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EN otro tiempo, Manhattan había estado sembrada de muelles, como radios proyectados desde el eje de un neumático de bicicleta, y casi hasta el último centímetro de la costa de la isla estaba dedicado al comercio marítimo. La llegada de los contenedores y el valor cada vez más elevado del suelo de la ciudad habían cerrado casi todos los fondeaderos, y los que quedaban estaban reservados a los cruceros. De modo que, para el Oregon, no hubo viaje triunfal río Hudson o East arriba para amarrar ante el perfil urbano más famoso del mundo.

En cambio, después de pasar bajo el puente Verrazano-Narrows, atracó en Newark, Nueva Jersey, entre hectáreas de contenedores metálicos y filas de coches enviados desde las fábricas de Europa. Según los patrones comerciales actuales, era una flor marchita entre los gigantes oceánicos. Con ciento setenta metros de eslora, se veía empequeñecido entre los barcos de clase Panamax y Post-Panamax alineados en los muelles, y su apariencia era la de una vieja bruja al lado de un grupo de reinas de la belleza.

Su casco era una mescolanza de colores que no hacían juego, y que se estaba desprendiendo como si la piel del barco sufriera alguna enfermedad gravísima. Sus cubiertas estaban sembradas de basura y maquinaria antigua que ya no funcionaba. Tenía una superestructura central, con una larga chimenea justo a popa de la sección media del barco. Los alerones se dirigían hacia babor y estribor a partir de ella. El cristal de la timonera estaba sucio a causa de la sal incrustada, y un cristal había sido sustituido por una capa de madera contrachapada deslaminada. Tres grúas se hallaban al servicio de sus seis escotillas de carga de proa, mientras que otro par de grúas a popa cargaban y descargaban las dos bodegas restantes. El castillo de popa exhibía cierta elegancia de copa de champán, mientras que la proa era una hoja despuntada, como si más que surcar el mar lo embistiera. El Oregon tenía toda la pinta de un mercante de servicio irregular que habría debido ir al desguace mucho tiempo antes.

Mientras Carrillo atravesaba el muelle tras llegar en taxi desde JFK, no podía imaginar un barco más bonito en todo el mundo. Sabía que su estado ruinoso era pura decoración, un truco que le confería tal anonimato que pasaba desapercibido en todos los puertos del Tercer Mundo donde atracaba con frecuencia.

Los papeles del Oregon estaban en orden, y una inspección de aduanas no descubrió nada sospechoso. En los conocimientos de embarque figuraba que transportaba bobinas de papel desde Alemania a diversos puertos del Caribe, y cuando se abrieron las escotillas, los inspectores vieron las enormes bobinas, cada una de las cuales pesaba más de ocho toneladas.

Por supuesto, las bobinas, como la ruinosa apariencia del barco, eran sólo eso: una fachada. Tan sólo tenían un pie de espesor y eran como el falso fondo de una maleta de espías. Y pesaban menos de quinientos kilos.

Subió la pasarela y miró a popa, un ritual siempre repetido. Por lo general, el barco ondeaba la bandera de la República Islámica de Irán, una añagaza más que sumar a las otras, y la tradición incluía saludarla con una peineta. Para que su estancia fuera menos problemática, el Oregon llevaba matrícula de Panamá, y la bandera de ese país dividida en cuatro cuarteles, de color blanco, azul y rojo, con una estrella azul y otra roja, colgaba en su asta.

El interior de la superestructura del barco hacía juego con el exterior, con sus pasillos lóbregos, pintura desconchada y suficiente polvo para llenar la caja de arena de un niño. Los suelos eran en su mayoría de metal desnudo o losas de vinilo barato. Sólo el camarote del capitán contaba con alfombra, pero ésta servía tanto para exteriores como para interiores, y era tan afelpada como la arpillera. Disimuladas dentro del bloque de alojamientos había puertas que conducían a espacios ocultos y mucho más opulentos, donde la tripulación vivía y trabajaba.

