IX. EL POETA ZARANDONA

EL POETA ZARANDONA cruzó, con la pipa en la boca y un vaso de whisky en la mano, el amplísimo salón. De su boca salía un humo blanco y limpio que se arracimaba en vigorosas y aromáticas volutas de botafumeiro. Las maderas crujieron a su paso. Luego, el silencio, un rumor obsesivo capaz de reventarle las sienes; y la soledad, ese vacío que se dilataba hasta romperse en motas que fluían por las rendijas de luz.

El poeta Zarandona apartó con el brazo el pesado cortinón de terciopelo rojo y un haz de luz dorada invadió la penumbra.

Allí empezaba, al otro lado de los cristales, en esa plaza del Ángel Caído, simbólico nombre para la primera piedra del plan de ensanche, la ciudad nueva. ¡Y cuántas reflexiones vinieron a su mente en ese momento!

No fue Gaudí el único, ni siquiera el primero, que tuvo el sueño de levantar allí un castillo de hadas. También Arístides Roland, el belga que vino a trabajar con la Compañía General de Minas, atormentaba su cabeza con un relámpago de piedra nórdica, que no le dio reposo hasta que fue capaz de arrojarlo fuera de sí, en la casa llamada, desde el primer día y para siempre, de Roland, la única que se alzó durante mucho tiempo al otro lado del río.

Allí Blanca Pérez Ansa había vivido su muerte en vida, sin que el aire y el sol de la ciudad tocaran su piel. Porque nunca, desde aquel catorce de julio de mil novecientos cuarenta y no se sabe cuántos, había vuelto a salir a la calle; y quizá, de no ser hoy catorce de julio, tampoco saldría; un catorce de julio necio, nublado, nada caluroso; lo que, con ser infrecuente, no era raro en aquellas altas tierras, entre la montaña y el páramo.

¿Quién entonces ha agitado los dados del destino para que señalen esta fecha —la de la toma de La Bastilla; la de la huida y, según asegura Anselmo, el de La Charca, la de la muerte de Chacho— como la de la apertura de la exposición?

Él no la ha elegido, el alcalde tampoco, ha surgido espontánea, al contar los días necesarios para repintar las paredes, revisar las lámparas, recomponer las balaustradas y los mamperlanes, fijar y enlucir las escaleras, cepillar y barnizar las tarimas, instalar las estructuras metálicas que mitigasen la excesiva altura de los techos, más de diez metros en el salón principal, de las que poder colgar los focos, los paneles y los cuadros.

El destino es un ente burlón y misterioso, que mora en lo infinito, detrás y por encima del sol; el destino hace que lluevan estrellas en la noche y que se esparzan por el cielo como saliendo de una regadera inmensa; el destino, valiente cosa…

El destino es también un murciélago que se esconde tras los cortinones y que vuela a ciegas golpeándose contra las paredes.

El destino ama los peligros, que trae y lleva; él da la vida y la quita; y él se divierte en esa rebatiña de riesgos y venturas, por eso lo pintan con melena de mujer y ojos vendados; le llaman veleidosa fortuna, pero es el destino también…

Blanca Pérez Ansa no había vuelto a ver la calle desde aquel catorce de julio del año cuarenta y uno o cuarenta y dos o cuarenta y tres… un año en que los alemanes aún estaban a las puertas de Moscú, aunque ya sabían que jamás se abrirían para ellos; un año en que ya habían vuelto los voluntarios de la División Azul; ya había vuelto, con los primeros, don Enrique; entonces un joven alto, pálido y hermoso, como todos los jóvenes que se entregan a una idea; y había vuelto el licenciado Miralles y tantos y tantos otros que acabaron sus carreras y ocuparon sus cátedras y negocios y llegaron a ser gente importante, muy importante.

