X. VIDAL

COMO EL MARINO cuyo barco se hunde y ha de saltar por la borda para afrontar el naufragio, Vidal esperaba la presencia de la noche. Y la noche era más grande que el mar.

Malo no le había comunicado de modo oficial que estaba detenido y tampoco había intentado llevarle a los calabozos. Le había, eso sí, hecho firmar en el libro de entrada, le había despojado del cinturón y le había llevado directamente a esta salita. Le había dicho:

—Es el mejor sitio de la casa. Desde aquí se ve muy bien la jeta de la gente. A través de la luna de la puerta, que es un espejo en el otro lado, puedes guipar a los que suben. Y, en cambio, nadie puede verte a ti. Yo ahora, hasta que el comisario vuelva de vacaciones, ocupo su despacho en la planta de arriba.

El lugar, tan hospitalario y doméstico como una garita de portero, lo que quizá hubiera sido alguna vez, disponía de un alto tragaluz en la pared del fondo que parecía comunicar con las entrañas del edificio; olía a cocido y no tenía más muebles que un canapé enfundado de azul y amarillo, cuyos gruesos cojines, haciendo juego, se apoyaban en la pared para convertirlo en un sofá, y una mesa camilla con faldones de los mismos colores. Sólo faltaba el canario en una jaula.

Vidal accionó el picaporte y la puerta se abrió. El policía nacional, que se sentaba sobre un taburete con los brazos apoyados en las piernas, se volvió hacia él.

—No me han cerrado —dijo Vidal.

El policía nacional era un chico muy joven, de mirada decidida. Sonrió:

—No hace falta. ¿No cree?

La noche llegó en seguida. El teclear lejano de una máquina de escribir iba y venía como el golpear de los cascos de un caballo en el cine. Vidal tuvo que ir otra vez al cuarto de baño y el joven policía le acompañó al piso de arriba, a los servicios que usaban los propios policías. Alguien gritó, y luego, el silencio, como si ese alguien esperara en vano a oír el eco de su grito. El policía le dijo que los calabozos estaban atestados de camellos y chorizos.

Vidal se tumbó en el canapé sin descalzarse y cerró los ojos.

El suyo era también el reposo del náufrago. El brillo de sus párpados y los temblores de su cuerpo le acosaban como una luna febril, cuya luz iba a ser testigo de sus trabajos por sobrevivir.

Quería nadar pero desconfiaba de sus fuerzas y sabía que esa desconfianza era la causa principal, si no la única, de su falta de energías. El niño estaba en coma. No era una invención de Malo para amedrentarle. El niño estaba en coma y él no era capaz de sentir la misma ternura que había, sentido cuando lo llevaba en brazos por los corredores del hospital. Saberse inocente mitigaba su pena. Y cuando las desagradables estampas del hospital inundaban su mente, no lo hacían a través del niño, sino del Riberano… del Riberano y de don Enrique. Porque la llamada telefónica de don Enrique, el tono insólito de su voz, tan cortante y despegado, le había dejado un poso dentro, muy activo, del que luego, como de una materia putrefacta, había brotado el resplandor de un fuego fatuo capaz de extenderse por los rincones más rastreros de su memoria. Estudiaban la enfermedad de un cánido y don Enrique, rodeado de sus alumnos preferidos, entre los que se contaba él, capturó una mosca y le cortó una a una sus extremidades, primero un ala, luego otra, luego cada una de sus patas: «Así ha muerto el Riberano —dijo—, ese individuo que prepara salchichas picantes en el Húmedo…» Vidal se alzó sobre sí mismo con un sobresalto.

Recordaba todo con extrema nitidez: los ojos acuosos de don Enrique, su sonrisa maliciosa. Sintió un rechazo tan intenso como el amante que ve a su amada en postura de lascivia con otro hombre.

El paso de un camión dejó una larga estela de trepidaciones.

En seguida llegó a sus oídos la música lejana de una radio. La máquina de escribir había dejado de teclear. Alguien gritó otra vez, un grito, aislado, escueto, como el solo parpadeo del faro en medio de la noche. Vidal sudaba. Se descalzó. Quería dormir pero le parecía que seguía nadando sobre la mar negra con las luces de la costa al fondo, tan cercanas como inalcanzables; y temía que si se dormía no llegaría jamás a ellas.

El alba y su frescor le acogieron exhausto. Y se durmió.

