21

El despacho de Stone se hallaba al final de uno de los pasillos del sector Blanco. Era un espacio pequeño pero muy funcional. No había ningún escritorio impresionante ni portadas de revistas enmarcadas con su foto. Solo había una mesa redonda rodeada por media docena de sillas, varios ordenadores portátiles y una radio de onda corta. Una única estantería albergaba varios libros de egiptología y de historia de la dinastía de Narmer. Ni reliquias arqueológicas ni objetos ornamentales de ningún tipo. Lo único que había en la pared era una hoja del mes en curso, arrancada de un calendario y clavada detrás de la mesa de reuniones como para subrayar el poco tiempo del que disponían.

Stone señaló la mesa.

—Siéntese. ¿Le apetece un café, un té, agua mineral?

—No, gracias —repuso Logan, sentándose.

Stone ocupó la silla de enfrente. Durante un momento observó a Logan con sus ojos azul claro, que tanto resaltaban contra la tostada piel de su rostro.

—Me pregunto si podría aclararme lo que ha dicho en el taller.

—He estado estudiando la maldición de Narmer, comparándola con otras maldiciones del Antiguo Egipto, y eso me ha hecho pensar.

Stone asintió.

—Continúe.

—Muchos faraones poseían valiosos tesoros, seguramente mucho más valiosos que el de Narmer, que al fin y al cabo es un rey muy antiguo. Sin embargo, ninguno de ellos se tomó ni de lejos tantas molestias para ocultarse y ocultar sus posesiones. Cierto que construyeron pirámides en Giza y tumbas en el Valle de los Reyes, pero ninguno de ellos se hizo enterrar más allá de las fronteras de Egipto, en un país potencialmente hostil, a cientos de kilómetros de su sede de poder, y tampoco construyeron tumbas falsas para despistar a los saqueadores. Además, la maldición de Narmer, por terrible que sea, tiene una particularidad: no menciona oro ni riquezas. Todo ello me lleva a preguntarme: ¿y si la preocupación principal de Narmer no era tener con él sus objetos de valor?

Stone lo había escuchado sin mover un músculo.

—¿Está sugiriendo que Narmer no podía arriesgarse a que profanaran su tumba? ¿Que a pesar de haber unificado Egipto la unión todavía era débil y que, por lo tanto, no podía permitir que su tumba fuera saqueada y su dinastía amenazada?

—En parte, pero no es eso lo principal. Las increíbles molestias que se tomó para mantener su tumba en secreto me parecen propias de alguien que estaba protegiendo algo, escondiendo algo que para él era tan valioso como la vida, o como la vida en el más allá. Algo cuya ausencia, de hecho, podía poner en peligro la vida en el más allá.

Durante unos segundos Stone se limitó a mirarlo. Después su rostro se relajó en una sonrisa y se echó a reír. Observándolo, Logan tuvo la sensación de que acababa de examinarlo y había superado la prueba.

—Maldita sea, Jeremy…, ¿puedo llamarte Jeremy?, es la segunda vez que me sorprendes. Me gusta cómo funciona tu cerebro. A veces creo que mis especialistas son tan buenos en lo que hacen, en sus pequeñas esferas de conocimiento, que se olvidan de que hay otras maneras de ver las cosas. —Se inclinó hacia delante—. Y resulta que creo que estás totalmente en lo cierto.

Se levantó, fue hasta la puerta, la abrió, asomó la cabeza y pidió un café a su secretaria. Luego regresó a la mesa y sacó algo del bolsillo de su traje.

—¿La punta de flecha? —preguntó Logan.

—Más bien no —repuso Stone mostrándole el objeto. Era el ostracón que le había enseñado en el Museo Egipcio de El Cairo—. ¿Te acuerdas de esto? ¿El ostracón que perteneció a Flinders Petrie?

—Desde luego.

Stone lo dejó encima de la mesa.

—¿Y recuerdas que contenía cuatro jeroglíficos?

—Recuerdo que se mostró reticente a darme detalles sobre su significado.

Llamaron a la puerta, y la secretaria entró con el café de Stone. Éste bebió un sorbo y volvió a centrarse en Logan.

—Bien, pues ahora te los daré. Has pasado a formar parte del círculo de los elegidos. —Miró a su interlocutor y en sus ojos apareció una chispa de humor que Logan creía haber visto antes—. Ya sabes que, según la mayoría de los egiptólogos, Narmer fue quien unificó el Alto y el Bajo Egipto.

—Sí —repuso Logan.

—Y también sabes que llevaba la doble corona, que representaba la corona roja y la corona blanca, emblemas del Bajo y el Alto Egipto…, símbolo sagrado de la unificación.

Logan asintió.

Stone dejó que su mirada se paseara lentamente por el despacho.

—Hay una cosa muy curiosa, Jeremy. ¿Sabías que no se ha encontrado la corona de ningún faraón, ninguna? Ni siquiera en la tumba de Tutankhamón, que se descubrió intacta y que contenía todo lo necesario para el viaje al más allá, había una corona.

Stone esperó a que sus palabras calaran y después prosiguió:

—Hay varias teorías que intentan explicarlo. Una dice que la corona poseía propiedades mágicas que impedían que pasara a la otra vida. Otra, más popular entre los eruditos, desde luego, dice que en realidad solo hubo una corona que fue pasando de un rey a otro y que por ello era el único objeto que los faraones no podían llevarse al otro mundo. En cualquier caso, el hecho es que nadie sabe a ciencia cierta por qué nunca se ha encontrado ninguna.

Stone cogió el ostracón y lo hizo girar en la mano.

—Lo que Petrie vio en esta pieza fueron cuatro jeroglíficos que databan de un período muy antiguo. —Extendió un dedo y fue señalándolos—. El primero es una representación de la corona roja del Bajo Egipto. El segundo es la corona blanca del Alto Egipto. El tercero es el jeroglífico de una cripta o lugar de reposo. Y el último es un serej que contiene el nombre de Narmer.

En el silencio que siguió, Stone dejó el ostracón en la mesa, con las inscripciones hacia abajo, y puso la taza encima.

Logan no prestó atención. Su cerebro trabajaba a toda velocidad.

—¿Pretende decirme que…?

—Sí —asintió Stone—. Este ostracón es la llave del mayor, y digo el mayor, secreto arqueológico de la historia. Por eso Petrie abandonó todas las comodidades de la noche a la mañana y emprendió una larga, azarosa y finalmente fallida expedición. Lo que nos dice esta pieza es que el rey Narmer fue enterrado con las dos coronas originales de Egipto, la roja y la blanca.