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Una vez más Stone fue el primero en entrar, casi antes de que los operarios hubieran acabado de asegurar la integridad del acceso. Sus movimientos eran rápidos, incluso bruscos, como si los problemas recientes y la presión del tiempo le hubieran contagiado una sensación de urgencia. Pasó entre los operarios, a través de la estrecha abertura, y desapareció en el interior de la tercera cámara. Durante unos instantes todo quedó en silencio. El único indicio de que había alguien en la estancia era el reflejo de la linterna de Stone perforando aquí y allá la oscuridad. Al cabo de un momento, Logan le oyó carraspear.

—Tina, Ethan, Logan, Valentino —dijo Stone con una voz extraña—, entrad, por favor.

Logan siguió a los otros a través de la abertura en el muro y entró en la cámara. Al principio pensó que su linterna no funcionaba, pues no iluminaba. Pero entonces cayó en la cuenta: la habitación —las paredes, el suelo y el techo— estaba revestida de lo que parecía ser ónice negro y mate que absorbía toda la luz y dejaba el reducido espacio a una penumbra tal que apenas se veía qué había.

—Por favor… Esto da miedo —dijo Tina después de sentir un escalofrío.

—¿Ésa es su opinión de experta? —le preguntó Stone.

Valentino asomó la cabeza por la abertura y llamó a uno de los operarios.

—Kowinsky, trae una de esas lámparas de sodio.

Durante un momento todos observaron la cámara en silencio. Comparada con la opulencia de las anteriores, a Logan se le antojó casi desnuda. En una solitaria mesa ornamental, pintada de oro y adosada a la pared de la izquierda, descansaban varios papiros cuidadosamente enrollados y alineados. Al fondo se veía lo que parecía una cama, pequeña y estrecha, que en su día había estado cubierta por una sábana de lino y una almohada que los siglos habían descompuesto. Frente a la cama, en el suelo, junto a la pared, había tres cajas pequeñas de oro macizo y una urna.

Sin embargo, lo que les llamó la atención a todos fue lo que había en medio de la estancia. Era un cofre de poco más de un metro cúbico hecho de algún tipo de piedra negra —quizá también ónice— dispuesto sobre una base de madera oscura muy trabajada. Tenía los bordes ribeteados en oro, y sus lados estaban decorados con algunas de las pinturas que habían visto en las cámaras precedentes, concretamente el objeto en forma de caja y rematado por una barra de hierro y el otro parecido a un cuenco del que colgaban filamentos de oro. Sin embargo, esta vez las imágenes estaban compuestas por multitud de piedras preciosas incrustadas en la superficie del cofre. En su parte superior había un serej muy elaborado.

—Tina… —susurró Stone; señalaba el serej—. Esto es el jeroglífico del nombre de Narmer, ¿verdad?

Tina asintió lentamente.

—Sí. Creo que sí.

Stone la miró.

—¿Cómo que cree que sí?

Tina había bajado la cámara de vídeo —no había suficiente luz para grabar— y estaba examinando de cerca el cofre.

—Los glifos son los mismos, pero estos arañazos…, sobre la cabeza del siluro… No sé. Es extraño. Pero todo es extraño. Esa especie de camastro del fondo, los nichos de la segunda cámara, la desnudez de esta estancia… —Hizo una pausa—. Como ya dije, da la impresión de que la tumba, toda ella, se utilizara como una especie de ensayo para la muerte de Narmer y su tránsito al otro mundo.

—¿Había visto alguna vez algo parecido? —preguntó Stone.

—No. —Tina contempló la habitación en penumbra con el entrecejo fruncido—. Es como si… Pero no, no puede ser. —Estudió de nuevo el cofre—. Si pudiera verlo mejor…

—¡Kowinsky! —gritó Valentino—. ¿Qué pasa con las luces?

—La abertura es demasiado estrecha para que pasen, señor —respondió el operario desde el otro lado.

—Quizá debería echar un vistazo a los papiros, doctora —dijo Stone—. Es posible que nos den alguna pista.

La egiptóloga asintió y se acercó con su linterna mientras Rush y Stone se dirigían hacia las cajas de oro situadas junto a la pared de la derecha. Stone se arrodilló y sus dedos enguantados en látex empezaron a levantar con cuidado la tapa de una de ellas.

Logan los observó mientras luchaba contra el frío y un sentimiento creciente de consternación. Desde que había entrado en la cámara había sido consciente de la presencia del ente maligno. Los sentía —estaba seguro—, pero por el momento mantenía a raya la abrumadora maldad que Logan había notado otras veces. Era casi como si estuviera observando, aguardando…, a la espera de su ocasión. Rebuscó en su bolsa, sacó el detector de ionización e hizo un barrido de la cámara. El aire estaba claramente más ionizado de lo normal. De hecho, la ionización había ido en aumento a medida que se habían adentrado en la tumba. Ignoraba qué podía significar.

Stone había retirado la tapa de la caja. Metió la mano y extrajo algo con cuidado: una espiral de metal muy fina.

—Parece cobre —comentó—. Aquí dentro hay al menos media docena de espirales como esta.

Abrió la segunda caja, miró en su interior y después sacó algo que en la penumbra parecía una especie de bayoneta pequeña, pardusca y muy corroída.

—Creo que es hierro —dijo.

—En ese caso debe de tratarse de hierro meteórico —dijo Tina, levantando la vista de los papiros—. Los egipcios no descubrieron el uso del hierro hasta varios siglos después de Narmer.

Stone pasó a la siguiente caja. La abrió, metió la mano y volvió a sacarla. En su palma sostenía numerosos filamentos de oro enredados como oropeles navideños.

—¿Qué demonios es esto? —masculló.

Tina fue hasta la urna que había junto a las cajas, la levantó con cuidado e iluminó su interior con la linterna.

—Está vacía —dijo; luego se la llevó a la nariz y la olió—. Qué raro. Huele a rancio, como… a vinagre.

Stone se acercó, cogió la urna y la olió.

—Es verdad. —Se la devolvió.

—Espirales de cobre, barras de hierro, filamentos de oro… —dijo Logan—. ¿Qué significa todo esto?

—No lo sé —repuso Stone—, pero seguro que eso —señaló el cofre de color ónice que había en el centro de la cámara— responderá a todas tus preguntas y más. Eso será lo que culminará nuestras respectivas carreras y hará que figure en los libros de historia como el arqueólogo más importante de todos los tiempos.

—¿Crees que…? —Rush hizo una pausa—. ¿Crees que las dos coronas de Egipto están en ese cofre?

—Sé que están ahí. Es la única respuesta. El secreto definitivo de la tumba de Narmer. —Stone se volvió hacia Valentino—. Frank, diles a tus hombres que me echen una mano con esto.

Lentamente, como poseídos por un único pensamiento, todos se adelantaron y formaron un círculo alrededor del cofre, negro como el ébano.