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NORTE DE SIBERIA

EN LA ACTUALIDAD

ERA un paisaje de otro planeta. Altísimos riscos negros se alzaban sobre inmensos campos de nieve reluciente. Vientos capaces de arrancar gritos del silencio azotaban el aire a más de cien kilómetros por hora. Un cielo en ocasiones tan diáfano como si la tierra careciera de atmósfera. Y, a veces, nubes que se aferraban a la tierra con tal tenacidad que el sol permanecía oculto durante semanas seguidas.

Era un paisaje que no estaba hecho para el hombre. Hasta los nativos más endurecidos evitaban este lugar y vivían en la costa, en diminutas aldeas que podían desmantelar para ir a perseguir manadas de caribúes.

Todo lo cual lo convertía en un enclave ideal para que los soviéticos construyeran una prisión de máxima seguridad a principios de la década de 1970, una prisión pensada para los criminales más peligrosos: los políticos. Sólo Dios y algunos burócratas sabían cuántas almas habían perecido detrás de los tétricos muros de hormigón. La prisión estaba construida para albergar a quinientos hombres, y hasta que fue cerrada en los años posteriores al derrumbamiento de la Unión Soviética, un chorro constante había entrado por la aislada carretera de acceso, con el fin de sustituir a los que habían sucumbido al frío, las privaciones y la brutalidad.

No había tumbas que señalaran los restos humanos, sólo el pozo de cenizas de sus cuerpos incinerados (un pozo muy grande), que ahora se hallaba enterrado en el permafrost a escasa distancia de la puerta principal.

Durante veinte años, la instalación había permanecido abandonada a las inclemencias del tiempo, aunque los famosos inviernos de Siberia poco podían hacer para erosionar el edificio de acero y hormigón. La gente que regresó para reabrir la prisión descubrió que estaba exactamente igual a como la habían dejado, inmutable, impenetrable y, sobre todo, inmune a evasiones.

Un solitario camión pintado de un verde mate militar avanzaba hacia la prisión, alojada a la sombra de una montaña singular, con aspecto de haber sido partida en dos, con una cara vertical hacia el norte, y el océano Ártico a unos cuarenta y cinco kilómetros de distancia. La carretera estaba sembrada de baches, porque en verano algunos tramos se convertían en ciénagas pantanosas, y si las brigadas de mantenimiento no la allanaban antes de que llegaran las heladas, conservaba una textura ondulada. El viento empujaba ráfagas de nieve hacia los lugares donde las máquinas no habían despejado el camino lo suficiente.

El sol colgaba bajo en el horizonte, frío y lejano. Dentro de pocas semanas se hundiría por última vez sobre el borde del mundo y no volvería a reaparecer hasta la primavera siguiente. La temperatura alcanzaba entonces los dieciocho grados bajo cero.

El camión se acercó a la fortaleza, con sus cuatro torres de vigía que se alzaban como minaretes. Un círculo exterior que formaba una valla de tela metálica con alambre de púas rodeaba todo el edificio de una hectárea cuadrada. Una garita de centinela se hallaba dentro de la alambrada, a la derecha de la carretera de acceso. Entre la garita y la prisión descansaba un helicóptero de transporte pesado pintado de un blanco glacial.

Sólo cuando el camión frenó, un guardia bien protegido del frío salió anadeando de la pequeña cabaña con calefacción. Estaba enterado de la llegada del camión, pero al mirar a través del parabrisas no reconoció a los conductores. Llevaba al alcance de la mano, en la correa que le colgaba del hombro, su AK-74, la versión actualizada del venerable AK-47 de Mijail Kalashnikov.

Indicó con un gesto al conductor que bajara de la cabina.

Con un encogimiento de hombros resignado, el conductor abrió la puerta, y la nieve solidificada crujió bajo el peso de sus botas.

—¿Dónde está Dmitri? —preguntó el guardia.

—¿Quién es Dmitri? —dijo el conductor.

