XII. CHACHO

LA PLAZA DEL AYUNTAMIENTO acogía a una atosigante multitud que iba y venía, que entraba en los bares cercanos, formaba corrillos, entorpecía el tráfico y esperaba. Había militantes de partidos políticos, ciudadanos curiosos, matones profesionales…

—¡Coño, Linaza! —exclamó Iturmendi—: ¿No estás en el Pleno?

Del abultado cuello de Linaza colgaban una cámara fotográfica y su funda, cada una por su lado, como las cartucheras en el pecho del soldado.

—¡Pico, dame un café solo doble con mucho hielo! —gritó dirigiéndose al individuo de cara afilada y anchas espaldas que estaba tras la barra.

Empezó a limpiarse el sudor de la frente con la mano y en seguida sacó del bolsillo trasero de su pantalón un sobado pañuelo grande y arrugado con el que completó la tarea.

—¡No hay quien aguante ahí dentro! —exclamó—. Se les ha estropeado el aire acondicionado. O yo qué sé. ¡Qué desastre, chico!

—¿Cómo van? ¿Por qué lo hacen a puerta cerrada? Yo estaba ahí el primero y me han echado —se quejó Iturmendi.

Linaza rió.

—No quieren hacerse daño unos a otros. Polvorinos va a seguir, claro. ¿Has visto qué cara traía Perelada? ¡Ya sabía que Jaime Gutiérrez había vuelto! ¡Qué hijos de perra son todos!

Pico sirvió el café y se adentró en el comedor. Iturmendi volvió a preguntar.

—¿Qué ha contado Jaime? ¿Qué ha dicho de Chacho? ¿Lo ha encontrado?

Linaza sorbió un gran buche de café, los trozos de hielo tintinearon contra el cristal. Dejó el vaso en la barra e hizo un ademán rarísimo. Dobló los brazos y los movió arriba y abajo como las alas de un pato que no puede volar.

—Bbbrruuuuhhhhh.

Iturmendi enarcó las cejas.

—Ha enseñado unas fotos de Chacho —dijo al fin Linaza— malas, malas, malas… No dice que lo encontró más abajo del lago Fagnano, en la frontera con Chile, en la estancia de un asturiano, al sur de Sierra Valdivieso… Eso es lo que dice: nombres, nombres geográficos…

—¿Lo encontró?

Linaza paladeaba el café muy ruidosamente. Añadió:

—Vamos, como si Chacho fuera un tonto incapaz de prosperar, de hacerse alguien… ¡Para eso se escapó de esta ciudad, para pasarse cuarenta años trabajando de peón!

—¿Y las fotos? —preguntó Iturmendi.

—Bbbrruuhhhh, malas, malas, malas —repitió Linaza—. Y no, porque uno sea bueno en lo suyo, es que hoy, con las cámaras que hay, ni a propósito se hacen tan malas.

—Pero ¿está Chacho o no está Chacho en ellas?

—Bbbrruuuhh, no sé, es todo malo, raro, de poca calidad, se ve a un anciano flaco con la medalla puesta, eso sí… pero ni siquiera las van a dar para publicar. —Y volvió a aletear y a rugir—. Dicen —añadió— que no quieren decepcionar a la gente.

Iturmendi exclamó:

—¡Es verdad entonces!

—¿Es verdad qué?

Iturmendi le cogió del hombro.

—¡Ven, vamos, ven ahí fuera!

Llamó a Pico y le pagó las consumiciones.

—Coño, no sé lo que espera toda esta gente. Están tan acostumbrados a que haya movida en los plenos que esto les gusta más que el circo.

—¿De qué hablas? —preguntó Linaza, que añadió—: Yo tengo que volver ahí dentro.

Levantó la cabeza como para buscar aire y se pasó una mano por la frente. Una luz dorada tocaba los tejados y las torres y se derramaba luego como un líquido anaranjado por el azul del cielo.

—¿Sabes lo que te digo? —dijo Iturmendi—: Que tiene razón Anselmo el de La Charca. Chacho está muerto desde hace más de cuarenta años. Nunca llegó a la Argentina.

Linaza abrió mucho sus ojillos redondos. De su pelo ralo caían gotas de sudor que le atravesaban la frente. Iturmendi se inclinó hacia él.

—Un paciente que se ha muerto en el quirófano al amputarle una pierna… —y de repente exclamó—: ¡El Riberano! ¡Si tienes que conocerlo!

—Sí —dijo Linaza—, lo conocí. Pero se ha muerto hace mil años.

—No, hombre, no. Se nos ha muerto a nosotros el otro día en el quirófano: un fallo cardíaco. Le hicimos de todo para recuperarle, pero estaba de Dios que se muriera. Antes de operarle me regaló una placa de platino, un injerto que llevaba Chacho en la tibia, y que tenía la siguiente inscripción: «Al mejor futbolista del mundo. Tus compañeros de equipo.» ¿No es fabuloso? Se la compraron entre todos cuando Chacho se fracturó la pierna en un accidente de moto. Yo nunca he visto nada semejante. Claro que todo en ese hombre era especial.

