8

UN segundo después, Juan Cabrillo había rehecho sus pasos, toda duda disipada. El estado contemplativo y analítico dio paso al modo de supervivencia, en el instante que tardó el estímulo auditivo al percibir el disparo en sincronizarse con el visual.

Se encontraba en un espacio estrecho no mayor que una cabina telefónica, dotada de una escalerilla de hierro que subía al puente. La luz del sol se filtraba desde arriba, señal indudable de lo expuesto que estaría en lo alto, pero como no tenía otra alternativa subió. Una capa de arena impregnaba la cubierta cuando emergió en la timonera. Hacía mucho tiempo que habían robado casi todos los accesorios. La rueda del timón y la bitácora habían desaparecido, así como el aparato del telégrafo y la mesa de derrota. Los pocos ornamentos de latón y bronce que quedaban estaban ennegrecidos y sembrados de agujeros, y lo que habrían sido paneles de teca no eran más que una chapa fina como el papel que el tiempo había teñido de gris.

Cabrillo se quedó agachado bajo los amplios ventanales que abarcaban tres lados del puente. La cuarta pared carecía de adornos, salvo unos soportes metálicos, que tal vez habían sostenido un extintor o algún aparato similar, y una puerta que conducía a popa. Se arrastró hacia ella y echó un vistazo al pasillo, forrado también de madera blanqueada, y en el que todavía quedaban fragmentos de una alfombra podrida adheridos a la línea divisoria entre la pared y el suelo. A tan sólo un metro a popa de la puerta del puente, todo el espacio estaba invadido de arena hasta el techo.

Estaba atrapado.

Volvió al puente y miró con cautela por encima del marco de una ventana, con la esperanza de localizar al francotirador. Una bala se hundió en el metal a unos dos centímetros de su cabeza, y abrió un agujero en el acero erosionado como si no fuera más sólido que una gasa. Aparecieron cuatro agujeros más en el punto donde había estado agachado un segundo antes. Y cuatro diminutos géiseres de arena brotaron del suelo al lado de su forma encorvada, cuando más balas se estrellaron en la cubierta.

Cabrillo adoptó una nueva posición, a sabiendas de que el francotirador no podía verle, porque había calculado que se hallaría a mitad de la ladera de la cercana isla/colina, aunque no estaba seguro del emplazamiento exacto.

Otra ráfaga barrió el puente y practicó agujeros en su revestimiento metálico, pues el tirador confiaba en que un disparo fortuito alcanzara a su presa. Juan Cabrillo se había aplastado contra la pared de proa, donde el marco de la esquina ofrecía mejor protección. El aire caliente del puente estaba impregnado de polvo, levantado por las balas que llovían sobre el suelo.

Permaneció inmóvil, sin pensar todavía en el motivo de la situación en que se encontraba. Eso vendría después. Ahora, lo único que ocupaba su mente era la supervivencia. Las balas llegaban desde el lado de babor del barco, de manera que podría saltar por la ventana de estribor y esconderse detrás de la mole del barco, pero cien metros de desierto despejado le separaban del todoterreno. Le abatirían en cuanto abandonara el refugio de la sombra del barco.

No tenía nada con qué distraer al tirador. Su bolsa estaba en el UAZ, y la pierna artificial que llevaba era un modelo comercial, pues pensó que no valía la pena correr el riesgo de entrar un arma de contrabando en Moscú.

Pensó en esperar hasta que cayera la noche. Cabrillo era un tirador excelente, pero carecía del entrenamiento especial de un francotirador. Sabía por conversaciones sostenidas con Franklin Lincoln, el antiguo miembro de los SEAL que era francotirador de la Corporación, que un tirador avezado podía permanecer inmóvil en su escondrijo durante días. El hombre que le acechaba no tiraría la toalla, y con una mira térmica, el cuerpo de Cabrillo se vería como una aparición vaporosa contra el fondo del desierto. En cualquier caso, un blanco más fácil de noche que de día.

Tres balas impactaron en el puente, aplastaron el acero y levantaron más arena.

El tirador no sabía si había alcanzado su objetivo. Intentaba mantener inmovilizado a Cabrillo, lo cual debía significar que iba acompañado de más hombres, que se estarían acercando bajo la protección de sus disparos.

Juan no podía moverse y tampoco podía quedarse quieto.

