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CABRILLO tardó casi una hora en ensanchar el hueco del bloque hasta practicar una abertura que podía atravesar a rastras. En la remota posibilidad de una inspección imprevista a través de la mirilla, amontonó los bloques delante de ella, con espacio suficiente para apretujarse detrás. La luz mortecina de la celda crearía la ilusión de una pared sólida.

A continuación, atacó la pared contigua a la puerta de la celda. Antes que utilizar la masilla ácida para desprender bloques individuales, en primer lugar erosionó toda la argamasa a su alcance, en una zona algo más ancha que su cuerpo. Una vez más, se trataba de una precaución por si aparecía un guardia o el alcaide. Sólo cuando estuviera preparado para proceder, volaría el resto de la argamasa.

El penúltimo elemento de su extremidad artificial era un diminuto transmisor. En cuanto oprimiera el botón y la señal fuera transmitida a los hombres que esperaban en el barco, le quedarían seis minutos para localizar al hombre al que había ido a rescatar, detonar el C-4 que ya había colocado y llegar a la superficie.

Yuri Borodin llevaba encarcelado en la prisión varias semanas. Si bien el hombre comía como un oso, bebía como un ruso, y hacía ejercicio cada tres años bisiestos, todavía estaba en buena forma para ser un tipo de cincuenta y cinco años. Pero los guardias podrían haberle hecho cualquier cosa durante ese período de tiempo. Por lo que Juan sabía, podía encontrar a un hombre roto y vencido en la celda de Yuri, o peor todavía, quizá ya habría sido ejecutado y sus cenizas sumadas al montón de fuera.

Con independencia de lo que encontrara, el tope de seis minutos con el que contaba Cabrillo era ineludible.

Se puso a trabajar con los últimos restos de argamasa, entregado a su tarea sin la menor sombra de duda. Cuando terminó, preparó sus ganzúas, la última baza surgida de su alijo, y se abrió paso a patadas entre los bloques de cemento. Cayeron al suelo formando una masa terrosa, y Juan pasó a través del hueco.

—Yuri —llamó en un susurro cuando se puso en pie.

Se hallaba en un largo pasillo con al menos veinte puertas de celdas. Al final vio que el corredor se curvaba noventa grados. Como había estudiado los esquemas de la construcción, sabía que había otra puerta a la vuelta de la esquina y, después, una escalera que subía al primer piso de la prisión. Era como el bloque de celdas de Hannibal Lecter sin la espeluznante pared acrílica.

—¿Quién hay ahí? —contestó una voz tenue, que reconoció por sus años de colaboración mutua.

Juan fue a la puerta donde pensaba que retenían a Yuri y miró por la ranura de observación. La celda estaba vacía.

—A tu izquierda —dijo Yuri.

Juan abrió la ranura, y vio frente a él al almirante Yuri Borodin, excomandante de la base naval de Vladivostok. Había sido en el astillero de Borodin donde habían reacondicionado el Oregon e integrado el sofisticado sistema de armamento, después de que el barco original hubiera superado con holgura su tiempo de vida útil y se hubiera convertido casi en chatarra. El reacondicionamiento de sus revolucionarios motores magnetohidrodinámicos se había llevado a cabo en otro astillero que Yuri controlaba. Ambos trabajos habían tenido un costo combinado de casi cien millones de dólares, pero como el exjefe de Juan en la CIA le había dado luz verde para convertir el Oregon en lo que era hoy, el financiamiento no había representado ningún problema.

El casco habitual de pelo color bronce de Borodin caía lacio sobre los costados de su rostro franco, y su piel presentaba un aspecto cetrino anormal, pero aún conservaba los vivaces ojos oscuros del zorro astuto que era. Todavía no le habían quebrantado, ni de lejos.

Contempló confuso y cauteloso al hombre que se alzaba ante él, como si le reconociera, pero no pudiera ubicarle. Entonces sonrió abiertamente.

—Presidente Juan Cabrillo —exclamó en voz alta antes de convertir su voz en un susurro de nuevo—. De todas las cárceles de todas las ciudades del mundo, ¿por qué no me sorprende verte en ésta?