Había sido una prueba. Los conductores habituales del camión de transporte de la prisión se llamaban Vasily y Anton.

El conductor continuó.

—Si te refieres a Anton o Sasha —el mote de Vasily—, la mujer de Anton ha tenido un hijo, otro chico, y Sasha está de baja por neumonía.

El guardia cabeceó y se sintió menos inquieto por la presencia de desconocidos en la prisión secreta. Era evidente que pertenecían al mismo escuadrón del grupo habitual.

—Enséñame tus papeles, y dile a tu compañero que baje con los suyos.

Unos momentos después, el guardia se tranquilizó cuando examinó la documentación de los hombres. Se colgó el rifle de asalto a la espalda y abrió la verja. La empujó hacia fuera, y la masa de alambre de púas tintineó con una resonancia oscura.

Los gases de escape formaron una nube blanca cuando el conductor aceleró al atravesar la puerta y pasar bajo un rastrillo abierto que daba acceso al patio central, a cuyo alrededor habían sido construidos los cuatro bloques de la prisión. Una escalinata conducía a la entrada, en realidad una puerta más adecuada para la cámara acorazada de un banco que para un edificio. Dos guardias con uniforme blanco de camuflaje flanqueaban la puerta. El camión describió un arco cerrado, y después empezó a dar marcha atrás poco a poco hacia los hombres. Cuando uno de ellos juzgó que ya se había acercado bastante, levantó una mano. El conductor pisó el freno. Era contrario al protocolo que dejara el motor en marcha, por si un preso lograba apoderarse del camión, así que apagó el motor y guardó las llaves en el bolsillo.

Era otra llave de un llavero diferente la que abría las puertas traseras. Los dos guardias llevaban colgados al hombro sus AK cuando las puertas se abrieron.

Dentro había un solo prisionero, con grilletes en las muñecas y los tobillos y encadenado al suelo. Llevaba uniforme carcelario, con una chaqueta de acolchado ligero para protegerse un poco del aire ártico. Al principio, dio la impresión de que llevaba el pelo oscuro muy corto, pero en realidad tenía la cabeza completamente afeitada. Era el complicado dibujo de los tatuajes que cubrían su cráneo lo que creaba la impresión de que tuviera pelo. Los tatuajes continuaban alrededor de su garganta y desaparecían en la uve de su camisa carcelaria. No era un hombre muy grande, pero la intensidad feroz de sus gélidos ojos azules le dotaba de una apariencia peligrosa.

—De acuerdo, amigo mío —dijo el conductor con burlona jocosidad—, has llegado a casa. —Su tono se ensombreció—. Si nos das algún problema, morirás en el acto.

El prisionero no dijo nada, pero la ferocidad de su mirada se aplacó como si hubiera reducido la intensidad de algún reóstato personal de rabia. Asintió una sola vez, en señal de que iba a cooperar.

El conductor subió al camión y abrió la cadena que sujetaba el preso al suelo del camión carente de ventanas. El conductor retrocedió, y el preso avanzó arrastrando los pies. Se encogió cuando saltó al suelo. Había pasado las seis últimas y torturantes horas en la misma postura. El traslado no se habría completado hasta que le cambiaran los grilletes, de modo que los cuatro hombres subieron los escalones y entraron en la prisión.

Las paredes de concreto del vestíbulo estaban pintadas del verde pálido por el que sentían predilección las instituciones soviéticas. Los suelos eran de hormigón desnudo, y el techo se alzaba a una altura de tres metros. En la estancia reinaba más o menos el mismo frío de fuera, pero al menos no soplaba el viento. Había una jaula con barrotes a la derecha de la puerta. Dentro había dos hombres más. No iban vestidos de uniforme, pero sus ropas eran bastante similares a la del preso.

