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NUKUS, UZBEKISTÁN

AL final, los conocimientos dispersos de Eric Stone sobre los aeropuertos regionales de Asia Central se demostraron ineficaces. Cabrillo no iba a viajar a la nación, razonablemente estable, de Kazajistán, sino a su vecino del sur, más agitado. Uzbekistán poseía un récord abismal de derechos humanos, libertad de prensa cero, y cuando la abundante cosecha de algodón de la nación, su principal cultivo comercial, estaba preparada para ser trasladada desde los campos, en las faenas solían participar trabajadores forzados. Si bien no era más corrupto que los demás estados de la ex Unión Soviética de aquella parte del mundo, de haber podido elegir Cabrillo habría declinado el honor de visitarlo.

Según las investigaciones de Eric Stone, Karl Petrovski tenía cuarenta y dos años cuando murió en un accidente de tránsito en el que el conductor del coche se dio a la fuga, y era un respetado hidrólogo, licenciado en la Universidad de Moscú y en el Instituto Berlinés de Tecnología. Su contrato más reciente había sido con el gobierno de Uzbekistán, con el fin de copiar el éxito que Kazajistán estaba empezando a mostrar al invertir la devastación causada por los soviéticos y sus planes de irrigación de las décadas de 1940 y 1950, mal planteados y peor llevados a la práctica.

Antes de la intervención soviética, el mar de Aral era el mar interior o lago más grande del mundo, con una zona mayor que la de los lagos Hurón y Ontario combinados. El Aral mantenía una vibrante industria pesquera y turística, y era la savia de la región. En un esfuerzo por impulsar la producción de algodón en los desiertos circundantes, los ingenieros soviéticos desviaron agua de los dos ríos que alimentaban el Aral, el Amu y el Syr, hacia inmensas redes de canales, la mayoría de los cuales perdían más de la mitad del agua que recibían. En la década de 1960, el nivel del lago empezó a bajar de una manera radical.

Los soviéticos sabían que éste sería el resultado de sus proyectos hidrológicos, pero un gobierno centralista prestaba escasa atención al impacto ambiental de sus planes. Medio siglo después, el mar de Aral, que significaba el «Mar de las Islas», se había empequeñecido hasta tal punto que ahora consistía en varias extensiones de agua salobre separadas entre sí que apenas podían sustentar vida. De hecho, su actual salinidad triplicaba la de los océanos del mundo. Las flotas pesqueras, antaño numerosas, se hallaban ahora abandonadas y herrumbradas en un desierto estéril. La reducción del mar de Aral cambió las pautas climáticas locales, recalentó el aire y disminuyó las lluvias estacionales. Polvo, sal y pesticidas procedentes de los campos de algodón envenenaron más la tierra, hasta que sólo quedó un paisaje cuya desolación podía compararse con la de la Luna.

La única buena noticia de toda la triste historia de la zona era que el gobierno kazako estaba trabajando para desviar agua hacia el norte del mar de Aral en un intento de revitalizar el lago. En aquellos momentos, la orilla del lago ya se estaba extendiendo hacia la principal ciudad portuaria de Aralsk. La pesca comercial estaba empezando a recuperarse, y se estaban produciendo cambios en el microclima que contemplaban un aumento de la lluvia.

En un tardío intento de emular a sus vecinos del norte, los uzbekos estaban investigando la viabilidad de un proyecto similar. Karl Petrovski había sido miembro del equipo que obtuvo éxito en Kazajistán, y durante el año anterior había estado trabajando en el intento de reproducir el éxito de nuevo.

Cabrillo dudaba de que el trabajo de Petrovski en aquel campo hubiera sido la causa de su muerte. Debía ser algo relacionado con Nikola Tesla, lo cual parecía improbable, o bien con el enigmático barco misterioso, con respecto al cual ninguna investigación había logrado descubrir la menor pista.

