TAL como el nombre implica, el mar de Aral, el «mar de Islas», contó en otro tiempo con miles de ellas, que salpicaban las olas levantadas por el viento. Hoy, se elevaban de lo que había sido el lecho marino como colinas del sudoeste de Estados Unidos, solitarios centinelas en la desolada llanura. Tras una noche casi de insomnio, en que la temperatura descendió por debajo de los cinco grados y Cabrillo se vio obligado a embutirse en la zona de carga posterior, porque Yusuf se había dormido en el asiento trasero, con la botella de vodka aferrada en una garra similar a la de un ave, se levantaron de nuevo poco después de que saliera el sol.
Yusuf se orientaba aprovechando sus inmensos conocimientos de las islas. Había sido pescador cuando los niveles de agua descendían, y reconocía la forma de cada una incluso ahora, cuando tenía que mirarlas desde la base. Cuando pasaban ante cada isla, señalaba una nueva dirección, tan seguro de sí mismo como si estuviera consultando un plano o una brújula. No había necesidad de GPS en tu patio trasero, y durante más de sesenta años todo el mar de Aral había constituido los dominios del viejo pescador.
Una vez más, Juan se quedó admirado por el surrealismo de la situación cada vez que pasaban junto a lo que quedaba de un barco hundido. Con frecuencia, se encontraban rodeados por campos de restos de equipos de pesca y utensilios de cocina. Uno de los barcos naufragados era un transbordador y, a juzgar por la forma de los coches oxidados que descansaban todavía sobre la cubierta y se hallaban diseminados alrededor de la quilla, se había hundido en las décadas de 1960 o 1970. Los vehículos poseían aquel utilitarismo cuadrado y despojado de todo adorno que tanto les gustaba a los soviéticos. Yusuf indicó que debían ir más despacio, de modo que Cabrillo guió el UAZ hasta que se detuvieron ante un coche concreto, un sedán que había sido de color tostado, pero que ahora exhibía más herrumbre que otra cosa. Sus neumáticos eran charcos desinflados alrededor de cada rueda, si bien, cosa curiosa, todos los cristales continuaban intactos.
Yusuf descendió del todoterreno e indicó a Cabrillo que le siguiera. Como desconocía qué le interesaba al hombre, avanzó con cautela, mientras escudriñaba el lejano horizonte y el montecillo que había sido una isla, a unos dos kilómetros al oeste. El sabor amargo de la sal que el viento revolvía era todavía más intenso que en Muynak. Dio un trago a la botella de agua antes de bajar del vehículo, y tuvo que escupirla. Sabía a mar. El segundo trago fue salobre, y sólo el tercero le supo a agua fresca.
El viejo uzbeko se había parado al lado de la ventanilla del conductor del coche. Había utilizado la manga de la bata para limpiar un poco el polvo que se adhería como una costra al cristal y mirar dentro. Se quedó inmóvil un minuto antes de indicar a Cabrillo por gestos que ocupara su sitio. Sintió que un escalofrío supersticioso recorría su espina dorsal. Apretó la cara contra el cristal caliente. Se filtraba suficiente luz por el sucio parabrisas para poder ver los restos de un cuerpo derrumbado en el asiento del pasajero. No quedaba gran cosa, salvo fragmentos de ropa y huesos blanqueados. El cráneo estaba intacto, pero situado en un ángulo tal que sólo se veía la protuberancia redondeada del lóbulo occipital.
Cabrillo interrogó a Yusuf con la mirada. Dijo algo en su idioma nativo, y después recordó la palabra rusa equivalente.
—Hermano.
Juan Cabrillo gruñó, y pensó en el golpe que debía significar perder un hermano en el mar para encontrar su cadáver años después, cuando las aguas que le habían reclamado se habían evaporado hasta desaparecer. También se preguntó por qué Yusuf no había enterrado los restos según los ritos musulmanes, pero cayó en la cuenta de que aquélla había sido su tumba durante décadas, y removerlos ahora equivaldría a un sacrilegio. Como no había palabras que decir, dio un apretón al huesudo hombro del anciano y volvió hacia el todoterreno. Yusuf se reunió con él un minuto después, mientras dirigía a su hermano lo que Cabrillo consideró una postrera mirada, y señaló hacia el norte.
Durante seis horas más, en tanto la temperatura subía y el sol abrasaba cada vez más, fueron avanzando hacia su destino, zigzagueando de isla en isla, siguiendo el plano que Yusuf tenía grabado en la mente. Al menos una vez cada hora tenían que parar el UAZ y dejar que el motor se enfriara. En una de tales paradas, Cabrillo tuvo la prudencia de añadir un galón de agua al radiador, al tiempo que llenaba el depósito de gasolina con las latas de reserva que llevaban.
