La última vez que Logan había estado en el Centro de Inmersiones fue el día del accidente del buzo. Entonces había bastante gente en aquella sala grande y reverberante, pero en ese momento había mucha más. Al menos una docena de operarios se encargaban de monitorizar los distintos instrumentos, y un pequeño ejército de técnicos y ayudantes se apelotonaba alrededor de la Boca, charlando animadamente.
Logan se acercó despacio. La enorme pantalla plana que mostraba la retícula del lecho del Sudd estaba apagada; había cumplido su función. Una batería de luces de sodio iluminaba la abertura central. Cuando se aproximó, distinguió a Tina Romero entre el gentío. Ella lo vio, se separó del grupo y fue a su encuentro.
—He oído que te has autoinvitado —comentó—. Está claro que a Stone le caes bien.
Logan se encogió de hombros.
—¿Por qué no habría de ser así?
—¿Te hago una lista?
Era una broma sin malicia, pero Logan percibió cierta tensión en su voz. Sabía cómo se sentía porque él sentía lo mismo. Era muy emocionante estar allí con ocasión del hallazgo arqueológico más importante desde que Schliemann descubrió Troya, pero al mismo tiempo le embargaba una profunda y persistente inquietud ante lo que el faraón Narmer pudiera tenerles reservado.
Stone se hallaba en un rincón con Frank Valentino. Miró el reloj, dijo algo a Valentino y este alzó un megáfono.
—¡Atención! —exclamó—. ¡Se acabó el charloteo! ¡Todo el mundo a sus puestos!
La gente se dispersó lentamente en grupos de dos y de uno en uno. Stone y Valentino se acercaron acompañados por dos fornidos operarios. Stone saludó a Tina y a Logan con un gesto de la cabeza.
—¿Preparados? —preguntó.
—Sí —contestaron los dos a la vez.
—Procederemos de la siguiente manera: los dos hombres de Valentino encabezarán la marcha, seguidos por mí, Tina, el doctor March, el doctor Rush y Jeremy. Ya hemos bajado hasta la compuerta estanca casi todo el equipo que vamos a necesitar. Una vez que hayamos determinado que el sitio es seguro, realizaremos un examen detenido de la puerta y después haremos un sondeo. Solo entonces romperemos los sellos y entraremos. Ese primer ingreso en la tumba se limitará exclusivamente a una inspección visual. Lo grabaremos todo en vídeo, pero no tocaremos nada, salvo las muestras para analizar que tomarán Tina y Ethan. ¿Entendido?
Ethan Rush y Fenwick March se habían unido al grupo mientras Porter hablaba. Todos asintieron.
—Bien. Poneos los respiradores y los guantes. Nos comunicaremos por radio.
Logan siguió el ejemplo de Tina: se acercó a una mesa con ruedas, cogió un par de guantes de látex y se los puso. A continuación eligió una mascarilla de entre las varias que había y se la colocó sobre la boca y la nariz. Por último se enganchó la radio en el cinturón y la encendió.
Los demás hicieron lo mismo. Tanto Rush como los hombres de Valentino llevaban mochilas, mientras que Tina sostenía una cámara compacta de vídeo.
Cuando estuvieron listos, Stone los miró uno por uno, se volvió hacia los hombres de Valentino y alzó el pulgar. A Logan le sorprendió el aplauso espontáneo de los técnicos y ayudantes que los recibieron cuando ambos se acercaron a la Boca. En lugar de volver a sus puestos, como les habían ordenado, la gente se había reunido alrededor de la escalera y miraba al equipo de siete personas que se disponía a descender hacia la tumba.
Logan se apartó a un lado y observó a los dos operarios caminar hasta la Boca, agarrarse a la barandilla de metal, pasar al otro lado, bajar y desaparecer por el Umbilical. A continuación los siguieron Stone, Romero, March y Rush.
Y entonces le llegó el turno. Respiró hondo, se acercó hasta el borde de la Boca, se aferró a la barandilla y se asomó.