Todo ello había llevado al Presidente hasta aquel desolado lugar, barrido por los vientos, que podía considerarse el culo del mundo. Cuando salió del aeropuerto con fachada acristalada, tras volar hacia el sur desde el aeropuerto de Domodedovo de Moscú, Cabrillo se topó con una muralla de aire abrasador y polvo salado. Se caló enseguida unas gafas de sol y se subió un poco más la bolsa de viaje a la espalda. El pasaporte que había utilizado para el viaje le identificaba como fotoperiodista canadiense, y los documentos que portaba afirmaban que trabajaba en un artículo que confiaba vender al National Geographic.

Durante su estancia en Rusia había vestido una chaqueta, una camisa blanca de cuello abierto y zapatos de vestir gastados, pero ahora había desechado aquella ropa y adoptado el atuendo de rigueur de los fotógrafos del mundo: pantalón caqui, botas y un chaleco equipado con incontables bolsillos. Cargaba con una segunda bolsa que contenía una Nikon SLR, algunas lentes y suficiente parafernalia para completar la tapadera.

Dicho disfraz tenía sus pros y sus contras. En una nación como Uzbekistán, donde los medios de comunicación estaban sometidos a una contumaz represión, tomar fotos hasta hartarse llamaba siempre la atención de las autoridades. Como Juan no albergaba la menor intención de sacar la cámara de su bolsa cerca de cualquier edificio gubernamental o base militar, no debería causarle problemas.

Por el lado positivo, los ladrones solían comprender que los fotógrafos raras veces llevaban encima algo que valiera la pena robar, aparte de sus cámaras, y las víctimas siempre denunciaban estos hurtos a la policía, que por lo general sabía quién era el responsable y, como no quería dar mala fama a su país, procedía a veloces detenciones.

A salvo del gobierno, a salvo de presuntos atracadores. Hizo caso omiso de los ofrecimientos de los taxistas, que prometían estupendas tarifas hasta la ciudad cercana, y se concentró en un baqueteado UAZ-469. El todoterreno ruso habría salido de la línea de montaje más o menos al mismo tiempo que Cabrillo aprendía a utilizar el retrete. La carrocería era una combinación de parches metálicos, pintura mate de un tono parduzco y polvo, tan mellado y arrugado que parecía la piel de un perro Shar Pei.

El joven parado al lado, con un cigarrillo en una mano y un letrero con el apellido Smith escrito en la otra, observaba a las multitudes que salían de la terminal con la paciencia depredadora de un halcón. Cuando vio que Cabrillo se alejaba del grupo de viajeros que negociaban tarifas y se dirigía hacia él, tiró el pitillo y exhibió una sonrisa manchada de tabaco.

—¿Señor Smith, sí?

—Soy Smith —replico Cabrillo, y aceptó la mano extendida para intercambiar un entusiasta apretón.

—Yo soy Osman —anunció el joven con un acento casi impenetrable—. Bienvenido a Uzbekistán. Sea usted muy bienvenido. Me dicen que le esperara aquí con mi mejor camión del desierto y, como ve, es una belleza.

El ruso era la lengua universal entre las diversas tribus y subtribus de la región, y Cabrillo podría haberle ahorrado al representante de la compañía de alquiler de coches la tortura de hablar en inglés, pero había pocos fotoperiodistas canadienses que hablaran ruso con fluidez, de modo que se ciñó al inglés.

—Es una belleza —contestó Juan, mientras echaba una mirada de reojo al pequeño reguero de aceite que brotaba de debajo del chasis.

—No me dicen que fuera a necesitar un conductor, ¿sí?

Aquélla era la intención del individuo, comprendió Juan. Alquilar un todoterreno era una cosa, una tarifa innegociable que aparecía en la web arcaica de la empresa. Osman aspiraba al lucrativo contrato de ser su chófer y su guía turístico personal durante los cuatro días que había contratado el UAZ.

—No se lo dijeron porque no necesito un chófer.

Entonces Cabrillo le arrojó un hueso.

—Le pagaré con mucho gusto si me consigue algunas latas más de gasolina.

—¿Se va a internar en el desierto?

—No hasta el punto de no poder regresar.

