SE quedó sentado, derrumbado contra la esquina de su escritorio, durante el siguiente cuarto de hora, con los ojos clavados en el suelo pero sin decir nada. Aquel espacio había sido su hogar durante años. Su inspiración era el decorado del Rick’s Café de la película Casablanca, y lo habían construido algunos amigos de Kevin Nixon, que trabajaban como escenógrafos en Hollywood. Por lo general, era un lugar donde Cabrillo encontraba la paz. Hasta que sonó la voz, no fue más que un vacío.
La reproducción del teléfono de baquelita gorjeó, y descolgó antes de que acabara el primer timbrazo. No dijo nada.
—Lo siento, Juan. —Era Julia Huxley—. Acaba de morir.
—Gracias, Hux —contestó Cabrillo con voz inexpresiva—. Sé que has hecho lo que has podido.
Dejó el pesado receptor sobre su soporte.
Gracias al breve intercambio de miradas que había cruzado con la médico de a bordo en el garaje de embarcaciones, había comprendido que la muerte de Yuri era inevitable, pero no pudo decidirse a hacer nada hasta recibir la verificación. Había fracasado. Daba igual que hubiera sacado a Yuri de la prisión y lo hubiera traído al Oregon. Exhaló otro largo suspiro.
Cabrillo se quitó los restos de su mono y los embutió, junto con el uniforme carcelario y las botas ensangrentadas, en una bolsa de plástico para su incineración. Entró en un cuarto de baño de mármol verde y abrió los grifos de latón de una ducha multicabezas rodeada de cristal, tan grande que en ella podían caber seis personas. Cuando el vapor empezó a humear, se quitó la pierna artificial, dio un rápido masaje a la piel endurecida del muñón, y se puso bajo el chorro caliente.
Por lo general, sólo había dos cosas en su ducha, una pastilla de jabón ordinario y un champú genérico. Aunque le gustaba vestir bien, en lo tocante a los elementos de su acicalamiento personal era minimalista, como casi todos los hombres.
Hoy había un tercer elemento. Vertió un poco de gel amarillento en la palma de la mano y sintió que le quemaba. Se pasó la mano por la calva y empezó a masajearse la piel. Kevin Nixon le había explicado el proceso químico que disolvería los tatuajes falsos que había pintado sobre la mitad del cuerpo del Presidente, pero los coeficientes de fórmula y reactividad carecían de significado cuando la sensación que producía la solución era la de estar disolviendo no sólo la tinta, sino también la piel.
El agua que resbalaba de su cabeza viró al gris cuando la tinta empezó a correrse.
Fueron necesarios quince minutos de dolorosa agonía para eliminar los tatuajes, hasta que su apariencia fue la de tenues contusiones de una semana de antigüedad, que desaparecerían por completo en un par de días. Habría podido ahorrarse la agonía y dejar que se borraran por sí mismos, pero tenerlos en el cuerpo le hacía recordar la marca de Caín.
Se secó con la toalla y limpió un punto del espejo situado sobre el tocador, y decidió a primera vista que, al menos de momento, sería necesario un sombrero. La calvicie ya era bastante sorprendente (exhibía por lo general una mata de espeso pelo rubio, que el barbero del barco le cortaba con pulcritud), pero el tenue tono azul que había dejado la tinta residual le daba aspecto de artículo defectuoso salido del laboratorio del doctor Frankenstein.
Decidió que, si la línea del pelo retrocedía alguna vez (como les había sucedido a dos tíos suyos por parte de madre, un mal presagio), se lo afeitaría por completo. Con su espalda ancha de nadador y la estatura, pensó que le quedaría bien. Se parecería más a Yul Brynner que a Telly Savalas.
Se encaminó hacia el armario del camarote. La pierna que había utilizado en la misión iría a parar a la Tienda Mágica a efectos de limpieza y mantenimiento. Alineadas como botas en una zapatería, el fondo del armario empotrado contenía una selección de extremidades artificiales para un amplio abanico de ocasiones. Algunas estaban diseñadas para imitar su pierna verdadera hasta en el vello áspero, mientras otras eran monstruosidades metálicas de ciencia ficción. Escogió una extremidad de plástico color carne y la encajó sobre el muñón, tras comprobar que no había arrugas que pudieran rozar su piel.
Habían transcurrido más de cinco años desde que un proyectil disparado desde una cañonera china le había cercenado la extremidad por debajo de la rodilla, y no había día que no le doliera la parte inexistente de su pierna. Síndrome del miembro fantasma, lo llamaban los médicos. Los que lo padecían opinaban que no tenía nada de fantasmal.