Antes, como cuando muy niño su madre le acompañaba cada noche en el rezo de las tres avemarías salvadoras, tuvo una visión, vio a blanca Mosácula, una Blanca de ojos miradores, que soñaban despiertos la ciudad, asomados a la ventanilla del Pelines

Se despertó muy tarde y con hambre. Estaba mejor. Pero siguió tumbado, ajeno a la hora. Y pronto el rumor de una conversación comenzó a anegarle.

—Estar soltero, en estos casos, es una ventaja. —Oyó que decía alguien, al otro lado de la puerta—: Mira que yo quiero a mi madre, que si me la tocan tiro de pistola y soy capaz de cualquier cosa… Pero lo peor son los chicos, los huérfanos, esas bocas que hay que alimentar.

Y sintió una gran tibieza como si se hallara en medio de una corriente de agua cálida.

—Si lo que digo yo —objetó otra voz— es que no sé cómo se puede llegar a esto. ¿Por qué tiene que morir un hombre honrado para sacar a otro de una cueva? Si el que entró en la cueva, entró en la cueva porque quiso, que nadie le obligó a entrar… Otra cosa es que vayas voluntario. A ver ¿quién quiere entrar a por estos lunáticos que están perdidos en esta cueva? Yo, yo, y éste y el otro y el de más allá… ¡Eso es otra cosa! Ahí al que Dios se la dé que San Pedro se la bendiga. Pero no sé porqué tiene que entrar a una cueva nadie que no quiera entrar, sólo porque sea policía o guardia civil o lo que sea.

El agua era fría ahora.

—Eso yo no te lo discuto —dijo la primera voz, que parecía corresponder a un hombre más joven—: El que entró primero, entró porque le dio la gana. Pero para sacarlos está el Estado ¿no?

De lo contrario no habría progreso, Florentino.

Y el frío acabó por despejarle. Se levantó, se puso los zapatos y abrió la puerta. Ahora eran dos los policías nacionales que hacían guardia frente a su garita. Eran los que hablaban.

Ocupaban un taburete cada uno, a los costados de la puerta que dominaba la entrada principal; se inclinaban el uno hacia el otro como si tuvieran un fuego entre ellos en el que se calentaran las palmas de las manos. Les dio los buenos días y les pidió permiso para ir al lavabo. Uno de ellos le acompañó. Cuando regresó, cerró la puerta y volvió a tumbarse. Los policías siguieron la conversación.

—Para la cueva de Lot poco valen los helicópteros o las lanchas neumáticas. Allí quienes entraron le echaron lo que hay que echarle… ¿entiendes? Porque el jefe de puesto de Lot y ese pobre guardia qué sabían…

—Les ayudaron equipos de espeleólogos de aquí y de…

—Y digo yo: ¿esos qué sabían? ¿Por qué no le dijeron al número que no se metiera en ese agujero, que le iba a pillar la inundación?

Un estruendo creciente que venía del exterior les interrumpió; pronto atravesó la línea del portal, tan ruidoso y fugaz como el tren que cruza con gran zarandeo de hierros un puente metálico.

—¡Hijos de puta! —dijo el de más edad, que, tras una pausa, añadió—: ¿Sabes que venden coca también?

El más joven volvió atrás en la conversación.

—Vinieron también espeleólogos de Cataluña, de Galicia y de Cantabria… Pero los primeros en salir fueron los vascos, a los que todo el mundo daba por perdidos.

—¿Sabes una cosa?: yo los hubiera dejado dentro. Anda que se jodieran.

—¡Si salieron por su cuenta! —exclamó el más joven, que añadió—: Sólo que, cuando se enteraron de la cantidad de gente que había entrado para rescatarles y que todavía estaba dentro, entraron otra vez. Entonces sí que se armó. Llegó a haber más de treinta personas perdidas en la cueva…

—Yo los hubiera dejado dentro a todos. Anda que se jodan.

—No se puede hacer eso, hombre. Así no se progresa.

—¿Y cómo se progresa?, ¿enterrándose en una cueva?

—Seguro. Eso ayuda a los científicos. Hay gente que ha vivido meses en una cueva así. Una mujer francesa ha estado, creo, seis meses a más de cien metros de profundidad.

—¡Menuda lunática!

—Eso es Europa. ¿Por qué crees que estamos sino en el Mercado Común? Así se sabe lo que resiste el cuerpo humano y luego se pueden enviar naves tripuladas a los planetas y todo eso.

—Digo lo mismo. Valiente cosa. Con la de privaciones que hay en el mundo.

—Según tú seguiríamos con el taparrabos puesto.