Juan Cabrillo se acercó a una de dichas puertas, atravesó la cocina impregnada de grasa y el desastrado comedor. La puerta secreta se abría utilizando un escáner retiniano oculto en el ombligo de una belleza en bikini que adornaba un cartel de viajes pegado a la pared, junto con otros adornos baratos típicos de una tripulación de marineros misóginos.

Cuando la puerta se abrió, entró en el lujoso interior del Oregon. Aquí, las alfombras eran mullidas, la iluminación discreta y agradable, y las obras de arte estaban firmadas por unos cuantos maestros mundiales. Éste era el secreto que ocultaban sus disfraces exteriores, éste y el hecho de que el barco iba armado hasta los dientes.

Llevaba lanzaderas para misiles tierra-tierra y tierra-aire, así como ametralladoras Gatling de 20 milímetros y un monstruoso cañón de 120 milímetros escondido en la proa, que se desplegaban a través de puertas de apertura inversa. De la docena de bidones de aceite viejos que descansaban sobre la cubierta, seis contenían ametralladoras de calibre 30 accionadas por control remoto desde el centro de operaciones de alta tecnología del Oregon. Las utilizaban para repeler piratas, y más de uno procedente de la costa de Somalia había probado su eficacia.

El Oregon disponía también de un sofisticado equipo de sensores que lo convertían en un instrumento óptimo para operaciones de recogida de datos en lugares a los que Estados Unidos no podía enviar barcos espía. En el pasado se había apostado cerca de naciones adversarias, como Irán y Libia, y recogía señales de inteligencia que los satélites no podían detectar. Una misión reciente les había enviado a la costa de Corea del Norte, armados con un láser experimental de alta energía, que les había «prestado» el Laboratorio Nacional Sandia. El resultado había sido el espectacular, aunque inexplicable fracaso, al menos para el aislado régimen, de un lanzamiento de prueba de su misil de largo alcance Unha-3.

Conversó con algunos hombres mientras se encaminaba a su camarote para darse una ducha después de casi veinticuatro horas de viaje. Aún conservaba mugre de Uzbekistán bajo las uñas. Se puso pantalones negros, camisa a rayas con cuello de botones y zapatos hechos a medida de Otabo.

Tuvo tiempo de saborear una ensalada Cobb en el comedor, rodeado de muebles de cuero rellenos en exceso y de la atmósfera acogedora de un club de caballeros, antes de encaminarse a la sala de juntas del Oregon para una reunión informativa con el estado mayor.

La habitación era rectangular y acabada en un estilo moderno y de buen gusto, con una mesa de cristal y butacas de cuero negro. De haber estado en el mar, los portillos estarían abiertos para bañar la estancia de luz natural, pero como estaban atracados en el muelle de Newark, no querían que los estibadores vieran el verdadero interior del barco.

Sentados a la mesa estaban Max Hanley, Eddie Seng (otro veterano de la CIA como Cabrillo), quien dirigía las operaciones en tierra junto con el ex SEAL sentado a su lado, Franklin Lincoln. Frente a ellos se encontraban Eric Stone y Mark Murphy. Stone se había enrolado después de acabar los estudios en Annapolis y conservaba el porte de un hombre de la Marina, aunque todavía estaba atrapado en el cuerpo desgarbado de un friki. Murphy era uno de los escasos civiles de la tripulación. En posesión de varios doctorados, de una memoria casi fotográfica y de la paranoia de un verdadero teórico de las conspiraciones, solía vestir como si hubiera recogido del suelo la ropa de la última lavadora de anoche, y su pelo oscuro alborotado era una mata desastrada. Había sido diseñador de armas para uno de los grandes contratistas de defensa, y se había unido a la Corporación siguiendo la sugerencia de Eric Stone.

Ausente de la reunión se encontraba Linda Ross, que continuaba con el emir en su yate, y la médico jefe del barco, Julia Huxley, que había ido a ver a su hermano a Summit, Nueva Jersey.

—Bienvenido —dijo Max, al tiempo que alzaba una taza de café—. ¿Buen vuelo?