—La proverbial mala suerte —replicó impávido Cabrillo.

Borodin extendió la mano a través de la ranura de observación y acarició la cabeza de Juan.

—¿Qué te has dejado hacer?

—Me he puesto guapo para ti.

Juan empezó a trabajar con las ganzúas.

—¿Quién te ha enviado?

—Misha.

El capitán Mijail Kasporov era ayudante y edecán de Borodin desde hacía mucho tiempo.

—Dios bendiga a ese chico. —De pronto, un pensamiento aciago cruzó su mente—. ¿Para rescatarme o para matarme?

Juan alzó la vista de la cerradura, que estaba a punto de abrir.

—¿Es que tu paranoia no conoce límites? Para rescatarte, idiota.

—Ah, es un buen chico. Y en cuanto a mi paranoia, señor Presidente de la Corporación, un vistazo a mi actual entorno demuestra que no fui lo bastante paranoico. ¿Qué hay de nuevo, amigo mío?

—Vamos a ver: la guerra civil en Sudán se está calmando. Los Dodgers se han quedado otra vez sin lanzadores. Y creo que la mitad de las Kardashian se está casando, mientras la otra mitad se está divorciando. Ah, y una vez más has conseguido cabrear a quien no debías.

En su implacable ascensión al poder en el seno de la Marina rusa, con el apoyo de la extrema derecha, el voluble almirante Pytor Kenin había dejado un rastro de destrucción a su espalda, carreras destruidas y, en una ocasión, la sospechosa muerte de un rival. Ahora que ya era uno de los almirantes más jóvenes de la flota en la historia del país, corrían rumores de que pronto se volcaría en la política bajo la guía de Vladimir Putin.

Yuri Borodin se había convertido en uno de los enemigos de Kenin, si bien se hallaba demasiado bien situado en el estamento militar para ser expulsado sin más, y le habían detenido bajo falsas acusaciones y enviado a esta cárcel a la espera del juicio, un juicio al que probablemente no llegaría con vida. Una empresa controlada por Kenin gestionaba la prisión en nombre del gobierno, en una cooperativa público/privada como muchas de las que auparon a los oligarcas durante los días posteriores a la caída del comunismo. No sería nada difícil organizar su muerte, que tendría lugar una vez calmado el escándalo inicial provocado por su detención.

Que Borodin era un corrupto era un secreto a voces, pero elegirle a él era como detener a un solo usuario de un fumadero de opio abarrotado. La corrupción en el estamento militar ruso formaba parte de su cultura tanto como los uniformes que producían picores y la comida repugnante.

—¿Y haces esto movido tan sólo por la bondad de tu corazón?

—Por supuesto. Más un diez por ciento del valor de tu red.

—Bah. Mi Misha es un buen chico, pero un pésimo negociador. Me quieres como a un hermano por lo que hice con aquella gabarra gigantesca tuya. Nos lo pasamos muy bien, tú y yo, mientras los hombres de mi astillero convertían tu gatito atigrado en un león. Tan sólo para rendir homenaje a esos recuerdos deberías rescatarme gratis.

—Podría haberte cobrado el doble, y Mijail habría pagado porque ni siquiera él conoce los números de todas tus cuentas suizas.

Sin más trámites, procedió a forzar la cerradura con la ganzúa.

Lo primero que hizo Yuri Borodin fue aferrar a Cabrillo en un gran abrazo de oso y plantarle un beso en cada mejilla.

—Eres un santo varón.

—Suéltame, ruso chiflado —dijo Juan mientras se liberaba de la presa de Yuri—. Aún no hemos salido de ésta.

Borodin se puso serio.

—Hemos de hablar de muchas cosas. El momento en que me detuvieron no fue casual.

—Ahora no. Vámonos.

Volvieron a la celda de Cabrillo. Juan cogió el transmisor de microrráfaga, dispuso un temporizador mental en su cabeza y activó ambos. Después tecleó la clave de los explosivos de plástico que había adosado al muro exterior de la cárcel, a bastante distancia de su madriguera. Los bloques de concreto intermedios ahogaron el estallido, pero se notó en todos los rincones de la extensa instalación. Los guardias entrarían en acción casi de inmediato.