Se puso unos tejanos, una sudadera del estado de Oregón y unas zapatillas deportivas. Había ido a la UCLA para cursar los estudios de licenciatura. La camiseta era un guiño al barco. Se tocó con una gorra de béisbol original de los L. A. Raiders que había pertenecido a su abuelo, socio del equipo durante los doce años que vivieron en Los Ángeles, y que sólo se ponía para los partidos jugados en casa. Hacía tanto tiempo que no la utilizaba que se vio obligado a remodelar la visera.
Fue al salir del armario empotrado cuando reparó en que la bolsa de plástico donde había guardado su ropa sucia había desaparecido, y que había un cubierto de plata sobre la barra blanca de alabastro situada en la esquina de su camarote. Al lado había una sola copa de vino que refulgía como rubí líquido a la tenue luz.
Lanzó una risita algo pesarosa.
Una hora antes había sido tan consciente de su entorno que todavía conservaba el recuerdo de cada giro, salto y estremecimiento del viaje desde el bosque, hasta el momento en que la motonieve paró en el garaje de embarcaciones del Oregon. Pero ahora, de vuelta en lo que había sido su hogar durante tantos años, había bajado la guardia hasta tal punto que no se había dado cuenta de que alguno de los camareros del barco, muy probablemente el septuagenario jefe de camareros, Maurice, había entrado en su camarote cuando se estaba duchando y cogido la ropa sucia, al tiempo que le llevaba la cena. De haber sido un asesino, Juan no habría tenido la menor oportunidad.
Levantó la tapa de plata de la bandeja y fue saludado por un aroma intenso y especiado. Se justificaba a sí mismo diciendo que, si había un lugar seguro para él en el planeta, era a bordo del Oregon, rodeado de su asombrosa tripulación. La tarjeta estampada en relieve que descansaba sobre el plato decía que la cena consistía en guiso de búfalo servido en pan boule, y el vino era un Philip Togni cabernet sauvignon.
Maurice, que había pasado su carrera en la Royal Navy como mayordomo personal de una docena de almirantes, como mínimo, era un soberbio sumiller, y Juan estaba seguro de que el vino sería perfecto para el plato, pero esta noche no era una noche de vino. Había un minibar encajado bajo la barra, y de él sacó un vodka Stolichnaya y dos vasos de chupito helados. Apenas los había llenado, alguien llamó a la puerta. Max Hanley entró sin esperar a que le invitaran.
—En la película —dijo Max, mientras cruzaba la habitación para sentarse en el taburete contiguo al de Cabrillo—, Bogie le pedía a Sam que tocara «As Time Goes By». Como sabes bien, yo ni siquiera soy capaz de tocar «Chopsticks».
Juan sonrió.
—La verdad es que aquí no había sitio para un piano. —Ofreció uno de los vasos a Max y se quedó el segundo—. Por Yuri Borodin.
—Por Yuri —coreó Max, y ambos vaciaron el vaso.
Max Hanley era la primera persona a la que Cabrillo había contratado cuando fundó la Corporación, siguiendo la recomendación de su mentor en la CIA, Langston Overholt IV. En aquel tiempo, Hanley estaba al frente de una chatarrería en el sur de California, y se lo pensó menos de un minuto antes de aceptar. Con anterioridad había trabajado en ingeniería y rescates marinos, y antes de eso había estado al mando de lanchas patrulleras del ejército en casi cada centímetro navegable de río en Vietnam del Sur.
Corpulento, de tez rubicunda, con una media luna de pelo rojo anaranjado que rodeaba la mitad posterior de su cráneo, y una nariz rota tantas veces que podrían haberle confundido con un boxeador profesional, Max era el hombre del equipo encargado de los detalles. Por demencial que fuera el plan urdido por Cabrillo, Max estaba allí para llevarlo a la práctica.
—Ya he dado la noticia a Misha Kasporov —dijo sin mirar a Juan a los ojos.
Dicha tarea le correspondía a él, pero se sentía agradecido por el hecho de que su número dos hubiera informado ya a Kasporov sobre la suerte corrida por su jefe. Volvió a llenar los vasos y vació el suyo con un leve estremecimiento.
—Pidió que diéramos sepultura a Yuri en el mar con honores militares rusos —continuó Max—. Encargué a Mark que buscara la ceremonia apropiada en Internet.
Entregó a Juan una hoja de papel.
Cabrillo examinó la ceremonia. Típicamente rusa, era sensiblera y bastante grandilocuente, pero con un diligente sentido del patriotismo que, supuso, resumía a Yuri.