—¿Por qué preguntáis siempre lo mismo? —interrumpió Murph—. La pregunta carece de importancia porque volar ya no es algo tan raro en estos tiempos. El avión aterrizó. Bueno o malo, ¿qué más da?

Max le fulminó con la mirada.

—Por la misma razón que la gente descuelga un teléfono que suena lo antes posible: la cortesía es una convención social.

—Es una pérdida de tiempo —replicó Mark.

—Casi todas las convenciones sociales lo son —contestó Max con un ademán desdeñoso—. Sólo que tu generación va demasiado acelerada para apreciarlas.

—Que conste en acta —dijo Juan Cabrillo en voz alta para hacerse con el control de la situación—: El vuelo fue bien, mucho mejor que intentar salir del desierto uzbeko siguiendo las huellas de mis viejos neumáticos.

—Buen trabajo —terció Linc, con la voz cavernosa que salía de su enorme pecho—. Te convertirás en un SEAL honorable cualquier día de éstos.

—¿La viuda de Petrovski ha padecido alguna consecuencia? —preguntó Stone—. Está claro que alguien estaba difundiendo una versión aséptica del descubrimiento de su marido, y ella sería otro cabo suelto.

—Cuando volví a Muynak —dijo Juan—, le conté a Arkin Kamsin lo sucedido. Prometió sacarla a ella y a sus hijas del país lo antes posible. En cuanto se marcharan, iba a ver a unos amigos de Astana, la capital. Es lo mejor que podemos hacer. Continuó.

—Ponedme al día sobre vuestras investigaciones.

Mark Murphy llevaba guantes sin dedos con cables enchufados en su ordenador portátil, que a su vez estaba conectado con el superordenador Cray del buque. Movió las manos en el aire, y en la gran pantalla plana sus movimientos barrieron a un lado ventanas de datos, como en una película de ciencia ficción. Era tecnología de ultimísima generación de Slide Screen, que estaba probando para un amigo que iba a fundar una empresa.

—Allá vamos —anunció, cuando una fotografía aérea de un terreno industrial situado junto a una extensión de agua apareció en la pantalla—. Esto es una foto de los astilleros de C. Kraft & Sons tomada en 1917, sólo tres años antes de que fueran destruidos por un incendio. La empresa fue fundada en 1863 por Charles Kraft con el propósito de construir casamatas de hierro para la flota de acorazados de la Unión. Después de la Guerra Civil, empezaron a construir buques para los Grandes Lagos, sobre todo para transportar mineral de hierro. En 1899, cuando estaban en pleno apogeo, era el principal constructor de buques de los lagos.

—Tras la muerte de Charles Kraft, sus dos hijos, Alec y Benjamin, lucharon por el control. Alec, el hijo mayor, compró al fin las acciones del hermano, pero la deuda en la que había incurrido acabó con la empresa. En lugar de expandirse, fue disminuyendo de tamaño cada vez más, mientras Alec se esforzaba en vender activos para cubrir gastos. No contribuía a la tarea que tuviera serios problemas con el alcohol.

»El incendio que destruyó el astillero fue considerado sospechoso, aunque la compañía de seguros no pudo demostrar que fuera intencionado. Alec Kraft murió en 1926 de cirrosis hepática. Benjamin Kraft no se había quedado en Erie después de la venta de sus acciones, sino que se trasladó a Pittsburgh con su familia. Vivió una existencia tranquila, gracias a los beneficios de la venta. No les ha sobrevivido ningún hijo, pero hay cuatro nietos y once bisnietos, sobre todo en Pensilvania o en el norte del estado de Nueva York.

—¿Algún registro de que la empresa vendiera un barco a Rusia?

Juan formuló la pregunta grabada a fuego en su mente desde que descubriera que el barco misterioso de Karl Petrovski había sido construido en Erie.

—No hay datos de ventas al extranjero —dijo Mark. Movió las manos, y surgió una lista de barcos que la empresa había construido—. Encontré esto en una base de datos del Museo Marítimo de los Grandes Lagos.

Después subrayó varios nombres de la larga lista y fue dando explicaciones.