Juan se agachó para entrar en el espacio claustrofóbico situado entre los muros interiores y exteriores de la cárcel. Se volvió hacia Borodin.

—Pase lo que pase, no te separes de mí.

Yuri asintió con semblante sombrío, su habitual afabilidad sustituida por una auténtica preocupación por su suerte.

Se desplazaron lateralmente por el angosto espacio y tuvieron que apretarse contra las tuberías que se elevaban a través del suelo. Formaban parte del sistema de refrigeración pasivo con amoníaco encargado de impedir que el escaso calor generado por la prisión fundiera el permafrost sobre el cual estaba construida. El aire estaba impregnado del hedor a productos químicos quemados de los explosivos cuando se acercaron a la brecha que atravesaba los cimientos exteriores.

El C-4 había practicado un hueco mellado en la losa de hormigón del tamaño de una tapa de alcantarilla. Fragmentos de hormigón aplastado se movieron bajo sus pies cuando Cabrillo se abrió paso entre la abertura. Al otro lado se encontró parado en un foso que rodeaba el nivel del sótano de la prisión. Este espacio muerto actuaba también como amortiguador térmico para impedir que el calor latente del edificio fundiera el suelo helado.

Seis metros por encima de su cabeza había paneles que impedían ver el foso desde la superficie. En los paneles se habían practicado docenas de agujeros para que el aire pudiera circular con libertad, y estaban sostenidos por andamios metálicos. Grumos de nieve taponaban algunos agujeros, y unos cuantos cayeron sobre los hombres como resultado de la explosión.

—Vamos —gritó Juan por encima del sonido de una sirena con efecto Doppler. Huyeron del agujero en la pared, pues era probable que los guardias de las torres hubieran visto la explosión. Fue como correr por un laberinto. Tuvieron que retorcer y contorsionar sus cuerpos alrededor de los incontables puntales que componían los andamios. Y, no obstante, sólo un contorsionista hubiera podido correr más deprisa que aquel par. Una vez que hubieron doblado la esquina, Cabrillo avanzó unos pasos más y empezó a subir. El metal estaba tan frío que tuvo la impresión de tener las manos escaldadas. Los paneles estaban sujetos por arriba mediante tornillos enroscados en receptores del armazón de acero. Un tubo de ácido concentrado para disolver acero carcomió las tuercas oxidadas y hasta los mismísimos tornillos.

Los seis minutos de Cabrillo casi se habían agotado. Se preparó para utilizar la espalda y las piernas con el fin de empujar el panel hacia arriba y soltarlo del andamio.

—Recuerda, no te separes de mí y todo irá bien —advirtió de nuevo—. La mitad de lo que va a pasar es para impresionar.

Empujó con los hombros para probar cuánta resistencia iba a ofrecer el panel después de tantas décadas y, ante su sorpresa, la sección de la plancha de acero perforada se desprendió casi antes de que estuviera preparado.

La sirena de la prisión continuaba aullando, pero otro sonido se impuso, el inconfundible hup-hup-hup de un helicóptero que se acercaba a toda velocidad.

El temporizador de su cabeza llegó al cero, y Cabrillo empujó el panel a un lado. Salió al exterior, consciente de que su uniforme azul de la cárcel destacaba contra la capa de nieve de treinta centímetros de profundidad que le rodeaba. Un guardia entregado a su trabajo podría divisarle de un momento a otro, pero confiaba en el instinto humano para impedir que le vieran. Los guardias deberían estar mirando el helicóptero que se aproximaba.

Vio el helicóptero al otro lado de la valla de seguridad, un insecto parduzco que creció de tamaño hasta que pudo reconocerlo como un desgarbado Kamov Ka-26. Con dos rotores principales colocados uno encima del otro sobre el casco, y que giraban en direcciones diferentes, el vehículo no necesitaba un rotor antipar con un eje de rotación lateral. Esto conseguía que el helicóptero con capacidad para seis pasajeros pareciera una furgoneta volante, con dos timones achaparrados adosados a su parachoques trasero.