No entendía ni una palabra de lo que Yusuf iba diciendo mientras conducía, pero el anciano estaba enfrascado en un monólogo interminable. Sólo podía suponer que el uzbeko estaba contando historias de excursiones de pesca que había hecho a las islas que estaban dejando atrás. El hombre señaló una gran depresión en el suelo, que en otro tiempo había sido una fosa submarina. En el fondo había docenas de rocas, y desde ellas se esparcían en abanico los restos de incontables redes de pesca, como telarañas caídas en el suelo.
Yusuf habló con pasión del lugar, la voz restallante de ira hasta que ya no pudo reprimirse, lanzó una última maldición y escupió. Juan Cabrillo comprendió que debía haber perdido más de una red de arrastre en el traicionero fondo de la fosa. No pudo disimular una sonrisa. El viejo se dio cuenta y su entrecejo se arrugó todavía más, hasta que él también comprendió lo absurdo de maldecir a rocas invisibles por capturas perdidas tanto tiempo atrás.
La carcajada que compartieron fue agridulce, ante la perspectiva de que ningún pescador volvería a perder redes allí.
El desierto se extendía sin límites.
Un poco después de mediodía, una forma empezó a definirse en el horizonte, rielando en el calor del desierto. Al otro lado había una isla más, una empalizada de roca que se elevaba en vertical como los muros de una fortaleza. Cuando se acercaron, la imagen pasó de ser un bulto amorfo sobre el suelo del desierto a adquirir la forma de otro barco, un poco más grande que los típicos barcos de pesca con los que habían topado hasta entonces, aunque más pequeño que el transbordador. A juzgar por su estado, era mucho más antiguo que otros. El mar había tenido más tiempo para erosionar el acero, y los seres submarinos habían contado con muchísimo tiempo para abrirse paso a través de las cubiertas de madera del barco. Yusuf señaló con determinación los restos del naufragio.
—¿Lodka misterioso? —preguntó Cabrillo.
—Da.
Maniobró hasta detener el todoterreno al lado del viejo barco, cuya eslora calculó en unos treinta metros, era ancho de manga. Habría surcado bien los mares, y se preguntó cuál habría sido la causa de su hundimiento. La isla estaba lo bastante cerca para que en una noche sin luna un timonel descuidado lo hubiera empotrado contra el pico de una roca que asomaba sobre la superficie con la consiguiente perforación del casco.
El lado donde estaba Cabrillo no mostraba daños. Algunas planchas estaban combadas de cuando golpeó el fondo marino, pero eso era todo. Conservaba los restos de un cabrestante en la cubierta de popa, que remataba con una inclinación para lanzar las redes, y después recuperarlas. El puente era un cubo encorvado sobre las amuras y los marcos abiertos de las ventanas parecían bocas paralizadas en un terrible chillido.
Apagó el motor del UAZ y descendió del vehículo. A sus pies, empotrada en la sal y el polvo, había una taza de café de cerámica, una pieza de loza importante que documentaba la dura vida a bordo de un pesquero y las grandes manos de los hombres que trabajaban en él.
Yusuf se reunió con él, y ambos hombres dieron la vuelta al barco para inspeccionar el casco. Al otro lado, Cabrillo vio la prueba que sospechaba, una larga hendidura bajo la línea de flotación que recorría casi una tercera parte de la longitud del barco. Había golpeado algunas rocas cerca de la isla, y como resultado habría zozobrado en cuestión de segundos. Era posible que algunos miembros de la tripulación hubieran conseguido nadar hasta la isla, que se hallaba a un cuarto de milla de distancia. Todo dependía del tiempo. Un mar encrespado los habría aplastado contra las rocas implacables.
De repente, el viejo uzbeko alzó las manos al aire y emitió un sonido gutural estrangulado. Apuntó con el pulgar al pesquero.
—Nyet lodka misterioso.
Señaló una larga depresión en el suelo, unos cien metros más adelante. Como un monstruo mítico que surgiera de la tierra, los restos de otro barco daban la impresión de alzarse de la fosa poco profunda, como si el borde fuera una ola y el barco se estuviera esforzando por coronarla.
—Lodka misterioso —anunció Yusuf.