El uzbeko pensó que era un chiste fantástico y rió hasta sufrir un acceso de tos. Encendió otro cigarrillo.

A Juan le gustaba fumar de vez en cuando un puro, de manera que no echaba en cara a nadie una pizca de nicotina, pero era incapaz de imaginarse fumando cigarrillos en un cuenco de polvo, atragantándose con tanta arenilla que sintiera los dientes como papel de lija y los pulmones como dos sacos de cemento medio vacíos.

—Está bien —replicó decidido Osman—. ¿Tal vez después de que me deje en mi oficina de la ciudad? —preguntó, con más timidez.

Era algo que a Cabrillo siempre le había gustado de Oriente Próximo y Asia Central: todo el mundo procuraba sacar siempre algo más de un trato. Daba igual que fuera insignificante, siempre que el otro cediera una fracción más que tú. Para la mayoría de occidentales, era algo propio de seres mentirosos y codiciosos, pero lo cierto era que tales negociaciones ponían a prueba el carácter de cada persona. Aceptar demasiado deprisa significaba ser catalogado de pueblerino; si insistías demasiado, caías en la categoría de pedante. El equilibrio definía el tipo de persona que eras.

—De acuerdo. —Cabrillo asintió y extendió una mano para cerrar el trato—. Pero sólo si me invita a una taza de té en su oficina —añadió cuando las palmas se tocaron.

La sonrisa de Osman regresó, y era mucho más sincera que la zalamería de vendedor que había desplegado antes.

—Me gusta usted, señor Smith. Es estupendo.

La distracción de tomar el té con Osman sólo le robaría unos minutos, pero que aquel joven buscavidas uzbeko le tildara de «estupendo» consiguió que Juan sonriera por primera vez desde la muerte de Borodin.

La carretera en dirección norte que conducía a la antigua ciudad marítima de Muynak era una cinta de asfalto agrietado capaz de reventar los riñones a cualquiera, experiencia que la suspensión inexistente del UAZ empeoraba todavía más.

El terreno era llano, un desierto barrido por el viento con ocasionales brotes de vegetación descolorida. Lo único interesante que vio Cabrillo fueron los camellos bactrianos de doble joroba. Eran más bajos que sus primos de una sola joroba, y tenían mechones de grueso pelo alrededor del cuello, así como encima de cada grasienta joroba. No estaba seguro de si pertenecían a alguien o eran salvajes, pero a juzgar por la manera pasiva en que les miraron cuando pasaron por la solitaria autopista, era evidente que estaban acostumbrados a la presencia humana.

Muynak se hallaba a tan sólo ciento ochenta kilómetros de Nukus, pero no obstante el viaje se prolongó durante casi cuatro horas. Aún faltaba rato para que cayera la noche, de modo que la atmósfera era cálida y acre, y cuanto más se acercaban a su destino, más sabía a sal, y no era el aire marino refrescante que disfrutaba en los alerones del Oregon, sino que poseía un amargor seco similar al vinagre.

La ciudad había sido en otro tiempo el principal puerto uzbeko en el extremo sur del mar de Aral. Ahora que el lago se encontraba unos cientos de kilómetros más al norte, Muynak era una manchita de civilización aislada sin derecho a existir. En otro tiempo floreciente debido al comercio, ahora estaba virtualmente muerta, y su población era una ínfima parte de lo que había sido. Tras pasar ante casas abandonadas y manzanas de comercios, Cabrillo llegó a lo que había sido el muelle principal. Una grúa torre que descansaba sobre raíles montaba guardia sobre una zanja invadida de malas hierbas que antes había sido el puerto.

Cascos herrumbrosos de barcos de pesca sembraban la cuenca, en la escena más surrealista que Cabrillo había presenciado en su vida. En cierta ocasión había descubierto un barco enterrado en las arenas del Kalahari, pero la yuxtaposición de un puerto sin agua y los cascos abandonados estremecía sus sentidos. Como en el cuadro de Salvador Dalí La persistencia de la memoria. La presencia de otro camello, el cual masticaba hierba que brotaba de un agujero en el costado de un remolcador de dieciocho metros de eslora, intensificaba la sensación surrealista.