Y la prisión de San Marcos estaba llena, el noble edificio, que el poeta clásico había medido con sus huesos, acogía —quizá sería más apropiado decir retenía, o tal vez contenía, o guardaba, o encerraba o comprimía— a cientos de jóvenes, de otros jóvenes altos, también; pálidos, también; hermosos, también; pero sin la idea, desnudos de la idea, huérfanos de la idea, despojados de la idea, abandonados de la idea… y por lo tanto sucios, malolientes, desagradables… así poco a poco o mucho a mucho, que eso dependía de la gula de los responsables de cada día, más exactamente, de cada noche, se daba suelta a la basura almacenada, se expulsaba una parte de la mercancía, se le trasladaba, aun con las articulaciones animadas y palpitantes, hacia las tapias de un camposanto, del camposanto de Puente Cautivo, qué nombre espléndido, bajo cuyos ojos debiera correr la barca de Caronte; la luz sería hermosa, como sólo pueden serlo las luces nocturnas, un cendal lácteo que hace de la carne siluetas con brillo a las que apuntan los fusiles y en las que entran las balas y de las que sale la sangre, una sangre mate, negra, una sombra que se desparrama, la sombra que todos ocultamos dentro, el diablo nocturnal que nos devora y que los fusiles expulsan con ansias de exorcismo…, así la fábrica de jóvenes llena cada noche los almacenes de la muerte, mientras cada día la ciudad conoce la ascensión y triunfo de otros jóvenes que han sabido rectificar a tiempo…

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú.

A sus espaldas oyó pasos y el sonido de los interruptores de la luz.

—Gracias —decía Vanesa Marcenado al ordenanza que los había pulsado.

—Será la primera en ver la exposición, señorita —dijo el ordenanza.

El poeta Zarandona soltó el cortinón y se volvió. Las luces disiparon las tinieblas como si se hubiera abierto uno de esos artilugios que imitan el cuerpo humano en las clases de anatomía y quedaran a la vista todos los colores que el cuerpo oculta, los del corazón y las venas, la sangre azul y la sangre roja, los músculos… entonces el cuerpo es mucho más grande, es inmenso, es un mundo, un almacén capaz de guardar el universo. Así era el edificio Satué.

Todos los retratos de La Charca, fechados del 31 al 36, parecían flotar en el aire del salón. Los cortinones rojos daban calor a los apuntes blancos como la sangre presta color al rostro.

Pero muy poco era lo que aquello recordaba a los museos, esos baúles donde el arte languidece; menos, a la efímera condición de las exposiciones. Lo que allí se exhibía estaba dotado de un sello de propiedad y permanencia, como los retablos y los iconos policromados de las iglesias, cuya datación no sólo resulta intemporal, sino que parece no requerir otras presencias. Se exponían además algunos objetos de la época, calendarios, revistas, pertenencias alusivas, encendedores de bolsillo, aparatos de radio y un balón de fútbol.

—Salud —dijo Vanesa.

Se dieron un beso en casa mejilla para lo que el poeta Zarandona apartó la pipa de sus labios.

—¡Vienes guapísima! —exclamó.

Vanesa tenía la melena rubia y ondulada y ésa era la prenda con la que mejor se vestía; a veces con la única que sabía vestirse bien. Llevaba zapatos planos acharolados, una falda de terciopelo negra y una blusa de seda blanca con escote de barco. Vanesa, tan alta como Zarandona, levantó los brazos y giró sobre sí misma. Voló la falda y sus piernas brillaron como abedules en la noche, llevando los ojos de Zarandona hacia el fogonazo de la braga.

—Quiero ver la exposición en seguida. Estoy esperando a Joao que pasa hoy para Portugal, llegará de un momento a otro y quiero estar con él todo el tiempo. El alcalde lo sabe.

¡Enséñamela! ¡Es tu obra!

El poeta Zarandona aspiró su cachimba y arrugó la frente.

—Es mi obra, sí. Una obra casi religiosa. Porque ¿qué soy yo?, ¿qué somos nosotros, los escritores, para los gobernantes agnósticos? ¿Nunca te lo has preguntado? Yo te lo diré: somos su Iglesia. Nosotros les damos las bendiciones, bautizamos sus acciones y santificamos sus obras.

Vanesa preguntó:

—¿Crees que vendrá Blanca Pérez Ansa? Me han contado cosas increíbles de ella. Me han dicho que tiene un libro de poesías precioso: poemas del corazón abierto. ¿Tú la conoces? A mí me encantaría conocerla. Yo nunca la he visto.

Vanesa movía las piernas nerviosa; Zarandona, por el contrario, parecía una estatua de piedra. Lo había explicado Einstein, la quietud de Zarandona duraba una vida entera, los movimientos nerviosos de Vanesa se contaban como parpadeos.

Sin desarrugar la frente, envuelto en humo, giró su brazo señalando a las paredes. Poco a poco fue tirando de la soga que sacaba sus palabras de lo más hondo de sí mismo, palabras que rebosaban el viejo caldero de su boca y que caían casi a golpes dejando un manchón de humedad a su alrededor.