Ambos eran enormes, cercanos al metro noventa y cinco, con manos como mazos y bíceps y pechos que tensaban la tela de sus camisas. Al igual que el preso recién llegado, sus cuellos estaban adornados con tatuajes carcelarios, aunque uno exhibía una hilera de alambre de púas grabada en la frente, señal de que había sido sentenciado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.

Condujeron al preso nuevo a la jaula. Uno de los guardias armados entregó el rifle de asalto a su compañero y cogió unas esposas que colgaban de un gancho sobre un escritorio desnudo. Junto con el conductor, entraron en el recinto y cerraron la puerta de barrotes. El engranaje de la cerradura se encajó automáticamente.

—Nos habéis traído un pájaro bastante feo —dijo el de la cadena perpetua—. Esperábamos algo más bonito.

—Los mendigos no pueden elegir, Marko —replicó el guardia—. Y contigo, no se conservan guapos mucho tiempo.

El hombretón se encogió de hombros como si le diera la razón.

—Vamos a ver dónde has estado, pajarito. Quítate la camisa.

Los tatuajes eran algo así como un currículum vítae en el sistema penal ruso, y revelaba a los demás cuántos años había estado encerrado un hombre, qué clase de crímenes había cometido, para quién había trabajado fuera y toda otra clase de información. Un gato tatuado significaba que el hombre había sido un ladrón, y si llevaba más felinos grabados en el cuerpo, significaba que había trabajado en una banda. Una cruz en el pecho solía grabarse en contra de su voluntad, y significaba que era esclavo de alguien.

El conductor miró al guardia, quien dio su aprobación a este leve desvío del procedimiento con un cabeceo, y procedió a soltar los grilletes de piernas y muñecas. Cuando estuvo libre, el prisionero se irguió como una estatua, sin que sus ojos abandonaran en ningún momento los de Marko, el condenado a cadena perpetua que ocupaba la cúspide de la jerarquía de la prisión y se hallaba al mando.

—Quítate la camisa o no saldrás vivo de esta habitación —dijo Marko.

Si ser amenazado de muerte por segunda vez en otros tantos minutos intimidó al prisionero, éste no lo demostró. Permaneció inmóvil y sin parpadear durante unos diez segundos. Entonces, con lenta deliberación, como si la idea hubiera partido de él, se bajó la cremallera de la delgada chaqueta y se desabotonó la camisa con movimientos lánguidos.

No había cruces en su pecho, aunque estaba cubierto casi hasta el último centímetro cuadrado de motivos carcelarios.

Marko se apartó de la pared.

—Vamos a ver qué tienes —dijo.

El prisionero, un tal Ivan Karnov (aunque había tenido muchos nombres a lo largo de los años, y considerando que sus facciones eran más del sur que eslavas, se trataba sin duda de un alias), comprendía el significado de cada trasfondo y matiz, y los siguientes segundos decidirían cómo iba a pasar el resto de su tiempo.

Marko se deslizó detrás de Karnov, dominándole con su estatura, y el hedor a ajo que proyectaba su piel a pesar del aire helado era abrumador.

Ivan Karnov reprodujo los movimientos en su mente, contempló ángulos y posturas, pero sobre todo centró su atención en el lugarteniente de Marko. Cuando sus ojos se dilataron apenas, Ivan giró en redondo y agarró la muñeca de Marko un instante antes de que éste le hundiera su enorme puño en el riñón con un golpe demoledor que sin duda le habría roto el órgano. A continuación, la rodilla de Karnov se elevó al tiempo que doblaba hacia abajo el brazo de Marko. Los dos huesos, el radio y el cúbito, se partieron a causa del impacto, y sus extremos afilados atravesaron la piel cuando el antebrazo quedó doblado por la mitad.

Karnov se puso en movimiento aun antes de que el sistema nervioso de Marko revelara a su cerebro los enormes daños padecidos. Atravesó la habitación en dos zancadas y hundió la frente en la nariz del otro hombre de confianza de la prisión. El ángulo no fue el óptimo debido a la estatura del hombre, pero le rompió la nariz de todos modos.

