modo que está enterado.

L’Enfant no se dignó contestar.

—Creo que no intervino en su rescate, pero apuesto a que sabe quién lo llevó a cabo. —Como el otro no protestó, Kenin continuó—. En señal de cortesía por el tiempo que llevamos colaborando juntos, le rogaré que me lo diga.

Era una línea que nunca habían cruzado. L’Enfant había tenido éxito durante tantos años porque respetaba las confidencias con la tenacidad de un banquero suizo. Sólo pedir que divulgara algo semejante era una falta de respeto, y ambos hombres sabían muy bien que su relación iba a terminar a partir de aquel momento.

L’Enfant aspiró por su máscara de oxígeno, y su pecho se hinchó para llenar sus pulmones dañados.

—Una petición inusual, pero no inesperada. ¿Cómo desea que responda?

—Contestando antes a otra pregunta.

—Por supuesto.

—¿A quién teme más? ¿A mí o al hombre que maquinó la evasión de Borodin?

—No temo a ninguno, si bien debo admitir con toda sinceridad que a él le admiro y respeto más.

—Respuesta equivocada. —Kenin bajó la vista y tecleó un veloz mensaje instantáneo. Cuando habló, había recuperado algo de su anterior concisión, pero ahora era más sincero—. El secreto de su éxito se ha basado siempre en dos cosas. Su discreción, sobre la que poco puedo hacer, y su paradero físico, sobre el que sí puedo intervenir. —Hizo una pausa, como si se le hubiera ocurrido algo—. De hecho, son tres las cosas en las que se sustenta su éxito. Es lo que se llama comúnmente «sistema del hombre muerto». Después de su muerte, la información que ha ido recogiendo a lo largo de los años será distribuida a las partes interesadas. Imagino que provocará una oleada de asesinatos, y hasta es posible que desencadene algunas guerras. Supongo que tendría que haber dicho «muertos», porque hay cuatro personas distintas encargadas de llevar a cabo sus órdenes finales si algo le sucede.

Si las facciones surcadas de cicatrices de L’Enfant hubieran sido capaces de mostrar emociones, el miedo se habría reflejado en su rostro. Que tenía un hombre muerto como protección contra la traición era algo sabido por todos. Que tenía cuatro no.

El monitor de vídeo que ambos hombres veían se dividió en cuatro cuadrados a una orden de Pytor Kenin. En cada uno, un hombre vestido con uniforme táctico negro y una máscara oscura apretaba una pistola contra la cabeza de otra persona, tres hombres y una mujer. Dos iban vestidos con traje, y daba la impresión de que estaban en su despacho o de camino a él. De los otros dos, la mujer llevaba indumentaria de ejercicio, y detrás de ella había varias prendas de entrenamiento en un gimnasio casero. El tercer hombre estaba al lado de su cama y sólo llevaba los calzoncillos, sobre los cuales se desbordaban unos doce centímetros de tripa.

Los cuatro eran abogados. Ninguno de ellos vivía en el mismo continente o conocía a los demás, pero todos habían sido contratados en secreto por L’Enfant para divulgar después de su muerte toda la información acumulada sobre sus clientes y enemigos.

—El único peligro real que corro —dijo en tono despreocupado Kenin— es que no estoy seguro de que estas personas tengan a otras personas que ejecutarán su orden final. Pero creo que estoy a salvo. —Compuso una expresión siniestramente seria—. En cuanto a su paradero, amigo mío, vive en la actualidad en la esquina sudeste del piso ciento dieciocho de la torre Burj Khalifa. La vista del mar que hay detrás de usted es de una cámara que transmite en directo desde la costa de Amalfi, y si bien es propietario de los pisos inmediatamente superiores e inferiores al de usted, he llenado la suite ciento dieciséis con suficientes explosivos para derrumbar todo el edificio.

»Repetiré ahora la pregunta. ¿A quién teme más, a mí o al hombre que organizó la huida de Borodin? Permítame recordarle que haré estallar las cargas dentro de, digamos, veinte segundos.

L’Enfant absorbió oxígeno por su máscara.

—Si estuviéramos en igualdad de condiciones, seguiría temiéndole a él más que a usted.

—Ya no estamos en igualdad de condiciones —replicó Kenin, y señaló el monitor para indicar que sus hombres apuntaban sus armas contra la gente de L’Enfant.

—Ya me he dado cuenta.

—Vamos a hacer lo siguiente: usted va a decirme el nombre de la persona que liberó a Borodin y el nombre de su organización, y nunca más volveremos a hablar. Usted no le pondrá sobre aviso. Puede que su traición se haga pública y puede que no. Es posible que sea capaz de salvar algo de su carrera después de esto. Usted elige, y ahora le quedan cinco segundos.

L’Enfant vaciló tanto tiempo como se atrevió, y después, por primera vez en su vida, delató a uno de sus clientes.

—Juan Cabrillo. Es el presidente de la Corporación. Su base se halla en un barco llamado Oregon, aunque no suele llevar el nombre pintado en popa.

—¿Lo ve? No ha sido tan difícil.

—Que le jodan, Kenin.

Éste hizo caso omiso del comentario.

—Ahora, mi buen amigo, cuénteme todo lo que sepa sobre este tal Cabrillo y su barco.