Se quitó las gafas de sol espejadas y las alzó justo por encima del antepecho de la ventana. Después las movió muy despacio para que dieran la impresión de ser tan sólo una sombra. En su reflejo convexo vio la llanura que separaba su posición de la del tirador. Exhaló un pequeño suspiro de alivio. No había ningún equipo de ataque atravesando el desierto. Sonó otro disparo. La bala se incrustó en la pared a espaldas de Cabrillo. El tirador no había visto las gafas y estaba disparando sólo para obrar efecto, pero él había localizado su escondite gracias a una diminuta chispa del cañón del arma.

El tirador estaba un poco por encima del primer lugar calculado por Cabrillo, agazapado en un pliegue de la ladera. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. La situación era una prueba evidente de que el barco misterioso de Karl Petrovski era importante, aunque él no había descubierto todavía nada significativo. Era otro casco oxidado más de los que sembraban el lecho marino.

Si no iban a llegar más tropas, ¿de qué servía mantener inmovilizado a un hombre desarmado? ¿Por qué no atacar de una vez y acabar el trabajo?

Una explicación se abrió paso en su mente y le impulsó a entrar en acción. El tirador estaba a punto de consumar su deseo, pero Cabrillo se guardaba un as en la manga. Estaba convencido de que habían sembrado de explosivos el barco. El tirador había ido a borrar todas las huellas del descubrimiento de Petrovski. Desde el punto de vista del tirador, o su presa moría cuando detonaran las bombas, o huiría y el tirador la abatiría desde su escondite. Misión cumplida.

—Ni hablar —masculló Cabrillo, cuando llegó a la puerta que conducía a los compartimientos de popa.

Las bisagras estaban dentro del pasillo, de modo que tuvo que reptar a través de la puerta metálica y cerrarla en parte. Protegido del viento, el acero seguía tan duro como el día que lo habían forjado. Los pernos de la bisagra tenían topes bulbosos que facilitaban la tarea de extraerlos, si alguna vez se presentaba la necesidad. El del centro salió de la bisagra con tanta facilidad como una mala hierba del suelo. El siguiente se resistió mucho más, pero Cabrillo logró extraerlo también. Fue el perno de abajo el que se negó a moverse, por más fuerza que empleó, y el sudor no tardó en empaparlo, de modo que se quedó sin asidero.

Maldijo, se subió la pernera del pantalón y se quitó el calcetín que sujetaba la prótesis. La parte superior de la pierna, donde se encontraba con la carne, era lisa y redondeada para impedir las rozaduras, pero había una rugosidad dura junto a la parte articulada del tobillo. Encajó esta rugosidad bajo el testarudo tope del perno y golpeó el talón de la pierna con la mano. El perno continuó encajado en su sitio como si lo hubieran soldado.

No tenía ni idea de cuánto tiempo le quedaba, pero recreó en su mente la imagen típica de un temporizador digital desgranando los segundos, hasta que sólo quedaron unos cuantos. Golpeó de nuevo con la palma de la mano el talón. Y otra vez.

—Vamos.

Otra vez. Y otra.

Partículas de óxido se desprendieron del perno, y después se elevó apenas. Cada golpe en la pierna lo levantaba un poco más. Medio centímetro. El siguiente golpe lo empujó otro medio centímetro. Y después uno entero.

La palma de Cabrillo estaba entumecida cuando el perno recalcitrante se soltó por fin y cayó sobre la cubierta.

La puerta se desplomó contra él y golpeó su espinilla con fuerza suficiente para agrietarle la piel. Calculó que la puerta pesaría, como mínimo, unos setenta kilos.

Se sentó sobre la cubierta y se volvió a colocar la pierna artificial.

La puerta suelta se cernía sobre él, un peso muerto que estaba a punto de convertirse en su mejor amigo y su peor pesadilla.

Agarró el metal caliente y depositó la puerta sobre el puente, con cuidado de mantener su escudo improvisado entre el tirador y él. El pistolero sólo tardó unos segundos en concluir que algo estaba pasando, porque un par de rápidos disparos impactaron en la puerta. La sensación fue la de que alguien la hubiera golpeado con una almádena. La fuerza de los impactos obligaron a Cabrillo a retroceder un paso, de manera que se aplastó de nuevo contra la pared de estribor de la timonera.

Se arrastró y empujó la puerta sobre el alféizar. El tirador hizo otros dos disparos, pero no alcanzó a su presa. Juan Cabrillo empujó su escudo con más fuerza y saltó a la cubierta principal. Tal como era su intención, la puerta golpeó la barandilla exterior del barco y la desgajó, para caer a continuación sobre el suelo del desierto.

