XI. BLANCA

MARÍA DALIA acababa de estacionar su coche frente a la vieja Casa de Correos cuando, al costado del suyo, se detuvo otro Seat Ibiza; de él salió Linaza, que invariablemente vestido con camisa blanca, estilo mejicano, con bordados en pechera y faldones, se apresuró, sin mirar hacia ellas, todavía dentro del coche, hacia la entrada principal de la catedral.

La plaza, a cubierto del sol, condensaba a esa hora una luz matutina transparente y sosegada.

María Dalia y Laura salieron detrás de él.

—¿Crees que vendrá a por la hija de Blanca?

—Seguro —contestó María Dalia.

—Entonces es que Blanca no ha venido.

—No, tonta, todo lo contrario: entonces es que Blanca sí ha venido y le ha pedido a Linaza que recoja a la niña.

—Pero ¿por qué no viene ella en persona? Es su madre ¿no?

María Dalia hizo un gesto impreciso con la mano que desató el soniquete de sus pulseras.

Linaza se volvió. Una vieja mendiga, envuelta en paños negros de la cabeza a los pies, le acosaba tras la verja de la catedral. La mano de la vieja, oscura y endurecida, parecía un cuchillo contra su abultada barriga. Linaza las vio y enrojeció; las saludó apenas con un visaje, como si el mero reconocimiento fueron un saludo; sorteó a la mendiga y entró en la catedral.

Ellas le siguieron a paso rápido, sin disimulo.

El cambio de luz pareció alterar también las demás leyes de la física, como si vieran el mundo a través de los ojos cerrados de un gigante, cuyos párpados filtraran un resplandor caleidoscópico y cuya tibia respiración aliviara de peso a sus cuerpos. Linaza se adentró en una nave lateral, la del mediodía; bamboleaba sus espaldas sin cadencia, un movimiento distinto para cada paso, como si la acción de sus piernas no estuviese del todo conducida por su cerebro; pero caminaba muy deprisa.

—Te digo que la ha visto, niña. Este gordo estaba loco por la Blanquita. Si ella ha venido, le ha llamado; eso seguro. Primero habrá llamado a Vidal, menuda lumia, pero, claro, como Vidal no está disponible…

—¿Te parece…?

—Lo que yo te diga, niña.

Linaza amainó el paso. En el trasaltar, bajo un radiante universo de vitrales que espolvoreaba en la atmósfera los colores del arco iris, la luz de nieve de unos focos acotaba un espacio de arquivoltas sobre leones, angelitos con alas, apóstoles y profetas, en el que sobresalía la piedra yacente del Rey Bueno hecha para estar de pie…

Un grupo de curiosos se arracimaba frente a la capilla de San Antonio de Padua, María Dalia y Laura se acercaron también.

Un muchacho, de poco más de diecisiete años, conocido de María Dalia, le dijo:

—Llevan toda la noche rodando. Empezaron a las dos de la mañana. Y ya tenían que haber acabado porque el obispo sólo les deja rodar de noche, pero tuvieron un corte de luz.

Se rodaba una escena con solamente dos personas, la que parecía la actriz principal, una catalana famosa, cuyo nombre Laura no recordaba, y Marta Mosácula. El motor de la cámara tenía un resonar rumoroso, como si el agua de un molino corriera bajo las losetas. La actriz principal vestía muselinas blancas y una diadema con pedrería, parecía una reina o una novia; venía hacia el trasaltar desde la capilla de la Virgen del Rosario, se inclinaba sobre el magnífico sepulcro del Rey Bueno, besaba los labios de la estatua y, con la mejilla pegada a la piedra, permanecía arrodillada. Entonces entraba Marta Mosácula, vestía como un pajecillo. Decía: Señora ¿no queréis una manzana? La señora no contestaba y Marta mordía la manzana.

El muchacho joven comentó al oído de María Dalia:

—Lleva más de cuarenta manzanas.

Laura la tomó del brazo por el otro lado y le dijo, también al oído:

—Es una cría, no puede tener más de quince años, ¡qué poca cosa es!

