Sigue Rafael
El velo con que siempre se me aparecía aquella mujer iba obscureciéndose poco apoco, como su destino y como mi alma.
Ciñó primero el velo blanco de la inocencia; después, el velo rosado de la dicha; luego, el velo verde de criminales deseos y esperanzas; en seguida, el velo azul del desamparo y la tristeza… No fue mucho, por tanto, que, al aparecérseme otra vez, ciñera el velo negro del pesar y los remordimientos…
Era el día de Finados.
Estaba yo en el cementerio que guarda las cenizas de mis padres, y paseábame por aquellas largas calles de tumbas como un alma en pena.
De pronto distinguí entre el gentío una pobre mujer vestida de negro, que colocaba algunas flores sobre la sepultura de un niño.
¡Era ella!
—Procuré que no me divisara… ¡No quise que mi vista acrecentase su dolor, recordándole aquel tiempo dichoso en que la vi joven y llena de hermosura, dentro de lujosa carretela, en las orillas del Guadalquivir, acompañada del precioso niño de color de rosa que me causó tantos celos y envidia!
¡Desventurada! ¡Su hijo la había abandonado también!… ¡Pero ella no le había olvidado, y desde la más honda miseria, desde los abismos de la infamia, iba a cubrir su sepultura de lágrimas y flores!…
Aquella piedad maternal la redimió a mis ojos; y al alejarme, sin que por fortuna me hubiese visto, exclamé con indecible amargura:
—¡Matilde! ¡Matilde!… No quiero volver a verte… ¡Ignore yo, al menos, el triste fin de tu existencia, ya que la suerte no dispuso que corriese unida a la mía!
¡Pero el cielo lo quiso de otro modo, y volví a verla!…
FIN DE LA QUINTA PARTE