No tenía ni idea de cuánto tiempo tardaría el tirador en adivinar su plan, de modo que procedió con celeridad y saltó los tres metros que le separaban del suelo. Giró la puerta para poder arrastrarla, acuclillado bajo su protección. Sus dedos apenas podían sujetarla, y la puerta hundió su borde en la grava suelta.

Al cabo de escasos segundos, el ácido láctico ya se estaba concentrando en los muslos y la espalda de Cabrillo, y se le estaban quedando entumecidos los dedos. Continuó avanzando centímetro a centímetro, arrastrando la puerta detrás de él y agachado, para no quedar expuesto al tirador. Un momento después de salir por debajo del costado del barco abandonado, el tirador disparó tres balas en rapidísima sucesión. Cada una alcanzó la puerta casi en el mismo lugar exacto.

La fuerza cinética de los proyectiles logró que Cabrillo soltara su presa, y la puerta cayó sobre él. Se puso en pie a toda prisa y sostuvo la puerta casi en vertical. El tirador disparó de nuevo, y una vez más la bala rebotó en la puerta. Cada impacto abollaba el metal, y la transferencia de energía ponía el acero al rojo vivo, pero las balas no lo penetraban.

Juan Cabrillo comprendió que la carrera había empezado de verdad. El tirador no podía alcanzarle, de modo que tendría que tratar de atraparlo. Él tenía que recorrer cien metros para llegar al todoterreno. El francotirador debía salvar casi cuatrocientos metros, pero la mayor parte era cuesta abajo y nada le estorbaba. Sin embargo, el Presidente tenía que arrastrar el escudo hasta el todoterreno, pues de lo contrario el tirador dejaría de correr, alzaría el rifle y le dispararía mientras huía.

Arrastró la pesada puerta como un ancla que no pudiera soltar. Grava y arena saltaban donde el metal arañaba el suelo, y experimentó la sensación de estar arrastrando la mitad del desierto tras de sí. Su espalda chillaba de dolor cuando hubo recorrido las tres cuartas partes de la distancia que le separaba de su destino, y sus piernas temblaban como taladradoras, pero no se detuvo en ningún momento. El dolor era la forma que empleaba el cuerpo para informar a una persona de que dejara de hacer algo. Acercar una mano a una vela dolía, de modo que la retirabas por instinto, pero a la postre la mente controlaba el cuerpo, y podías dejar la mano sobre la llama hasta que la carne se asaba.

El cuerpo de Cabrillo le estaba diciendo que dejara caer la puerta y descansara, pero su mente ordenaba al cuerpo que no lo hiciera. Si abandonaba su escudo, moriría, de modo que se impuso al dolor y continuó arrastrando la puerta. Mientras tanto, el pistolero habría salido ya de su escondrijo y estaría corriendo hacia él a toda la velocidad que le permitían sus piernas.

Como para verificar sus sospechas, el francotirador disparó de nuevo. El sonido del rifle se oyó mucho más cerca, demasiado cerca, y notó el impacto mucho más violento, puesto que la bala había perdido muy poco de su impulso al haber disminuido la distancia.

Volvió la cabeza. El pesquero que al principio había considerado el barco misterioso se hallaba a sólo veinte metros de distancia. ¿Y el pistolero? ¿A cien? ¿A doscientos? No podía saberlo, y corría el riesgo de perder la cabeza si la asomaba por la puerta.

Tal vez por décima vez, levantó un poco la puerta sobre sus hombros para salvar la montaña de escombros que se estaban acumulando en su base mientras la arrastraba. Decidió cambiar de posición, bajó la puerta para que se deslizara con más facilidad sobre la arena, pero sobre todo para aplacar la tensión sobre sus brazos, piernas y espalda. Le dolían los dientes de tanto apretar la mandíbula, pero consiguió acelerar el paso.

El francotirador intuyó que su presa se iba a escapar, de modo que disparó una ráfaga. Varias balas se estrellaron en la puerta, pero la mayoría impactaron en el suelo a ambos lados del Presidente.

Como en cualquier carrera, el último tramo era el más difícil, y ambos hombres estaban dando el máximo de sí. Cabrillo lanzó un grito primal mientras arrastraba la pesada puerta, con las piernas ejerciendo presión contra el suelo de piedra. Volvió a mirar y vio la proa del pesquero a sólo cinco metros de distancia.