—Los poetas hacemos también milagros y reconversiones —dijo y añadió en seguida—: Reconversiones industriales, de nuestra propia industria: la palabra. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Aquí están los padres de la patria, nuestros padres de la patria.

—¿Quiénes están?

—Todos los que son. Y alguno de los que fue. ¿Me explico?

No faltan, claro, el gobernador y el alcalde, fusilados ambos por los azules, ni otros menos conocidos mártires. Porque lo que aquí está es el 14 de abril ¿entiendes?: Un tiempo de esperanza en el que todavía, y sobre todo hoy, nos miramos. El instante de más alta ilusión que conocieron los siglos pasados y conocerán los venideros, una fecha que cayó al suelo como cae a veces alguno de estos retratos para señalar una muerte. Están Fernando Fernández y Alberto Quiroga, dos jóvenes apuestos, que murieron en el Ebro, está Arturo Matallana, que murió en Madrid, en la Moncloa como Durruti, está Eligió Florez, muerto en Málaga… Uno estudiaba medicina, otro farmacia, otro derecho, Eligió, nada… dicen que era poeta.

—¿Conoces algo suyo?

—No —y volvió a aspirar la cachimba y volvió a lanzar el cubo hacia las profundidades de su ser, cuyas cotas parecía medir con las arrugas de su frente.

—¿Quién ha hecho la selección?

Pero el poeta Zarandona había cerrado ya los ojos y lo que ahora sacaba por su boca obedecía a un impulso anterior.

—Está también Anselmo, el propietario de La Charca, también dibujado por Miramamonín. También están los Fajardo, dos primos que murieron combatiendo en la aviación de Franco, hay quien quería que los dejáramos fuera, pero yo me he negado.

Tú sabes que los dos querían ser dentistas… ¡dentistas! Es difícil imaginar a un dentista como piloto voluntario de aviación, aunque fuera de la aviación franquista. No lo entiendo. Los he puesto allá arriba, lo más cerca del cielo posible. Creo que se lo merecen. Y también está don Enrique, aquí mismo, en esta sala que es como el palomar de La Charca, ahí está, otro Miramamonín… ¿lo ves?

Y el poeta Zarandona la tomó de la mano y se la apretó.

—¿Lo ves? Y ahí están los doce que son trece contando a Chacho, como los doce apóstoles eran trece contando a Cristo; todos Miramamonines, menos el del licenciado Miralles —no el de Carmina Miralles, que sí lo es— y el de Orencio Mosácula…

Miramamonín conocía a las personas, no sólo cuando las retrataba, también cuando no las retrataba…

—¿Y de quién son entonces?

—¡Ah!, son imitación de Miramamonín. Son encargos. Ni siquiera nos los ha hecho Pastrana que es quien ahora dibuja en La Charca. No. Nos los ha hecho un copista de Madrid. Así nos las gastamos nosotros. Que ¿por qué? Porque hay que reponer lo que se ha perdido. Pero ¿y si no se han perdido? Y ¿si nunca existió? ¿Ves? Ésta es la reconversión que los políticos encargan a los poetas o la que los poetas se hacen encargar de los políticos, tanto me da que me da lo mismo.

Vanesa desprendió su mano de la mano húmeda de Zarandona y se volvió. Movió la melena. Una vaharada de perfume atravesó la barrera de humo y penetró en las narices de Zarandona, que tuvo la impresión de haberse asomado a la puerta de un serrallo. Vació su vaso de un trago y llamó a voces al ordenanza.

—¿Quieres un whisky? —preguntó a Vanesa—. Tenemos una caja de doce años para las autoridades.

El ordenanza les trajo una bandeja con dos vasos llenos.

—¿Por qué «Retratos de ambigú» y no «Retratos de La Charca»? —preguntó Vanesa.

—Más apropiado sería «Retratos de La Charca». Y a mí me gustaba. Pero el alcalde lo prohibió. Tiene la palabra charca una connotación desagradable que Polvorinos ha querido evitar. Para colmo «Retratos de La Charca» es el título de la novela que Jaime Gutiérrez está escribiendo en Tierra del Fuego. No vamos a hacerle propaganda nosotros. Y, por otra parte, Chacho trabajaba en el ambigú del Teatro Principal y todo esto en buena medida gira en torno suyo. Ambigú es además una palabra hermosísima.

Procede del francés y equivale a ambiguo. ¿Hay algo más ambiguo que lo que estos retratos representan?