—Es raquítica, la pobre, pero ya tiene que tener como mi Adela, diecisiete o dieciocho años. No vale nada, mira: sin pecho, sin caderas… no vale nada la pobre.

—Tiene unos ojos bonitos. ¿Qué son? ¿Verdes o azules?

—Sí, como la madre, son los ojos de la madre.

—Creí que sería otra cosa. Es una cría.

—Es la madre la que vale. Ya verás. Todo el mundo lo dice.

No se cómo estará ahora, pero de cría era una belleza, no había otra como ella.

Se acabó el rodaje y se apagaron los focos. Se abrieron y cerraron baúles y se dieron algunas voces. Desde los bancos de los escasos fieles que había frente al altar mayor se oyó un siseo recriminador. Linaza se acercó a Marta Mosácula. María Dalia y Laura les vieron discutir. Linaza parecía contrariado. Un compañero llamó a Marta y ella, de un brinco, como un gorrioncillo, tan pequeña era, se alejó de Linaza. Linaza, con la cabeza levantada, se rascaba la papada. María Dalia y Laura se acercaron.

—No, dice que no le da la gana ir al entierro de su abuela, que está cansada.

Los del cine terminaron de recoger sus instrumentos y los trasladaron a la capilla del Calvario cuya cancilla cerraron con llave.

—Es increíble —decía Linaza—. Su madre ha hecho un viaje de más de mil kilómetros y esta mocosa no quiere ir al entierro.

María Dalia miró a Laura muy significativamente.

Salieron.

María Dalia preguntó:

—¿Dónde está Blanquita?

Linaza no contestó. Se rascaba la papada con las dos manos y las miraba. Era como un mastín a punto de mover el rabo. No callaba por discreción; deseaba hacerse de rogar.

—¿Ha ido a la casa de Roland? —preguntó María Dalia.

Linaza negó con la cabeza.

—Ha dormido en el Hostal —dijo por fin. Y añadió—: ¿A vosotras qué os importa?

Pero ya movía el rabo.

—Algo nos importa, mira éste —replicó María Dalia con zalamería, moviendo su cabeza y sus brazos, desatando el crótalo de su cuerpo como un hechizo—: ¿Cómo no nos va a importar que la mujer más guapa que nunca ha habido aquí, de la que todos estabais enamorados, vuelva a la ciudad? Seríamos tontas ¿no, Laura?

Laura se ruborizó. Y Linaza también, más que ella; sus ojos redondos miraron con despecho, como si, protegido su secreto tras la máscara de su piel, ese súbito rubor lo hubiera dejado al descubierto.

—Déjate de coñas.

María Dalia protestó:

—Hablo en serio, idiota.

Linaza volvió a rascarse la papada.

—Me ha llamado anoche —dijo, sin decir su nombre—. Le dije que Vidal estaba en prisión y no me ha dicho nada. Sólo me ha pedido que viniera a por la niña, pero así son las cosas-Linaza entró en su coche, lo puso en marcha y se fue por la avenida del Generalísimo, Laura parecía incapaz de moverse.

María Dalia entró en el coche y desde el interior abrió la otra puerta. Pero Laura se resistía.

—Me voy a casa —dijo.

—No seas tonta, chica. Tú y yo vamos a Puente Cautivo. Si yo tuviera tu edad ninguna mujer podría conmigo. ¿Es que te da miedo conocerla?

Laura subió al coche, las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos. María Dalia le alcanzó un pañuelo de papel. Laura se sonó.

María Dalia le alcanzó otro pañuelo.

—Gasta los que quieras —dijo—. Ayer les compré a los patinadores dos paquetes. ¿Sabes que también tenían perico?

Laura habló como un sollozo.

—¿Perico?

—Sí, mujer, coca; pero tú en qué mundo vives, siempre con tus mellizas y tu Vidal…

Le pasó una mano por el cabello.

—Siempre conviene conocer a la rival —dijo—. Además yo no me quiero perder este entierro por nada del mundo. Va a salir hasta en las revistas del corazón.