Yuri se paró a su lado en cuestión de segundos, y ambos hombres apretaron la espalda contra el muro de la cárcel.

Ahora que se encontraba más cerca, Juan vio las pequeñas alas que habían acoplado al casco del aparato, justo detrás de la puerta del piloto.

Un guardia nervioso lanzó una ráfaga de su AK, aunque el helicóptero estaba fuera de su alcance. En respuesta, un solo cohete surgió de uno de los dispositivos de punta alar y voló hacia la verja del perímetro, al tiempo que una pesada ametralladora cobraba vida en el lado opuesto y escupía una lengua de fuego. Casquillos del tamaño de pureras llovieron desde el arma, al tiempo que la nieve recién caída entre la verja del perímetro y el edificio cobraba vida bajo el abrasador ataque de plomo.

—¡Corre! —gritó Juan por encima del estruendo.

Ante la estupefacción de Yuri, Cabrillo cargó hacia el remolino levantado por la ametralladora como si fuera un miembro de la Brigada Ligera lanzado al galope hacia los cañones rusos en Balaclava.

«Sígueme pase lo que pase», había dicho el hombre que se llamaba a sí mismo Presidente y, ante su asombro, Yuri emitió un bramido ahogado por la sirena, el helicóptero y la ametralladora, y corrió detrás de su amigo.

El cohete estalló en la base de la verja y levantó todavía más nieve y masas de suelo helado. Borodin temía caer abatido de un momento a otro, mientras géiseres de nieve estallaban a su alrededor, arrojados al aire por balas que ni siquiera había oído.

Entonces sintió un pequeño impacto bajo su pie izquierdo. No fue suficiente para derribarle, pero logró que se tambaleara. Fue la pista que necesitaba para saber que no era inmune a la andanada de balas que vomitaba la ametralladora del helicóptero porque, en realidad, no se trataba de balas. El Kamov estaba disparando cartuchos de fogueo, y las detonaciones de nieve que creaban una niebla de tres metros de altura eran pequeñas cargas explosivas que el equipo de Cabrillo habría debido colocar durante la última tormenta de nieve, con un método tan sencillo como tirarlas por encima de la alambrada.

Pero su suerte no podía durar eternamente. Balas disparadas por las armas automáticas de los hombres apostados en las torres vigía empezaron a buscarles, y los microestampidos supersónicos rasgaron el aire cerca de su cabeza. Borodin lamentó que Cabrillo fuera tan blando. De haber planeado él la evasión, los primeros misiles del Kamov se habrían llevado por delante a los guardias de las torres. Pero Juan era diferente. Aunque era un mercenario, detestaba matar cuando no era necesario, aunque eso significara poner en peligro su vida. Pero Juan no conocía a aquellos hombres, ignoraba que formaban parte del ejército privado de Kenin, retribuidos más por su lealtad al almirante que a la Madre Rusia. Vestían los uniformes de su país, pero no eran menos mercenarios que el propio Cabrillo.

Ahora que cada vez llovían más balas de verdad, los dos hombres atravesaron veloces el campo despejado sin ser alcanzados. El cohete había volado una parte de la alambrada cercana a uno de sus postes, y practicado un hueco suficiente para poder atravesarla, pero eso también les obligó a desviarse hacia la izquierda para evitar el montículo de mortífero alambre de púas caído en el suelo.

Alejados de la barraca de tiro al blanco, y mucho más cerca del helicóptero, vieron las cuerdas que colgaban a cada lado del Kanov, lo bastante largas para arrastrarse sobre el suelo.

Juan fue el primero en llegar a las cuerdas, y enseguida localizó el lazo para el pie y otro para una mano.

—Espera —gritó por encima del estruendo de rotores y disparos.

La descarga de fuego del helicóptero era un remolino de Categoría 5.