Vio a su alrededor plantas de procesamiento de pescado abandonadas, edificios metálicos cuyos elementos se iban desprendiendo poco a poco. A cada uno le faltaban fragmentos de los costados, como sonrisas carentes de algunos dientes. Era evidente que la ciudad había muerto lentamente, como un paciente de cáncer que se va consumiendo hasta que sólo quedan la piel, los huesos y la desesperación.

Vio algunas personas, que caminaban con la apatía de zombis. Cabrillo no vio a ningún niño jugando en las calles, lo primero que se veía en cualquier ciudad del Tercer Mundo.

Por lo que fuera, el sol parecía más fuerte aquí, más agresivo, como si el luminoso astro fuera un martillo y el desierto un yunque, y estuvieran machacando a la ciudad entre los dos.

Al otro lado de la frontera, en Aralsk, Kazajistán, habían intentado mantener la ciudad comunicada con el lago a base de excavar un canal que al final había alcanzado una extensión de casi cuarenta kilómetros, pero aquí daba la impresión de que los ciudadanos de Muynak habían sucumbido a su sino sin oponer resistencia.

Había tan pocos edificios habitados que sólo tardó dos minutos en localizar su destino, el hogar de la viuda de Karl Petrovski, una mujer kazaka. Había llegado justo a tiempo, porque averiguó que iba a trasladarse la semana siguiente a vivir con su familia.

La casa era de cemento de un solo piso y antiguamente poseía un revestimiento de estuco, pero el viento lo había erosionado hasta darle la apariencia de piel escamosa. El patio estaba invadido de malas hierbas, aunque una cabra esquelética estaba haciendo lo posible por eliminarlas. El lugar parecía salido de una foto de los años veinte del siglo pasado, con la notable excepción de una antena parabólica montada sobre un poste clavado en el suelo. Cabrillo bajó del todoterreno y reparó en que hasta aquel elemento moderno se estaba degradando. Se veía una cuerda amarrada al poste, y pinzas de tender de madera revelaban cuál era ahora su función principal, hacer las veces de tendedero.

Se quitó las gafas de sol cuando se acercó a la puerta, que se abrió antes de que pudiera llamar con los nudillos.

Mina Petrovski había sido una mujer hermosa en su tiempo, se notaba en la estructura de su rostro, y todavía conservaba un cuerpo esbelto y firme, pero el simple esfuerzo de vivir le había pasado factura. Ya no se tenía erecta, sino que estaba encorvada como una mujer que contara treinta años más. Tenía la piel cetrina y el rostro surcado de profundas arrugas. Su pelo era canoso, y poseía la textura seca y quebradiza de la paja vieja.

—Señora Petrovski, me llamo John Smith —dijo Cabrillo en ruso—. Creo que un tal señor Kamsin le dijo que vendría a visitarla.

Arkin Kamsin había sido el jefe de Petrovski en la recién formada Agencia de Reclamaciones del mar de Aral. Eric Stone había localizado a la viuda por mediación de la agencia que dirigía. Como carecía de teléfono, negociar su encuentro había planteado serias dificultades.

Apareció un hombre al lado de la mujer, mayor que ella, de intensos ojos oscuros y bigote manchado de tabaco. Llevaba el uniforme de funcionario gubernamental típico de aquella parte del mundo, pantalones negros hechos de alguna mezcla de poliéster indestructible y camisa blanca de manga corta, con el cuello y las axilas tan manchados que ni siquiera un baño de lejía podría limpiarla.

—¿Señor Kamsin? —preguntó Cabrillo.

—Sí, soy Kamsin. Mina me pidió que viniera hoy.

—Quiero darles las gracias a los dos por dedicarme parte de su tiempo —dijo Juan con una sonrisa cordial. La presencia de Kamsin era un comodín. Como hombre que habría podido ganarse bien la vida jugando al póquer, Cabrillo detestaba cualquier cosa que alterara las probabilidades.