Linaza se detuvo. Un coche de la policía nacional pasó delante de ellos, iba muy despacio sorteando con dificultad a los transeúntes. Un joven periodista, compañero de Linaza, salió del Ayuntamiento.

—Esto es un cachondeo —dijo—. Ya se acabó todo. Sigue Polvorinos. No querían ni votar. Hasta pretendían retirar la moción de censura. Como ya han encontrado a Chacho-Linaza se indignó.

—Y no dicen esos caras que era un pobre hombre, que no pasó de peón.

Su joven compañero añadió:

—Sí, claro, también le han hecho el panegírico por eso.

Polvorinos ha dicho… —y echó mano de su cuaderno de notas—: Sí, ha dicho, mira aquí está: Chacho ha preferido ser yunque a martillo…

—¡Viva Dios! —exclamó Linaza.

Iturmendi tiraba de uno de los faldones de la camisa de Linaza. Le señalaba a Vidal que se había bajado del coche policial y, adelantándose al subcomisario Malo que le acompañaba, se acercaba a ellos muy sonriente. Vidal preguntó por Blanca y Linaza le dijo que ya había regresado a Barcelona. Su cara cambió.

—Está libre y sin cargos —dijo Malo con voz jovial—. Para que luego se hable como se habla de la policía. Todo se ha aclarado de una vez.

—Vamos a celebrarlo —dijo Iturmendi.

—Yo mismo con estas manitas que me ha dado Dios he llevado a prisión la orden de excarcelamiento del juez —añadió Malo—. Había que llegar antes de la retreta y antes de la retreta he llegado, sino se queda allí otra noche más. Ahora sólo nos queda recuperar su BMW.

—Venga, Malo, hoy invito yo —insistió Iturmendi, que a continuación preguntó—: ¿Quién atropello al muchacho?

—¿No lo sabéis? —se extrañó Malo—: Un niñato de diecisiete años. Aquí —y señaló a Vidal— decía la verdad.

—¿Desde cuándo se sabe?

—Desde hoy, desde hoy, todo lo hemos averiguado hoy. Hoy ha sido un día completo.

—Vamos todos a La Charca, venga —dijo Iturmendi.

—Id vosotros —dijo Malo—, que yo estoy de servicio y todavía tengo que felicitar al alcalde.

El alcalde Polvorinos saludaba a sus partidarios desde el balcón. Se oyeron unos pocos aplausos y también silbidos.

Polvorinos sonreía y agitaba las manos entrelazadas con los brazos en alto.

Iturmendi se reía:

—Todo eso son chorradas —decía—. Si Chacho no se ha ido nunca a la Argentina.

La luz se aminoraba; sobre la plaza el abismo del cielo avivaba unas brasas amoratadas y una gasa tenuemente pizarrosa comenzaba a separar la ciudad del universo.

Vidal, de mala gana, se dejó llevar.

—¡Qué ganas tenía de perderlo de vista! —dijo, refiriéndose a Malo.

—Hoy os invito yo a lo que queráis —dijo Iturmendi.

En La Charca tomaron una copa. Iturmendi les contó que el Riberano había compartido prisión en San Marcos con Chacho y que era rara la noche, incluso bastante después de acabada la guerra, en que no vinieran a por algún prisionero para llevarlo a fusilar a Puente Cautivo. Les contó que Chacho y el Riberano lograron escaparse, ocultos en un carro de basura, el que sacaba el excremento semanal de los caballos del regimiento.

Fueron luego al Búfalo Bill y tomaron otra copa. Iturmendi les contó que Chacho y el Riberano lograron escapar, sí, pero con tan mala suerte que el carretero, al irse, recogió la horca y la hincó en el estiércol de modo tal que una de sus púas se clavó en un brazo de Chacho. Les contó que Chacho y el Riberano se ocultaron en la catedral, en el interior de la tumba del Rey Bueno, vacía desde que la profanaron los franceses. Les contó que, porque Chacho estaba herido, el Riberano pidió ayuda a Blanca Pérez Ansa; que ella, que nada dijo a su marido, acudió a don Enrique.

La noche había estancado ya un calor de túnel entre las estrechas callejuelas. En la Plaza de los Bazares algunos coches con el morro sobre los bordillos parecían deseosos de saltar sobre las aceras y piafaban a todo motor como castigados corceles montados por jóvenes jinetes.

Iturmendi les contó que don Enrique hizo los preparativos para que esa misma noche un camión de hulla se parase detrás de la catedral, los recogiese y los llevase, entre el carbón, al puerto de El Musel donde tomarían un barco con destino a Buenos Aires.

Por entre las callejuelas, como un desbordamiento, les llegó un tronar creciente de cadenas y adoquines, que les hizo arrimarse a la pared. Eran los patinadores, diez o doce, quizá más. Rodaban, con sus bolsos de plástico en bandolera, a gran velocidad, las cabezas inclinadas, el cuerpo recogido, los brazos cortando el aire.

—Culi, Culi —llamó Linaza. Fue como llamar a un tren en marcha: los vagones pasaban impertérritos, veloces, rechinantes.