El policía de más edad rió. Pero hablaba cada vez más alto.

—¡Qué se gana con las cuevas esas, no me digas! Si todavía buscaran oro o alguna cosa de provecho… pero entrar allí para darse un paseo y que luego tengan que entrar otros hombres a rescatarles… es, es… bueno, no hay derecho, coño; no pueden morir las personas honradas porque haya lunáticos en el mundo.

—¿Tú no crees que sería bueno tener en la Guardia Civil o la Policía Nacional un cuerpo de espeleólogos capaz de rescatar a esta gente?

—¿Un cuerpo de espeleólogos nuestro? Nosotros ya tenemos a los Geos, que mira tú por donde a mí me suenan casi a lo mismo. Aunque no dejo de reconocer que ésos son otra cosa, ¿eh?

—Pues eso debiéramos de tener aquí. Un cuerpo de especialistas a nivel europeo, el mejor que haya. ¿Y de dónde lo sacaríamos? Pues de esta gente, de éstos que entran por las cuevas y las exploran por afición…

—Coño, chaval. Eso es como darse un martillazo en la cabeza para poder tomar una aspirina. O sea que, según tú, estos lunáticos indeliberantes realizan una buena labor porque así podrían formar parte de un cuerpo especial formado por ellos mismos para rescatarse a ellos mismos cuando ellos mismos se perdieran en las cuevas…

El policía joven rió. Su voz sonó benevolente.

—Tiene que haber de todo Florentino.

—No, si no está mal. Por lo menos ellos se lo guisarían y ellos se lo comerían y nos dejarían en paz a la gente honrada.

Vidal, que se había incorporado, vio, a través de la luna de la puerta, cómo el policía más joven se levantaba. Alguien entraba desde la calle. Era una señora que quería hacer una denuncia.

Vidal no podía verla porque no había cruzado la segunda puerta.

La señora, cuya voz parecía corresponder a una persona joven, contó que había bajado a comprar la leche para el desayuno y, cuando volvió a casa, se encontró con la puerta reventada, los niños llorando, y todos los cajones volcados. La señora dijo que era divorciada y que vivía sola con dos hijos pequeños. Como Laura, pensó Vidal. No tenía joyas. Sólo la pulsera de pedida y unos pendientes de oro: se lo habían llevado todo. Pero su temor eran los niños, el susto de los niños… El policía más joven la acompañó al piso de arriba. Vidal abrió la puerta y preguntó por los atrapados en la cueva de Lot:

—Han salido todos con vida. Es decir, todos los que entraron voluntariamente —dijo el policía mayor, el llamado Florentino—. Porque el rescate ha costado lo suyo. Hay tres heridos y ninguno es de esa gente. Uno está muy grave, un número de la guardia civil de Lot. Está asfixiado. Se quedó empotrado en un agujero más de tres horas y el agujero se llenó de barro. Los médicos dicen que hoy la diña seguro.

En ese momento entró un joven al que le habían robado el coche; luego una señora mayor que vendía quesos en el mercado, a la que durante la noche habían desvalijado la tienda; y así fueron llegando muchas personas, quince, veinte, tal vez más; unas a hacer una nueva denuncia; otras a interesarse por los resultados de la que habían hecho días pasados; en seguida se formó una cola que iba a lo largo de la escalera desde la primera planta hasta la puerta de la calle.

Vidal paseaba por la garita en torno a la mesa camilla; a veces, cuando creía reconocer algún rostro al otro lado del cristal, se paraba. Pero en seguida volvía a moverse; y por primera vez tuvo clara conciencia de su situación de detenido.

Entonces vio al abogado Longinos Gilsanz; lo vio abrirse paso entre la gente; salvar el descansillo al que se abría la garita; cruzarlo hacia el piso superior, decidido y resuelto; echar una mirada de soslayo al espejo de la puerta, no más duradera que un guiño… Pero, suficiente; Vidal ya sabía que Longinos sabía.

Dos horas más tarde Longinos entró en la garita. Llevaba su gran cartera de ministro en la mano izquierda. Movía la otra como si pasara las cuentas de un rosario.

—¿Qué tal, Vidal? Me ha dicho Malo que no has hablado con ningún abogado. Si tú quieres aquí estoy yo. Y gratis para ti.

Vidal se levantó. Era mucho más alto que Longinos.

—¿Has comido ya?

Longinos era delgado pero recio, llevaba gafas oscuras, y tenía una barba negrísima de la que salían dos labios acuosos que enmarcaban una boca enorme, una boca de pez, que se abría en su cara como una herida. Longinos parecía desazonado.