En una pelea, este movimiento lograba un objetivo vital. Por grande o fuerte que fuera el contrincante, los ojos lloraban copiosamente, una reacción automática. Durante los siguientes segundos, el hombre quedó ciego.

El rugido de dolor de Marko resonó en la habitación cuando su mente reaccionó por fin a los traumatismos.

Karnov golpeó la nariz del segundo hombre. Derecha, izquierda, derecha, y después un golpe de canto en el cuello del individuo, de modo que los músculos se cerraron sobre la arteria carótida. Falto de sangre, el cerebro del hombre se colapsó, y el preso cayó al suelo.

Tiempo transcurrido: cuatro segundos.

Más que suficiente para que el conductor y el guardia de prisiones reaccionaran. El conductor había retrocedido un paso mientras el guardia avanzaba, con la mano apoyada sobre la porra negra lacada que colgaba mediante una anilla de su cinturón. El guardia estaba concentrado en conseguir soltarla, a sabiendas de que luego toda la ventaja sería suya.

Ése era el error de pensar que un arma te concedía ventaja antes de blandirla. El hombre estaba concentrado en sus propios actos, y no en los de su contrincante.

Karnov agarró el extremo de la porra justo antes de que el guardia pudiera sacarla de su anilla, y se estrelló contra él mientras le inmovilizaba el brazo entre los pechos de ambos. Los dos eran hombres corpulentos, y el impacto contra la pared de la jaula fue más que suficiente para dislocar el húmero de la cavidad glenoidea de su escápula, así como para desgarrar varios músculos y fibras.

El guardia que estaba fuera de la jaula apoyó el rifle contra el hombro mientras gritaba órdenes incoherentes, pero tuvo la presencia de ánimo de no disparar dentro del reducido espacio, donde sólo uno de los cinco hombres constituía una amenaza.

Karnov se volvió para hacer frente al conductor, en el mismo momento en que lanzaban tres kilos de grilletes de acero contra su cabeza, sin tiempo para poder esquivarlos.

Retrocedió tambaleante a causa del golpe, mientras brotaba sangre de la herida en la sien causada por los afilados grilletes. El conductor se lanzó sobre él antes de que pudiera caer al suelo, sin haber perdido por completo el sentido, pero tampoco consciente. Con veloces y bien ensayados movimientos, inmovilizó a Karnov de pies y manos.

Karnov empezó a apretarse contra la pared.

El conductor retrocedió.

—Buena suerte aquí dentro, amigo mío —dijo en voz baja—. Vas a necesitarla.

El guardia de fuera pensó por fin en la alarma y activó un interruptor situado debajo del escritorio. La bocina convocó a media docena de hombres al cabo de pocos segundos. Karnov ya se había puesto en pie, pero el desafío que había convertido su rostro en una máscara había desaparecido. Ya había hecho lo que debía: afirmarse cuanto antes. Era un hombre con el que no convenía jugar, pero su disputa era con los demás prisioneros, no con los guardias. El hombro dislocado sólo era un daño colateral.

—Ya he terminado —dijo a los guardias que ardían en deseos de despedazarle—. No opondré más resistencia, y siento lo de vuestro compañero.

El primer guardia abrió por fin la puerta, y pese a las palabras y la pasividad de Karnov los hombres no iban a quedarse sin su desquite. Se sintió agradecido cuando se abalanzaron sobre él y sólo utilizaron los puños en lugar de las porras. Y después, un guardia le propinó un puntapié en la coronilla con su bota de extremo de acero, y la paliza se borró de su conciencia.

Después de eso, el tiempo perdió todo su significado, de modo que Karnov no tenía ni idea de cuánto había transcurrido antes de recobrar la conciencia. Le dolía todo el cuerpo, lo cual le reveló que la paliza se había prolongado mucho rato después de que perdiera el conocimiento, pero cabía esperarlo. Era inimaginable que la compasión formara parte de los requisitos laborales de un guardia de una prisión de máxima seguridad perdida en el culo del mundo.