Vanesa alzó su vaso hasta tocar el de Zarandona.

—Por los retratos de ambigú —dijo.

—Por el 14 de abril —dijo Zarandona.

Bebieron un trago.

—Me encanta —dijo Vanesa, tenía una intensa alegría de hembra enamorada. Sus ojos brillaban—: Me encantan estos salones. ¡Qué grandes! ¡Qué bonitos! ¿Cómo han podido estar vacíos durante tantos años? No hay nada igual en la ciudad. ¡Con estas lámparas y estos cortinones! Por esa puerta podía entrar Escarlata O’Hara. Y aquí se bailaba y aquí se tomaba el café y aquí se jugaba y aquí se hacía de todo…

—Sí, así es. Aquí se reunía la burguesía, porque los otros, no sé cómo llamarlos, ¿cómo llamarías a don Enrique, a Orencio Mosácula, al mismo Chacho?, ¿intelectuales?, ¿progresistas? Pues ésos y otros más, que también están aquí, se reunían en La Charca, en el Húmedo, con el pueblo…

—¿Entonces no venía aquí Blanca Pérez Ansa?

—Supongo que sí. Porque los había que iban a los dos sitios, claro. Como don Enrique, por ejemplo, que tenía un sillón aquí y otro allí, como Mosácula y como los Miralles. Así que vendría, claro que vendría y recitaría poemas en voz alta y la aplaudirían.

Porque aquí también se vivía el espíritu del catorce de abril…

—¿Crees que vendrá hoy?

—El reclamo está puesto. Y es el reclamo del macho, que no está autorizado por la ley.

Vanesa movió la melena y el poeta Zarandona dio otro gran sorbo al vaso de whisky. Vanesa tenía una boca muy grande por la que asomaban unos dientes también muy grandes y blanquísimos. Aspiró su perfume y la miró con descaro.

Comprendía que los musulmanes cubriesen la boca de sus mujeres. Porque a él, la de Vanesa, por su tamaño, o su forma o por las dos cosas juntas, le producía una impresión de desnudez, una desnudez que le excitaba.

La tomó del hombro y la llevó frente a los retratos de Chacho. Eran cinco: tres de Miramamonín, uno de Cimadevilla y otro de Pedrín Corrida. Un foco sin haces los iluminaba desde una estructura metálica rectangular que colgaba del altísimo techo a sólo unos tres metros del suelo. Vanesa se acercó. El poeta Zarandona bebió otro trago y acabó con el whisky del vaso.

—¿Has visto?

Los retratos de Miramamonín eran casi idénticos. En todos un pañuelo cubría la frente de Chacho y su mirada no salía de ellos, como si el artista se hubiera negado a prolongarla más allá del plano, como si hubiera querido protegerla, evitando que sufriera daños en otra dimensión; así, la de Chacho no era una mirada perdida, jamás sobrepasaba el ámbito del papel ni se acercaba a sus contempladores; allí nacía y allí moría. Pero eso precisamente le daba una extraña fuerza, de la que carecían los otros retratos, más muertos, como si el deseo de escapar de su medio les hubiera restado vida.

—¡Qué guapo era! —exclamó Vanesa.

Miraba ahora el de Pedrín Corrida en el que un Chacho de cuerpo entero se acuclillaba sobre un balón que apenas rozaba con la punta de los dedos.

—¡Qué ojos!

—Todo el mundo lo dice.

—¿Has dicho algo de un reclamo para que venga Blanca Pérez Ansa?

El poeta Zarandona asintió regocijado. Parecía decirse en silencio: eso son cosas mías. Dijo:

—Eso son cosas mías —luego bebió otro largo trago.

—Tú sabes cosas —dijo Vanesa.

—Cosas de caza. Y si hay suerte hoy cobraremos pieza. Si la herida es mortal la perdiz se recoge moviendo las alas lentamente hasta que cae. Si la herida es en el ala la perdiz da vueltas en el aire y se remonta más todavía hasta caer en masa.

—Cuéntame. Me gusta este hombre.

Zarandona llamó al ordenanza para que les sirviera más whisky.

—¿Sabías que las mujeres ya son sacerdotisas en la Iglesia anglicana? —preguntó.

—Pueden ser hasta obispos. ¿Cómo se diría obispos u obispas?

—Obispas. Ummmm. Pero para ser obispas, habría que tener aguijón. Y el aguijón es propiedad exclusiva de los obispos.