—Siguiendo tu descripción, he ido reduciendo la lista de los barcos que podrían ser el que encontraste.

Las páginas mostraron más de dos docenas de barcos que coincidían con las dimensiones y antigüedad aproximada del barco que Juan Cabrillo había visto.

—¿Alguna foto? —preguntó.

—Sí, espera un momento.

Murph volvió a obrar su magia, y al cabo de poco estaban mirando fotografías en tono sepia que databan de hacía más de un siglo.

La mayoría de los barcos estaban diseñados para transportar algún tipo de carga. Uno de ellos era un transbordador construido para izar vagones de tren sobre vías dispuestas sobre la cubierta. Desfilaron más fotografías.

—¡Alto! —gritó Cabrillo—. Retrocede una. Es ése.

—El Lady Marguerite —dijo Murph después de consultar su ordenador portátil—. Construido en 1899 para, no te lo pierdas, George Westinghouse, y bautizado con el nombre de su esposa.

Cabrillo estudió la foto, sin prestar demasiada atención al comentario de Mark. No se trataba de un buque comercial, sino más bien de un barco de placer. Estaba pintado de un blanco inmaculado, con una franja de color oscuro alrededor de su gallarda chimenea. Casi toda la cubierta de popa estaba abierta al aire libre, aunque protegida en parte por un toldo que resguardaba a sus pasajeros de los elementos. En la foto, estaba fondeado lo bastante cerca de la orilla para ver un árbol al fondo. Era difícil apreciar los detalles, pero imaginó sus elegantes muebles.

—¿Qué sabemos de él? —preguntó mientras se imaginaba cruzando los Grandes Lagos al tiempo que escuchaba música en un gramófono—. ¿Y qué tiene de especial que George Westinghouse fuera propietario de un yate de placer? Fue uno de los industriales más ricos de su tiempo.

Eric Stone había estado limpiando sus gafas de montura metálica, y se las volvió a calar sobre la nariz.

—Para contestar a tu pregunta: Westinghouse es relevante aquí porque se asoció con Nikola Tesla para construir la central eléctrica de las cataratas del Niágara, y ambos inventaron básicamente la red eléctrica que utilizamos hoy.

Tesla, pensó Cabrillo, la última palabra de Yuri Borodin. No se trataba de una coincidencia. Daba la impresión de que habían desprendido la primera capa de la cebolla de su críptica confesión antes de morir. El chiflado ruso no había muerto en vano, de eso estaba seguro, pero en aquel momento no tenía ni idea de con qué se había topado su amigo.

—¿Señor Murphy? —le urgió.

—Hiram Yager, de la NUMA, me facilitó las contraseñas maestras de su ordenador principal. En este momento estoy accediendo a él, pero no hay gran cosa en sus archivos sobre el Lady Marguerite. Vamos a ver. Dice aquí que fue trasladado desde los Grandes Lagos a Filadelfia en 1901, y se perdió en el mar en el verano de 1902.

—¿Estaba asegurado?

—Sí, aquí tengo la demanda a la Lloyd’s de Londres. Se hundió con cinco personas a bordo. No existe lista, pero no hubo supervivientes.

—¿Una tormenta?

—No lo pone. Estoy investigando la fecha por si hubo otros naufragios… No, no se perdió nada más… Espera. Estoy inspeccionando los archivos de la NOAA para comprobar las condiciones meteorológicas. La noche del uno de agosto de 1902 estuvo despejado en todo el Atlántico.

—¿Qué otra cosa podría haber hundido el barco? —preguntó Eddie Seng, con la barbilla apoyada sobre los dedos.

—¿Qué tal una ballena blanca? —bromeó Linc.

—Una ballena blanca no —intervino Eric Stone, al tiempo que alzaba la vista de su ordenador portátil—. Una nube azul.

—¿Perdón? —le azuzó Cabrillo.