Su celda era diminuta, pero lo bastante grande para que pudiera estirarse por completo sobre el suelo helado. Las paredes eran de concreto carentes de adornos, y la puerta de metal macizo, con una rendija en la parte inferior para la comida y otra a la altura de los ojos para observarle.

Se hallaba en una celda de aislamiento.

«Perfecto», pensó.

Todavía continuaba inmovilizado con grilletes, y en la confusión los guardias no habían reparado en que todavía llevaba las esposas que le ceñían las manos al llegar.

«Perfecto», sonrió.

Además, llevados por su ira y el deseo de castigar al prisionero, los guardias no habían llevado a cabo el rutinario registro corporal, de lo contrario le habrían quitado su pierna artificial.

«Perfecto». Sabía que ya estaba libre.

Juan Cabrillo se había fugado de más de una cárcel en el curso de su vida, pero era la primera vez que se hacía encerrar en una.

El único propósito de la pelea había sido que le encerraran en una celda de aislamiento nada más llegar. Marko y su esbirro habían sido unos objetivos perfectos, pero en caso necesario Cabrillo se habría deshecho de los guardias con idéntica facilidad. Ninguno de ellos eran honrados ciudadanos con empleos necesarios pero deprimentes. Eran matones escogidos con mucho cuidado, miembros del ejército privado de Pytor Kenin, almirante de la flota y tal vez el segundo hombre más corrupto del planeta. Todo el plan de Cabrillo consistía en saltarse por completo el proceso de adoctrinamiento carcelario.

Tocó el punto donde los grilletes le habían golpeado. La hemorragia había cesado casi por completo. Se miró el pecho. Los tatuajes parecían reales, aunque se los habían aplicado en sesiones de cuatro horas de duración a bordo del Oregon, en el curso de la semana anterior. Kevin Nixon, exartista de efectos especiales de Hollywood, los había pintado con una tinta especial, pero le había advertido que empezarían a borrarse enseguida. De ahí el deseo de Cabrillo de que le arrojaran a la celda de aislamiento en cuanto llegara a la cárcel.

Juan se subió la pernera del pantalón y comprobó la extremidad artificial sujeta justo por debajo de la rodilla. No era la más realista de su colección de prótesis, ni siquiera la más funcional. Estaba construida especialmente para esta misión, con el fin de poder entrar de contrabando la mayor cantidad de material posible. La pierna era un cilindro casi perfecto, con tan sólo una leve hendidura para un tobillo. Si un guardia le hubiera puesto los grilletes, habría levantado sospechas de inmediato, pero el conductor que se había encargado de la tarea estaba a sueldo de Cabrillo en aquella misión. Durante todo el incidente, sólo él le había inmovilizado las piernas, tal como habían planificado y coreografiado una y otra vez.

Juan se acarició la sien ensangrentada y se arrepintió de no haber ensayado un poco más.

Como desconocía la rutina de la prisión, decidió que lo mejor era esperar un rato antes de llevar a cabo su siguiente movimiento. Eso también le permitiría recuperarse de la paliza. La primera parte de la operación, secuestrar el camión que transportaba al verdadero Ivan Karnov, se había realizado sin el menor error. Los dos conductores y su prisionero habían sido encerrados en una casa abandonada de una ciudad portuaria olvidada de la mano de Dios, lo más parecido posible a una prisión.

Cuando la operación hubiera terminado, llamarían por teléfono a las autoridades municipales, y Karnov volvería a ser trasladado al destino que le aguardaba.

La segunda parte, entrar en la cárcel, había ido tan bien como cabía esperar. Era la tercera parte lo que preocupaba a Cabrillo. Max Hanley, el mejor amigo de Cabrillo, segundo de a bordo de su carguero de ciento setenta metros de eslora, el Oregon, y cascarrabias sempiterno, la calificaba de demencial.