La última vez que lo había hecho, la boca del pozo era una abertura circular llena del cieno negro y hediondo del Sudd. Sin embargo, en ese momento contemplaba algo muy distinto: un túnel de color amarillo pálido, hecho de un material grueso pero flexible que descendía gradualmente. Al menos una docena de cables de distintos colores corrían por sus costados como si fueran venas. El Umbilical, como llamaban a ese túnel, tenía un diámetro ligeramente inferior al de la Boca y estaba reforzado contra la presión externa del Sudd por una serie de entramados hexagonales de madera dispuestos cada medio metro. Un sistema de cables y poleas diseñado para el transporte de objetos pesados recorría el lateral derecho. Una serie ininterrumpida de lámparas leds en forma de rombo situadas en el techo iluminaban el interior con su fría luz. Vio los asideros para pies y manos y al grupo que descendía hacia lo que habían bautizado como el Portal.
Respiró hondo nuevamente, pasó al otro lado de la barandilla, se aseguró de que ponía el pie en firme y empezó a bajar.
—Aquí Stone —dijo una voz por radio—. He llegado a la plataforma exterior de la compuerta.
Logan siguió bajando mientras intentaba mantener una respiración regular. El Umbilical estaba inmaculado: en su interior no había ni rastro de lodo, y el aire que entraba por su respirador solo conservaba un leve olor a vegetación descompuesta. Aun así, fue incapaz de olvidar el repugnante cieno que rodeaba el tubo por todas partes.
El descenso resultó fácil. Había dado por hecho que la estación anclaría directamente encima de la tumba y que tendrían que descender en vertical, como en las escalerillas de mano. Sin embargo, el siempre previsor Stone había mandado posicionar la estación de tal manera que el Umbilical trazaba un ángulo de cuarenta y cinco grados y de ese modo permitía subir y bajar con relativa facilidad. Vio que los entramados de madera que lo reforzaban se hacían más gruesos a medida que descendía, sin duda para compensar la creciente presión exterior.
Tres minutos más tarde se había reunido con el grupo en la plataforma de la compuerta. Miró en derredor con curiosidad. La plataforma era de hecho la base del Umbilical: una pasarela metálica de unos tres metros de lado. Bajo ella, cuatro gruesos pernos de hierro atravesaban el material amarillo del tubo y desaparecían bajo él, presumiblemente anclados al lecho del Sudd. Las juntas estaban selladas con silicona y abrazaderas metálicas.
En un rincón de la plataforma se apilaban varios contenedores para la recogida de muestras, y junto a ellos había todo un surtido de herramientas de arqueología para examinar, estabilizar e incluso restaurar in situ objetos antiguos.
Tres de las paredes de la plataforma tenían el mismo aspecto que el Umbilical: estaban reforzadas con entramados de madera y llenas de cables. Sin embargo, en la cuarta había una pesada compuerta circular de un material opaco, tan grande y de aspecto tan impenetrable como la puerta de una cámara acorazada de un banco.
Con siete personas en la plataforma, no quedaba mucho espacio. Durante un momento nadie habló, todos se miraban en silencio. Reinaba una tensión en el ambiente que nadie parecía dispuesto a romper. Finalmente Stone apretó el botón de transmitir de su radio.
—Aquí Stone —dijo—. Procedamos.
—Entendido —dijo una voz desde la estación de control.
Tina Romero empezó a grabar mientras Stone se acercaba a la compuerta.
—Voy a abrir —anunció.
Desatornilló con cuidado cuatro pernos situados en los puntos cardinales y a continuación aferró la gruesa asa central y tiró de ella.
La compuerta giró sobre sus goznes y se abrió silenciosamente. Al otro lado Logan vio la pared de granito pulido que sellaba la entrada de la tumba de Narmer. Las piedras y el barro que la habían protegido de los elementos habían sido retirados, solo quedaban las losas de granito y la masa de roca ígnea que formaba la boca de la cavidad volcánica. El granito pulido brillaba bajo la luz del Umbilical. Aparte de los dos sellos, no había otras marcas en la piedra. Ante él, a escasos metros, tenía lo que en los vídeos de los buzos parecía algo remoto y de otro mundo.