Linaza gritó:

—¡Culibajo, cabrón!

Le vieron detenerse entonces unos metros más allá y, como vagón desprendido del convoy, que cediera a su propio peso, empezó a retroceder. Las luces de la Plaza de los Bazares a su espalda le daban encarnadura de sombra.

Entraron en El Racimo de Oro y tomaron otra copa.

Iturmendi les contó que el Riberano salió de su escondite y lo pillaron en la carretera de los cubos; que Chacho no pudo intentarlo siquiera, que, con la herida infectada, deliraba… que don Enrique, a su lado, ante la inminente llegada de la Guardia Civil, colocó otra vez la losa de piedra en su sitio y se escondió en casa del obispo, su amigo.

Entraron en El Plateau y tomaron otra copa. Iturmendi les contó que el Riberano siempre creyó que Chacho había logrado escapar, que siempre pensó que don Enrique lo habría sacado de allí…

Entraron luego en La Guitarra, en el As de Copas y en El Corondel. Iturmendi les contó que el Riberano, después de cumplida su condena, nunca volvió a entrar en la catedral; que montó su propio negocio en el barrio Húmedo y se olvidó de todo; que un día oyó decir a uno de sus parroquianos que la tumba del Rey Bueno olía a mierda y que empezó a pensar, a pensar…, que una noche se coló dentro de la catedral, que apalancó el sepulcro y que encontró los restos de Chacho…

Entraron en Casa Miche y en el As de Copas, en el Racimo de Oro, en La Bodega Regia y en El Quechemarín. Iturmendi les contó que el Riberano arrancó de los huesos de Chacho la placa de platino, y que, mientras lo hacía, lloraba y gritaba: cabrones, asesinos, canallas; les contó que le sorprendieron, que le detuvieron, que le excomulgaron, que le apalearon, que ya para siempre le persiguieron, y, lo que es peor, que él mismo, por haberse callado, se sintió culpable de la muerte de Chacho.

—¿Dónde está esa placa de platino? —preguntó Vidal.

—Se la han llevado mis primos, los espeleólogos, a mi padre, que es quien de verdad la merece.

—Quiero verla —dijo Vidal, imperioso, casi amenazante.

—Te la traeré.

—Una película sobre el Rey Bueno… —dijo Linaza—: ¡Qué Rey Bueno, ni que hostia! Aquí el único Rey Bueno es Chacho.

El calor, el estrépito y las voces…

Vidal sintió que sus rodillas se doblaban. Entraron por Siete Esquinas y temieron el asalto de siete emboscados. Iturmendi fumó y eructó. Y siete eructos le respondieron desde los siete bares, siete parpadeos amarillos, siete gritos rojos, siete miedos negros, siete cantos de sirena, siete santas llagas, siete puñales del Sagrado Corazón. Ante la imagen del Crucificado, Iturmendi se santiguó.

—¡Ahí va el cojo! —gritó Vidal.

Pero, otra vez, el tren de los patinadores se interpuso en su visión.

—¡Qué cojo, ni qué coja! —dijo Linaza.

—El cojo de Mosácula, el matarife…

Y lo vio descargar una maza sobre la cabeza del cabritillo.

Una vez, otra, diez veces… ¡zas, tris, tras! ¡Oh, tú, Mosácula, Dios de Abraham…!

Siguieron a los patinadores sin querer seguirles: Plaza Mayor, calle de la Parrilla, carral del Carajo Bendito, pasadizo del Santo Prepucio, plaza de la Catedral. ¡Hágase la luz!

Linaza dijo:

—Chacho metía siempre el gol del cojo. En el treinta y dos contra el Arenas metió dos… Ésta era la alineación: de portero, Venancio, je, je; defensas, Morilla y Tascón, je, je; en la media, Gancedo, Arteagabeitia y Busdongo, je, je; delanteros, Pozo, Arguello, Chacho, Meana y Pastrana… ¡La hostia!

Linaza entró al asalto en la fuente, un convoy de caballos y carretas rompiendo con sus cascos y sus hierros la corriente, se lavó la cara en ella y mató su sofoco rodándose de agua, empapándose la cabeza, la inflada sotabarba, la pechera.

—Treinta y siete grados en la Virgen del Camino.

Inclinado sobre el estanque bufaba igual que un animal de la selva y movía la cabeza a un lado y a otro.

—¿Por qué no dijo nada el Riberano, por qué no lo denunció? —preguntó Vidal.

—¿A quién? —preguntó a su vez Iturmendi—. ¡Y para qué!

Todo pasó ya. Todo está prescrito y olvidado. A eso nos tenemos que atener.

—Quiero ver esa pieza de platino —repitió Vidal, en el mismo tono sombrío.

—Le hacemos una fotografía y la publicamos en el periódico —dijo Linaza.

—¡Nos van a decir que hemos visto un platillo volante! —exclamó Iturmendi.

