BORODIN despertó del letargo inducido por el calor. Dio una palmada a Cabrillo en el hombro, el grito de advertencia ahogado por el casco, pero sus movimientos perentorios comunicaron muy bien su consternación.
Juan aceleró, indiferente al terreno irregular.
Al mismo tiempo, recibió una llamada por su conexión satélite.
—Bogey acaba de aparecer en tu seis —le advirtió Max—. Salió de entre las montañas y vuela en rasante. No le vimos llegar.
—¿Habéis interferido las comunicaciones?
—Todas, salvo esta frecuencia —contestó Hanley.
Juan efectuó los cálculos en su mente, pero no le salían las cuentas. El helicóptero les alcanzaría antes de llegar al barco. Estaba a punto de ordenar a Max que destruyera el helicóptero, cuando Yuri le palmeó la espalda con más insistencia que antes. Cabrillo miró un momento hacia atrás y vio que el cielo se iluminaba alrededor del Mil como la corona de un sol negro.
Les estaban bombardeando, lo más probable desde un lanzacohetes UB-32 suspendido del costado del fuselaje del Mil. El radio de acción era máximo, y los misiles no guiados tenían tendencia a estallar en una amplia franja, pero sus ojivas explosivas estaban diseñadas para eyectarse como granadas de fragmentación.
Justo cuando volvía la cabeza hacia delante, Cabrillo oyó por el enlace radiofónico que Max daba la orden de destruir el helicóptero.
A tres kilómetros de distancia, todavía oculto por los montículos de hielo, el domo que cubría una de las torretas provistas de ametralladoras Gatling de 20 milímetros se abrió y el conjunto de seis cañones giratorios asomó por su hueco. Con el estruendo de una infernal máquina industrial, la ametralladora escupió una sólida cortina de proyectiles de tungsteno. El sistema de control de armas del barco era tan preciso que no era necesario añadir balas trazadoras en la mezcla de municiones. El piloto y la tripulación del helicóptero jamás vieron lo que estaba surcando la noche hacia ellos.
De los cuatrocientos proyectiles de la ráfaga de cinco segundos, casi todos alcanzaron de lleno al Mil o impactaron en los restos volantes del aparato destruido. Después el Mil floreció cuando su volátil combustible estalló en una bola de fuego que colgó en el cielo durante muchos largos segundos, antes de que la gravedad impusiera su ley y lo hundiera en el hielo como una estrella fugaz caída a la tierra.
Dos proyectiles de la ametralladora habían conseguido alcanzar a los pequeños misiles atacantes por pura casualidad, pero treinta más describieron un arco, se abrieron en abanico y encerraron al Presidente y a Yuri Borodin en una trampa mortal.
En aquellos últimos segundos frenéticos, Cabrillo intentó alejarse del mortífero enjambre, pero era como si el hielo se hubiera implicado de manera activa en frustrar sus esfuerzos. A cada lado se alzaban montículos hasta la altura del hombro, demasiado empinados para que ni siquiera la Lynx pudiera rebasarlos. Estaban atrapados en un angosto cañón sin posibilidad de escape, a expensas de la velocidad de la moto.
Por un irónico capricho del destino, las motonieves no funcionan tan bien sobre hielo como sobre nieve. La rueda de tracción a oruga tiende a recalentarse y provoca excesivo desgaste, pero en aquel momento a Juan no podía importarle menos que la rueda se hiciera pedazos, siempre que eso ocurriera después de llegar al barco.
Las primeras explosiones resonaron a sus espaldas, y las murallas de hielo las ahogaron, pero casi de inmediato otros cohetes empezaron a impactar alrededor de la Lynx, cada detonación una luminosa flor de hielo y fuego. Y esquirlas de acero.
Las continuas explosiones hicieron pedazos el mar de hielo, desencadenando una serie de minierupciones que convirtieron el aire en un remolino de nieve. Los misiles seguían impactando, en lo que parecía un ataque interminable. Juan sintió los tirones cuando fragmentos de metralla atravesaron su voluminoso mono, y tuvo que apartar la cabeza cuando uno rebotó en el duro plástico del casco.
En el preciso momento del impacto, Yuri emitió una exclamación ahogada y se desplomó sobre la espalda de Cabrillo.
Juan sabía que su amigo había sido alcanzado, pero no tenía ni idea de la gravedad de la herida. Los últimos misiles estaban explotando detrás de ellos, mientras se alejaban de la zona peligrosa. Extendió una mano hacia atrás, palpó el costado de Borodin, y cuando miró la mano, vio que el nailon blanco estaba negro de sangre. Derribado el helicóptero, encendió el faro de la Lynx. Y examinó con más detenimiento la mano. La sangre estaba cargada de diminutas burbujas que estallaban, como un espeso refresco de cereza.