Descendieron hasta la plaza del Ángel Caído, siguieron por el bulevar de Francisco Quevedo y llegaron al Hostal. Dieron vueltas buscando el coche de Linaza; lo vieron entre dos autobuses que hacían la línea de Oviedo. Laura seguía sofocada.

—Vámonos, María Dalia, por Dios —dijo.

Y la cogió del brazo con intención de que hiciera girar al volante. María Dalia se desprendió de su mano, muy irritada.

—Bueno niña, ¡nos vamos!, ¡nos vamos!, ¿dónde quieres ir, a la oficina o a tu casa? Porque yo me voy al entierro.

Laura no contestaba.

—¡Te llevo a tu casa!

Laura asintió con la cabeza. Rodaron en silencio. María Dalia conducía con brusquedad. Laura miraba al frente. Estaba pálida pero parecía más tranquila. A pocos metros del portal de su casa, dijo:

—Vamos al cementerio. Quiero verla.

María Dalia aceleró, desde la calle de Renueva tenían que rehacer el camino y volver a pasar por delante del Hostal; el coche de Linaza se había ido; llegaron a la plaza de Alonso de Guzmán y cruzaron el puente sobre el río; nada vieron en la casa de Roland; la comitiva había salido ya.

Puente Cautivo las recibió con un sol alto y un cielo cerúleo.

Una larga avenida poblada de acacias exaltaba la soledad de las losas que un par de talleres de marmolista esparcían por las aceras del modo desordenado y dramático con que se desalojan los enseres de una vivienda. Frente a las verjas de la cancilla se abría una plaza semicircular que permitía cambiar el sentido de la marcha a los coches, que en número de más de cincuenta ocupaban incluso las aceras. Varias mujeres, sentadas en los bordillos, vendían ramos de siemprevivas y de claveles; las gotas de agua gravitaban como sudarios sobre sus pétalos, sus hojas, sus tallos… eran flores para la pena y el dolor, densas y humedecidas.

Dejaron el coche y entraron en el cementerio. Se cruzaron con un grupo de personas que acompañaba a una pareja que parecía sometida a un terrible desconsuelo. Ella, más alta que él, exuberante de carnes, con el pelo teñido a lo rubio platino, los ojos de un azul acuoso, hinchados de tanto llorar; él, muy fornido, con una hosca determinación en el rostro; ambos de negro, de la cabeza a los pies; él, un traje estrecho, casi dos medidas por debajo de la suya, la camisa desabrochada del cuello y una corbata estrechísima que no llegaba a la cintura.

Les vieron pasar en silencio.

—Son los padres del niño —dijo en un susurro Laura.

Salían como si hubieran asistido a una ejecución. El dolor, lejos de abatirles, les encrespaba; su talante era el desesperado y furioso de quien se rebela contra la injusticia.

—Ese tío me da miedo —dijo María Dalia.

Caminaron por la gran avenida central flanqueada de cipreses, tan proporcionada a la altura y al volumen de los mausoleos como la anchura de «el Rey Bueno» a los espléndidos edificios que hicieron de ella la calle más importante de la ciudad. Pero lo que aquel recinto guardaba no era más que la ilusión de un sueño, tan frágil y vulnerable como la memoria de la ciudad que lo nutría. Sus piedras, que carecían del sello de lo inmutable, transmitían la impresión de que todo lo que sucediera fuera, revoluciones, guerras, catástrofes, podía penetrar en él. Las imponentes bóvedas y cúpulas, los mármoles y granitos, en los que se inscribían los nombres de las familias más poderosas de la ciudad, sobre todo, de aquellas cuyos apellidos habían adquirido resonancia en los últimos años, no eran sino un apéndice más de la vanidad ciudadana; había dos Lorenzanas, un Verdasco, tres Suárez Gascón, un Tascón; y el magnífico de don Arístides Roland y Silvana Martello, su esposa, el único que expresaba tal vez alguna confianza en la perdurabilidad de las cosas humanas, de buen tamaño y bellísimo, réplica del florentino baptisterio de San Giovanni, filigrana de mármoles de colores traídos de Italia y único inmueble que los Mosácula no consiguieron del belga, por su carácter de intransferible… y ningún Mosácula.