Vidal negó con la cabeza. Longinos dijo:

—Vamos. Te invito aquí al lado. Tienen unas truchas de río increíbles.

—¿Puedo salir?

Longinos rió.

—Conmigo sí. He hablado con Malo. Luego te vuelvo a traer aquí y en paz. El problema es el juez. Hay un auto de arresto contra ti. En realidad tenías que estar ya en la prisión provincial.

Es Malo el que te ha hecho el favor de retenerte aquí mientras hace las gestiones para encontrar tu coche. Cuanto más tarde vayas a la prisión provincial mejor para ti.

—Pero si no he hecho nada… —dijo Vidal—: Yo he llevado al hospital a un niño que atropello una moto.

Longinos llamó a uno de los policías nacionales, al llamado Florentino, que entró en la garita. Le dijo:

—Yo ahora me llevo a este señor a la cafetería de al lado. Ya he hablado con el subcomisario y está de acuerdo.

El policía asintió con la cabeza y miró a Vidal.

—Señor Longinos, yo no puedo dudar de usted —dijo— pero, por la buena marcha, me permite que suba a ver al subcomisario.

—Sí, claro; pero rápido, rápido, Florentino.

Longinos movía las piernas nerviosamente. El policía no tardó en bajar. Y él mismo abrió la puerta de la garita para cederles el paso.

—Cuando gusten —les dijo, invitándoles a salir.

La cafetería, sólo unos metros más allá, en la misma calle, era amplísima. Situada en un semisótano, se accedía a ella descendiendo una ancha y reluciente escalera de mármol con balaustrada de madera a un lado y pasamanos a otro. Longinos consiguió una mesa apartada. Pidieron ensalada y truchas fritas.

Longinos, después de mirar a un lado y a otro, volvió a ofrecerle sus servicios de abogado.

—Tengo que darte una explicación —dijo—: Este Malo a veces no sabe comportarse. Me han contado que el otro día entró como un matón en la delegación de Sanidad. Espero que no se lo tengas en cuenta. Es licenciado en Derecho, después de no sé cuántos años de estudiar la carrera, y está empeñado en hacerse abogado y no me lo saco de mi despacho. Sé que anda diciendo por ahí que somos socios. Pero yo no puedo tener un socio como éste, además sería ilegal. A veces hace algo, sí, redacta una demanda, cualquier cosa… y así me lo quito de en medio. Pero socio… eso es mucho decir. O policía o abogado ¿no?

Vidal le miraba en silencio. Longinos volvió a mirar aquí y allá. Hizo un jeribeque ambiguo, se levantó y se apresuró hacia los lavabos.

Una gran barahúnda se produjo entonces y todas las cabezas se volvieron hacia la suntuosa escalera de mármol. Era como si los atónitos pasajeros de un barco siguieran con la vista la trayectoria del torpedo que les haría volar en pedazos. Un pelotón de diez o doce jóvenes patinadores con pantaloneros cortos descendía con estrépito de carros de combate hacia el gran salón de la cafetería. Eran vendedores de pañuelos de papel.

El encargado salió de detrás de la barra, gritaba:

—Me vais a destrozar las escaleras.

Los jóvenes se desplegaron a lo largo de la barra y entre las mesas, se paraban ante los parroquianos y ofrecían su mercancía.

El encargado, de chaqueta negra, corbata y pantalón a rayas, suplicaba:

—Por Dios, por Dios, aquí no.

Regresó Longinos, fortalecido y con la nariz enrojecida, como si se hubiera sonado con una tenaza; y se dispuso a comer.

—Malo le debe muchos favores a Mosácula —dijo— y por eso ha querido hacerte ver que no veía con buenos ojos el cierre de sus instalaciones. Pero ni siquiera se ha enterado bien de eso. ¿Tú crees que a Mosácula le preocupa el cierre de las instalaciones? No por Dios. A ti te lo puedo decir, una vez que tú has sabido cumplir con tu deber. Mosácula está más que harto de ese negocio. Habló con el alcalde y le pidió la recalificación de los terrenos. ¿Sabes cuántos metros son? Cerca de trescientos mil metros cuadrados en pleno casco urbano. Si se hace la recalificación ¿te imaginas lo que puede valer eso?: Miles de millones de pesetas. El compromiso de Mosácula es edificar una nueva planta fuera de la ciudad, una planta de tecnología puntera con una inversión enorme, claro, que se llevaría un buen bocado de los beneficios de la recalificación, aunque, bueno, luego hay subvenciones a fondo perdido, financiaciones preferentes, etc.