El piloto debió ver que los dos hombres ocupaban sus posiciones, porque en cuanto Yuri deslizó el pie en uno de los lazos y la mano a través de otro experimentó la sensación de que su estómago intentaba abandonar su cuerpo a través de las suelas de los zapatos.

El Kamov se elevó y giró, y los dos hombres se columpiaron como péndulos, a unos treinta metros del suelo. El viento, cuando el aparato aceleró, arañó sus cuerpos expuestos con aguijonazos que entumecían la piel y convertían los ojos en torrentes de lágrimas.

Borodin luchó por aferrarse a la sinuosa cuerda, y rezó para que el plan de Cabrillo les permitiera tomar tierra pronto para entrar en la cabina climatizada donde, conociendo el estilo de Juan, les aguardaría una buena botella de coñac. No estaba seguro de cuánto tiempo podría aguantar, pero cuando miró la nieve y las piedras que desfilaban bajo sus pies, supo que podría aguantar el resto de su vida, porque una caída le mataría sin la menor duda.

El helicóptero se desvió hacia el este, adentrándose en las montañas, mientras el piloto volaba tan cerca del suelo como se atrevía, con sus dos pasajeros colgando bajo las ruedas del tren de aterrizaje triciclo. Cada descenso, ascensión y giro del aparato sacudía los cuerpos de ambos hombres. El ocaso estaba empezando a caer sobre el paisaje, pero el piloto no encendió ninguna luz de aterrizaje. Borodin sospechaba que contaba con algún sistema de visión nocturna, de lo contrario no volaría con tanta imprudencia a través de aquellos cañones desconocidos.

Tras una eternidad de diez minutos gélidos, el ritmo de los rotores cambió cuando se acercaron a un bosquecillo de pinos cobijado bajo otro risco de granito. Iban a aterrizar por fin. Borodin maldeciría al Presidente por un vuelo tan tortuoso, pero sólo después de dejar de temblequear.

El helicóptero fue descendiendo cada vez más, hasta que ambos hombres pudieron liberarse de los lazos y agacharse bajo el viento huracanado que les arrojaban las palas giratorias. Borodin esperaba que el Kamov continuaría hasta el suelo, pero el gemido de los motores aumentó de intensidad, y una vez más el desgarbado aparato se dirigió hacia el este, dejando a los dos hombres abandonados en el desierto yermo y helado. Sabía que ambos morirían de hipotermia antes de una hora, si no antes. También sabía que Juan Cabrillo no había agotado la provisión de su bolsa de trucos.

Borodin señaló hacia el punto por donde había desaparecido el helicóptero, detrás de una colina abrupta y rocosa.

—Señuelo, sí.

Juan no utilizó el ruso, uno de los cuatro idiomas que hablaba, sino que habló en inglés con acento ruso para burlarse de la sintaxis de Borodin.

—Señuelo, da.

—¿Y el piloto? ¿Saldrá bien librado?

—¿Por qué no? Está sentado ante una consola a bordo del Oregon.

Juan disfrutó de la variedad de emociones que fueron apareciendo en el rostro agrietado por el viento de Borodin cuando asimiló la información. La incomprensión se metamorfoseó en comprensión, y después en horror ante las implicaciones, para luego desembocar en indignación por las posibles consecuencias.

—¿Quieres decir que, mientras pasábamos zumbando junto a las montañas y rozando el suelo, no había piloto? ¿Que podría habernos matado mientras estaba sentado tan tranquilo en tu barco?

Juan no pudo reprimir la tentación de tomarle el pelo un poco más.

—Mi piloto, Gómez Adams, llamado así por un escarceo que tuvo con una mujer muy parecida a Carolyn Jones, la Morticia original, contó con menos de una semana para practicar el televuelo del Kamov, después de que lo compráramos e instaláramos el mando a distancia.

—Estás loco.

—Como una chota —admitió Juan—. Vamos.