—Por favor —lo instó Mina Petrovski con voz tímida—, haga el favor de pasar. Lamento el aspecto de la casa…

—Mi socio me explicó que va a mudarse pronto —comentó Juan para paliar la vergüenza de la mujer, en una salita atestada de cajas de embalar y muebles cubiertos con plásticos protectores. En cualquier caso, hacía más calor en aquella sala que bajo el sol abrasador de fuera.

—Permítame manifestarle mi más sentido pésame.

—Gracias —replicó Mina con sequedad.

Sólo entonces, dos niñas pequeñas entraron en la sala desde algún lugar del fondo. Una tendría alrededor de ocho años, la otra seis. Por el desgaste y descoloramiento de la ropa que llevaba la más pequeña era obvio que se veía obligada a utilizar la ropa desechada por la mayor. Ambas se quedaron boquiabiertas y estupefactas al ver al desconocido calvo.

—Sira, Nila, volved a la cocina —ordenó con brusquedad Mina Petrovski.

Las niñas se demoraron unos segundos, lo cual concedió a Cabrillo su oportunidad. Introdujo la mano en la bolsa colgada al hombro y sacó dos barras de Hershey semiderretidas, con sus distintivos envoltorios marrones y plateados. El poder de la publicidad norteamericana había llegado hasta aquel lugar remoto, y las niñas abrieron los ojos de par en par hasta dimensiones imposibles cuando reconocieron las chocolatinas.

—¿Puedo? —preguntó Juan, y supo de inmediato que la investigación a fondo de Eric Stone, que había sacado a la luz la existencia de las dos hijas de Karl Petrovski, había dado sus frutos.

La desconsolada viuda esbozó una sonrisa demostrativa de que no había ejercitado aquellos músculos desde hacía meses.

—Por supuesto. Gracias.

Entregó una barra a cada una de las niñas y le dieron las gracias sin volverse mientras desaparecían de vista a toda prisa. Derretidas o no, hasta la última molécula de chocolate desaparecería en cuestión de momentos. Si existía algo similar a un átomo de chocolate (chocosium, quizás), el último desaparecería a lametazos del envoltorio.

—Siéntese, por favor —le invitó Mina—. ¿Le apetece una taza de té?

—He descubierto que el té me altera el estómago —contestó Juan. Era mentira, pero no quería que la mujer se tomara molestias por él, y un rechazo directo sería una grosería—. Además, acabo de terminar una botella de agua.

Mina asintió con aire neutral.

Arkin Kamsin le ofreció un paquete de cigarrillos fabricados en Pakistán. Rechazar aquello no sería una grosería, sino una demostración de escasa hombría. Con el fin de colocarse en una situación de superioridad, Juan sacó un paquete de Marlboro, una divisa tan universal como el oro. Cogió uno y entregó el paquete al uzbeko, y después lo rechazó con un ademán cuando Kamsin se lo quiso devolver tras sacar un cigarrillo. El gesto logró que el funcionario sonriera cuando se guardó el paquete en el bolsillo de la camisa.

Cabrillo dejó que el cigarrillo se consumiera entre sus dedos, mientras Kamsin le daba profundas caladas y expulsaba el humo por la nariz.

Una vez cumplimentados los rituales de la hospitalidad, el hombre se inclinó hacia delante, de modo que su estómago se desparramó sobre el cinturón de semipiel.

—Su socio se mostró algo vago acerca de por qué usted quería encontrarse con la viuda de Karl.

Dicha realidad aún no había sido asimilada por la mujer, porque se encogió al oír la palabra.

—¿Por qué estaba Karl en Moscú?

Juan se escabulló de la pregunta con otra.

—Investigaciones —contestó Kamsin.

—¿De qué tipo?

—Investigaciones técnicas sobre el antiguo sistema soviético de canales. Gran parte de dicha información está archivada en Moscú.