—A mí todo eso no me interesa —dijo Vidal—: Yo únicamente tengo que velar porque se cumplan las normas sanitarias. Y en el caso de Mosácula su incumplimiento es escandaloso. No sólo en esta factoría, también en la de la montaña de Lot.

—Debieras de pensar mejor lo de la embotelladora —replicó Longinos—. Es uno de los buenos negocios de Mosácula, con una gran cifra de exportación a África.

—Hemos analizado el agua de doce botellas. Y es una vergüenza. Tienen de todo.

Longinos masticaba la lechuga como un insecto, con la cabeza baja. Pero no comía, o lo hacía muy despacio. Parecía una mosca cuyas reflexiones se hicieran al ritmo de la exploración de su trompa sobre la bandeja de ensalada.

—Hazme caso. No te precipites en tu decisión.

—Don Enrique me ha llamado con la misma canción. Ya no me puede pasar nada peor. Me han obligado a dimitir.

Longinos acabó de deglutir un trozo de tomate.

—¿Te han hecho dimitir? ¿Ya no eres inspector de sanidad?

—Creo que no. Creo que estoy en expectativa de destino.

Uno de los patinadores se plantó ante ellos con un brusco frenazo y les ofreció un paquetito de pañuelos de papel. Parecía quieto, pero se movía, lo hacía sobre un palmo de terreno haciendo girar los patines dispuestos en ángulo recto.

—Venga, joder, son veinte duros y la voluntad.

—Tenemos de todo —dijo Longinos.

El patinador insistía.

—Venga, joder, si no es nada, si son veinte duros.

Otro patinador se le acercó por detrás y le tomó del brazo.

—Vámonos Culi —le dijo, al tiempo que guiñaba el ojo a Longinos— que éstos tienen de todo.

Pero el encargado no le dejó seguir.

—Ya está bien. Ya está bien —le dijo cogiéndole del brazo a su vez.

El patinador se soltó de un empujón que dio con el encargado en el suelo.

—Quita, plasta —le dijo.

Luego a grandes zancadas, uno y otro, se alejaron del caído.

Los demás patinadores buscaron también la salida. Uno de ellos tropezó en el primer escalón y se cayó al suelo.

—El culibajo se ha caído —gritó el que parecía el jefe.

Unos cuantos retrocedieron para ayudarle.

—Culi, arriba, Culi, vamos —le dijeron.

Le ayudaron a levantarse y remontaron las escaleras. Llevaban las bolsas de plástico llenas de pañuelos como el botín de un atraco.

Un parroquiano, que había ayudado al encargado a levantarse, comentó:

—Éstos sí que son yuppies.

Longinos, que parecía haber recuperado la calma en medio del desorden, preguntó:

—¿De qué hablábamos? —y él mismo se contestó—. ¡Ah, sí, de don Enrique! ¿Conoces a su sobrino a Jaime Gutiérrez, el concejal de Cultura?

Vidal asintió con la cabeza. Longinos añadió:

—Dicen que se ha quedado en la Argentina para escribir una novela. Ahora todo el mundo escribe novelas. Me han dicho que la escribe en un barco varado en Tierra del Fuego. Ya tiene el título y todo: «Retratos de La Charca.» Eso es lo que dicen y eso es lo que se encarga de decir a todo el mundo su tío don Enrique.

—No tengo ni idea —dijo Vidal.

—Pero yo no me lo creo. No sé si me explico —y se le quedó mirando de modo retador—: No me lo creo —añadió.

Vidal había comido dos trozos de trucha y Longinos aún no había comenzado; sus dientes, sin embargo, de encías descarnadas, evocaban de modo casi exclusivo su condición de instrumentos para comer.

—¿Te han gustado? —le preguntó—. Con tanto pantano nuestras truchas se han ido al garete —dijo.

—Yo no tengo nada que ver con todo eso —dijo Vidal—: Y tampoco me interesa. Yo tengo mis propios problemas.

Longinos comenzó a pelar una trucha con parsimonia de niño inapetente. En seguida dejó los cubiertos sobre el plato.

—Estás en un lío muy gordo —dijo de repente—: Muy gordo —y asintió con la cabeza, un movimiento muy leve casi imperceptible como de quien medita en soledad.

—Yo no lo atropellé. Espero que la policía encuentre al motorista y a los testigos.

