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Desde la atalaya de Mark Perlmutter, la cofa que se levantaba por encima del sector Rojo, las dos figuras del hidrodeslizador, brincando por la desolada marisma en dirección a la estación, le parecieron ridículas. ¿Qué demonios hacían ahí fuera? ¿Probar una vacuna contra la malaria?

A modo de respuesta a sus conjeturas, un mosquito zumbó en su oído y Perlmutter lo espantó con la mano. «Será mejor que me ocupe de mis asuntos o los mosquitos me dejarán como un colador», se dijo. En cualquier caso, lo que aquellos dos pudieran estar haciendo no le incumbía. Era su segunda excavación con Porter Stone y ya se había dado cuenta de que sucedían tantas cosas raras que no tenía sentido hacerse demasiadas preguntas.

Apartó la vista de la creciente oscuridad y centró su atención en el mástil, la estructura metálica parecida a un periscopio que albergaba las distintas antenas microondas y los equipos de emisión y recepción de los cuales dependía la estación para seguir conectada con el mundo exterior. El transmisor de baja frecuencia había estado haciendo el tonto y, como ayudante de comunicaciones, correspondía a Perlmutter subir por el maldito mástil hasta la cofa situada por encima de la gran carpa que cubría el sector Rojo y ver qué pasaba. ¿Quién iba a hacerlo si no? Fontaine, su jefe, no, desde luego. Con sus ciento veinte kilos probablemente no era capaz de subir ni cinco peldaños.

Oscurecía deprisa, de modo que encendió la linterna para examinar el transmisor. Había comprobado el cableado y los circuitos en la sala de comunicaciones de abajo y no había encontrado nada. Estaba convencido de que el problema se hallaba en el transmisor, y no se equivocaba. Tras dos minutos de inspección, descubrió un cable medio pelado que se había soltado de la placa base.

Era pan comido. Hizo una pausa para untarse los brazos y el cuello con más repelente de insectos y después sacó de la mochila el soldador portátil y el estaño. Colgó la linterna del mástil, cortó con los alicates el cable estropeado y, cuando el soldador estuvo caliente, aplicó el estaño y soldó el cable con cuidado.

Dejó a un lado el soldador y examinó el resultado a la luz de la linterna. Se sentía orgulloso de su habilidad como soldador, destreza que había pulido con los años, desde que de muy joven empezó a trabajar con equipos electrónicos; asintió con satisfacción al ver lo bien que había quedado el empalme. Sopló para ayudar a que se enfriara. Cuando bajara a la sala de comunicaciones volvería a probar el equipo, por supuesto, pero estaba cien por cien seguro de que ese había sido el problema. Durante la cena exageraría un poco la dificultad del trabajo ante Fontaine. Si la excavación tenía éxito habría gratificaciones para todos, y la cuantía de la suya dependería de Fontaine.

Volvió a poner la tapa del transmisor y se dio la vuelta para contemplar el paisaje mientras esperaba a que el soldador se enfriara. El hidrodeslizador había desaparecido; la infinita negrura del Sudd se extendía en todas direcciones. Parecía que se avecinaba un aguacero. Las luces de la estación, diseminadas a lo largo de los seis sectores, centelleaban a sus pies. Desde aquella altura veía las largas hileras de bombillas que delimitaban la cortina del puerto, el débil resplandor del Oasis y las interminables lucecitas que iluminaban las pasarelas flotantes que unían los diferentes sectores. Era una vista reconfortante, pero Perlmutter no se sintió reconfortado. Aquel islote de luz, una mera interrupción en los incontables kilómetros de oscuridad que los rodeaban, no conseguía ocultar el hecho de que miles de kilómetros cuadrados de infranqueables marismas los separaban de la civilización. Dentro, en los dormitorios, trabajando en la sala de comunicaciones o de relax en la biblioteca o en el Oasis lograban olvidar lo solos que estaban, pero allí arriba…

Perlmutter se estremeció a pesar del calor de la noche. «Si la excavación tenía éxito…» Durante los últimos días las habladurías acerca de la maldición de Narmer habían ido en aumento. Al principio, cuando el proyecto se puso en marcha y corrió la voz de lo que buscaban, todos se lo tomaron a broma, como algo de lo que reírse alrededor de unas cuantas cervezas; pero a medida que los días pasaban, los comentarios eran cada vez más serios. Incluso Perlmutter, que era la persona más descreída que uno podía conocer, había empezado a ponerse nervioso…, sobre todo después de lo que le había ocurrido a Rogers.

Miró nuevamente a su alrededor. La oscuridad parecía acosarlo por todos lados, estrujarlo casi, apretarle el pecho y dificultarle la respiración.

Aquello fue suficiente. Cogió el soldador, todavía caliente, y el resto de los materiales, los guardó en la mochila y la cerró. Se arrodilló en la cofa y abrió la cremallera del semicírculo de lona protectora que daba acceso al interior del sector Rojo. Debajo estaba el tubo de metal que rodeaba al mástil igual que una chimenea, iluminado de vez en cuando por luces led. Se echó la mochila al hombro, se cogió a la escalerilla metálica, bajó unos cuantos peldaños, cerró la lona y siguió descendiendo con cuidado. Había una caída de diez metros hasta el fondo, y no quería resbalar.

Cuando llegó a la base del mástil dejó escapar un suspiro y se secó el sudor de las manos en la camisa. Iría a comprobar el funcionamiento del transmisor de baja frecuencia para asegurarse de que había exorcizado sus gremlins y después buscaría a Fontaine, que seguramente estaría atracándose con una cena temprana.

Se disponía a salir del tubo del mástil pero de pronto se detuvo. Había dos compuertas que llevaban al exterior, una conducía al pasillo donde estaban los laboratorios científicos y la sala de comunicaciones; la otra, a la subestación eléctrica del sector Rojo. Quince minutos antes, cuando había entrado para subir por el mástil, la compuerta de la subestación estaba cerrada.

Pero en ese momento estaba abierta.

Dio un paso adelante con expresión ceñuda. Normalmente, la subestación se encontraba a oscuras porque funcionaba de forma autónoma. Solo entraba gente cuando había que hacer alguna reparación. Sin embargo, de haber alguna avería eléctrica, él habría sido el primero en saberlo. Dio otro paso.

—¿Hola? —dijo a la oscuridad—. ¿Hay alguien ahí?

¿Se estaba volviendo loco o había visto una luz tenue que se apagaba al otro extremo de la subestación?

Se humedeció los labios, cruzó la compuerta y entró. ¡Qué demonios…! Había un charco de agua en el suelo. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso se trataba de una filtración exterior?

Avanzó otro paso al tiempo que buscaba el interruptor de la luz.

—¿Hola? ¿Ho…?

Y entonces el mundo estalló en una explosión de dolor y de furiosa e impenetrable blancura.