Cabrillo tenía que arriesgarse. Ignoraba si Kamsin había venido para proteger a la viuda de su empleado o de motu proprio, y sin dejar las cartas sobre la mesa el uzbeko y él podían pasarse horas sin llegar a ninguna parte.

—¿Puedo ser franco? —preguntó. Kamsin hizo un gesto de invitación con las manos y se reclinó en el sofá cubierto de plástico. Crujió como papel de periódico viejo—. Represento a un grupo ecologista canadiense. Creemos que el marido de la señora Petrovski fue asesinado de manera deliberada por algo que descubrió aquí y fue a investigar a Moscú.

Cabrillo había jugado su mano. Le tocaba a Kamsin terminar la partida.

Mina y él intercambiaron una mirada, y Juan supo de inmediato que ya habían hablado de aquella posibilidad, que debía ser la verdad.

—¿Cómo es que habla tan bien el ruso, señor Smith? —preguntó Kamsin cuando volvió a mirar al Presidente.

—Tengo oído para los idiomas —fue la sincera respuesta de Juan—. Concédame unas semanas y hablaré uzbeko.

Eso también era cierto.

—Pero ¿ahora no habla nuestro idioma?

—No.

—Confiaré en usted.

Se volvió hacia Mina y los dos hablaron durante varios minutos. Estaba claro que la conversación estaba afligiendo a la viuda. Lo que estaba menos claro era el tono y las intenciones de Kamsin. ¿Le estaría diciendo que mantuviera la boca cerrada y echara al extranjero de casa, o ella le estaba convenciendo de que al fin contaban con un aliado, el cual creía que la muerte de su marido no había sido nada accidental?

Por fin, fue Mina quien retomó el hilo de la conversación.

—No sabemos qué descubrió Karl. Pocos días antes de ir a Moscú había estado inspeccionando el lecho del lago al norte de aquí como parte de su trabajo. Volvió muy agitado por algo, pero no quiso decirme lo que había encontrado hasta haber verificado su descubrimiento.

—A mí tampoco me lo dijo —añadió Arkin Kamsin—, pero sí logró convencerme de que le autorizara los gastos del viaje. Karl era así. Yo confiaba en él por completo. Cualquier hombre que pasaba cinco minutos con él lo hacía.

—¿A qué distancia hacia el norte? —preguntó Juan. Con el mar de Aral reducido a una cuarta parte de su tamaño, había decenas de miles de kilómetros de lecho marino al aire libre entre allí y la frontera kazaka.

—No lo sabemos.

Aquella afirmación flotó en el aire recalentado durante varios segundos.

—Pero es posible que alguien lo sepa —dijo Mina.

Juan enarcó una ceja en su dirección.

—Viajaba a menudo con el viejo Yusuf —explicó la viuda—. Pescaba en el Aral antes de que se secara. Ahora no es más que un anciano, pero Karl afirmaba que Yusuf conocía tan bien el lecho del lago como antes había conocido la superficie.

—¿Le preguntó adónde había ido Karl?

—Por supuesto —intervino Kamsin—. Pero como muchas personas chapadas a la antigua, fue vago en sus indicaciones. Habló de ciertas islas, y de vientos, y de la textura de la tierra. No nos proporcionó nada concreto.

—¿Y no quisieron ir a echar un vistazo en persona? —preguntó Juan, aunque ya sospechaba la respuesta.

—Si lo que Karl descubrió fue la causa de su muerte… —contestó Kamsin, y su voz enmudeció.

—Comprendo —dijo Juan a los dos. Kamsin tenía un trabajo, una vida que no quería poner en peligro, y era probable que viviera en el temor de que su ignorancia no fuera suficiente para garantizar su seguridad. El motivo de que Mina no deseara seguir investigando eran sus hijas, que estaban devorando chocolate en la cocina—. ¿Y Yusuf? ¿Estaría dispuesto a volver?

Kamsin tuvo que reflexionar un momento.

—Es posible. No quiso ofrecerse voluntario cuando Mina y yo le interrogamos la primera vez, pero tampoco le pedimos que diera la cara, exactamente.