—Hay un informe de un carguero, el Mohican, acerca de una extraña nube azul, como un aura eléctrica, que envolvió su barco cuando se acercaban a Filadelfia. Se prolongó una media hora, y desapareció tan misteriosamente como había aparecido. El capitán del Mohican, un tal Charles Urquhart, informó de extrañas anomalías magnéticas mientras el barco estuvo rodeado. Los objetos metálicos se adherían a la cubierta como pegados con cola, y la brújula del barco se puso a girar sin ton ni son.

—¿Algún otro barco informó de este fenómeno? —preguntó Cabrillo.

—No. Sólo el Mohican.

Mark Murphy lanzó una exclamación ahogada cuando le llegó una súbita revelación.

—No hables todavía —le advirtió Cabrillo, pues sabía cuándo Murphy estaba a punto de desviar una conversación hacia el terreno de las teorías conspiratorias—. No nos precipitemos. Esto me huele a timo a la aseguradora. Westinghouse afirma que el barco se hundió, se embolsa el dinero, y después lo vende a un ruso que lo aparca en el mar de Aral. Y si alguna vez existió un lugar en el que la aseguradora no iba a buscar, era ése.

Mark Murphy estaba dando saltitos en la silla.

—Vale —concedió el Presidente—, adelante.

Murphy exhibió una sonrisa de lobo.

—Según el informe de la Lloyd’s, el seguro no era más que una cantidad simbólica para complacer a un banco por problemas de deudas. El barco en sí no estaba cubierto. —Como nadie hizo comentarios, continuó a toda prisa—. Venga, chicos. Todo está ahí. El dinero de Westinghouse, el genio de Tesla, una misteriosa aura azul con extrañas propiedades magnéticas, y un barco encontrado a dieciséis mil kilómetros del lugar en que desapareció.

—¿Estás hablando de teleportación? —preguntó Linc escéptico.

—¡Exacto! ¿Qué decía Sherlock Holmes?: «Si eliminas toda solución lógica ante un problema, lo ilógico, aunque imposible, es invariablemente lo cierto».

—¿Cómo sabemos que hemos eliminado todas las soluciones lógicas? —preguntó Eddie.

Mark Murphy carecía de respuesta inmediata para aquello.

—Dejando aparte asuntos de seguros —continuó Seng—, creo que lo más probable es que vendieran el barco. Los nuevos propietarios pusieron proa hacia el mar Negro, donde fue desmontado, transportado al Aral y vuelto a ensamblar.

Cabrillo se volvió hacia Murphy con las cejas arqueadas.

—Has de admitir que eso tiene mucho más sentido que tu idea de ciencia ficción.

Mark parecía un niño al que acababan de robar su juguete favorito.

—Detesto ser quien lo diga —intervino Max Hanley con una sacudida resignada de su cabeza de bulldog—, pero es posible que Mark no ande errado.

—¿Perdón?

—A principios del siglo veinte, la única forma de llegar al mar de Aral era por caravana, probablemente utilizando camellos en lugar de caballos. Se halla a miles de kilómetros de cualquier corriente de agua navegable, y estamos hablando de un barco que pesaba doscientas toneladas y no estaba diseñado para poder ser desmantelado con facilidad. ¿Alguien sabe lo que es capaz de cargar un camello de dos jorobas normal? Poco más de cien kilos, y punto. Un poco más arrastrando una carreta. ¿Cuántos viajes serían necesarios? ¿Cuántos animales? Sería más sencillo, y barato, que nuestro ficticio amigo ruso construyera un barco en el Aral antes que transportar uno. Pero la cuestión es la siguiente: ¿dónde lo ensamblaría? Necesitaría un dique seco o un astillero grande, y estoy dispuesto a apostar lo que queráis a que no encontraréis ninguno en esa región hacia 1902.

Eddie intervino de inmediato.

—Podrían haberlo utilizado durante años en el mar Negro, y transportarlo con posterioridad al Aral.

—Esa ventana se cierra después de la Revolución rusa —replicó Max—. Se acaban los ricos y, por añadidura, los juguetes de los ricos. Mark puede seguir investigando, pero dudo que las instalaciones que acabo de mencionar existieran en 1917. —Miró de hito en hito a los socios de la Corporación—. Yo también creo que la idea de Murphy es demencial, pero no hay que descartarla así como así.

