Capítulo 3

El velo verde

I

(Habla Rafael.) —Inútilmente busqué a Matilde por todo Sevilla: no la encontré.

Pasó un año.

Mi amor, mi extravagante amor, era una monomanía, una locura.

Cuando un hombre de mi temple se fija en un deseo y no lo consigue, vive como Prometeo, sintiendo en las entrañas el lento roer de un buitre.

Veía otras mujeres, otras caras; yo era lo bastante rico para hacerme amar; lo bastante joven para inspirar amor; pero yo no quería otra mujer que aquélla. Yo la había visto niña, virgen, inocente. Yo había meditado sobre su destino. Yo había seguido su vida con la imaginación. Yo estaba íntimamente ligado a ella… Y, por tanto, padecía como un esposo ofendido, como un amante abandonado, como un bienhechor a quien afligen la ingratitud y la perfidia de su cliente.

Tal era mi estado la tercera vez que la vi.

II

Terminaba un baile de máscaras en el gran salón del teatro de Oriente en Madrid.

De pronto oyéronse ásperos gritos, y se produjo grande alarma bajo la famosa araña central, punto de cita de las personas más elegantes.

Parecía ser que un caballero había arrancado la careta a cierta máscara vestida de hechicera y cubierta con un velo verde…

Decíase que el agresor era su esposo, y que la había oído jurar amor y constancia a otro caballero, de cuyo brazo iba.

Éste, al ver la atrevida acción con que el injuriado marido adquirió la certeza de su infortunio y de su deshonra, lo insultó ferozrnente, y aun puso la mano sobre su rostro…

Palabras de duelo a muerte habían mediado, por tanto, entre el esposo y el amante, que por cierto se conocían y hasta se tuteaban…

Yo me acerqué al lugar del conflicto.

La adúltera recobraba en aquel instante el conocimiento, sostenida por algunas piadosas enmascaradas y rodeada de varios caballeros que la defendían del airado esposo, empeñado en ahogarla allí mismo con sus manos.

Nadie la conocía Pero todos la amparaban misericordiosamente.

Yo sí la conocí. ¡Era ella! ¡Era Matilde!

Sin darme cuenta de lo que hacía penetré en el grupo, y le dije a la sin ventura, ofreciéndole mi brazo para que se apoyara:

—¡Nada tema usted, Matilde!… ¡Nada tema usted!… Aquí estoy yo…

—Este caballero la conoce… —exclamaron algunos, cediéndome el honor de protegerla.

La infortunada me miró y lanzó un leve grito, al propio tiempo que se tapaba el rostro con las manos…

¡Me había reconocido!

—¿Quién es esta señora? ¿Cómo se llama su esposo? —me preguntaban al propio tiempo los circunstantes en voz baja y con extremada cortesía.

—No lo sé… —respondí tan estúpidamente, que todos se echaron a reír.

Entretanto la hechicera había logrado escapar y perderse entre el compacto gentío, y el marido era conducido ante la autoridad por un comisario de policía.

—¿Quién es la señora que ha dado ese escándalo? ¿Cómo se llama su marido? —pregunté yo entonces a mi vez a varias personas…

Pero nadie los conocía, ni pudo tampoco decirme el nombre del tercer personaje de aquella horrible escena, de mi segundo venturoso rival, del amante de Matilde…

En cuanto a las consecuencias del lance, nada oí hablar en Madrid al día siguiente ni en los sucesivos.

Comprenderás perfectamente que no había yo de hacer indagaciones directas y formales por medio de la policía.

¿Para qué, ni por qué?

¡Ay! Matilde me inspiraba ya, no sólo amor, no sólo despecho, no sólo piedad, no sólo lástima, sino también terror y miedo…

Además, su actitud al reconocerme en el baile desmostraba que no quería tener nada que ver conmigo; que también me temía o me odiaba; que yo le infundía, lo mismo que ella a mí, no sé qué terror supersticioso, y que lo me jor que podíamos desear era no volver a encontrarnos en toda la vida.

Sin embargo, la fatalidad lo había dispuesto de otro modo.

FIN DE LA TERCERA PARTE