María Dalia comentó:

—Son tan tacaños que no tienen panteón.

La capilla rebosaba de gente; una madre joven paseaba por el exterior con dos niñas de la mano, eran como las mellizas de Laura, llevaban un vestidito azul avolatado. María Dalia se abrió camino con la impertinencia y la determinación de un niño, Laura la siguió. A duras penas consiguieron sobrepasar el atrio: y sólo, de puntillas, lograron ver el catafalco y a los familiares que se sentaban en los primeros bancos. El cura tenía una voz muy fuerte. Hablaba de la difunta, a la que llamaba Blanca a secas, con una familiaridad que sonaba irreverente.

Laura reconoció a Ezequiel Mosácula, su cabeza poderosa, el pelo muy negro, al lado de su mujer; a varios Mosácula más, del Páramo y de Lot, gentes de anchas espaldas, cuellos cortos y robustos como troncos de árbol; a don Enrique, al alcalde Polvorinos, a los licenciados Miralles…

La voz de trueno del cura, por misteriosa razón, salía de los altavoces acompañada de un leve eco, era la voz de una emisora, en la que una conocida presentadora hacía un programa de niños. La gente, que había notado la interferencia, movía la cabeza con extrañeza, pero el cura seguía su discurso. Aquél pretendía ser, al fin, el reino de lo inmutable. Entonces la vio. Y también María Dalia; porque, sin ningún disimulo, la golpeó con el codo.

—Está allí —dijo, casi en alta voz, haciendo un ademán con la cabeza.

Blanca estaba de pie, fuera de la línea de bancos, muy cerca de la pared, en la parte media de la capilla; vestía un traje de hilo de tonos marrones con cuello y puños blancos, era alta y esbelta.

Acabó el acto religioso y la gente dejó paso al féretro que salió a hombros de los Mosácula. Blanca volvió su cara y Laura quedó fascinada: no parecía una Mosácula; tenía una distinción que sólo se daba en el cine; los pómulos altos y marcados; los ojos grandes y hermosos, verdes tal vez; el cuello largo-Laura y María Dalia, con la respiración retenida, la dejaron pasar; Laura cruzó su mirada con ella y se estremeció. Fue como si hubiera hallado la solución a un enigma. Blanca Mosácula era irreal, era un sueño; le pareció que su belleza iba ligada a su sufrimiento como si fueran la cara y la cruz de una misma moneda; morirá pronto, se dijo, porque, aunque los demás la quieran, ella se odia…

La comitiva atravesó patios y calles hasta llegar a uno de los muros finales del cementerio; unos metros más allá cuatro gitanos viejos se sentaban sobre banquetas a la sombra de una de las tapias.

El sol reverberaba en las lápidas y en la cal de las paredes.

Brillaban las letras y los mármoles, los nombres, las fechas, los epitafios y los soportes para colocar un pequeño ramo de flores.

La historia de la ciudad se vaciaba en aquellos pequeños receptáculos alineados sobre una pared como el listado de un censo.

Uno de los nichos más altos estaba abierto. A su costado había un elevador metálico de manivela y una escalera de mano; en el suelo, ladrillos, un saco de cemento, un caldero, una pala, una paleta y una espátula; y, poco más allá, muy pegado a la pared un bulto, como una alfombra enrollada, que parecía de lona. Aquel muestrario de herramientas tenía algo de horrendo, de exhibición de un ánimo homicida, como si el enterramiento en aquellas angostas paredes, fuera el último paso, tan imprescindible como la enfermedad o el accidente, para que se produjera la muerte.

El cura agitó el hisopo y asperjó unas gotas sobre el ataúd todavía en el suelo. Luego se retiró, tal el confesor que, para esquivar las balas, se aparta en el último momento de quien va a ser fusilado. Dos enterradores, calvos y gordos, los dos en mangas de camisa, se acercaron con extrema diligencia al ataúd; se agacharon sobre él y abrieron rápidamente la tapa. Quizá fue un efecto de succión; quizá, un golpe de viento caprichoso y rastrero. Pero un polvo de nieve pareció deslumbrarles y el frescor se hizo frío entre los hierbajos en sombra. Los velos y los vestidos blancos de Blanca Pérez Ansa emergieron del ataúd como una espuma.