Juan Cabrillo asintió, pero no estaba para nada convencido.

—Murphy, ¿algo en tus investigaciones sobre Tesla indica que estuviera trabajando en la teleportación?

Esta vez, fue el turno de Mark de componer una expresión de frustración.

—Nikola Tesla es una figura muy vaga, sobre todo en sus últimos años, cuando se convirtió en un paria, y no hay forma de saber en qué estaba trabajando en realidad. Se habla de rayos mortíferos, máquinas de provocar terremotos y control de la mente. Es imposible saber qué hay de cierto y qué son especulaciones.

—¿Quién lo sabría?

—Me alegro de que lo preguntes.

Mark agitó sus manos enguantadas en el aire, apartó a un lado la información sobre el Marguerite y la información del seguro, e hizo aparecer en pantalla la foto de un hombre calvo y anciano, que encajaba con el estereotipo del profesor despistado. En la foto, llevaba una chaqueta de tweed y gafas grandes de montura negra. Sus facciones eran poco pronunciadas y su expresión perpleja. Intentaba disimular su calvicie con una cortinilla, que era la única concesión a la vanidad.

—Éste es el profesor Wesley Tennyson, físico teórico que trabajaba en el MIT. Se jubiló hace cinco años y se fue a vivir a Vermont. Es el autor de la biografía definitiva de Tesla, El genio de Serbia.

»Eric y yo hemos investigado la vida de este tipo de todas las maneras posibles. Desde que abandonó el MIT, vive prácticamente recluido. Su número no consta en el listín telefónico y no tiene cuenta de correo electrónico, tan sólo un apartado de correos. Pero localizamos una dirección actual en la capital de Vermont, Montpelier. Según las convenciones actuales, está desaparecido en combate.

—¿Por qué nos cuentas esto?

—Es nuestra excusa por no haberle interrogado todavía —explicó Eric.

Cabrillo se reclinó en su silla ergonómica y enlazó los dedos detrás de la cabeza.

—Así que el dúo dinámico ha fracasado.

—Utilizar la tecnología para localizar a un ludista es como intentar capturar una mariposa con un yunque.

Max lanzó una risita cuando Juan Cabrillo no encontró la réplica adecuada.

—Da la impresión de que alguien va a ir a Vermont —dijo, con la vista fija en el Presidente—. No olvides traernos jarabe de arce.

—Ah, y helado de Ben y Jerry —añadió Eric—. A Hux le encanta su Cherry Garcia.

Juan paseó la vista alrededor de la sala.

—Creo que Vermont es famoso también por el granito. ¿Alguien quiere un poco? —Nadie se ofreció voluntario—. Muy bien, iré al norte. Mark y Eric, quiero que los dos encontréis alguna explicación más plausible de cómo el barco terminó en el mar de Aral. Max, dijiste algo acertado sobre un dique seco o un astillero. Bucea en todos los archivos que puedas, a ver si encuentras alguna mención al respecto en el mar de Aral. Para curarnos en salud, abarca desde 1902 hasta que empezaron los trabajos de irrigación que, al final, secaron el lago. Hablando de otra cosa, Max, ¿cuándo acabaremos de aprovisionar el barco?

Max se había puesto unas gafas de leer y le miró por encima de ellas con expresión de desdén burlón.

—¿Quieres investigar lo que podría ser el descubrimiento científico más grande de la historia desde que el hombre inventó el fuego, y me preguntas por las provisiones? ¿Tanto te repele la idea?

—La verdad es que sí. Linda nos está esperando. ¿Cuál es nuestro tiempo estimado de llegada a las Bermudas?

Max se quitó las gafas y estudió a Juan. Esperó un momento antes de hablar.