Borodin había sido alcanzado en el pulmón.
Quedaba un kilómetro y medio de distancia.
—Max, ¿me recibes?
—Estamos aquí. Dime que no estabais cerca de esos misiles.
—Justo en medio. Yuri ha sido alcanzado en los pulmones y sufre una grave hemorragia. Dile a Julia que esté preparada.
Julia Huxley, doctora entrenada en la Marina, era la directora médica del Oregon.
—¿Todavía quieres transbordar a la lancha inflable semirrígida?
—No hay tiempo. Acerca el barco lo máximo que puedas al borde del hielo.
—Eso va a dejar un hueco de unos sesenta metros.
Juan no vaciló al contestar.
—Ningún problema.
«Gran problema», pensó para sus adentros.
El viento había erosionado el hielo hasta formar un montículo que corría hacia el este en una larga espiral arqueada, como si una de las olas gigantes de Waikiki se hubiera quedado congelada. Juan dirigió la Lynx hacia él, dándole al acelerador hasta que la muñeca le dolió. Notó que el peso de Yuri se desplazaba hacia abajo cuando la máquina subió por la rampa de hielo, y después se enderezó de nuevo debido a la fuerza centrípeta de la velocidad. Salieron del tobogán por su extremo. El hielo era tan rugoso como acero acanalado, lo cual obligó a Juan a disminuir un poco la velocidad. Cada sacudida y oscilación maltrataba su cuerpo como si un boxeador le estuviera propinando una paliza. Confió en que Borodin hubiera perdido la conciencia, aunque sólo fuera para ahorrarle más dolor.
Lanzó la Lynx entre dos colinas de hielo, rodeó una tercera, y ante él, tentadoramente cerca, vio el Oregon con todas las luces encendidas, con un aspecto tan alegre y festivo como si fuera un crucero. Hilillos de bruma marina se elevaban del agua atrapada entre el barco y el hielo.
Desde donde se encontraba no podía ver si Max estaba utilizando las hélices de proa y popa para acercar el barco de ciento setenta metros de eslora a la capa de hielo, pero sabía que su viejo amigo estaba haciendo todo lo posible por reducir la distancia.
Sin importarle el estado del terreno, Juan forzó la moto de nieve hasta que el motor chilló en señal de protesta y una nube de partículas de hielo salió disparada por debajo de la rueda. Daba la impresión de que estaban huyendo de un banco de niebla creado por ellos mismos. Se dirigió hacia la sección media del buque, donde habían abierto una puerta grande similar a la de un garaje. Era la bodega donde podían alojar cierto número de pequeñas embarcaciones, desde lanchas auxiliares semirrígidas con capacidad para ocho personas hasta kayaks de mar. La iluminación del espacio era como un faro para Cabrillo y su pasajero herido.
—Aguanta —dijo Juan de manera innecesaria, cuando se acercaron al final de la capa de hielo.
No se distinguía una clara delimitación entre el hielo y el mar, sino una gradual fragmentación de la superficie bajo el vehículo. Lo que antes era sólido se transformó en trozos oscilantes, y se fue adelgazando hasta que la máquina avanzó sobre una masa cuya consistencia era la propia de un helado industrial. Los tacos metálicos de la rueda no encontraron asidero. Era sólo la aceleración, y el escaso impulso que obtenía la oruga al correr casi rozando el lodo lo que les mantenía a flote.
Y entonces se encontraron sobre un agua transparente tan inmóvil como la de un estanque, enturbiada por vaporosos dedos de niebla. Aun así, la Lynx continuó funcionando, y su estela de neblina helada se convirtió en un rastro de agua cremosa. Juan se inclinó hacia atrás lo máximo que se atrevió para evitar que los esquís se hundieran en el agua, una posibilidad real que les haría volcar como muñecos de trapo. Vio que se estaban desviando de su destino y movió el cuerpo para compensar la desviación, consciente de que el peso de Yuri también influiría en la maniobra. Cabrillo había corrido sobre agua con una motonieve en algunas ocasiones, pero nunca con un pasajero detrás, y nunca con tanto en juego.