Dejó caer la puerta al suelo y se puso a correr. El francotirador se hallaba a cuarenta metros de distancia, y el repentino cambio de táctica de su presa le pilló desprevenido. No tuvo tiempo de alzar su rifle, de modo que disparó desde la altura de la cadera cuando Cabrillo rodeó la proa del pesquero y se perdió de vista.

Sintió una punzada de dolor en el cuello cuando la bala se estrelló contra el casco de acero en el momento en que lo rodeaba y fue alcanzado por fragmentos de metal sueltos. El todoterreno se encontraba a una docena de metros de distancia.

Se lanzó sobre el capó del UAZ segundos antes de que el francotirador llegara al barco y volviera a disparar contra él. La ventanilla del lado del conductor saltó en pedazos. Juan Cabrillo cayó al suelo al otro lado del todoterreno, se puso en pie de un salto y pasó la mano a través de la ventanilla bajada del pasajero, con los ojos clavados en el tirador por primera vez desde que empezara su enfrentamiento. El hombre iba vestido de caqui de pies a cabeza, pero no llevaba la ropa típica de un uzbeko o un kazako. Tenía el aspecto de haber salido de un catálogo de ropa Beretta.

Su atacante se detuvo a menos de veinte metros de distancia y empezó a apoyar el rifle contra el hombro para disparar a matar.

La mano de Cabrillo palpó la forma familiar del viejo AK-47 de Yusuf, el arma que había insistido en llevar porque los contrabandistas utilizaban el antiguo lecho marino para sacar y entrar material del país. Lo levantó lo suficiente para girar el cañón hacia el tirador.

La culata del rifle del tirador se encontraba tan sólo a quince centímetros y medio segundo de la posición de tiro óptima, cuando Cabrillo apretó el gatillo y lanzó una andanada de veinte balas por la ventanilla destrozada del conductor. Varios disparos no llegaron a salir del todoterreno, pero sí los suficientes, y tanto la ráfaga como sus oraciones surtieron efecto.

El francotirador se estremeció como si hubiera agarrado un cable eléctrico cuando ocho balas taladraron su cuerpo de pies a cabeza. Juan Cabrillo ya no tenía fuerzas para impedir que el cañón del AK se alzara, de manera que los últimos disparos perforaron el techo del UAZ. Por fin, consiguió separar el dedo del gatillo cuando el pistolero se desplomó sobre la arena.

Soltó el AK y cayó al suelo como un saco, la espalda apoyada contra el todoterreno. Engulló bocanadas de aire. No se sentía preocupado por el francotirador que le había atacado. No era una película. El hombre estaba muerto. Aun así, se concedió sólo noventa segundos antes de ponerse en pie.

Dio la vuelta al vehículo, y después avanzó tambaleante hacia el tirador. Al igual que su ropa, no poseía los rasgos faciales de un nativo. Miró…

La explosión le lanzó por los aires, y la onda de choque desprendió hojuelas de herrumbre del viejo pesquero como si hubiera sido alcanzado por un huracán. El sonido despertó ecos y rodó sobre el desierto como un trueno, y segundos después, fragmentos de roca y piedra llovieron desde el cielo. Cabrillo se tiró al suelo, con las manos alrededor de la cabeza para protegerla, hasta que el chaparrón de restos diversos amainó, y sólo cayeron sobre él polvo y humo.

Se puso a cuatro patas, se acercó al pesquero y miró al otro lado. La proa del barco misterioso había desaparecido. Sólo quedaba un hueco humeante en el suelo del desierto, un cráter del tamaño de una piscina olímpica. Termita, pensó. El tirador había utilizado termita y un detonador temporizado para causar tantos estragos. Cayó en la cuenta de que el fragmento de barco más grande que quedaba intacto era la puerta que había utilizado como escudo.

Se acercó a ella y le dio una palmada afectuosa.

—No sabía que te estaba salvando la vida mientras tú me salvabas la mía.

Sólo entonces reparó en la pequeña placa de latón que había estado sujeta a la parte inferior de la puerta. No la había visto cuando soltó los goznes porque el pasillo estaba a oscuras, y la parte interior de la puerta había estado de cara al francotirador todo el rato que la había utilizado como escudo. Tuvo que limpiar un poco de tierra para leer lo que estaba grabado en la vieja placa.

Eran un par de palabras. Pasarían días antes de que comprendiera las implicaciones de lo que leía, y algunas semanas antes de que pudiera desentrañar las ramificaciones, pero durante aquellos primeros segundos sólo experimentó una gran confusión.

ASTILLEROS C. KRAFT & SONS

ERIE, PENSILVANIA