Vanesa rió. Bebió un trago y subió al estrado donde se exhibían los cinco retratos de Chacho.

—¿Y eso que es? —dijo.

Señalaba varios mostradores con diversos objetos entre los que sobresalía un atril que contenía un folio con varias firmas.

Pero el poeta Zarandona seguía ensimismado.

—Hay palabras que quizá son una conquista del feminismo pero que a mí me ponen cachondo perdido. Una en especial: sacerdotisa. Me suena igual que poetisa, que también me pone cachondo.

—¡No son ninguna conquista del feminismo!

—Me ponen cachondo perdido.

Vanesa miraba el atril. Volvió a preguntar.

—¿Qué es esto?

El poeta Zarandona avanzó entre el humo con la pipa entre los labios y la cabeza levantada. Puso la mano libre sobre el atril pero no lo tocó.

—Esto es —dijo— un documento importantísimo. Las firmas de los hombres buenos de esta ciudad que se atrevieron a apoyar, durante el reinado de Alfonso XIII, un manifiesto a favor de la República. Comuneros del siglo XX. Como ves es el palomar al completo, incluso los primos Fajardo, los dentistas, que murieron en la aviación franquista, y Orencio Mosácula y don Enrique y, por supuesto, Chacho, aquí le ves, el primero…

—¿Y esto?

—Esto es la voz de la perdiz macho.

Sobre un cojín de terciopelo se exhibía una medalla con el escudo de España y las inscripciones Ejército de la República y Medalla del Valor, orladas por una corona de laurel.

—¿Qué es?

—La medalla del valor de la República. La máxima con-decoración militar de la República. La ganó el difunto Orencio Mosácula, ¿qué te parece? Es una noticia topo, oculta durante cuarenta años y dada a conocer por su hijo Ezequiel mucho después de la muerte de Franco…

Vanesa Marcenado volvió a acercarse a los retratos de Chacho.

—Tú sabes cosas. Anda cuéntame. Me gusta mucho este hombre.

El ordenanza les interrumpió. Entró acompañado de dos personas, un joven y un hombre mayor vestido con un traje de rayas negro, con chaleco, reloj de cadena y boina. Era muy fornido aunque bajo.

El poeta Zarandona saludó al joven llamándole Sanyo y les invitó a un vaso de whisky. Sólo aceptó el joven, que se sirvió un dedo y se lo bebió de un trago.

—Éste es don Jesús, de quien te hablé, es de Vegamián, la villa sumergida. Ha venido desde Villafranca —dijo.

—¿Será capaz?

—A la primera —aseguró Sanyo—: Ha sido mi maestro.

—Bueno, ¿cuánto quiere usted? —preguntó Zarandona.

—Siempre cobro lo mismo en la ciudad: mil pesetas.

—Hecho.

Don Jesús alargó la mano.

Zarandona se la estrechó.

Don Jesús siguió con la mano extendida.

—Por adelantado.

A Zarandona le pareció ridículo.

—¿Y si falla?

—Adiós —dijo el hombre.

Zarandona sonreía pero estaba molesto. Sanyo salió detrás del hombre. Le pedía disculpas. Le cogía de la manga para que se quedara, mientras lanzaba miradas recriminadoras hacia Zarandona.

—Tenga, tenga. —Zarandona había sacado un billete de mil pesetas y caminaba tras ellos.

El hombre se detuvo, cogió el billete y se lo guardó en una billetera que ceñía con dos gomas.

Zarandona le miraba entre molesto y asombrado.

—¿Puedo preguntarle cómo lo va a hacer?

—De un solo intento. Si fallo le devuelvo los emolumentos.

—No quiero que me devuelva los emolumentos. Sólo que me gustaría que lo lograra antes de que abramos las puertas al público.

—Eso mayormente no depende de mí. Porque yo no voy al nido, yo voy al vuelo. Si el bicho asoma eso está hecho. Y si fallo le devuelvo los emolumentos.

—No me devuelva nada. Pero es fundamental que no caiga ningún retrato, si no sería peor el remedio que la enfermedad.

No lo olvide: no puede caer ningún retrato. Usted es aquí lo más importante. Si cae algún retrato nos los retiran todos y no me pregunte por qué.

—Yo lo sé —dijo don Jesús.

—¿Usted lo sabe?

—¡Son los retratos de La Charca! —aseveró el hombre, que añadió—: No se pueden caer. Si alguno se cae es hombre muerto.