Linaza se aupó sobre una pila en forma de concha y llegó a la altura de uno de los efebos de piedra que montaba un delfín. Se movía con la obstinación del depredador. Su cuerpo enorme y redondeado formaba junto con la cabeza un ariete macizo y terco que trepaba como un gusano por una manzana. Puso un pie sobre la cabeza del efebo y alcanzó con su mano la pantorrilla de piedra de Neptuno. Un poco más y llegó arriba, se colocó sobre las rodillas del gran rey y se agarró a su trinquete.

La porcelana de su cara se agrandó hasta tomar forma de bañera, gotas de agua corrían por ella. Recitó:

Dijo el sabio Salomón,

y dijo el sabio con tino,

para meter goles,

el Tigre del Deportivo.

—¿Y el día del Bilbao qué alineación fue? —preguntó Iturmendi.

—Pásame la mecha —pidió Linaza.

Iturmendi se le acercó, se aupó sobre el primer querube y gracias a su elevada estatura pudo pasarle el mechero.

—¿Qué alineación tuvo el día del Athletic? —repitió.

El nuevo Neptuno adoptaba aires de director de orquesta.

Había abandonado el trinquete y dirigía sus manos hacia Iturmendi y Vidal que tenían los pies metidos en el agua hasta más arriba de las rodillas.

—Venancio —dijo, y doblaba la cabeza hacia los otros para oír cómo entonaban.

—Venancio —repitió Iturmendi.

Neptuno hizo el ademán contrariado del director de orquesta que advierte una mala nota. Repitió:

—Venancio.

—Venancio —dijeron los otros.

Linaza sonrió complacido:

—Morilla y Tascón —añadió.

Y los otros:

—Morilla y Tascón.

—Gancedo, Pistolo —éste es el único cambio, salió por el lesionado Arteagabeitia—, así que Gancedo, Pistolo y Busdongo.

Y los otros:

—Gancedo, Pistolo y Busdongo.

—Pozo, Argüello, Chacho, Meana y Pastrana.

Y los otros:

—Pozo, Argüello, Chacho, Mearía y Pastrana.

—¿Qué alineación trajo el Athletic? —preguntó Iturmendi.

—Dame las cerillas que esto se ha apagado —pidió Linaza.

Y mientras Iturmendi volvía a estirarse, Vidal se reclinó boca arriba sobre un escalón de la fuente. Miró a lo alto y sintió un vértigo terrible. Un luminoso velo parecía envolver la plaza, parecía aislarla de la ciudad y del mundo, como navío entregado a la deriva de la noche.

—Quiero ver esa pieza de platino —dijo otra vez.

—En el treinta y cinco ganó la liga el Betis. Y el Athletic la perdió aquí, con esta alineación: Ispizúa, Zabala, Oceja, Moronati, Mieza, Muguerza, Roberto, Gorostiza, Iragorri, Bata y Elices.

Iturmendi lo repetía en voz baja como en una oración.

—¡Siete a cuatro perdió: con cinco goles de Chacho! —exclamó Linaza—: Cinco goles como cinco soles… —y de repente gritó—: ¿No la veis a ella, a la deidad?

Se alzaba Neptuno Linaza sobre las rodillas de piedra y señalaba en dirección al pórtico principal de la catedral.

—¿A quién? —dijo Vidal incorporándose.

—¿No la veis? ¡Es una locura de mujer!

—¿A quién? —preguntaron los otros.

—En el parteluz. Ahí está. Como Chacho la vea ganamos el partido.

Iturmendi, el vasco Iturmendi, de hinojos sobre el agua, rezaba con devoción:

—Ispizúa, Zabala, Oceja, Moronati, Mieza, Muguerza, Roberto, Gorostiza, Iragorri, Bata y Elices. Con este equipo cómo no se va a ganar, Señor Rey de los Ejércitos.

Neptuno se santiguó:

—Desde que salimos de Cádiz, Churruca tenía el presentimiento de esta gran derrota. —Y añadió como si retransmitiera para la radio—: Llevamos apenas diez minutos de partido, señoras y señores, y el Deportivo Aviación ya pierde por dos a cero. ¿Qué está ocurriendo entre nuestros hombres? ¿Qué extraña apatía les invade? Porque nada tenemos que objetar a los goles vascos: Bata, en el minuto dos, de un zurriagazo tremendo desde fuera del área, ha marcado un gol bellísimo, el balón se ha colado por debajo del cuerpo de Venancio sin que éste pudiera hacer nada por impedirlo. Y en el minuto seis, Elices, jugándose el tipo, se ha lanzado en plancha para rematar el centro de su compañero Gorostiza que le ha pasado la pelota desde la posición teórica de exterior izquierda y de un magnífico testarazo ha logrado un impacto perfecto, una diana soberbia, por la misma escuadra. ¿Qué ocurre con el Deportivo Aviación? ¿Qué ocurre con Chacho? ¿Dónde está Chacho, nuestro Chacho, el Tigre del Agujero, y dónde los demás, el Halcón de la Tercia, el Jabalí de Omaña, dónde están, que no se les ve, que la hierba los oculta?

¿Qué está pasando aquí, señoras y señores? ¿Es que a estos mocetones de rojo y blanco, a estos hijos de Euskadi no hay quien les ponga coto, ni les diga basta, ni que hasta aquí hemos llegado, ni que de aquí no pasó ni Dios?