El motor Rotax de la Lynx funcionó a la perfección, y se deslizaron sobre el agua sin apenas rozarla, no con los saltos erráticos de una piedra lisa lanzada por un niño, sino con la potencia de un motor fabricado presuntamente para dicha tarea. A medida que se iban acercando, el barco fue aumentando de tamaño hasta que Cabrillo ya no pudo ver el mar al otro lado. Cayó en la cuenta de que la velocidad se había convertido en un factor determinante. Iban demasiado deprisa para tomar la rampa revestida de teflón que daba acceso al garaje. A su velocidad actual, subirían la rampa como un esquiador acuático y se estrellarían contra la pared del fondo con tanta fuerza que la red de seguridad les haría pedazos. Pero si desaceleraba demasiado pronto, la Lynx volcaría y se hundiría como un ladrillo.
Desaceleró un poco para hacerse una idea de cómo reaccionaría el vehículo, y un segundo después, presa del pánico, aceleró de nuevo cuando los extremos de los esquís se hundieron con brusquedad. Era incapaz de efectuar cálculos. Eso no quería decir que se tratara de una tarea imposible, pero para ello necesitaría un superordenador o el cerebro de Mark Murphy. Se guiaba tan sólo por el instinto.
Los tripulantes del Oregon pensaban que el conductor de la Lynx era un suicida que corría a cincuenta millas por hora, lanzado hacia el costado de acero de un carguero que se elevaba sobre ellos como un castillo sobre un par de jinetes.
Juan pensó que había dejado transcurrir un segundo de más, y tensó el cuerpo instintivamente para el impacto. De hecho, había elegido el momento a la perfección. A tan sólo unos metros de la rampa, disminuyó la velocidad con cuidado y dejó que la Lynx se deslizara hasta que tuvo que remontar una pesada ola de proa que le robó todavía más impulso. El vehículo entró en el casco cuando empezaba a irse a pique, los patines tocaron la rampa sumergida, y la motonieve salió del mar con un control tan perfecto que Cabrillo apenas tuvo que tocar los frenos para detenerla con suavidad.
Siguió una pausa de medio segundo, mientras su mente se sosegaba, antes de que un equipo empezara a salir de detrás de los mamparos y maquinaria diversa, chapoteando en el agua revuelta que inundaba la rampa y seguía cayendo como una cascada de la motonieve, como un perro de caza que se sacudiera el agua después de atrapar a su presa. Se disparó una alarma, la cual indicaba que la puerta del garaje se estaba cerrando. Unos hombres procedieron a trasladar a Yuri Borodin a una camilla. En cuanto se quitó el mono, Juan se despojó del casco para examinar a su amigo.
Julia Huxley (Hux o Doc para casi toda la tripulación) ya estaba junto a Borodin, mientras un enfermero impedía que el ruso se cayera de la camilla. Vestida con bata de médico, indiferente al agua helada que mojaba sus pies, la doctora levantó el visor del casco de Yuri.
Como contenida por un dique, una muralla de sangre brotó al abrirse el visor y cayó como una ola sobre el pecho del herido. Llevaba el casco tan ceñido, que cada vez que Borodin expulsaba sangre de su pulmón perforado al toser, formaba un charco alrededor de su mandíbula y se elevaba con cada violento paroxismo. La mujer desabrochó las correas del casco, convencida de que el hombre se había ahogado. Pero en cuanto lo soltó, y más sangre se derramó sobre el agua que regaba sus pies, el ruso tosió y le salpicó la mascarilla y el pecho.
Juan les dejó espacio libre cuando un enfermero depositó un escalpelo en la mano de Julia. La doctora empezó a cortar el voluminoso mono, mientras otro enfermero preparaba una intravenosa, con la intención de inyectar en las venas casi vacías de Yuri solución Ringer lactato, como medida provisional hasta que le sometieran a una transfusión sanguínea del banco de sangre del barco.
El pesado mono ártico fue abriéndose bajo el escalpelo de Hux, hasta dejar al descubierto el delgado y pálido pecho de Yuri, y desnudar el brazo donde le practicarían la intravenosa. Del agujero abierto en la piel de Yuri brotaba espuma cada vez que su pecho pugnaba por expulsar aire del cuerpo, y daba la impresión de volver a sumirse en la obscena boca diminuta cada vez que inhalaba. El resto de su cuerpo era un mar de verdugones y cardenales moteados, el resultado de semanas de palizas.
Hux sacó del maletín rojo que descansaba sobre una bandeja sobre ruedas cercana un parche oclusivo y rompió el envoltorio. Este tipo de vendaje de combate permitía que el aire saliera expulsado de la herida, pero no dejaba que entrara, lo cual proporcionaba al pulmón herido de Yuri la oportunidad de volver a hincharse. Su equipo y ella acomodaron con cuidado a Yuri sobre su costado herido. Esta postura facilitaba que el pulmón ileso funcionara. Sólo entonces se quitó el estetoscopio del cuello y buscó el latido del corazón de Borodin. Lo movió sobre su pecho amoratado y surcado de cicatrices como alguien que peinara una playa con un detector de metales. Y del mismo modo, dio la impresión de que no encontraba lo que iba buscando.