—Eso dicen, sí. ¿Dónde quiere usted ponerse?

—¿Por dónde sale el bicho?

El ordenanza le indicó que salía cada día de un sitio, que la última vez lo habían visto surgir de entre los cortinones de la izquierda, a la altura de las salas de juego; habían desmontado los cortinones, los habían desplegado en el suelo y nada habían encontrado; al día siguiente había vuelto a salir, recorría de un vuelo el salón y se lanzaba, luego, a un loco y ciego revoloteo que ponía en peligro la estabilidad de los cuadros.

—Me quedo allí, entonces —y señaló la esquina al pie del cortinón, al lado de un macetero de escayola.

Caminó muy despacio, muy tranquilo, con algo más que aplomo, casi con majestad. Se dio la vuelta, se quitó la gorra y se quedó quieto, tanto que al poco de mirar hacia él, parecía que ya no estaba allí.

Sanyo se despidió. Tenía que salir para Almería en avioneta.

Trabajaba al tiempo en la película sobre el Rey Bueno y en una de tuaregs que se rodaba en Almería. Allí había aportado los camellos, aquí la cabra silbadora que Mothamid le había regalado al Rey Bueno.

Gaspar Zarandona miró a Vanesa divertido. Se encogió de hombros.

—¿Qué es? —preguntó Vanesa.

—Un murciélago. No hemos sido capaces de cogerlo y, si nos tira un retrato, Anselmo nos retira la exposición. Así figura en contrato.

—Y este don Jesús ¿qué es?

Zarandona miró al rincón y no vio nada, como si una marea de sombras hubiese atravesado el cuerpo de don Jesús.

—Un especialista en la caza del murciélago.

Vanesa fijó sus ojos en la esquina y sólo vio obstinación, una espesa obstinación que le dio miedo.

—Me da miedo —dijo.

El poeta Zarandona ordenó que apagaran las luces. Bebieron otro trago y caminaron por el salón en penumbra.

—Cuéntame lo que sabes, anda —suplicó Vanesa.

—Es una historia rocambolesca. La del hombre del corazón cerrado y el hombre del corazón abierto. ¿No adivinas?

—¡… Chacho es el hombre del corazón abierto! ¿Por qué no está ella entre los retratos?

—Imposible. El tuyo fue el primer retrato femenino de La Charca. Antes las mujeres ni siquiera entraban.

—¿Y el hombre del corazón cerrado? ¡Su marido! ¡Orencio Mosácula!

—¿Quién va a ser sino?

—¡Qué historia! ¿Has leído tú ese poema? El poema del hombre del corazón abierto…

El poeta Zarandona negó con la cabeza.

—Pero hay más.

—¿Más?

—Claro: la medalla del valor. ¿Quién crees que la ganó?

—¡El hombre del corazón abierto!

—Claro.

—¿Pero por qué se le atribuye a Orencio Mosácula?

—Muy fácil: cuando estalló la guerra Chacho se pasó a Asturias para combatir al lado de la República. Orencio y Blanca estaban en Ribadesella de veraneo, en un chalet del padre de ella. Orencio que por entonces ya era bastante más derechista que Gil Robles, se presentó, no obstante, voluntario a la milicia.

Pretendía evitar ser investigado. Y ése fue su mayor acto de valor. Quizá así libró a sus suegros y a su mujer de muchas tribulaciones. Orencio y Chacho coincidieron en la misma unidad. Un día pidieron gente para entrar en Oviedo. El reclutamiento, cuando no había voluntariado suficiente, se hacía sin contemplaciones; a uno le mandaban ir y tenía que ir. Esa noche el nombre de Orencio Mosácula fue leído entre los voluntarios para la acción del día siguiente. Cualquiera sabe lo que pasó. El miedo terrible que debió de consumir a Orencio.

Pudo suplicar a Chacho que tomase su lugar o pudo ser el propio Chacho quien, compadecido, decidiese tomarlo. Porque, por lo que sabemos, Chacho era un hombre… iba a decir valiente, pero era más que eso, si el miedo fuese comparable al vértigo, Chacho igual caminaba por el pretil de un puente, a cincuenta metros del suelo, que se levantaba ante el fuego graneado de los fusiles y el estallido de las bombas de mano. Por eso, lo más probable es que Chacho decidiera tomar el nombre de Orencio y entrar en Oviedo al día siguiente. Así lo hizo. Iban treinta hombres; a todos dieron por muertos. Por eso Blanca Pérez Ansa recibió la comunicación de la muerte de su marido; ésa fue la primera comunicación, la oficial. Porque hubo todavía otra.

