REINABA un silencio sobrenatural a bordo. Se hallaban a quince millas de la costa de California, y una patrullera de la Guardia Costera surcaba perezosamente las aguas en dirección sur, hacia San Diego. La patrullera se encontraba a menos de cuatro millas de distancia, y si bien el submarino tenía desactivado el sonar, la tripulación no podía evitar que la detectaran. Aunque estaban en aguas internacionales, la presencia de un submarino de ataque con motores diésel tan cerca de la costa norteamericana provocaría una respuesta veloz y mortífera.
Si bien la patrullera no contaba con armamento adecuado para hundir el submarino de clase Tango, podría seguirlo con el sonar hasta que un avión de ataque llegara desde alguna de las estaciones aéreas navales. Habían llegado demasiado lejos para pifiar la misión en el último momento. Si eso significaba una hora o dos de quedarse al acecho bajo la superficie hasta que el guardacosta estuviera fuera de alcance, lo harían. La paciencia y el silencio eran las dos virtudes cardinales de un submarino.
El viaje hacia el norte se había prolongado más de una semana, casi todo ese tiempo lejos de las rutas de navegación habituales y navegando a profundidad de periscopio, con el fin de que los tres motores diésel de la embarcación pudieran tomar aire de la superficie. Sólo cuando el sonar anunciaba la presencia de un barco cercano, por lo general procedente de Asia y en dirección a los puertos de las costas occidentales de Estados Unidos y México, bajaban el snorkel y se zambullían para desaparecer de vista.
Con una tripulación habitual de diecisiete oficiales y sesenta y un marineros, aquel submarino en particular sólo llevaba doce hombres a bordo, y el capitán no habría podido sentirse más orgulloso de ellos.
—Sonar, informe de la situación —susurró. Estaba detrás del hombre encorvado sobre el anticuado sistema de sonar pasivo.
El marinero apartó el auricular pegado al oído derecho.
—La patrullera continúa avanzando a ocho nudos. Calculo que se encuentra a cinco millas de distancia.
En términos relativos, cinco millas era una distancia engañosa. Eran sólo cinco minutos en coche o dos horas a pie. En el mar, como el sonido era capaz de viajar hasta muy lejos debido a la inmensidad de las aguas, cinco millas se consideraba a tiro de piedra.
—¿Alguna indicación de que remolque algo?
—No, señor —susurró a su vez el marinero—. En ese caso, habría apagado los motores. De lo contrario, no oiría nada por culpa de sus propias hélices.
De repente, el hombre se aplicó de nuevo el auricular al oído. Era como si hablar de ello lograra que sucediera.
—¡Capitán! Sus hélices acaban de enmudecer. ¡Está derivando!
El capitán apoyó una mano tranquilizadora sobre los hombros del joven.
—Tranquilo, hijo. No puede oírnos si no emitimos sonidos.
El muchacho pareció avergonzarse.
—Sí, señor.
—No somos otra cosa que un silencioso punto de noventa metros de largo en el océano. Aquí no hay nada que oír. Sigue avanzando.
El capitán miró al otro lado de la angosta sala de comunicaciones. El techo bajo era tan claustrofóbico como el de una cripta, y con las luces rojas de combate en funcionamiento, el aspecto de los hombres era demoníaco. En el centro del espacio el periscopio colgaba del techo como una estalactita metálica. A su alrededor se amontonaban el puesto de mando, el espacio de control de máquinas, la silla del capitán y varias terminales de trabajo más. El submarino era tan antiguo que sus lecturas aparecían en pantallas analógicas y cuadrantes sencillos, no muy distintos de los utilizados en barcos de la Segunda Guerra Mundial. Hacía bastante frío, y como habían desconectado las baterías, los amperios no dispensaban más calor. No obstante, algunos hombres exhibían sudor en la cara. La tensión se palpaba en el ambiente.
—El guardacosta continúa a la deriva, capitán.
—No pasa nada, muchacho. Deja que derive. No tiene ni idea de en dónde estamos.
Habían navegado en el mayor silencio posible desde hacía casi una hora, a partir del momento en que detectaron e identificaron la patrullera gracias a una base de datos de señales acústicas almacenada en cintas magnéticas, otro ejemplo de tecnología anticuada que documentaba los orígenes de la década de 1970 del clase Tango. De manera que cuando sonó una alarma interna, resultó especialmente estridente y aguda.
El marinero más cercano a la alarma se mostró digno de su entrenamiento. Casi todos los hombres se habrían quedado petrificados unos segundos cruciales mientras su cerebro procesaba la fuente del ruido, pero éste procedió con la agilidad de un gato y accionó un interruptor que enmudeció la bocina. La mitad de las lámparas de combate rojas empezaron a latir, como una indicación visual de que se estaba produciendo una emergencia.