Vidal no parpadeaba.

—Una calada…

—¿Qué pasa? ¿Dónde están los hombres? ¿Por qué no se fajan sobre el campo? ¿Dónde está Chacho, el Tigre del Agujero?

¡Ah, Patagonia, tierra maldita!

—Toma Vidal, una calada.

Iturmendi volvía a subir y a bajar el porro. Y en el camino, con los pies sobre la concha en la que derramaba un lánguido chorro uno de los caños, aspiraba grandes bocanadas.

Vidal no podía levantarse. Le tocaron en el hombro. Temió que fuera un guardián del orden. Tenía la mano de piedra.

Linaza insistía:

—¡Con este equipo no se puede perder!

Era verdad. Vidal también lo sabía. Con ese equipo no se podía perder: cenicientos en la penumbra de las ojivas, los calzones largos hasta casi cubrirles las rodillas, las camisolas ceñidas, los cuellos de pico abiertos y con cordón. ¡La estampa clásica del futbolista heroico!

Se repartían los jugadores entre las cinco arcadas del pórtico de la catedral, tres grandes y dos más pequeñas, todas comunicándose entre sí por el interior: Venancio sobre el pedestal de San Pedro; Morilla en el de San Pablo; Tascón en el de Santo Tomás: Gancedo, Arteagabeitia y Busdongo sobre los de San Juan, San Judas Tadeo y David; Pozo y Argüello en el de Salomón y Simeón; Meana y Pastrana sobre los de San Juanín y el profeta Isaías.

Neptuno arengaba:

—¡Venga! ¡Venga! ¿Qué hacéis? ¿Estáis dormidos?

Y se enfadaba:

—A este paso, señoras y señores, no levantamos cabeza. Saca de puerta Ispizúa, patadón y tentetieso, recoge la pelota con la frente Moronati en disputa con San Judas Tadeo; hace un quiebro y la baja al césped, al césped porque es en el césped, sobre la horizontal, donde se hacen los grandes jugadores; en una carrera se libra de su oponente; levanta la vista, atisba a sus compañeros y lanza un pase que ni Santo Tomás, ni San Juan, ni David, ni Salomón interceptan. Es Elices, por parte de los vascos, quien coge la pelota y avanza. Le sale al cruce San Pablo. Pero está tímido y torpe, San Pablo. Elices le burla, y, aunque a punto de caer, se rehace, se cambia la pelota de pie, y va a chutar, va a chutar, chuta… aaahhh… la pelota golpea el travesaño y cae de nuevo al campo suelta y sin dueño, sobre el área pequeña y con Venancio de bruces sobre el césped, vencido, y humillado, incapaz de reaccionar. Va a marcar Bata. Va a marcar otra vez el Athletic. Va a marcar. Bata va a marcar. Sólo tiene que empujar la pelota a la red. Y lo hace, con el pubis. Gol de pubis, gol de Bata, primer gol de Bata, tercer gol del Athletic de Bilbao.

Deportivo Aviación, cero; Athletic de Bilbao, tres.

—No ha sido de pubis —protestó Iturmendi—: Ha sido con la rodilla. Venía la pelota a esta altura —se alzaba Tonchi y levantaba su mano y un pesado rebozo de agua se levantaba con él, se le pegaba al cuerpo como a una embadurnada figura de mercurio— y la ha dado así —y se arrojaba, grávido y lento, al agua del estanque rematando una imaginaria pelota con la rodilla—: Ha sido un gol fenomenal, qué concho.

Neptuno fruncía el ceño:

—¿Agresiones en las gradas? ¿Qué pasa aquí, señoras y señores? Los seguidores del Athletic, con grandes chapelas y camisolas rojiblancas, han derribado una valla y parece que se acercan a este modesto corresponsal…, el gol fue de pubis, sin embargo, que atrás han quedado los tiempos de opresión y de mordaza, que uno ha de cantar la verdad donde la vea: el gol fue de pubis. Y no hay por qué enfadarse, amigos vascos, si al fin fue un gol de cojones. Venía la pelota a media altura, ideal para un remate en plancha de cabeza, algo que le hemos visto hacer varias veces a Chacho, el tigre del Agujero, y a Argüello, el halcón de la Tercia, y que acabamos de verle hacer ahora el vasco Elices; pero venía floja y suelta la pelota, y a portería vacía, con Venancio caído al otro lado. Bastaba un simple impulso para que la pelota entrara y Bata se lo ha dado: un gol de artesano, de carpintero, de aizkolari, no de artista… ¿Qué ocurre con Santo Tomás, en una clarísima baja de forma? ¿Qué, con San Juan y con San Juanín? ¿Acaso han venido a verlas venir? Sólo San Judas Tadeo, pundonoroso como siempre, se faja en el campo, se empeña en una brega constante…, pero San Judas Tadeo, de sobra lo sabemos, es un obrero, sólo un obrero que nada puede hacer contra ingenieros y arquitectos, contra artistas. ¡Atención!