Pero eso era lo que hacían Juan Cabrillo y su equipo como algo rutinario: llevar a cabo lo imposible por motivos que valieran la pena. Y por el precio justo.

Y si bien esta misión tenía un componente personal para Cabrillo, no pensaba renunciar al resto de los veinticinco millones de dólares que le habían garantizado.

Durante las siguientes gélidas treinta y seis horas, descubrió la rutina de la celda de aislamiento. No comportaba gran cosa.

Hacia lo que calculó mediodía, la ranura de la base de la puerta se abrió y le entraron una bandeja metálica con algo de gachas y un pedazo de pan negro del tamaño y consistencia de una granada de mano. Tenía tanto tiempo para comer como el que empleara el carcelero en entregar el rancho a los presos de aquel nivel y vaciar los orinales que los hombres le pasaban. A juzgar por los ruidos del guardia durante aquella monótona tarea, había otros seis presos en confinamiento solitario. Ninguno de ellos habló, lo cual indujo a creer a Cabrillo que, en caso de que lo hicieran, habría represalias.

Guardó silencio, y sin tocar la comida esperó. Una mano peluda cogió la bandeja.

—Como quieras —masculló el guardia—. El rancho no va a mejorar por eso.

La ranura se cerró.

Como ahora sabía que nadie venía a ver a los presos de allí abajo más que a la hora de darles de comer, Cabrillo puso manos a la obra. Después de quitarse la pierna artificial y abrir su tapa desmontable, fue disponiendo a su alrededor el material. Primero utilizó una llave para liberarse de los grilletes. La llave era un duplicado de la original que llevaba el conductor. Dejar de deambular con un tintineo de cadenas como el fantasma de Jacob Marley en la obra de Dickens fue un alivio en sí mismo. Ponerse la camisa y la chaqueta que habían arrojado a la celda fue sublime. A continuación, de la pierna salió casi una docena de tubos de una sustancia similar a la masilla: la clave de toda la operación. Si esto no funcionaba tal como le habían dicho, si Mark Murphy y Eric Stone, los proveedores de artefactos explosivos de Cabrillo, habían metido la pata, ésta sería la fuga de una cárcel más breve de la historia.

Se encajó la pierna y desenroscó la tapa de uno de los tubos, para luego aplicar una delgada gota del gel a la juntura de argamasa que separaba los dos bloques de concreto más cercanos a la puerta.

Toda clase de horribles pensamientos desfilaron por la mente de Cabrillo cuando el gel no reaccionó como cuando habían experimentado con él en el Oregon. Pero la mente es capaz de plasmar posibilidades atroces en cuestión de segundos. La reacción química era un poco lenta.

Stone y Murphy, alias «Wepps» o «Murph» habían deducido la composición química de la argamasa utilizada en la prisión leyendo miles de páginas de documentos desclasificados de Archangel, donde se hallaba la empresa que había construido la instalación en la década de 1970 (de hecho, un equipo del Oregon había allanado la instalación y escaneado los documentos a lo largo de un período de tres noches, para luego introducirlos en el ordenador principal del barco con el fin de traducirlos, y después Eric y Mark se habían puesto a trabajar).

En menos de un minuto, la masilla ácida había resquebrajado por completo la argamasa. Cabrillo conectó una sonda al tubo, para introducirlo en la grieta que había practicado, y aplicó más gel para eliminar la argamasa restante que había al otro lado del bloque. Cuando estuvo seguro de que no quedaba nada, pegó una patada al bloque, que cayó en un angosto espacio situado entre la pared de la celda y la pared exterior del sótano de la prisión. Escudriñó el oscuro espacio y vio que el siguiente obstáculo era una losa de hormigón precolado que descansaba sobre asideros de cemento armado. Cada sección debía pesar unas diez toneladas.

El ácido que atacaba la argamasa no las afectaría, pero el paquete de explosivos de plástico C-4 se encargaría de ello.