—Ése es el problema, que la policía ha encontrado a dos señoras que en ese momento salían de la iglesia. Una asegura que te dio una de las playeras que el niño perdió cuando lo atropellaste.

—Yo no lo atropellé.

—Ése es el problema, que ella dice que sí.

—¡No puede ser!

—Ella no dice que vio cómo tú lo atropellaste. Dice que te vio, ya con el coche parado, y muy nervioso, cómo metías al niño en tu coche. Pero nada de una moto o de un motorista. Ni ella ni quien le acompañaba-Vidal se alteraba. Longinos extendió la palma de la mano hacia él.

—Un momento —le dijo—: Aquí nadie duda de ti. Además, en cualquier caso, tú hiciste lo que tenías que hacer: llevar al niño al hospital. El problema surge posteriormente, con tu desaparición y tus antecedentes. Hace dos años atropellaste también a una señora en Matallana. ¿O ya lo olvidaste?

—Me salió el coche, de espaldas, igual que el niño, era sorda.

—Lo que fuera. Estuvo gravísima. Y sus lesiones tardaron más de doscientos días en curar, según he podido comprobar.

Había una limitación de velocidad que tú no respetaste. ¿Es así o no?

Vidal asintió.

—Eso es lo peor —añadió Longinos—: Un mal antecedente; y con un mal antecedente nadie te libra de la cárcel. Un mal antecedente es el determinante de la conducta del juez. Por de pronto olvídate de la libertad condicional. Ésos son los hechos que tenemos que afrontar. Por eso te hablo con tanta crudeza.

Ningún juez creería, después de oír a las dos señoras, que tú no atropellaste al niño. Pero yo sé que tú no fuiste. Y Malo también.

Nosotros sabemos que tú no mientes. Y antes se coge a un mentiroso que a un cojo.

—¿Entonces…?

—Don Enrique…

—¿Don Enrique? ¿Qué tiene que ver don Enrique con esto?

—¿Tú eres su amigo, no?

—Eso creo.

—Nosotros te ayudaremos. Malo y yo te ayudaremos. Y podemos hacerlo. —Longinos guiñó un ojo—: La compañía de seguros del coche no te pagaría jamás un abogado como yo, porque no se trata de la indemnización. Te juegas la posibilidad de que te quiten el carnet de por vida y también una larga temporada de cárcel, puede caerte una pena de reclusión mayor… El asunto es serio.

Longinos había acabado de pelar la trucha, había cortado un trozo de su carne y la había metido en la boca. Ahora masticaba.

Tardó un buen rato en volver a hablar.

—Lo que quiero decirte es que nadie de nosotros te desea ningún mal. Y el que menos Ezequiel Mosácula. Si Malo te presionó lo hizo por su cuenta, porque es un torpe. No sería bueno para nadie que tú te convirtieras en una especie de mártir. Fíjate cómo será que Mosácula le pidió a alguna gente, a don Enrique por ejemplo, que intercediera ante ti para que no le cerraras la industria. Quería guardar las apariencias hasta el final. Porque ¿cómo hacer creer que no deseaba el cierre si no se defendía con todos los medios a su alcance? Tenía que presionarte, por la de buenas y por la de malas. Pero de ahí a convertirte en un mártir…

—¿Le pidió a don Enrique que me hablase?

—Sí, ¿acaso no te dijo nada?, ¿no te pidió que reconsideraras tu posición?

Vidal asintió. Aunque dijo:

—No exactamente.

Longinos añadió:

—Hay que reconocer que a Mosácula le gusta jugar con fuego. Me pregunto cómo hubiera reaccionado si don Enrique te hace cambiar de opinión. Debieras sentirte orgulloso.

—¿Yo?

Longinos sonrió:

—¿No lo ves? Por la confianza que te tenemos todos.

—¿Y qué pasa con mi coche? —preguntó Vidal.

Longinos negó con la cabeza.

—Todo esto se ha desbordado. Ha ocurrido lo peor que podía pasar. Manifestaciones, alteración de orden público, intentos de agresión…

—El matarife de Mosácula, el cojo, es quien lo tiene… —dijo Vidal.

—Algo así tenía que ocurrir. Ahora las cosas están complicadísimas. Para ti y para Ezequiel Mosácula.

—Lo mío es cosa mía —dijo Vidal.

Longinos negó con la cabeza. Había tomado ya dos bocados de la trucha y parecía haberse cansado de comer. Dejó los cubiertos sobre el plato y lo apartó con desvío.