—Dile a la tripulación que celebraremos la ceremonia a las siete y media de la mañana.
—Y supongo que esta noche te importa un bledo, pero Misha hizo honor al contrato para sacar a Yuri de la cárcel. El resto del dinero ha sido transferido a nuestra cuenta provisional de las Caimán.
Juan alzó el vaso.
—Honor entre ladrones.
—Amén. —Señaló la cena Max—. ¿Vas a comer eso?
Cabrillo acercó el plato.
—Pues sí. Me muero de hambre. Bébete mi vino si quieres.
Max fue al otro lado de la barra en busca de dos vasos de chupito helados más, y los rellenó con la botella de Stoli.
—Paso.
—Misha sabe que su vida no vale un centavo —dijo Juan, mientras hundía la cuchara en el guiso.
—Ya hemos hablado de eso. Conocía el paño y ya se ha puesto en movimiento. Dice que tiene un escondite en África donde Kenin nunca le encontrará.
El Presidente asintió sin comprometerse. Conocía docenas de fugitivos muertos o encarcelados que habían vivido convencidos de que nunca les encontrarían. Pero Kasporov no era responsabilidad suya.
—¿Alguna noticia de Linda?
Linda Ross era la número tres del Oregon. Una mujer con aspecto de elfa que había tocado techo en la Marina, en la actualidad estaba ocupada en otra misión con uno de los clientes habituales de la Corporación.
—El emir y ella han abandonado Mónaco a bordo de su yate en dirección a las Bermudas.
El emir de uno de los Emiratos Árabes Unidos insistía en viajar con miembros de la Corporación siempre que abandonaba su país nativo, aunque también iba acompañado de un ejército virtual de guardaespaldas. Por lo general, insistía en que el Oregon fuera la sombra de su megayate de noventa metros de eslora, pero Juan necesitaba el barco para el rescate de Yuri, de modo que se había tenido que conformar con tener a Linda de compañera de viaje.
Max continuó.
—No nos costará nada darles alcance en cuanto despejemos los restos de hielo que todavía flotan por aquí.
Cuando Juan transformó el Oregon en el híbrido buque de guerra/barco de recogida de datos que era hoy, las modificaciones incluyeron la capacidad de romper hielo de casi noventa centímetros de espesor. Sin embargo, en estas aguas septentrionales, los icebergs a la deriva suponían una amenaza muy grave, y el Oregon, incluso con su casco blindado, podría acabar destripado con tanta facilidad como el Titanic a causa de un golpe indirecto. Hasta que no dejaran atrás el peligro no podrían utilizar toda la potencia de los motores. Sus revolucionarios motores magnetohidrodinámicos impulsarían el barco en el agua a una velocidad apenas inferior a la de algunas motos de agua.
—¿Se porta bien el emir? —preguntó Juan con preocupación paternal.
—Tiene ochenta años. Linda dice que, aparte de algunas insinuaciones puntuales, le recuerda a su abuelo. —Max tenía cara de bulldog, un lienzo de toda una vida de experiencias plasmado en ella. De pronto, dio la impresión de que sus mofletes se hinchaban y se le fruncía el entrecejo—. Algo me dice que Linda va a continuar sola un tiempo más, ¿eh?
—No estoy seguro. —Juan rompió un pedazo de pan boule crujiente y empapado en guiso y se lo metió en la boca—. Justo antes de que Yuri muriera, implicó al almirante Pytor Kenin…
—Nada sorprendente —le interrumpió Max.
—No. Kenin está detrás del montaje, pero no creo que Yuri estuviera hablando de eso.
—¿De qué, pues?
—Habló del mar de Aral y de alguien llamado Petrovski. Karl Petrovski.
Max se reclinó en su taburete, con la cabeza ladeada.
—No he oído hablar de él.
—Ni yo. Después, Yuri dijo algo acerca de un «barco misterioso».
—¿Un barco misterioso?
—Un barco misterioso. No tengo ni idea. Pero su última palabra fue «Tesla».
—¿Como Nikola?
—Tengo que suponerlo. El inventor serbio que, básicamente, creó la red eléctrica moderna.
—Y muchas cosas más. Todo el mundo conoce a Thomas Edison y sus contribuciones a la sociedad moderna, pero pocos han oído hablar de Tesla. Bien, aparte de los nuevos coches deportivos eléctricos que llevan su nombre. Tesla era un genio. Algunas de sus ideas…
Juan le interrumpió, un caso clásico de quién sabía más de los dos.