Este barco parecía mucho más viejo que el que habían dejado atrás. Era imposible determinar su eslora, porque sólo los primeros diez metros se elevaban por encima del borde de la fosa. Era estrecho de manga. La cubierta de proa era bastante amplia, lo cual resultaba sorprendente en un pesquero, porque todo el trabajo tenía lugar en la popa, y su superestructura era más propia de un yate que de un buque comercial.
En lugar de dar otra vez la vuelta para regresar al todoterreno, Cabrillo cruzó el desierto en dirección al otro barco. Yusuf le siguió, utilizando el bastón para compensar su cojera.
El barco antiguo tenía una proa afilada y dos anclas, todavía inmovilizadas contra sus calabrotes. Todo su revestimiento era de un color herrumbroso uniforme, pues no quedaba ni una mota de su pintura original. Juan llegó al borde de la fosa y miró hacia abajo. La única chimenea se alzaba de la arena a unos tres metros de donde el casco se hundía en ella, el metal carcomido a causa de la erosión. Cabrillo utilizó la chimenea como referencia y calculó que mediría unos veintiún metros de eslora en total. Poseía las líneas rectas y verticales de un barco mucho más antiguo que el pesquero cercano. Le recordó un crucero de lujo creado en las postrimerías de la era victoriana.
No era un barco para faenar de la industria pesquera local, ni un transbordador que trasladara pasajeros de un lado a otro del Aral. Era el juguete de un hombre rico, tal vez perteneciente a un miembro de la antigua familia real que pasaba las vacaciones en las orillas del mar interior. Pero eso era absurdo. ¿Por qué el zar y la zarina irían de vacaciones a este lugar apartado de su reino?
¿Algún oligarca local? ¿Un personaje de antes de la revolución, que había ganado un montón de dinero y encargado la construcción del barco en el Aral? El buque era demasiado grande para haber sido transportado hasta aquí entero, incluso por tren, y no quedaron oligarcas después de que los bolcheviques terminaron con ellos.
De repente, Juan Cabrillo consideró el barco una anomalía. Algo en su presencia había despertado el interés de Karl Petrovski, y él también lo notaba. No era el tipo de buque adecuado para surcar estas aguas. Paseó la vista a su alrededor. Tampoco debería estar en este desierto, pensó.
La proa estaba incólume, de modo que, en teoría, las partes del casco que la arena había engullido revelarían las causas de su hundimiento.
Yusuf se acercó por fin arrastrando los pies y dio unos golpecitos a Cabrillo en el brazo para guiarle alrededor de la proa, donde alguien, probablemente Petrovski, había apilado piedras contra el casco, a suficiente altura para poder saltar por encima de la borda. Cabrillo escaló la pila y aferró el esqueleto metálico que quedaba de la barandilla, para luego izarse, pasar una pierna por encima y pisar la cubierta.
Quedaba muy poco de la madera original (teca, supuso), de manera que se vio obligado a pisar las costillas metálicas que habían sobrevivido a las inclemencias del tiempo. Bajo él vio un espacio vacío que en otro tiempo habría albergado la carga, o quizás había sido un camarote de proa. Ahora era un montón de polvo agitado por el viento.
Un estrecho pasadizo entre la barandilla y la superestructura le permitió acceder a una puerta estanca arrancada de sus goznes, apoyada como un borracho contra su jamba. Pudo atravesarla a duras penas, y cuando se encontraba a mitad del barco, Cabrillo hizo una pausa, con la espalda apoyada contra el suelo arenoso. Yuri Borodin era muchas cosas, pero no prestaba atención a los detalles. Se hacía una idea general, y punto. Se fijaba en la estrategia, no en la táctica. Las minucias le aburrían. ¿Por qué demonios malgastaría sus últimas palabras en animarle a ir en busca de un barco abandonado en un desierto?
Era todo tan absurdo en tantos sentidos que volvió a salir, hasta apoyarse de nuevo contra la borda. Yusuf le miró con su ojo bueno desde el suelo.
El disparo fue perfecto, e impactó en el cuello del anciano, de manera que su cabeza cayó sobre el pecho, y después volvió a desplomarse de una manera obscena, como si nada la sujetara al cuerpo. Una nube de sangre quedó suspendida en el aire. Yusuf se desplomó. Era como si se hubiera puesto de rodillas para rezar, pero con la cara plantada en la arena no había forma de suplicar a Alá. Estaba muerto mucho antes de tocar el suelo.
Entonces se oyó la seca detonación del disparo de un rifle y el eco de la bala, cuando atravesó la garganta de Yusuf y rebotó en el casco del barco.