—¿Y la medalla del valor?

—Chacho no murió entonces. Abriéndose paso con sus bombas de mano logró abatir un nido de ametralladoras enemigo. Tomó una de ellas entre sus brazos y la arrastraba hacia su posición cuando la explosión de un obús le arrojó a una zanja; allí pasó diez días, abrazado a la ametralladora, bebiendo agua de un charco, hasta que, cuando bajó el nivel, quedó al descubierto el cadáver de un mulo. Ya no fue capaz de beber. Pero entonces los suyos, una nueva avanzadilla de los suyos, lo rescataron. Recobró la conciencia y supo que su unidad había sido trasladada al monte Mazurco, una posición que conquistaban los franquistas durante el día, apoyados por la aviación alemana, y recuperaban de noche los republicanos. Allí se dio por muerto a Mosácula, que por entonces usaba el nombre de Chacho, o sea, Juan Ignacio Prada. Y es que era imposible reconocer a los cadáveres. Los cerdos caminaban sueltos entre las alambradas, en la zona de nadie, y era muy frecuente que arrancaran a mordiscos las orejas, las narices, los labios de los cadáveres. No sólo no se les podía reconocer sino que daba horror mirarlos. Chacho conoció por entonces a Blanca Pérez Ansa. La buscó, en su primer permiso, para decirle que ahora sí era viuda y no antes… Ésta fue la segunda comunicación, también errónea.

—Y se enamoraron.

—Supongo. Porque tuvieron un hijo.

—¿Un hijo?

—Ha vivido escondido en Lot; prisionero, mejor. Es oligofrénico. Allí le llaman el tonto del Castillo. Es el hermano mayor de Ezequiel y de Blanca Mosácula. Su hermanastro.

—¿Y qué pasó con Orencio Mosácula? No pudo morir entonces.

—No, claro. No murió entonces. Se hizo el muerto en la tierra de nadie del Mazurco, aun a riesgo de que lo comieran los cerdos y se pasó al otro lado. Él estaba con los franquistas.

—Así que la República concedió la medalla del valor a un hombre que se había pasado a los franquistas.

—Exacto. Sólo que quien la había ganado sí estaba con los republicanos.

—¿Quién os ha dejado la medalla para la exposición?

—¿No te lo imaginas? A mí me la ha dado el alcalde.

—¿Y a él?

—Ezequiel Mosácula. Por eso yo personalmente me he encargado de hacer llegar una invitación y un catálogo de la exposición a Blanca Pérez Ansa.

—¿Y don Enrique, qué pinta en todo esto? Porque don Enrique siempre tiene que ver con todo.

—Todavía no lo sé. Pero algo tiene que ver, sin duda.

Primero su sobrino se opuso al viaje de la delegación municipal a la Argentina para entregarle la medalla a Chacho; sin embargo, luego se ha quedado en Tierra del Fuego y lo ha hecho en contra de la voluntad de todos, porque está poniendo en riesgo la alcaldía. Sin su voto, la moción de censura triunfa y Polvorinos sale. Yo creo que don Enrique está detrás de todo.

Oyeron entonces un rumor confuso que procedía de la planta baja, agitación de sillas y puertas, tal el revuelo de la guardia que forma cuando entra el coronel. Luego, silencio, un silencio expectante y en seguida el resonar lentísimo de un bastón y unos pasos fatigados sobre los escalones de madera.

Vanesa y el poeta Zarandona se miraron. Sabían de qué se trataba, o, mejor, sabían de quién se trataba.

El ordenanza abrió la puerta con un amago de reverencia como si fuera un servidor del palacio real y entró Blanca Pérez Ansa. Era altísima, más que Vanesa Marcenado, más que el poeta Zarandona. Vestía de blanco, un vestido de dos piezas, holgado, muy suelto y muy largo, como una túnica de dominico, llevaba un amplísimo paño de gasa sobre la cabeza que orlaba su cara y envolvía su cuello para caer luego en esponjados pliegues sobre los hombros; su palidez de máscara, su blancura nívea sólo se rompía por dos coloretes marcadísimos, dos tomates de payaso, en las mejillas. Todas las cosas tienen un principio y un final, se dijo el poeta Zarandona.