—Vi un documental por cable acerca de que Edison intentó convencer a la gente de que su teoría de la corriente continua era más segura que la corriente alterna de Tesla, a base de electrocutar elefantes en Nueva York.
—Era el albor de una nueva era. Había muchísimo en juego.
—No me fastidies. ¿Electrocutar elefantes para demostrar una teoría?
—Al final, el espectáculo rindió beneficios, en cierto modo. La corriente alterna se impuso al sistema de Edison, pero todos conocemos el nombre de Edison, y Tesla no es más que una nota a pie de página en la historia. A veces, la historia favorece más al activista que a la actividad.
—¿Dónde nos deja eso?
—Trondheim.
—¿Perdón?
—Trondheim, Noruega. He de ir al mar de Aral lo antes posible. Supongo que Trondheim es la ciudad más cercana con aeropuerto. Puedes dejarme allí en ruta al mar del Norte, para proseguir después al Atlántico y las Bermudas.
Max meditó la sugerencia de Juan durante un segundo, boquiabierto. Cuando habló, eligió las palabras con mucho cuidado.
—Barco misterioso. Mar de Aral. Karl Petrovski. —Esperó un segundo—. ¿Ves alguna relación?
—No, yo no. Pero Yuri sí.
Cabrillo se secó la boca con la servilleta y la dejó sobre la barra, al lado del plato casi vacío. Se encaminó hacia el teléfono del escritorio, consultó su reloj y marcó una extensión. Localizó a Eric Stone en su camarote, tal como había esperado.
—¿Qué pasa, Presidente?
Stone era otro veterano de la Marina, pero no era un marinero, sino un especialista en investigación y desarrollo.
—¿Tienes a Mark contigo?
Stone y Mark Murphy eran siameses a efectos prácticos.
—Sí, estamos moderando un debate en la Red entre fans de Los juegos del hambre.
Cabrillo era vagamente consciente de que se trataba de una serie de libros y películas, pero no tenía ni idea de cuál era su argumento ni de por qué aquellos dos tripulantes estaban implicados en un debate online. Tampoco era que le importara.
—Mark hizo el máster con el friki del estudio encargado de la promoción por Internet —explicó Eric.
—Mis más sinceras condolencias.
—Las necesitamos. He olvidado lo rencorosos que pueden ser los adolescentes, y además utilizan un lenguaje capaz de ruborizar a este marinero.
—Necesito que vosotros dos investiguéis algo para mí. En primer lugar, no obstante, quiero que me reservéis el vuelo más directo desde Trondheim al aeropuerto más cercano al mar de Aral.
—Eso sería el aeropuerto de Uralsk, en Kazajistán —intervino Eric.
Cómo atesoraba Stone una información tan esotérica constituía un misterio para Cabrillo, pero le convertía en uno de los mejores investigadores del negocio.
—A continuación, quiero que averigüéis todo cuanto podáis acerca de un tal Karl Petrovski. —Deletreó el apellido—. No será un apellido demasiado raro, de modo que concentraos en cualquiera relacionado con el mar de Aral, el almirante Pytor Kenin o Nikola Tesla.
—He introducido el nombre de Kenin en el ordenador, es el tío que provocó el arresto de Yuri Borodin. Pero ¿qué tiene que ver Tesla con todo esto?
—No tengo ni idea, pero fue lo último que Yuri dijo antes de morir.
Eric hizo una pausa para asimilar la información.
—Lo siento, Juan. Mark y yo sabíamos que le habían herido, pero no que había muerto.
—Estabais fuera de servicio y no podíais saberlo.
—Te informo de que con el estado de la mar no tendré un tiempo estimado de llegada a Trondheim antes de doce horas.
—Lo sé. Haz lo que puedas.
Cabrillo colgó y se reunió con Max Hanley ante la barra. Aceptó otro chupito de vodka.
—¿Qué te dice tu instinto? —preguntó Max.
—Uno, que si me atizo muchos más de éstos —vació el vaso— por la mañana lo lamentaré.
—¿Y dos?
—El momento elegido para encarcelar a Yuri no fue casual. Creo que descubrió algo sobre el almirante Kenin, y que está relacionado con Nikola Tesla y el mar de Aral.
—Pero ¿qué?
—Hasta que Stone y Murphy no obtengan más información, no tengo ni idea. Pero como Yuri me comunicó esta información al morir, intento averiguarlo.
Quienes conocían a Juan Cabrillo sabían que cuando su mente estaba concentrada en una tarea, nada en el mundo podía detenerle. Y cualquiera que lo intentara comprendería la verdadera naturaleza de la determinación.