(Habla Rafael.) —La segunda vez que la vi fue tres años después.
Era una hermosa tarde de primavera.
Paseaba yo por los alrededores de Sevilla, solo aún, siempre solo, con el corazón henchido de reconcentradas ternuras, todavía sin historia de amores, aunque más enamorado que nunca de mi aparición.
Un año antes había ido a buscarla al pueblo en que la encontré; pero ya no estaba allí, ni nadie me dio razón de tal persona.
La casa de las cortinillas blancas era un parador de diligencias, aunque en otros tiempos hubiera sido palacio de no sé qué noble familia. Sólo un criado del parador hizo memoria (cuando le hube designado la fecha y el balcón en que vi a la desconocida) de que era soltera, de que estuvo allí tres días, de que se llamaba Matilde y de que viajaba con su padre, el cual se vio obligado a hacer tan larga parada en aquella aldea por resultas de una enfermedad.
Desesperé, pues, de volver a hallar a Matilde, y hasta sentí saber su nombre, comprendiendo que éste me serviría únicamente para dar más cuerpo y violencia a la rara pasión, que iba tomando caracteres de manía y hasta, de locura en mi debilitado cerebro…
Una tarde, digo, me paseaba por los alrededores de Sevilla, cuando en cierto angosto y solitario camino rural, me alcanzó un lujoso carruaje tirado por dos magníficas yeguas.
Mientras yo me apartaba contra un áspero seto para no ser atropellado, el coche tuvo que detenerse; y al través del cristal, y junto a una medio descorrida cortinilla de color de rosa, distinguí un rostro bello y sonriente, que no podía confundir con ningún otro…
¡Era ella! ¡Era Matilde! ¡Matilde, sin noticia tal vez de que yo sabía su nombre, de que yo la amaba, de que su hermosura era mi constante pensamiento hacía tres años!
Miróme atentamente, y no sé si me reconoció…
Yo me llevé la mano al sombrero, y aun pensaba indicarle que bajase el cristal, cuando de pronto… (bien que todo esto era pronto, rápido, instantáneo) observé que enfrente de ella iba una nodriza con un niño en brazos…
Quedéme frío, insensato, estúpido…; y cuando llegué a dominar en parte mi emoción la carretela había ya desaparecido al trote con dirección a la gran capital.
¡Oh desventura! Mis antiguos presentimientos se habían realizado. ¡Otro hombre la había conocido después que yo!… ¡Matilde se había casado con él! ¡Matilde tenía un hijo que no era mío!…
¿Sabes tú la angustia, la envidia, los rábiosos celos, la desesperación que se experimenta al ver casada con otro a la mujer a quien se adoró cuando era virgen?
¿Sabes tú las adivinaciones, las intuiciones, las recreaciones infernales a que se entrega la desvergonzada imaginación del mísero y defraudado amante?
¿Te figuras cuánto padecería yo en aquel momento, al enterarme de la traición de Matilde?
¡Oh! ¡Y qué hermosa iba, medio oculta tras aquel velo de color de rosa! En medio de mi infortunio parecióme ver a la diosa de la tarde, dormida ya en su lecho de esplendorosas nubes, al otro lado del horizonte de mi vida…
FIN DE LA SEGUNDA PARTE