—Te lo voy a decir: si la moción de censura contra el alcalde Polvorinos prospera, el cierre de «Industrias El Paramés» sería peor que un desastre. Y no sólo para la familia Mosácula. Existe un contrato de exportación a Argelia, muy importante, un gran negocio, con mucho margen, pero insignificante al lado de lo que supone la recalificación de terrenos. No sé si lo ves. Este contrato es muy bueno, y tremendamente oportuno. Su pérdida servirá de cortina de humos para acallar a tantos enemigos como tiene Polvorinos. Así nadie podrá decir que desde la alcaldía no se actúa con energía. Si la fábrica no reúne condiciones sanitarias, se cierra y en paz. Primero, son los ciudadanos. Pero las dos cosas a la vez, la fábrica y el contrato, no pueden perderse. Y si Polvorinos sale, porque prosperara la moción de censura contra él, hay riesgo, mucho riesgo, de que tal cosa ocurra.

Vidal le miró como a un batracio.

—¿Por qué me dices a mí todo esto? ¿Y si os denuncio?

Longinos pareció no oírle. Llamó al camarero. Ante su presencia, con ostentación, dijo:

—¿Denunciarnos? ¿Por qué? ¿Acaso no has dado tú mismo la orden de cierre de esas instalaciones? ¿De dónde crees que puede un empresario sacar el dinero para tantas virguerías como ahora exige Sanidad? Vamos a hablar en serio Vidal. —Y sin transición, sin cambiar siquiera el tono de voz, preguntó—:

¿Qué quieres de postre?

El camarero enumeró una larga lista. Vidal pidió melón.

Longinos un zumo de naranja.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó Vidal.

—Muy poca cosa. Que averigües por qué el sobrino de don Enrique se ha quedado en la Argentina, si es que está de verdad en la Argentina. Porque tenemos que hacer que vuelva para la moción de censura. Sin su voto Polvorinos sale.

Vidal se encogió de hombros. Longinos le escrutó.

—¿Tú sabes de qué va la novela que dicen que está escribiendo, otra más sobre esta ciudad?

Longinos se inclinó sobre su cartera, en el suelo, a un costado de la mesa, la abrió y sacó un libro de pastas azules.

—¿Has leído ésta? Hay detalles graciosos. ¿Quieres leerla?

—La he leído —dijo Vidal—: Y no me ha gustado.

—¿No? —Longinos rió—: Yo no la he entendido muy bien.

Pero me he reído con ese comisario grandote que sale repartiendo zurriagazos. ¿Lo conociste tú…?

—Bienzobas.

Longinos rió otra vez:

—Bien sobas. Así sí que se averiguaban las cosas. Entonces éramos la mejor policía del mundo. Y se ve ahí, se ve en este libro. Pero no era Bienzobas. Ése es el nombre que tiene en la novela… ¿cómo se llamaba en realidad?

—Al que sí he identificado es a Manolín Peralta, era tío mío…

—¿Manolín Peralta?

—El erudito ese que sabe cosas de la Edad Media.

—¡Ah, eso no lo seguí bien! Me gustó lo de nuestros días, los años sesenta y eso. Lo demás me pareció muy aburrido. Ahora, no hay duda de que estos tíos tienen gancho.

Vidal se encogió de hombros. Longinos añadió:

—Al autor de esta novela lo conozco yo. Estudió conmigo en los agustinos. ¡Era un punto filipino…! Pero tonto, un idiota. Y tengo todos sus libros… ¿Sabes lo que creía? No sé si te acuerdas de los coches Seat muy largos con tres filas de asientos. ¡Qué discusión tuvimos un día por el Rey Bueno! ¡No creía que los hacían serrándolos por la mitad, añadiéndolos un trozo en el medio! ¿Te das cuenta? Y un tipo así escribe novelas. Aunque imaginación sí tiene, eso es verdad. Yo me pregunto qué haría ahora con una historia como ésta: con estos problemas familiares y esta complejidad de los Mosácula. Porque, a propósito: ¿sabes que Blanca Pérez Ansa, la madre de los Mosácula, ha muerto?

Vidal se estremeció.

—Ayer por la tarde se presentó en el viejo Casino Regional, una hora antes de que abrieran la exposición «Retratos de ambigú». Entró como un fantasma y se fue directa a por la medalla del valor con que la República había condecorado a su marido, el difunto Orencio Mosácula; se apoderó de ella y salió a la calle. No llegó lejos. En la acera del Ángel Caído, bajo los balcones del Casino, cayó al suelo fulminada, un ataque al corazón. Nadie pudo arrancarle la medalla de su puño, ni siquiera el juez… Le están haciendo la autopsia y mañana será el entierro. Parece que Blanquita, su hija, vendrá desde Barcelona… Bueno, qué te voy a decir yo que no sepas tú.