—¿Tensión arterial? —preguntó.
—Apenas se registra —contestó el enfermero que controlaba el manguito del tensiómetro.
—Lo mismo sucede con el latido del corazón. —Julia levantó la vista y observó que la solución Ringer fluía con normalidad, y comprendió que allí ya no podía hacer nada más—. Muy bien, chicos, vamos a llevarle al quirófano de urgencias.
Su voz poseía el tono autoritario de alguien que detentaba el poder absoluto.
Intercambió una mirada con Cabrillo, y sus sombríos ojos oscuros le comunicaron todo cuanto necesitaba saber.
—Nyet —dijo con un hilo de voz Borodin. Consiguió abrir los ojos.
—Lo siento, no nyet todavía —dijo Hux, al tiempo que apoyaba la mano sobre el brazo de Yuri—. ¡Vamos a trasladarlo!
—Nyet —logró articular Borodin de nuevo—. ¿Ivan?
Llamó a Juan, utilizando su nombre en ruso.
Juan se acercó al cuerpo tendido de Yuri.
—Tranquilo, amigo mío. Vas a ponerte bien.
Borodin esbozó su sonrisa manchada de sangre, con los dientes teñidos de púrpura como los de un tiburón después de un banquete.
—Nyet —dijo por tercera vez Yuri—. Kenin.
—Lo sé todo acerca de Pytor Kenin —le tranquilizó Juan.
—Presidente —dijo Hux en tono crispado.
—Un segundo.
Juan no quería ver su mirada de reproche. Sabía tan bien como ella que cada segundo contaba. También sabía que Yuri Borodin comprendía este hecho todavía mejor que ellos.
Borodin tosió, y dio la impresión de que el esfuerzo desgarraba algo en el interior de su cuerpo. Se encogió, y cerró los ojos cuando una oleada de dolor le recorrió.
—Aral.
La palabra apenas fue audible.
—¿El mar de Aral? —preguntó Juan—. ¿Qué pasa con él?
—Barco misterioso.
—No entiendo.
Juan era consciente, como todos los demás, de que a Borodin le quedaban segundos de vida.
—¿Qué pasa con el mar de Aral y el barco misterioso?
—Busca a Karl Petrov: Pe-trov. —Las sílabas se iban distanciando cada vez más. Juan se agachó hasta que su oído quedó a escasos centímetros de la boca ensangrentada de su amigo—. Petrovski.
El esfuerzo de articular el nombre fue el último suspiro de un hombre agonizante. Su piel, si ello era posible, pareció más pálida, más translúcida, como la piel cerúlea de las estatuas de Madame Tussaud.
—¿Yuri? —llamó Juan desesperado, a sabiendas de que no obtendría respuesta—. ¿Yuri?
La nuez de Adán de Borodin se agitó por última vez, en un último intento de hablar. Con el pulmón tan lleno de sangre, apenas contaba con aire suficiente para formar la palabra. Un susurro surgió de sus labios inmóviles, ya invadidos por la caricia gélida de la muerte.
—Tesla.
Julia apartó a Juan de un empujón, acostó a Borodin sobre la espalda y saltó sobre la camilla para montarse a horcajadas sobre su paciente como un jinete sobre su caballo. Era una mujer curvilínea aunque menuda, pero cuando empezaba a practicar la reanimación cardiopulmonar lo hacía con fuerza y vigor. Los enfermeros tomaron posiciones para guiar la camilla sobre ruedas hasta el centro de urgencias del nivel 1, perdido en los laberínticos recovecos de los pasadizos secretos del Oregon.
Cabrillo les vio desaparecer a través de la puerta hermética, exhaló un largo suspiro, y se acercó a un intercomunicador montado en la pared. Apenas reparó en que los tripulantes aislaban el garaje de embarcaciones de los puestos de combate.
—Centro de operaciones —contestó la voz de Max Hanley. Como no conocía el estado de la situación, se guardó con prudencia su habitual repertorio de mal humor y comentarios sarcásticos.
—Max, sácanos de aquí —dijo Juan, como si abandonar el lugar de los hechos pudiera borrar lo ocurrido—. La misión ha fracasado.
—A sus órdenes, Presidente —respondió con delicadeza Max—. A sus órdenes.