Otra vez pierde la pelota San Juan a pies del vasco Oceja, se escapa, Oceja se escapa… ¡peligro!, quieren cerrarle el paso nuestros hombres, Santo Tomás y San Judas Tadeo. ¡Oceja va a entrar en la frontal del área, va a pisar la raya! San Judas Tadeo le alcanza, no ha entrado en el área todavía, no señores, no ha entrado en el área todavía, los vascos reclaman penalti con los brazos en alto, el árbitro no hace caso, hace señas para que el juego siga y sigue el juego y el peligro, ¡atención!, peligro, mucho peligro, llega Bata…

Se movían las estatuas; sus sombras negras se agigantaban y se quebraban sobre el dintel del pórtico, cruzaban el tímpano central donde los bienaventurados anhelaban la resurrección del Deportivo, el principio de sus goles, y se escalonaban luego por la fachada hasta el rosetón central, a punto de besar los pies del Salvador.

—¡El Tigre no está!

Venían los once hombres de piedra en fila y se abrían todavía como si les moviera el impulso de dispersión del grupo que acaba de ser fotografiado. Uno de ellos, en el extremo de la izquierda, llevaba un pañuelo anudado a la cabeza. Pero no era Chacho. Era Argüello, el halcón de la Tercia.

El tigre del Agujero no estaba. Eran once pero Chacho no estaba.

—No veo a Chacho —dijo Vidal, que se incorporó y caminó a su encuentro.

—¡Gol! ¡Gol del Deportivo! —gritó Linaza—. ¡Gol de Gancedo! ¡Primer gol del Deportivo! Pero ¿dónde está el Tigre?

—¿Dónde está Chacho? —preguntaba también Vidal bajo las arcadas del pórtico.

Las ojivas rompieron sus líneas sobre el horizonte y una masa de sombras espesas corrió por los espacios ahora rectilíneos. Todo se desvaneció a los ojos de Vidal: las basas, los sillares, los paramentos, los contrafuertes y las columnas. En su lugar, la chata lisura de un inabarcable techo. Y bajó él, los muertos puestos en pie, todos los muertos de piedra que la ciudad había engendrado, aguantaban sobre sus cabezas, como singularísimos penitentes, el peso de la impresionante máquina, la presión lateral de los muros, el empuje expansivo de las bóvedas. Y el sudor, que les brotaba como sangre bajo los rodetes de esparto, se derramaba en gruesas gotas por sus frentes. Era la lucha centenaria entre empujes y contrarrestos.

Vidal buscaba una luz, una luz final en aquella inmensa y rectangular nave, una luz que debiera de hallarse donde antes se alzaban las capillas del ábside, detrás del alto retablo del altar mayor.

En el exterior, Neptuno, sobre su trono, seguía relatando las peripecias del encuentro entre el Athletic y el Deportivo Aviación.

—Hemos mejorado, señoras y señores, pero no es suficiente.

Los vascos parecen haberse relajado o tal vez estén pagando el mucho esfuerzo realizado. Se sienten muy seguros con este resultado de uno a cuatro, y no es para menos… algunos de sus seguidores siguen provocando altercados, mientras que otros, los más, cantan ya el alirón de campeones… ¡Gol, gol, gol, goooooool! ¡Otro extraordinario gol del Deportivo! ¡Esta vez ha marcado Argüello, el halcón de la Tercia! Pero por Dios ¿dónde está el tigre del Agujero? Necesitamos al Tigre. Esto todavía se puede remontar.

Vidal seguía avanzando. Y por doquier se espesaban las tinieblas, una singular condensación que delimitaba agregaciones como si la oscuridad se corporeizara aquí y allá en deambulantes rebaños de seres fantasmales y blanquecinos, eternos y sepulcrales habitantes de lo oscuro, lívidos y forzados galeotes de una nave espectral, la nao capitana de una ciudad cuyo pálpito más vivo había quedado sepultado para siempre bajo aquellos muros.

Las voces de Neptuno atravesaban la nave como un viento.

—¿Dónde está el Tigre? ¡Por Dios, que venga el tigre del Agujero!

Las estatuas se movían, brincaban, peleaban, cazaban sin que sus movimientos pareciesen afectar a la inmensa máquina de piedra que aguantaban sobre sus cabezas protegidas con rodetes, tal y como la esfera terrestre rota y se traslada sin que los humanos sientan sus desplazamientos.

Un ermitaño llamaba a una puerta de piedra; un doncel esperaba tras ella; un santo varón era crucificado en presencia de un rey; un perro dormía; unos soldados hacían la guardia; un santo curaba a una endemoniada; dos hombres reñían en una panadería; unas señoras amasaban el pan; una dama bebía en un vaso de plata; un hombre tocaba el laúd; una señora escuchaba con deleite; dos hombres luchaban a brazo; un hombre se sentaba entre árboles; un hombre atizaba el fuego de una caldera, otro agitaba con un palo el guiso y otro bebía en un tazón; dos hombres luchaban cogidos por la cintura; un rey tocaba el violín; unas mujeres bailaban cogidas de las manos; un hombre tocaba el tamboril y la dulzaina; una mujer bailaba; unos hombres comían y bebían, un servidor les traía un ave asada; unos hombres y unas mujeres mataban un cerdo; unos hombres luchaban con espada y broquel; unas mujeres cogían fruta de unos árboles; un hombre caminaba con un canasto a la espalda; unas parejas de caballeros cristianos y moros luchaban entre sí; un hombre tocaba el violín y una mujer bailaba; un caballero al galope alanceaba a un jabalí; un moro, con almaizar y adarga, luchaba contra un caballero cristiano; un ciervo huía de dos perros mientras un montero sujetaba a un tercero.