—Yo no sé nada —dijo Vidal con brusquedad.

Longinos llamó al camarero y pagó la cuenta. Se levantaron.

—¿No sabes que está aquí también la hija de Blanquita, Marta?

Vidal no quiso contestar. Longinos añadió:

—¿Sabes quién es su padre? Seguro que no lo sabes. El tonto del castillo. Eso ha dicho ella. Por lo visto el tonto violó a Blanca ¿Qué te parece? Ella lo ha conocido ahora. Ha aprovechado la película sobre el Rey Bueno para venir a conocer a su padre.

¿Qué te parece?

Y todavía añadió mientras salían:

—¿Sabes cuándo ha contado todo esto? Cuando vino a declarar a tu favor anoche. ¿No te lo ha dicho Malo? No sé cómo se enteró de que te habían traído a la comisaría y se presentó aquí. Trajo las llaves de tu coche y aseguró que después de dejar al guarda del castillo y su familia, estacionó tu coche en la plaza de la catedral. Juró y perjuró que el coche estaba nuevo, impecable, sin golpe alguno. No sabes cómo te defendía. Malo fue personalmente a buscarlo. Pero no estaba. Había volado.

Vidal asintió con desesperación:

—El matarife —dijo.

—No te preocupes —le pidió Longinos.

—¿Sabes lo que me ha costado?: Todos mis ahorros, más de tres millones.

Longinos levantó las manos:

—Yo nunca he tenido tanto.

Volvieron a la comisaría y se despidieron. Las escaleras seguían atestadas de gente. Vidal dijo:

—Conmigo no contéis para nada.

—Si no es nada lo que te pedimos —contestó Longinos.

Los policías nacionales de guardia habían cambiado. Vidal se tumbó en el canapé y cerró los ojos. Pronto se dejó acunar por el murmullo de voces. La tarde fue pasando sobre su cuerpo como una fiebre. El sudor empapaba su camisa. Él esperaba y esperaba sin más destino ni horizonte que la espera, tal el náufrago que se ha rendido sobre la balsa perdida en el océano. Tenía el sopor del convaleciente. Imágenes ardientes ocupaban su mente como violentas olas que se alcanzan unas a otras. Y una se imponía a todas, una que se alzaba sobre el resto de las aguas: Blanca.

Quería verla y tenía miedo de verla. ¿Por qué miedo? ¿Por qué siempre el miedo venía a interponerse entre él y Blanca?

Cuando él tenía dieciocho años y ella dieciséis se habían separado. Nunca más había vuelto a verla. Lo intentó, a veces, lo soñó siempre, pero no lo hizo nunca. Quiso seguir su pista en Barcelona; en Ginebra, luego, donde también había estado; en la Argentina, por último, donde supo que se había ido a vivir con un director de cine peronista. Pero tuvo miedo, miedo, miedo. Y el miedo había sido su pecado original. Ella quedó embarazada a los dieciséis años; no de él, con quien sólo había llegado a darse besos; no de él, pero tampoco de nadie… Porque Blanca sólo salía con él, sólo le conocía a él… como si hubiera sido violada por el ambiente, como si un polen maligno hubiera entrado en su cuerpo a traición…

Alguien lo dijo y él no lo creyó. El tonto del castillo, su hermanastro. ¿Por qué? ¡Oh, Dios, pobre Blanca, mi niña querida!

Quería verla. En el entierro de Blanca Pérez Ansa la vería.

Se incorporó hasta sentarse sobre el canapé. Se había llevado las manos a la cara y se frotaba los ojos. La oscuridad y el silencio se habían adueñado poco a poco de la garita. En la escalera estaban ya encendidas las bombillas.

De improviso abrieron la puerta, con rapidez, casi con violencia, como si quien entrara siguiera el impulso de un ejercicio gimnástico. Era el subcomisario Malo. Mantenía el brazo extendido sobre la puerta abierta, la mano en la manilla.

Su gesto tenía la prestancia exagerada del torero. Malo pulsó el interruptor y Vidal sintió la bofetada de la luz.

—Malas noticias —dijo Malo.

Vidal puso los pies en el suelo.

—El niño ha muerto. Hoy duermes en la prisión provincial.

Ya no puedo hacer más por ti.