Se internaron un poco entre los árboles, donde el equipo de Cabrillo les había preparado otra sorpresa. Era una motonieve Lynx Rave RE 800R pintada de un blanco mate a juego con la nieve. Con su enorme rueda de tracción a oruga y los esquís dobles, era la máquina perfecta para cruzar cualquier terreno ártico. Junto al vehículo había una bolsa que contenía cascos y monos acolchados blancos, un casco de batería y otro capaz de acoplarse al sistema eléctrico de la Lynx, así como botas y guantes aislantes.

—Ponte esto. Hay un helicóptero en la prisión, y no tardarán en perseguirnos.

—Por eso no cambiamos de dirección cuando huimos —dijo Yuri mientras se vestían—. Querías que siguieran al Kamov.

—Y mientras ellos vuelan hacia el este en persecución de un helicóptero vacío, nosotros iremos hacia el norte, donde el Oregon nos está esperando.

—¿Cuánto rato?

Juan pasó una pierna por encima del asiento de la moto y puso en marcha el motor Rotax de 800 cc.

—Más o menos una hora —dijo por encima del gemido del motor.

Enchufó un cable que colgaba del casco a un teléfono satélite que estaba guardado con el resto del equipo.

—Aquí Edmundo Dantès al habla. —Su nombre en clave era una referencia al famoso prisionero que había escapado de la cadena perpetua en la obra maestra de Dumas—. Hemos salido del castillo de If.

—Edmundo —fue la risueña respuesta de Max Hanley—. ¿Preparado para recuperar tu tesoro y vengarte?

—El tesoro será enviado a un número de cuenta en cuanto regresemos a bordo, y nunca he albergado la menor intención de vengarme.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Max, dejando de lado cualquier fingimiento de que no le preocupaba la seguridad de Juan.

—Ningún problema de momento. Los petardos funcionaron mejor de lo que esperábamos, y Gómez habría sido capaz de pasar el helicóptero por el ojo de una aguja en caso necesario.

—Se te oye por el altavoz del centro de operaciones, Presidente —dijo Gómez Adams—. Te he oído y estoy absolutamente de acuerdo.

Juan se imaginó al apuesto tejano, con su bigote caído de pistolero, sentado detrás y a la derecha de la silla de mando, en mitad del puente de mando de alta tecnología del Oregon. Mientras transportaban a Cabrillo a la prisión, Adams había pilotado el Kamov dron desde el barco para situarlo cerca del complejo, mientras otro de los leales a Yuri esperaba para encender el motor cuando recibiera la señal de Juan.

—Estamos en posición y a la espera —interrumpió Hanley.

—De acuerdo, Max. Yuri y yo estaremos ahí dentro de una hora.

—Dejaremos la luz encendida.

Juan dio una palmada en el asiento y Borodin se sentó detrás de él. Habían cosido dos asas a la espalda del mono de Cabrillo para que se sujetara, lo cual ahorraba a los dos hombres la ignominia de que el ruso se ciñera a la cintura de Juan. Éste habría podido conectar el casco de Borodin al aparato de comunicaciones de la motonieve, pero eso significaría que no podría recibir llamadas desde el Oregon, que controlaba la trayectoria del Kamov dron y del enorme helicóptero Mil de la prisión que lo perseguía.

La Lynx aceleró como un cohete y salió disparada de entre los pinos con la veloz agilidad de una liebre asustada. Al cabo de unos minutos, volaban sobre la nieve acumulada. Debido a la sofisticada suspensión y los trajes climatizados, el viaje fue muy cómodo. El frío que había padecido Cabrillo en los huesos pronto fue sustituido por un calor tal que se vio obligado a bajar la temperatura. Apenas sentía la vibración del vehículo que surcaba la nieve, y el gemido del motor de dos tiempos no era más que un ronroneo apagado en su casco.

De no ser por el hecho de que un helicóptero ruso armado no tardaría en darles caza, habría disfrutado del viaje.

Al cabo de tan sólo quince minutos de iniciada su carrera hacia la costa, Max Hanley llamó para informar de que el helicóptero dron había sido abatido, y de que sus cámaras habían sobrevivido lo bastante para revelarles que los rusos sabían que el aparato no iba pilotado.