Dio la impresión de que el tiempo se detenía, mientras los hombres intercambiaban miradas de nerviosismo. Ahora se enfrentaban a dos peligros: uno, el guardacosta norteamericano que había estado buscando sonidos en el abismo con un sonar remolcado capaz de captar el ruido más anómalo: una anécdota de la Guerra Fría contaba la historia de que habían seguido el rastro de un submarino soviético durante toda su travesía de cuatro mil millas porque un tripulante hacía explotar su chicle siempre que estaba solo; y dos, lo que habían detectado los sensores del submarino era lo bastante amenazador para la vida como para desencadenar una alarma.
La respuesta a ese segundo peligro llegó momentos después, cuando un hilillo de humo se elevó de uno de los ventiladores recalentados. Mientras la tripulación se volvía a mirar, el hilillo se convirtió en un torrente de un blanco opaco.
Más que la asfixia, los tripulantes de un submarino temían el fuego.
Y era evidente que se había declarado un incendio a bordo del submarino.
La mirada del capitán barrió el puente, y se detuvo tan sólo un brevísimo momento en una figura concreta antes de continuar adelante. No iban a recibir ayuda. Se concentró en el segundo de a bordo.
—XO, apague ese fuego cueste lo que cueste. Hay que mantener el silencio.
—Señor —dijo el hombre, y se precipitó hacia el punto donde el humo era más espeso.
—Sonar, informe de la situación —dijo el capitán con estudiada indiferencia. Tenía que demostrar a su tripulación que no debía ceder al pánico. Por dentro, no le llegaba la camisa al cuerpo.
—El contacto sigue a la deriva —informó el encargado del sonar, quien apretaba con tanta fuerza el auricular que sus dedos se habían puesto blancos.
—¿Nos ha oído?
—Nos ha oído, en efecto. Pero no sabe lo que ha oído.
—Usted en su lugar, ¿qué haría?
—¿Señor?
—Contésteme. Si estuviera escuchando en su radar pasivo y oyera esa alarma, ¿qué haría usted?
—Mmm… —vaciló el marinero.
—Una pregunta sencilla. Contésteme: ¿qué haría usted?
—Desviaría mi barco hacia nuestra posición y remolcaría de nuevo el sonar, con la esperanza de captar otra emisión transitoria.
El capitán sabía la respuesta correcta, la misma que le había dado el joven encargado del sonar, pero su instinto le decía que abandonara el puente y siguiera a su XO. El incendio era la emergencia inmediata. El guardacosta norteamericano era un problema secundario. Y, no obstante, el adiestramiento le decía otra cosa. Debía permanecer en el puente. Una de las habilidades de un buen líder era reconocer la desconexión entre el instinto y el adiestramiento que salva la vida de las tripulaciones. La amenaza más inmediata para el submarino no era el incendio: era el barco de la Guardia Costera.
Esperó con el resto de sus hombres, los ojos clavados en el enorme reloj que colgaba sobre el puesto del responsable de los hidroplanos. La patrullera continuaba derivando y escuchando mediante su sonar pasivo.
Transcurridos seis minutos, exhaló un pequeño suspiro que llevaba conteniendo desde que sonó la alarma. A los siete minutos, exhaló el resto de aire.
—Creo que lo hemos burlado, chicos —susurró.
Justo en aquel momento, el XO regresó.
—Señor, era un pequeño incendio debido a la grasa en la cocina. No se han producido daños.
—Capitán, los motores de la patrullera han vuelto a encenderse. Se adentra en el mar.
—¿Está dando la vuelta?
La espera se le antojó interminable, pero de repente el joven marinero se volvió a mirar a su capitán con una gran sonrisa en el rostro.
—Se dirige hacia el sur y ya ha alcanzado una velocidad de ocho nudos.
—Buen trabajo, todos —dijo el capitán, con un tono de voz casi normal. Echó un vistazo a la expresión estoica del almirante Pytor Kenin. No estaba seguro de qué debía esperar, por lo tanto se llevó una agradable sorpresa cuando vio que el hombre le dedicaba un breve cabeceo en señal de respeto.
Kenin estaba apoyado contra un mamparo, y de repente se irguió.
—Maniobra finalizada —gritó.
Las luces rojas de combate se apagaron, y las lámparas del techo bañaron la sala de control de una áspera luz blanca. Técnicos invisibles hasta aquel momento entraron en el espacio para comprobar los aparatos, mientras los marineros encargados de diversos puestos se levantaron de sus asientos. Sentían el cuerpo tan agotado y tenso como si el encuentro hubiera sido real, y no un simple ejercicio de entrenamiento. No obstante, existía una sensación generalizada de satisfacción por el trabajo bien hecho.