—Cuando Nikola Tesla inició sus estudios, no tenía competencia. Nada estaba vedado porque, bien, porque el campo recién nacido de la electricidad era tan nuevo que nadie sabía que existieran límites. Montones de científicos modernos se abstienen de investigar ciertas cosas porque se aferran a la idea preconcebida, basada en sus predecesores, de que algunas cosas son imposibles. La cuestión es que Tesla carecía de tales limitaciones porque fue el primero. Fue el pionero que fijó los límites. ¿Quién puede negar que investigó la teleportación, los rayos mortíferos y la máquina de provocar terremotos? El que jamás publicara sus hallazgos no quiere decir que no tuviera éxito. —Miró a Mark y Eric—. ¿Quién fue el tipo que dijo que la teleportación era imposible?

—Werner Heisenberg —respondieron al unísono, y ambos añadieron—: El principio de la incertidumbre de Heisenberg.

—Exacto. Puedes saber dónde está una partícula subatómica o su espín, pero no ambos. —El tono de Max era el de una pregunta, y cuando obtuvo un par de asentimientos de los genios residentes, continuó—. Esto sucedió décadas después del marco temporal del que estamos hablando. Tesla no conocía el principio de incertidumbre, de modo que su pensamiento carecía de constreñimientos.

—Pero, Max —terció Juan Cabrillo—, el principio se aplica a Tesla, con independencia de que lo conociera o no. Por ejemplo, nada jamás superó la velocidad de la luz antes de que Einstein demostrara que era imposible, y nada lo ha hecho desde entonces.

Max Hanley había tendido una trampa lógica, y Cabrillo había caído en ella. El segundo de a bordo remachó.

—Hace un par de meses recibiste una llamada telefónica de un ordenador basado en el entrelazamiento cuántico que depende de que las partículas subatómicas se comuniquen entre sí a una velocidad mayor que la de la luz. «Imposible», dijiste, pero recibiste la llamada. Lo único que estoy diciendo es que, en lo tocante a la tecnología, la imposibilidad de ayer es la interacción persona-ordenador de mañana. Ve a Vermont con mentalidad abierta, y Murphy, Stone y yo elaboraremos una teoría alternativa que se acomode a tu gestalt.

—¿Gestalt? —sonrió burlón Cabrillo.

—Es una forma de decirlo —rió Max—, no te burles. Intenta ser objetivo, tu teléfono móvil tiene más capacidad informática que la sonda espacial que puso al hombre en la Luna. Y ambas cosas se consideraban imposibles menos de diez años antes de que fueran inventadas.

—Estupendo, estaré abierto a todas las posibilidades. Volviendo a mi pregunta original, ¿cuándo terminará el aprovisionamiento del barco?

—A las diez de esta noche. Estamos esperando un cargamento de un mayorista de licores, y el vuelo desde Anchorage con nuestras patas de cangrejo aterriza en Newark a las ocho y media.

—Un ejército viaja sobre su estómago —comentó Linc.

—Y el hígado, por lo visto —añadió Eddie Seng—. Será agradable volver a saborear bourbon de verdad. Max, esa bazofia africana que compraste en Madagascar era peor que matarratas.

—¿Qué esperas a dólar la botella?

—Sólo me siento agradecido de que esa basura no nos dejara ciegos.

—Si te quedas ciego, será por otros motivos —replicó Hanley. Miró al Presidente—. El práctico subirá a bordo a las once. ¿Vas a reunirte con Linda y el emir en las Bermudas pasado mañana?

—De hecho, se han adelantado. Tendremos que poner este cascarón de nuez a toda máquina para llegar a las Bermudas dentro de veinte horas si queremos pillarlos.

Juan Cabrillo pensó un momento en la sincronización de las diversas actividades.

—Una vez que haya hablado con el profesor Tennyson, viajaré en un vuelo comercial hasta Hamilton y avisaré a Gómez para que me recoja con el helicóptero. Seremos la sombra del emir tal como dice el contrato, pero quiero que el barco esté preparado para salir pitando en cualquier momento. —Miró de hito en hito a sus hombres—. Yuri Borodin murió por revelar un secreto que obra en poder de Pytor Kenin. No vamos a parar hasta descubrir qué es.