Los dos enterradores tomaron el bulto que tenía forma de alfombra enrollada y, con rapidez de ladrones, lo dejaron caer sobre ella. Fue como si arrojaran tierra al fuego.

Los presentes realizaron el mismo casi imperceptible movimiento de encogimiento; de hombros, de brazos, de cara. Y un chisporroteo corrió entre ellos en forma de rumor horrible.

Unos a otros se dijeron que ésos eran los restos de Orencio Mosácula que así se unían para siempre con su esposa.

Blanca quiso gritar lo que sin duda, de haber podido, hubiera gritado su madre Blanca Pérez Ansa; su madre, que sólo dos noches antes ignoraba que iba a tener sobre ella, y para siempre, la carne descompuesta de su marido. Quiso gritar pero no pudo. Porque lo que oyó, mientras se desvanecía, lo que parecía un grito sordo, breve, sin flecos, como una pesada piedra lanzada al suelo desde muy cerca, era la acción de los enterradores sellando el ataúd; luego lo subieron a la altura del nicho y lo deslizaron hacia el interior.

Blanca Mosácula se recuperó en seguida. Algunos primos del páramo la sostenían de los brazos, pero ella se aferraba a Linaza.

Su hermano Ezequiel la miraba, pálido y serio, desde el otro lado, separados por el artefacto elevador, sin que en ningún momento hubiera hecho ademán de acercarse.

Laura se apretó al brazo de María Dalia. Temblaba. Tenía los ojos llorosos y un nudo en la garganta.

—Me cae bien —decía—, me cae bien. —Estaba muy emocionada—. Yo no soy quién para interponerme en su camino.

María Dalia la sacudió:

—¡No seas tonta!

Linaza y Blanca Mosácula fueron los primeros en alejarse. Lo hacían despacio, con la vista al suelo como si pisaran las piedras que vadean un río; él, que la había tomado del brazo, se inclinaba con delicadeza hacia ella. A su espalda quedaban los golpes del cemento y los ladrillos, el ris ras de la paleta de albañil, sonidos que destacaban de los demás, que se hacían trascendentes, insidiosos, hirientes…

Blanca lloraba en silencio, dos lágrimas gruesas iluminaban sus mejillas.

—Llévame a ver a Vidal —le dijo.

Vidal paseaba de un lado a otro, en la enfermería de la prisión provincial, una sala antigua de azulejos blancos iluminada por cuatro saeteras acristaladas y dos barras de luz fluorescente.

En la cama vecina un joven recostaba su espalda contra la almohada; sus ojos oscuros, lo único vivo de un rostro descarnado y sin color, brillaban, muy destacados, como dos centinelas en estado de alerta permanente.

—Estás enamorado, ¿a que sí? —le dijo a Vidal.

Vidal se detuvo. Desde que estaba allí había evitado incluso mirarle.

—Sólo los enamorados pasean así —añadió el joven—. Yo también pasearía si pudiera. Cuando yo camino voy hacia el aire que me llega a la cara y es como si el aire viniera hacia mí. Pero soy yo el que va hacia el aire. Nunca has pensado eso, ¿a que no?

Se es más libre así, porque eres tú el que va hacia el aire, el que lo busca…

El joven, a pesar de la menguada energía de su voz y de sus movimientos lentísimos, destilaba un extremo afeminamiento.

Un hilillo de moco le salía por la nariz.

—¿Me das un tisú?, —pidió, señalando hacia la mesilla de noche.

Vidal se acercó a la mesilla. El joven le dijo:

—Abre uno nuevo.

Vidal tomó un paquete y trató de quitar la funda de plástico.

El joven le miraba a las manos.

—Quién sabe los que habré vendido yo de ésos.