Blanca Pérez Ansa caminaba sin titubeos, el cuerpo más que recto, estirado, tal una vela o un fantasma. Conocía de sobra el lugar, el crujido antiguo de sus maderas; había bailado muchas veces en él y, desde el estrado al que ahora se acercaba, había recitado sus mejores poemas.

Vanesa Marcenado, mucho más joven que el poeta Zarandona, tuvo, sin embargo, la conciencia exacta de que, ante ella, surgía a la superficie uno de los sueños más deslumbrantes de la ciudad, atrapado durante muchos antes en el fondo abisal de sus desdichas. El poeta Zarandona la imaginó llegando a las puertas del Satué en el mismo Mercedes descubierto que la había traído cuando novia a la ciudad y deseó mirar por el balcón a la plaza del Ángel Caído, pero era incapaz de desprender sus ojos de ella.

Blanca Pérez Ansa pasó frente a los retratos de Chacho y vaciló, un segundo apenas; porque en seguida siguió su camino: los retratos no le pertenecían. Y Zarandona creyó reconocer en su decisión una aceptación: la de la crueldad del mundo, esa crueldad en la que el niño se integra cuando ha perdido la inocencia; por eso, bajo aquella máscara de afeites, creyó ver incluso un rictus de dureza, un rictus repulsivo, el pus del odio y del desprecio-Blanca Pérez Ansa llegó al mostrador en el que, sobre un cojín de terciopelo rojo, se exhibía la medalla del valor y, sin vacilar, con una rapidez inusitada, la cogió. Ni alzó la cabeza, ni configuró desplante o desafío alguno, como no fuera el de seguir ignorándoles; inició el regreso, lo hizo con el mismo paso. El ordenanza se inclinó otra vez ante ella y pronto la oyeron bajar los escalones…

El poeta Zarandona y Vanesa Marcenado corrieron al balcón, pasaron al otro lado de los cortinones y abrieron el enorme ventanal. Desde el balcón la vieron venir por el centro de la acera; el gentío, que se cruzaba ante ella, se detenía y se apartaba, de modo que a su frente se iba abriendo un surco de sorpresa y susto, que se transformaba a su espalda en una estela de rostros que se volvían, marcados por la incredulidad y el asombro. Blanca Pérez Ansa llegó a la parada de autobuses, que debió de tomar por la de coches de alquiler que había allí en su juventud, y se asomó al bordillo de la acera. Entonces, para hacer el gesto de llamada de un coche, levantó la mano que empuñaba el bastón, ¿por qué?, ¿acaso no necesitaba el bastón para guardar el equilibrio? El bastón alzado prolongaba su orgullo aunque menguaba su resistencia. Y cayó. Y el poeta Zarandona supo que ya no se levantaría. Cuando cae con fuerza, las alas extendidas o replegadas sin moverse de su sitio, es que se halla mortalmente herida en la cabeza. O en el corazón. Nadie se le acercó, porque el corro en torno a ella veía su desvanecimiento y caída como una representación de la que él no formaba parte. Vanesa se dio la vuelta y corrió a las escaleras de salida. El poeta Zarandona todavía creyó ver que los vestidos blancos y la gasa blanca se ahuecaban como si el cuerpo que antes cubrían se hubiera desvanecido entre ellos, como si hiciera ya mucho tiempo que no estuviera allí. Cerró los ojos y se retiró del balcón.

—¡Las luces! —gritó a los ordenanzas, una vez dentro—:

¡Todas las luces!

El salón se iluminó. La exposición estaba a punto de inaugurarse. Los rojos, los caobas y los blancos restallaron.

También don Jesús. Fue como el saetero que arroja una flecha a la torcaz. El murciélago ponía torpes y móviles borrones en los estucos cuando la boina negra de don Jesús lo derribó. Don Jesús corrió hacia el centro de la sala, se agachó y recogió la boina con su presa dentro.

—¿Alguna cosa más? —preguntó, aunque una espuma de orgullo matizaba la pretendida naturalidad de su voz.

Zarandona, sorprendido, casi asustado, muy pálido por todo lo que había ocurrido, le despidió sin palabras.

Don Jesús dijo entonces:

—Muy buenas tenga usted.

Y salió, ni deprisa, ni despacio. Don Jesús era un hombre muy mayor, mayor incluso que Blanca Pérez Ansa.

Zarandona se acercó al atril central y puso las manos sobre él.

No pudo reprimirse. Dijo:

—Sic transit gloria mundi.