Vidal agarró del brazo a un siervo que cargaba al hombro un gran pez.

—¿Dónde está Chacho? —le preguntó.

El siervo se escurrió con violencia y siguió su camino.

Un obispo descansaba sobre una nube con el rodete sobre las rodillas. Y un monje benito mostraba su desagrado. Dijo recriminador:

—Así no lograremos nada.

—¿Dónde está Chacho? —preguntó Vidal.

El monje benito no contestó. Hablaba ahora con un niño. Le decía:

—Nuestra fuerza contrarresta el empuje de los vivos… cuando puedan más los vivos que nosotros la catedral se caerá.

Entonces estaremos perdidos, todos, los vivos y los muertos, estaremos perdidos.

Vidal se acercó al obispo.

—¿Dónde está Chacho?

El obispo dormitaba y Vidal le dio la espalda.

Las sombras eran densas como el agua, pero penetrables, penetrables, penetrables…

Un caballero era derribado por un león. Dos negros desnudos portaban lanzas; un camello se dejaba guiar por un hombre con sayo, el hombre llevaba dos lanzas y un palo. Una mujer montaba sobre un hombre barbudo que caminaba a gatas.

Un caballero corría, con yelmo y escudo triangular, timbrado con un león rampante.

—Están rodando una película. Voy a verlo —dijo el caballero.

Un ciervo era acosado por un perro y un montero. Un hombre desnudo, se acercaba al galope de un caballo. Dijo:

—Busco al Rey Bueno.

Una mujer se sentaba entre dos caballeros que, provistos de yelmos, se acometían con espadas. El Papa en su trono, impartía una bendición entre dos obispos con báculos.

Un haz de luces como faros de un coche perdido en la noche se abrió paso en la oscuridad. Y con las luces, el ruido y las voces.

¡Silencio, se rueda! Vidal quería verla y no verla y dio un paso atrás porque tenía miedo. Y es que no podía ser que aquella doncella que, sentada sobre un lucillo, sonreía, entre dos soldados napoleónicos como el Papa entre los dos obispos, fuese Blanca, su Blanca Mosácula, tan joven, tan niña. No podía ser. Y caminó de espaldas un paso, dos pasos, muchos pasos, tan incapaz de retirar su mirada de la luz de aquel rostro como de acercársele. Y ya las sombras volvían a abrigarle y ya oía otra vez los lamentos poderosos de Linaza sobre la fuente de Neptuno.

Una estatua de piedra tirada en el suelo le hizo caer. A la estatua le faltaba la cabeza.

Las voces de Linaza llegaban nítidas hasta allí:

—¡Chacho, sálvanos que perecemos!

La estatua caída señalaba con su espada un bulto del tamaño de un balón de fútbol. Vidal caminó a gatas hasta él. Era la cabeza de la estatua. Vidal la alzó con ambas manos y, no sin esfuerzo, la incrustó en el cuerpo. La estatua se sentó sobre el suelo y tanteó en derredor.

—Mi dueño.

—Aquí está —dijo Vidal.

—Pónmelo.

Vidal se lo puso. Y la estatua se alzó. Medía más de dos metros; tenía un rostro joven y atrevido, limpio de barba; tenía nervudo el cuerpo y alegre la mirada: era el Rey Bueno. En una mano empuñaba la espada desenvainada; en la otra, un globo, que se posaba sobre un diminuto león… Su capa, dispuesta muy gallardamente, tenía un plegar amplio y sencillo. Se colocó el Rey bajo el techo raso, ancló sus pies en el suelo y alzó sus extraordinarios hombros. Una parte del peso de la catedral cayó sobre él. La sorpresa le crispó el rostro y el sudor comenzó a anegarle. Dijo:

—En esta ciudad hay mucho hideputa vestido de lagarterana.

Del exterior llegó un clamor inusitado, como si la catedral, como si cien catedrales, como si todos los edificios de la ciudad se hubieran desmoronado a un tiempo y rodaran como peñas y pedruscos unos sobre otros camino de la plaza.

Vidal distinguió la voz de Linaza:

—¡Goooool, gol, gol, gol, gol de Chacho! ¡Gol del Tigre!

Deportivo Aviación, tres; Athletic de Bilbao, cuatro.

Y, la del vasco Iturmendi:

—¡Gol de Chacho!

Y luego, la de ambos:

—¡Este partido lo vamos a ganar!

Y luego la de todos. La de los obispos y los siervos, las prostitutas y los monteros, los presos y los carceleros, los cazadores y los caballeros, los curas y las endemoniadas, los cocineros y los señores, los músicos y los panaderos…

—¡Este partido lo vamos a ganar! ¡Este partido lo vamos a ganar!