Vidal sacó un pañuelo y se lo tendió. El joven le miraba a los ojos, escrutaba, en el rostro de Vidal, el temor que inspiraba.

Vidal alargó la mano y el joven tendió la suya. Fue un encuentro rígido tan meticuloso y preciso como el contacto a diez mil metros de altura de dos aviones para pasar combustible de uno a otro. El joven tomó el pañuelo y se sonó:

—¿Oyes? —preguntó.

Vidal hizo un gesto de incomprensión.

—Es un Mercedes —el joven aludía al sonido del motor de un coche que, aunque muy amortiguado, les llegaba desde la calle—. Su motor es inconfundible, Ploploplo… Tengo que aprender a distinguirlos también por el reflejo. ¿No te has fijado?

¿Ves el remate de los azulejos? Mira, por ahí camina: ¡qué suelto va! Ploploplo…

Una luz descompuesta en cuadros y rombos, de líneas casi invisibles como evanescentes reflejos de una lámpara china corría por la moldura final de los azulejos.

—Son los coches que pasan por la calle. ¿Sabes dónde va ese Mercedes? Yo lo sé. Va a Oviedo. Después de tanto tiempo soy capaz de adivinar estas cosas. Lo conduce un médico famoso que viene de hacer una intervención en Marbella. Ha operado de la vista nada menos que al hijo de un jeque árabe, uno de esos magnates del petróleo. El jeque está muy agradecido y le ha querido regalar un palacio en la playa. Y eso que no sabe todavía el resultado. Estos jeques son así: si todo va bien te hacen millonario; si fallas, te hacen degollar. Por eso el médico se ha negado. Ha dicho: todavía no le hemos quitado la venda. Y eso, la venda, es lo que ha querido quitarle una voz anónima que le ha llamado por teléfono a Marbella para avisarle de que, mientras él se ocupa de tan nobles actividades, su mujer le engaña con uno de sus mejores amigos. ¿Qué te parece? Lo que él ignora es que cuando llegue a Oviedo tendrá una llamada esperándole. Es de Marbella, al muchacho le han quitado la venda…

El joven calló.

—¿Y? —preguntó Vidal intrigado.

—¿Quieres saberlo, eh? —El interés de Vidal animaba al joven que todavía era capaz así de extraer alguna fuerza más de su escuálido cuerpo—. Escucha ése… ése es un camión, un Volvo; pero no, no es un camión, es un autocar, va lleno de labriegos de La Cabrera, los lleva el Ministerio, con todos los gastos pagados, a ver el mar. Ninguno lo conoce. El mar. La mar.

Y todos tienen más de sesenta años, salvo una niña. Alicia, que tiene nueve años; sus padres murieron precisamente en el mar; él era capitán de la marina mercante, había estado en Nueva York y en Hong Kong; ella le acompañó un solo viaje y el barco se hundió; a Alicia la acompaña su abuelo, el padre de su madre; a Alicia le han dicho que en el mar duermen sus padres y ella va a mirar a través de las aguas, cree que el mar es el cielo…

Otro coche se acercaba, su reflejo corrió por la pared; si fuera el de Blanca…

Miró hacia la puerta y vio a Linaza. No venía solo. Le acompañaba un funcionario. Y alguien más.

Una sensación de ahogo llenó su pecho; una sensación, sin embargo, que tenía su razón de ser en la memoria: lo que ella le había dicho, después de un beso, uno de aquellos besos en los labios, que eran como una consagración, el transvase íntegro del uno al otro, desmayados por la fuerza de la mirada del otro, por la fusión entre los dos, mucho más intensa que en el acto de hacer el amor, lo que nunca había hecho con ella; le había dicho:

«Botijo. No me imagino casada contigo. Yo me iré y me casaré con otro. Y tú también te casarás. Pero al cabo de un tiempo volveremos a encontrarnos. Daremos clase a los niños pobres y ya no nos separaremos.»

Detrás del funcionario y de Linaza venía Blanca. Vidal creyó que sonreía, que él sonreía. Pero tenía un gesto de desvalimiento profundo, la mano apoyada en el pie metálico de la cama.