—Por supuesto —dijo Juan, a sabiendas de que ambos se sentían avergonzados por no haber seguido la pista de lo que había causado el asesinato de Karl Petrovski.

Los uzbekos se habían independizado de Rusia hacía tan sólo veinte años. Aquellos dos eran lo bastante mayores para recordar cómo era la vida bajo el régimen estalinista. La gente no hacía preguntas, no establecía contacto visual con desconocidos, y siempre procuraba pasar desapercibida. Era la única manera de garantizar la propia seguridad. Por más que sintieran Mina y Kamsin la muerte de Karl, no querían (no podían) hacer otra cosa que aceptar la versión oficial de Moscú y seguir adelante.

—¿La expresión «barco misterioso» significa algo para alguno de ustedes? —preguntó Cabrillo para romper el incómodo silencio.

Ambos intercambiaron una mirada de perplejidad.

—Hay muchos barcos en el fondo del lago —contestó Kamsin—. No conozco ninguno llamado Misterioso.

—Karl nunca me habló de ningún barco misterioso —añadió Mina—. ¿Fue por eso que murió?

—No lo sé, y tal vez sea mejor que se olvide de mi pregunta.

Ambos asintieron.

—¿Quiere que le lleve a ver a Yusuf? —se ofreció Kamsin—. Lo siento, pero sólo habla uzbeko. Sería un placer para mí ser su intérprete.

—Es usted muy amable —dijo Juan, al tiempo que se ponía en pie. Sacó dos barras más de Hershey de la bolsa y se las dio a Mina Petrovski—. Para sus hijas. Para después.

Fuera cual fuera el lugar al que condujeran sus investigaciones, ella no podía acompañarle. Karl había muerto. Averiguar el motivo no le devolvería la vida. La ideología era para los demás, le dijo su mirada. He de ser pragmática.

En cuanto salieron, Arkin Kamsin asió el brazo de Cabrillo y le miró a los ojos.

—¿Se hará justicia?

Juan se limitó a echar un vistazo a la casa, una cáscara ya vacía, sólo que sus ocupantes aún no se habían trasladado.

—¿Para Mina?

—Para alguno de nosotros.

—No.

—Entonces, ¿para qué ha venido?

Juan tardó un segundo, cosa que le sorprendió.

—Porque un amigo murió en mis brazos y pensé que, al menos, podría hacerle justicia. ¿Le parece suficiente?

—¿Para nosotros? ¿Aquí? Supongo que con eso bastará.

Los dos guardaron silencio durante casi todo el trayecto hasta la casa de Yusuf. Las únicas palabras que intercambiaron fueron indicaciones de Kamsin mientras Cabrillo conducía por la ciudad vacía. Los edificios parecían poco más que fachadas y cascarones carentes de vida.

Yusuf vivía junto al puerto, en el caparazón oxidado que había sido una vez un barco de pesca. Arkin Kamsin no creía que el hombre fuera su propietario, pero de todos modos se había mudado a él. El barco, como todos los demás del puerto, estaba apoyado en el suelo, con arena apilada hasta las bordas en algunos lugares. Juan examinó dos embarcaciones cercanas y supuso que el viejo pescador había elegido aquélla porque estaba un poco más equilibrada que las demás, muchas de las cuales estaban inclinadas sobre los costados.

Cabrillo se detuvo al lado del barco. Los dos hombres bajaron del coche.

Kamsin gritó un saludo en dirección al decrépito barco, y Cabrillo distinguió movimientos a través de una portilla de la cabina, bajo la timonera. Matusalén era un adolescente comparado con el hombre que salió a la amplia cubierta trasera del barco. Llevaba una bata y un pañuelo en la cabeza, y se apoyaba en un bastón hecho de madera nudosa. Mechones de pelo blanquísimo se escapaban por debajo del pañuelo, mientras la parte inferior de la cara estaba cubierta por una barba digna de un mago de cuento de hadas. Tenía las mejillas y los ojos hundidos. Un ojo era de color marrón oscuro, casi negro, mientras que el otro estaba cubierto de la película lechosa de las cataratas. Llevaba un anticuado AK-47 colgado de un hombro similar al de un buitre.