—Felicidades, capitán Escobar —dijo Kenin cuando llegó al lado del hombre, con la mano extendida para estrechársela. Hablaba inglés, el único idioma que ambos hombres compartían.
—Por un momento pensé que íbamos a fracasar —admitió Jesús Escobar—. Un momento de lo más inoportuno para un simulacro de incendio.
—Un buen capitán de submarino sabe cómo manejar una crisis en un momento dado; los grandes son capaces de ocuparse de varias a la vez.
Escobar se permitió una sonrisa ante el cumplido.
—Eso finaliza su entrenamiento, capitán —continuó Kenin—. Usted y sus hombres están preparados para hacerse a la mar.
—Al cártel le encantará saberlo. Ha invertido una gran cantidad de dinero en esta empresa, y ha llegado el momento de empezar a utilizar nuestro nuevo juguete.
—¿No me dijo cuando llegó aquí, a Sajalin, que sólo serían necesarios dos viajes desde Colombia a California para que su cártel obtuviera beneficios?
—Sí —contestó Escobar, mientras se alisaba el bigote oscuro—. Con una tripulación mínima y suficiente combustible para el trayecto de ida y vuelta, podremos cargar varios centenares de toneladas de cocaína en este submarino.
—Me ha demostrado que podrá hacer bastantes más de dos viajes, amigo mío. —Kenin pasó un brazo alrededor de la espalda de Escobar, lo cual subrayó la diferencia física entre los dos. Mientras el narcotraficante colombiano era el típico tripulante de submarino, metro sesenta y siete y sin un gramo de grasa, el almirante ruso rozaba el techo con su metro noventa. Era una especie de oso, corpulento y con una constitución de hierro—. Esta noche celebraremos una fiesta en honor a usted y a sus hombres, y a los tres largos meses que se han entrenado a bordo. Mañana dormirán hasta tarde, y por la noche, protegidos por la oscuridad, saldrán con su barco del muelle seco flotante y volverán a casa.
—Nos depara un gran honor, almirante.
—Informe a sus hombres, capitán, y ya nos veremos después.
Kenin se volvió para subir la escalerilla que conducía al castillo del Tango, donde uno de sus hombres esperaba para abrir la escotilla exterior. El simulacro había durado casi cinco horas, y Kenin estaba desesperado por respirar algo de aire puro, pero tendría que esperar un poco más. El submarino de noventa metros de eslora yacía en las entrañas de un dique flotante totalmente cerrado que lo triplicaba en tamaño, y que a su vez estaba atracado en una base naval casi en ruinas que Kenin utilizaba para sus negocios particulares. Dejó caer una escalerilla exterior y cruzó una rampa portátil que conducía a una plataforma, la cual corría a lo largo del dique seco. El espacio cavernoso olía al mar sobre el que flotaba el Tango, y a herrumbre. Las potentes luces del techo poco podían hacer para disipar las tinieblas.
Caminó a buen paso, como era su costumbre, y llegó a un tramo de escaleras que le conduciría a una escotilla exterior. Fue sólo después de cruzar aquella puerta y salir a la cubierta cuando sus pulmones se llenaron de aire. Hacía rato que el sol se había puesto, y la brisa era cada vez más fría. La temperatura se mantenía en unos cuatro grados, y sabía por experiencia que, en cuanto llegara el invierno, menos cuarenta sería lo normal.
Otra rampa conducía al antiguo muelle de la Armada. Era de hormigón desmigajado y pavimento agrietado a causa de la escarcha, con marañas de malas hierbas que crecían donde las grietas lo permitían. Almacenes destartalados, cuya pintura se había desprendido hacía mucho tiempo a causa de los vientos que llegaban aullando desde Siberia, no dejaban ver la tierra al otro lado. Un coche le estaba esperando, y el conductor se puso firmes en cuanto vio a Kenin salir del muelle.
El hombre le dedicó un saludo marcial y abrió la puerta de atrás. Kenin se deslizó en el mullido asiento de cuero y sacó al instante su móvil encriptado del bolsillo. No había cobertura dentro del submarino, y vio que había recibido una docena de llamadas. De momento, devolvió tan sólo la de su edecán, el comandante Viktor Gogol.
—Gogol, soy Kenin.
—¿Cómo ha ido, almirante?
—Zarparán mañana por la noche.
—Los estibadores me han asegurado que el aparato está preparado.