Logan se dio cuenta de que el corazón le latía más deprisa, casi dolorosamente. El portal hermético había sido fijado a la irregular superficie de roca con gruesas juntas de goma y pernos de hierro como los que anclaban la plataforma al fondo del Sudd.
Stone y March se acercaron con potentes linternas y lupas. Mientras los demás observaban, examinaron cada centímetro cuadrado de granito y lo palparon con sus manos enguantadas. El proceso les llevó casi quince minutos. Una vez satisfechos se retiraron a la plataforma.
—Romero —dijo Stone por la radio—, ¿quiere comprobar los sellos, por favor?
Tina cogió la lupa y la linterna de manos de March y se adelantó. Primero examinó el sello superior de la necrópolis. Después se arrodilló e hizo lo mismo con el sello real situado en la base de las losas. Ambos estaban fijados con un clavo de bronce en cada extremo y unidos por un hilo de alambre del mismo material terminado en un ovillo; a Logan le recordó el nudo corredizo de una soga. A la derecha de cada sello, una pieza de terracota rojiza, del tamaño de una mano y llena de jeroglíficos, rodeaba tanto los clavos como el alambre.
—¿Y bien? —preguntó Stone.
—Están completamente intactos —contestó Tina, y Logan creyó percibir un ligero temblor en su voz—. Pero hay algo diferente en este serej… Me resulta desconocido.
—Pero ¿es un sello de Narmer?
—Los jeroglíficos representan el siluro y el cincel, la expresión fonética del nombre de Narmer.
—Muy bien. Preparaos.
Tina se puso en pie y encendió la cámara de vídeo mientras March y Stone se situaban junto a ella. Stone sostenía un pequeño contenedor para muestras relleno de algodón; March, un escalpelo y unas pinzas grandes. Mientras los demás aguardaban tensos y en silencio, March acercó el escalpelo al sello de la necrópolis y lo cortó en dos con un movimiento lento y metódico. Acto seguido, extrajo los fragmentos con la ayuda de las pinzas y los depositó en el contenedor que sostenía Stone.
Logan se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración. Soltó el aire e intentó respirar con normalidad. A pesar de la tensión del momento, no podía evitar sentirse impresionado por el cuidado con el que Stone y su gente grababan todo el acontecimiento y el esmero con el que trataban los elementos de la tumba. Stone no era un cazatesoros, era un arqueólogo en toda regla, más interesado en preservar el pasado que en destruirlo.
A continuación, los tres se concentraron en el sello real. March apoyó la punta del escalpelo en su parte superior y se detuvo. Transcurrió un minuto, dos minutos.
La tensión en el Portal resultaba casi palpable. Había llegado la hora de la verdad: una vez roto el sello real, se consideraría que la tumba había sido profanada. Logan tragó saliva. «Todo hombre que ose entrar en mi tumba o cometa cualquier maldad contra el lugar de reposo de mi forma humana hallará una muerte cierta y fulminante… Yo, Narmer el Eterno, lo atormentaré a él y a los suyos noche y día, tanto en la vigilia como en el sueño, hasta que la locura y la muerte se conviertan en su templo para la eternidad».
—Fenwick… —dijo Stone por la radio.
El arqueólogo dio un respingo. Luego se inclinó sobre el sello y con un solo movimiento lo cortó en dos con el escalpelo.
El suspiro general de los allí reunidos no necesitó de la radio para ser oído.
—Ya está hecho —dijo Tina Romero con un hilo de voz.
March cogió las dos piezas del sello y las dejó en el contenedor. Acto seguido, Stone, March y Romero se apartaron de la pared de granito. Cada movimiento parecía tan cuidadosamente coreografiado como un ballet.
Stone se volvió hacia Rush.
—Su turno, doctor.