Vidal salió a la plaza con el cuero cabelludo terso. Y quedó deslumbrado por la profusión de luces, por los destellos lácteos de la fuente. Cuatro sombras en aspa, cuatro sombras de plata perseguían como un aura los movimientos de Linaza y Tonchi.

—Esto es otra cosa, señoras y señores: ahora es el Athletic el que se muestra desconcertado. Ya no vemos a Elices ni a Bata. Ya no vemos a los mocetones vascos. Éste es el equipo del Tigre, éste es el partido del Tigre, ésta es la afición del Tigre… Saca Venancio de puerta; recoge la pelota Busdongo; Busdongo se la pasa a Pistolo; de nuevo el Deportivo al ataque; Pistolo, a Pozo; Pozo, a Meana; Meana, a Chacho; atención, peligro; Chacho va a disparar, dispara… ¡Goooool, gol, gol, gol! ¡Otro gol de Chacho!

¡Es el empate, señores, es el empate! ¡Increíble, señoras y señores, increíble! ¡Es el empate! ¡El Deportivo ha levantado el partido! ¡Un partido que perdía por cero a cuatro! ¡Gooooooool!

¡Gooooooool! ¡Goooooooool!

La emoción inflamó el pecho de Vidal y por el cuero cabelludo le corrió un escalofrío de felicidad que le llegó al cuello y le atravesó el espinazo. Era aquél un insólito grito de júbilo, un alarido elevadísimo hecho de muchas, de muchísimas voces, que tenía una sonoridad bronca y penetrante. Y cuyo eco tenía un morir lento, lentísimo, un morir que arrastraba mucha dicha y mucha seducción.

Linaza y Tonchi mezclaban sus lágrimas de júbilo en el agua.

Y Vidal volvió a romper la superficie de mercurio del estanque, volvió a acercarse a sus amigos y notó otra vez que las aguas se espesaban en sus piernas, que se adherían también a su cuerpo, como si él y sus amigos fueran una forma más de aquel mercurio, su forma más caprichosa.

Linaza seguía fuera de sí:

—Gancedo baja la pelota con la testa, la pone sobre el tapete verde, levanta la vista, otea el horizonte y envía un pase al hueco. Los vascos galopan aguerridos. Corren Oceja y Roberto.

También Gorostiza. Pero no llegan. Llega Chacho, el tigre del Agujero, envía un pase magistral a su compañero de ala exterior derecha, ¿a quién? ¡A Pozo!, el jabalí de Omaña, y éste la devuelve al primer toque, en una pared perfecta… Y qué trallazo, señores, qué trallazo de Chacho, el tigre del Agujero…

¡Goooooool, gol, gol, gol, gol! ¡Otro gol de Chacho, señoras y señores!

Saltaban los dos hombres abrazados en el agua y saltaba con ellos Vidal.

Iturmendi decía:

—¡Los vascos están mordiendo el polvo!

—Linaza gritaba:

—¡Voto a bríos! ¡Voto a bríos!

—¿Cuánto queda de partido?

—Cinco minutos.

Y todos gritaron:

—¡Este partido lo vamos a ganar! ¡Este partido lo vamos a ganar!

Sacaron de medio campo los vascos. Iragorri le pasó a Gorostiza y éste retrasó sobre Muguerza. Pastrana se la arrebató limpiamente y la lanzó hacia adelante… ¿a quién? A Meana.

Meana a Chacho. Chacho corrió más que Moronati, le desbordó, desbordó también a Mieza y a Zabala. Nueva ocasión de gol para el Deportivo. El buen cancerbero Ispizúa se movía nervioso, daba pequeños saltitos, con los brazos y las piernas abiertas…

Chacho no le dio cuartel. Antes de entrar en el área, disparó con la izquierda, un disparo seco, potentísimo, a media altura…

—¡… mortal de necesidad! —gritó Linaza, que cantó el gol y añadió—: Athletic, cuatro; Deportivo Aviación, seis. ¡Increíble, inenarrable! Y esto no se ha acabado, señoras y señores. Esto no se ha acabado. ¡Qué fiesta de fútbol!

Saca otra vez Iragorri de medio campo. Apenas quedan dos minutos para que termine el partido. Y otra vez pierden la pelota los vascos…

En un rincón de la plaza un hombrecillo golpea con saña el coche de Vidal. El hombrecillo tiene una pierna de palo y se ayuda con una maza de matarife.

Vidal trata de arrancar su cuerpo de las gelatinosas aguas.

Hace acopio de fuerzas y sale del estanque casi a rastras…

—¡Oiga, oiga! —grita—: ¿Qué hace con mi coche? ¡Socorro!

Pero ni Tonchi ni Linaza le oyen. Nadie le oye. Tampoco los actores y técnicos de Siracusa Films que ruedan una película sobre el Rey Bueno. Todos celebran el séptimo gol del Deportivo, el quinto gol de Chacho.

—¡Goooooooool! —grita la multitud enfervorizada.