Cabrillo maldijo en silencio. Había confiado en media hora o más. El Mil debía estar preparado para cualquier emergencia si había cazado a su presa con tanta facilidad. Ahora estaría dando media vuelta, y un piloto de vista aguda vería el rastro de la motonieve como una cicatriz en la corteza de nieve virgen.

Juan aminoró la velocidad lo suficiente para abrir el visor y mirar a su alrededor.

—Nos persiguen —gritó por encima del viento.

Yuri comprendió el peligro y dio dos palmadas en el hombro de Cabrillo para comunicárselo.

Era una carrera no tan sólo contra el helicóptero que iba en su persecución, sino también contra el sol poniente. No cabía duda de que el Mil contaba con luces de navegación, de modo que en cuanto localizara a su objetivo podría mantenerlas encendidas mientras perseguía a los fugitivos. Por otra parte, Juan no podía encender el faro de la Lynx porque sería la única fuente de luz en la desolada llanura, y el helicóptero perseguidor se desviaría hacia ellos en cuanto la divisara. No se atrevía a reducir la velocidad, y maldijo la decisión de ir con un casco tintado. Apenas podía ver la nieve blanca a través de la oscuridad.

Cuando oscureció demasiado, pensó que podría conducir con el visor levantado. Hizo un experimento. Notó el viento como cuchilladas en las cuencas de los ojos, y bajó enseguida el escudo protector. Durante varios segundos las lágrimas le cegaron por completo. Experimento fracasado.

En aquel tramo había muy pocos obstáculos, pero tenían que recorrer varios kilómetros más de océano helado para llegar al Oregon.

Mientras corrían, Borodin se aferraba a las asas con Juan encorvado sobre los manillares, y el sol se hundió bajo el horizonte hacia el oeste. En algún lugar situado hacia el este un helicóptero les estaba buscando con tanta obstinación como un halcón busca a su presa.

Se aproximaban a toda velocidad a la costa, y se adentraron en una masa confusa de montecillos helados y fracturas en el hielo, en un paisaje de pesadilla que parecía infranqueable. Juan se vio obligado a reducir la velocidad y, pese al dolor que le causó en los ojos, también tuvo que abrir el visor. Estaba demasiado oscuro para ver a través del tintado, y casi demasiado oscuro para ver cualquier cosa.

Pese a la soberbia suspensión de la Lynx, ambos hombres se sintieron zarandeados de un lado a otro mientras la motonieve saltaba y rodaba sobre el hielo fracturado. Yuri no tuvo otro remedio que pasar los brazos hasta los codos a través de las correas y aferrarse al asiento con los muslos, como si intentara domar a un corcel salvaje. Pero aun así mantuvo la presencia de ánimo de examinar el cielo que les rodeaba para que el Presidente pudiera concentrarse en el camino. Una estrella particularmente brillante llamó su atención, y la contempló con arrobo agotado.

Había tenido tanto frío durante tanto tiempo (la temperatura de la celda de la prisión nunca sobrepasaba los diez grados, con lo cual resultaba casi imposible dormir), que el calor de su mono climatizado estaba adormeciendo sus sentidos y conduciendo su mente a la inconsciencia. Sólo el traqueteo de la motonieve le mantenía despierto. El día de su detención, se encontraba en su apartamento de quinientos metros cuadrados en compañía de una cortesana birmana, bebiendo Cristal. Su último esfuerzo físico verdadero había sido el entrenamiento básico cuando ingresó en la Marina. Brezhnev era presidente en aquel tiempo.

Ansiaba el sueño como un borracho ansía el alcohol.

Pero había algo deslumbrante en aquella estrella concreta que llamaba su atención. No poseía la fría actitud distante de sus vecinas celestiales mientras recorría el filo de la navaja entre la tierra y el cielo. Palpitaba y daba la impresión de crecer, casi le llamaba como las sirenas llamaron a Ulises cuando se ató al mástil de su barco. Habían intentado atraerle hacia las rocas.

Hacia el peligro.

Hacia la muerte.

¡Las estrellas no crecen de tamaño!

¡Era el Mil!