—No entiendo cómo es posible que los colombianos hayan llegado a suponer que les permitiría comprar un submarino de saldo para transportar cocaína a Estados Unidos. Escobar parece bastante capacitado, pero la Marina de Estados Unidos se les echaría encima a los cinco minutos de haber zarpado de Sudamérica. Son necesarios años para entrenar a una tripulación capaz de evadir los sonares norteamericanos. Estos idiotas creen que en tres meses han llegado a dominar el funcionamiento del submarino.
—Si hace memoria, almirante, al principio sólo querían una semana de instrucción antes de tomar posesión del submarino.
—Lo recuerdo. Ni siquiera sabían cómo salir del dique seco. Como ya he dicho, son unos idiotas. Mejor así. El cártel me entregará el pago final justo antes de que el submarino zarpe, y cuando se sumerja a la profundidad de sesenta metros los depósitos de lastre se abrirán y se hundirá en el fondo del Pacífico. Sin testigos, y sin represalias del cártel. Dime, Viktor, ¿para qué me llamaste?
—Tenemos un problema —dijo Gogol, en un tono tal que Kenin se inclinó hacia delante.
—Continúa.
—Borodin ha huido.
Kenin pasó de la complacencia a la rabia como si hubieran accionado un interruptor.
—¿Qué? ¿Cómo ha ocurrido?
—Llegó un nuevo prisionero, un traslado rutinario. Por lo visto, se trataba de un impostor enviado para liberar a Borodin. Entró a escondidas explosivos, no sabemos cómo. Se abrieron paso a tiros y huyeron de la prisión. Un helicóptero les estaba esperando para recogerles.
«Rabia» no era una palabra suficiente para describir el abanico de emociones que nació en el lugar vacío de su pecho donde los hombres normales tienen el corazón.
—Continúa —dijo con los dientes apretados.
—Un helicóptero de la prisión salió en persecución de los fugitivos y derribaron el primer aparato. Cuando investigaron, descubrieron que el helicóptero estaba pilotado por control remoto. No había ni rastro de Borodin ni del falso prisionero. Cuando volvieron sobre sus pasos, descubrieron un rastro de motonieves en dirección norte. Lo último que supimos de ellos fue durante la persecución.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Señor, esto sucedió hace tres horas. No hemos recibido ninguna comunicación más de la tripulación. Otro helicóptero está investigando, pero no hay ni rastro. Temen que, o bien se estrelló, o lo derribaron sobre el agua y se hundió.
Pytor Kenin había alcanzado el rango de almirante y creado un ejército privado dentro del estamento militar ruso por ser audaz y despiadado, y siempre era rápido en tomar decisiones.
—Quiero que encarcelen de inmediato a los guardias que dejaron entrar explosivos en el recinto. Encerradlos con los presos comunes y dejad que éstos se tomen la justicia por su mano. Quiero que sustituyan de inmediato al alcaide, y quiero a ese hombre en mi despacho cuando regrese a Moscú.
—Sí, señor.
—Tenemos que suponer que Borodin embarcó en un navío que lo estaba esperando. Averiguad qué barcos se encontraban en la zona, de dónde procedían, quiénes son sus propietarios, todo.
—Sí, señor.
—Si Borodin está vivo, eso pone en peligro el Proyecto Espejismo. No tiene pruebas de nada, de modo que será su palabra contra la nuestra. Hemos de asegurarnos de que no encontrará pruebas. ¿Comprendes?
—Eso creo, almirante.
—Quiero que eliminéis todos los cabos sueltos, por más tenues que sean.
—¿Informamos a los chinos?
—De ninguna manera. Hemos de mantener esto en secreto. Necesitamos tan sólo unos días más. Después haremos la demostración, y luego les tocará a ellos mover ficha.
Kenin se permitió retreparse en el asiento, mientras el coche cruzaba la difunta base y se dirigía hacia la casa prefabricada donde se alojaba siempre que visitaba a los colombianos. Le pagaban treinta millones de dólares por el submarino y el entrenamiento de su tripulación; lo menos que podía hacer era aparecer en persona de vez en cuando. En cuanto el Tango zarpara, el dique seco sería remolcado hasta Vladivostok, y la casa prefabricada desmantelada y devuelta a esa misma ciudad.
—Una cosa más, Viktor.
—¿Señor?
—La próxima vez que recibas una noticia de este calibre, no me preguntes cómo ha ido el entrenamiento. Me haces perder el tiempo.
—Sí, almirante. Lo siento, señor.
—No lo sientas, limítate a no volver a hacerlo. —Otra idea asaltó a Kenin—. Supongo que el rescate de Borodin fue planeado por su pequeño lameculos, Misha Kasporov. Encárgate de que muera también.
—Di la orden en cuanto me enteré de la evasión. Ya ha desaparecido de la faz de la tierra, pero le encontraremos.
—Aún hay esperanzas para ti.