El médico metió la mano en su mochila, sacó un taladro portátil y una gruesa broca de unos treinta centímetros de longitud. La fijó en el portabrocas, se acercó a la pared, eligió un punto en su centro, aplicó la punta y puso en marcha el taladro.
Stone indicó a los demás que se retirasen un par de pasos mientras el aparato aullaba. No había pasado un minuto cuando el ruido se interrumpió bruscamente. Rush había terminado. Se oyó un leve siseo: el aire de la tumba escapaba por el agujero.
Rush lo cerró con un tapón de plástico y dejó el taladro a un lado.
—El granito no es especialmente grueso —dijo por la radio—. No tendrá más de diez centímetros.
Volvió a meter la mano en la mochila y sacó un extraño instrumento: un tubo de plástico transparente conectado a un aparato con un indicador de leds. De uno de los lados del aparato colgaba un fuelle de plástico. Rush retiró el tapón que había colocado, metió el tubo por el orificio y pulsó un botón. Se oyó un ruido mecánico cuando el fuelle se hinchó. Rush apretó algunos botones más y después examinó el indicador.
—Polvo —anunció por radio—, partículas de materia y altos niveles de CO2, pero ninguna bacteria patógena.
Logan comprendió entonces para qué servía aquella máquina: era el equivalente en alta tecnología de la vela que en su día sostuvo Howard Carter ante la corriente de aire que salía de la tumba de Tutankhamón.
—¿Concentración de hongos? —preguntó Stone.
—Para un análisis completo tendremos que esperar hasta que vuelva al Centro Médico con las muestras —contestó Rush—, pero no hay nada destacable en este primer análisis. De hecho, lo que hay es una notable ausencia de hongos. El microclima de la tumba no muestra presencia de bacterias anaeróbicas, pero en cambio hay un nivel aceptable de bacterias aeróbicas.
—En ese caso, seguiremos adelante. De todas maneras, y para asegurarnos, instalaremos duchas de descontaminación en el Centro de Inmersiones y las utilizaremos siempre que salgamos del Umbilical.
Stone se acercó al agujero mientras Rush guardaba su equipo. Había cogido algo de una de las cajas de la plataforma: una cámara de fibra óptica como las utilizadas por los SWAT, con una luz en el extremo y cuyo cable flexible se conectaba a unas gafas. Se las colocó por encima de la mascarilla del respirador e introdujo la cámara por el agujero de la pared. Durante un momento permaneció inmóvil, escrutando el interior de la tumba con el dispositivo. De repente dio un respingo.
—¡Dios mío! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Oh, Dios mío!
Retiró la cámara del agujero, se quitó las gafas y se volvió lentamente hacia los otros. Logan se llevó una sorpresa: la estudiada expresión de despreocupación y frialdad había desaparecido del rostro de Stone. A pesar de que el respirador le tapaba parte de la cara, parecía alguien que acabara de… Logan, cuyo corazón latía aceleradamente, no tenía palabras para describir aquella expresión. Quizá fuera la de alguien que acababa de atisbar el paraíso. O, quizá, el infierno.
Sin decir palabra, Stone hizo un gesto a los dos operarios. Se acercaron, el uno con un pequeño cincel eléctrico y el otro con un aspirador. Numeraron las losas de granito con un lápiz de cera. Luego uno de ellos empezó a retirar el mortero que unía las losas mientras el otro aspiraba el polvo que se desprendía. Logan supuso que tomaban aquella precaución por si habían utilizado veneno para ligar el mortero.
Una vez retirada la primera losa, el trabajo progresó rápidamente. En cuestión de minutos habían apilado varias junto a la entrada y abierto un boquete lo bastante grande para que pasara una persona.
Logan contempló el agujero y la negrura que aguardaba al otro lado. Como por un acuerdo tácito, nadie había iluminado todavía el interior de la tumba con una linterna. Todos esperaban a entrar para hacerlo.
Stone miró al grupo allí reunido. Había recobrado la voz y el control de sí mismo. Miró a Tina Romero y señaló el agujero del muro de granito con su mano enguantada.
—Tina —dijo por la radio—. Las mujeres primero.