—Mira quién ha venido —dijo Linaza, que se regocijaba por la palidez de Vidal, como el que se divierte tras una broma macabra.

—Un rato ¿eh? —dijo el funcionario, que levantó las manos y se fue.

Linaza dio una palmada a Vidal en la espalda. Rodeó la cama y se sentó en ella, frente a la del joven.

—¿Me alcanzas un tisú? —le pidió éste.

—Hola —dijo Blanca.

Vidal no contestó. Ya no era la niña soñadora que entregaba el candor de sus ojos al albur del mundo. Éste había entrado en ellos, se había metido en ellos, y los había dotado de profundidad y misterio. Tenía la piel fresca de la fruta, los pómulos muy marcados, y los ojos, como un antifaz sobre el mar. Era mucho más hermosa que su madre, era más hermosa que ninguna.

—Siento lo de tu madre —dijo al fin Vidal.

Blanca cerró los ojos, poco más que un parpadeo.

—¿Tienes problemas? —le preguntó. Hablaba con ternura, como si no se hubiera ido nunca. Su voz era ronca, la misma voz de siempre.

El joven le decía a Linaza:

—Ése es un BMW de dos puertas, un 316; es el coche que a mí me gustaría tener. Lo conduce alguien que acaba de salir de la prisión. Le habían acusado de algo que él no había cometido. Es lo habitual…

Vidal bajó la cabeza y sonrió.

—No, no —dijo—. Es un malentendido —le costaba hablar de otra cosa que no fuera ella, porque su mente se rebelaba, tan llena estaba de ella—. Atropellé a una señora hace dos años y eso hace que ahora me retengan aquí. Pero no estoy mal. Ni siquiera me han llevado a una celda.

Blanca sonrió también. El joven seguía diciendo:

—Él es un hombre enamorado. Sus padres, que no tenían dinero, le educaron, sin embargo, en los mejores colegios.

Cuando tenía quince años le llevaron a Italia. Luego murió su padre y también el padre de ella…

Vidal dijo:

—He pensado mucho en ti. En realidad no he dejado de pensar en ti. Nunca debí dejarte ir. Esa niña era mía. No sé cómo fui capaz de dejarte ir sola. Jamás he entendido lo que pasaba a mi alrededor.

La madre de Vidal, viuda entonces, le había atado tanto como Blanca, más que Blanca; eran dos manos que imploraban socorro en medio del mar. Y Vidal sólo podía arrastrar con él a una de ellas. El vínculo más antiguo pudo más. ¿O no? ¿No sería que él había repudiado también, y más que nadie, lo que todo el mundo, con su madre a la cabeza, repudiaba: el embarazo de Blanca?

—Siempre creo que actúo correctamente y siempre me equivoco.

—¿Quién ha atropellado al muchacho? —preguntó Blanca.

Vidal no contestó.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó en cambio. Pero ella tampoco contestaba.

—Estás igual que siempre —dijo sonriendo, como si des-cubriera algo regocijante—. Igual que siempre —repitió. Y le espetó—: ¡Botijo! —traviesamente como una niña, como la niña que siempre había sido para él—. No pensé venir. Nunca pensé volver a esta ciudad —dijo en seguida, con súbita seriedad—. Y no ha sido mi madre la que me ha hecho venir, sino mi hija. ¿La has visto?

Vidal asintió con la cabeza.

—Es igual que era yo, más delgada, más bajita, pero igual que yo de rebelde y de rara. Va a sufrir mucho en la vida. Por ella he venido. Se empeñó en venir a hacer esa película, quería conocer a su padre…

Blanca calló. Estaban los dos de pie, sin más apoyos que la mirada del otro, como si se hubieran encontrado en la calle. El joven decía ahora:

—… antes de tener un BMW, él había tenido un Seat 127, un coche vulgar, indigno de ella, porque ella, que parecía una chica pija, era muy valiente y amiga de los pobres…

—¿Por qué te fuiste? —preguntó Vidal. Pero no quería respuesta—: Si me hubieras dicho la verdad…

—¿La verdad? —dijo ella, exhalando aire—. ¿Qué verdad?