No fue hasta que Yusuf llegó a la barandilla y escudriñó el espacio que le separaba de sus dos visitantes cuando reconoció a Arkin Kamsin. Le dedicó una sonrisa desdentada, y los dos hombres se pusieron a hablar en uzbeko. Cabrillo sabía cómo funcionaban las cosas en aquella parte del mundo, de modo que esperó con paciencia durante el largo intercambio de saludos, con preguntas acerca de las familias respectivas, comentarios sobre el tiempo, recientes habladurías que corrían por la ciudad y cosas por el estilo.

Transcurrieron diez minutos antes de que Juan captara un cambio en el tono de la conversación. Ahora estaban hablando de él y de los motivos de su presencia allí. De vez en cuando, Yusuf miraba en su dirección, con su rostro curtido por la intemperie tan impenetrable como un jeroglífico.

Por fin, Arkin Kamsin se volvió hacia Cabrillo.

—Yusuf dice que está dispuesto a colaborar, pero ni él mismo está seguro de en qué estaba interesado Karl.

—¿Le ha hablado del barco misterioso?

—Sí.

—Haga el favor de preguntarle de nuevo.

Kamsin siguió interrogando al anciano. Yusuf no paraba de sacudir la cabeza y extender sus palmas vacías. No sabía nada, y Juan empezó a comprender que aquel viaje había sido una completa pérdida de tiempo. Se preguntó si el significado se habría perdido con la traducción. Estaba bien versado en técnicas de interrogación, y sabía cómo extraer detalles de los recuerdos más vagos, pero como no sabía hablar uzbeko, se sentía impotente. Y entonces recordó, y por un momento se encontró de nuevo a bordo del Oregon, acunando a Borodin mientras articulaba sus últimas palabras.

Había hablado en inglés.

—Barco misterioso —dijo Juan en el mismo idioma. Yusuf le dirigió una mirada de incomprensión—. Lodka misterioso —continuó, utilizando la palabra rusa para «barco».

De repente, la sonrisa desdentada volvió a dibujarse en el rostro del anciano, y el ojo bueno brilló como el de un pirata.

—Da. Da. Lodka misterioso.

Se volvió hacia Kamsin y se enfrascó en un largo monólogo en uzbeko. Esta vez, sus brazos esqueléticos se agitaron como si un enjambre de avispas los estuvieran atacando, y el extremo de su bastón describía arcos que se acercaban peligrosamente a sus dos invitados.

Por fin, Arkin Kamsin pudo traducir la andanada verbal.

—El barco misterioso está en el mar de Aral, un cascarón como los demás, pero Karl dijo a Yusuf que tenía algo especial, algo «mágico», así lo describió. Un par de días después de que exploraran los restos, Karl me pidió ir a Moscú.

—¿Me lo podría enseñar Yusuf? —preguntó Cabrillo.

—Sí. Me ha dicho que, si parten antes de que amanezca, podrán llegar por la tarde.

A Juan no le hacía demasiada gracia pegarse una paliza en el desierto, pero comprendió que no había otro remedio. Se le ocurrió una contrapropuesta, y preguntó por mediación de Kamsin si podían marchar ya y acampar de camino. El viejo no parecía muy convencido, hasta que Juan sacó un fajo de billetes del bolsillo. El ojo bueno de Yusuf se iluminó de nuevo, y asintió con la cabeza de tal forma que pensó que se le iba a desprender del esquelético cuello.

Veinte minutos después, con la ayuda de Kamsin para comprar provisiones, que incluían una botella de lo que pasaba por ser vodka de la mejor calidad, y cuyo precio calculó Cabrillo en unos ochenta centavos, los dos hombres se dispusieron a atravesar un desierto que había sido el fondo de un lago, mientras dejaban atrás una estela de polvo, que no de agua.