¿Quién sabe la verdad? Mi madre no me quería. No quería a ninguno de mis hermanos tampoco. —Y, por primera vez, sollozó—: Sentía aversión por nosotros, sus hijos.

El joven y Linaza la miraron de soslayo. Blanca se repuso en seguida.

—Y tampoco quería a mi padre —añadió—: Lo que no era extraño, porque era un hombre duro y mezquino, cruel… Y mi madre nos odiaba porque éramos hijos de mi padre. —Y volvió a sollozar—. Éramos hijos robados por mi padre del cuerpo de mi madre. Eso me dijo.

Y Blanca se echó en brazos de Vidal. Y Vidal sintió un estremecimiento que le vaciaba como si se hubieran roto las compuertas que retenían su equilibrio.

El joven calló. El motor de un camión atronó el aire. Un destello recorrió la moldura cerámica de la pared.

—Le persiguen —dijo el joven.

—Mi madre —continuó Blanca— había querido a otro hombre con el que había tenido un hijo, que a todos se nos ocultaba, que se nos mostraba como el hijo de los guardeses de Lot: era oligofrénico. Él no me violó. Yo me entregué a él. Fui yo quien se dejó descubrir el cuerpo y quien le hizo a él descubrir el suyo. Me vengaba así de mi madre.

Vidal miró para otro lado. Quería eludir un pensamiento horrible. Exclamó alarmado:

—¡La he visto con él! ¡Tu hija!

—No, no —dijo Blanca, abrazada a él—. Ha ido a conocerle.

Sólo ha ido a conocerle. Ella es más fuerte que yo. No hace locuras… Ha estado allí con él. Ha hablado también con mi hermano Ezequiel, incluso ha conocido a mi madre, pero se ha negado a hablar con ella… nunca quiso que la identificara… No les tiene cariño. No son su familia. Ella no es una Mosácula.

Quiere hacer carrera en el cine, como su padre, como el que creyó que era su padre…

El funcionario, que les había acompañado, se asomó por la puerta. Le explicó que iban a traer un herido de las celdas y les pidió que se fueran.

El joven precipitó su historia.

—Él decide ir a su encuentro. Su coche rueda a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Llega a Madrid antes del mediodía, está en Zaragoza a las cuatro de la tarde. En la autopista alcanza los doscientos kilómetros a la hora. Entonces, a la altura de Lérida, algo se cruza en su camino…

—¿Me das tu dirección?

Ella no dijo nada. Extrajo de su bolso de mano un pequeño pañuelo que se pasó por la nariz; también, un bolígrafo muy finito y un cuadernillo en una de cuyas hojas la anotó. Su letra era la misma de siempre: diminuta, irregular, muy poco redonda; no era una letra de chica. Todo seguía igual.

—Te busqué —dijo Vidal—. Estuve en Ginebra, en Barcelona, en Buenos Aires… Pero no me atreví a averiguar previamente tu dirección. Cada ciudad, en la que creía que estabas, me parecía llena de ti. En cada calle, en cada esquina ibas a aparecer… y eso me bastaba.

Blanca le entregó la hoja. Vivía en Barcelona.

—¿Vives sola?

Blanca asintió con la cabeza.

—Bruno murió el año pasado en accidente de coche. Fue un buen padre para Marta.

El funcionario abrió de modo abrupto la puerta.

—¡Ya vienen! —dijo.

Linaza se levantó y rodeó la cama de Vidal.

—Adiós —dijo Blanca.

—Adiós —dijo Vidal.

Se acercó a ella y la besó en los labios. Lo hizo como si bebiera lo más íntimo de ella, un líquido precioso del que no podía derramarse una sola gota. Cerró los ojos, abrasados por su mirada, la misma que soñaba la ciudad desde el pelines, le pareció que todavía eran muy jóvenes y que no conocían el dolor.

Se oyó el estrepitoso petardeo de un vehículo. El joven dijo:

—Eso es una Guzzi.