VIII. LAURA

EL ANDANCIO, qué nombre tan apropiado, de fantasma; y de verdad que se cuela como un duende por los entresijos del cuerpo, se atrinchera sobre todo en el estómago y en la garganta y salta y rebrinca y se apelmaza y cae, para volver a subir otra vez como aquel artilugio francés que algunos años vino con los caballitos, el rotor se llamaba; un cilindro que giraba y giraba hasta alcanzar una velocidad diabólica; de modo tal que, cuando el suelo descendía, las personas que estaban dentro no bajaban con él ni se caían, pues quedaban prendidas a la pared circular por efecto de la fuerza centrífuga; luego, cuando la velocidad disminuía y el suelo subía, aquellas personas, muchachos en su mayoría, apenas se tenían de pie, doblaban las rodillas y llevaban las manos a la frente, temblequeantes y a punto de desmayo…

Eso le estaba ocurriendo a Vidal, que, cuando ya creía haber adormecido al duende que se había apoderado de sus entrañas, cuando había cesado de girar y las paredes de su estómago parecían aquietarse, notaba cómo se caían, cómo se desprendían a girones, cómo se desmoronaban hacia dentro, de golpe, o a borbotones, como un alud o un derrumbamiento, y tenía que correr, con un horrible dolor de vientre, hasta el cuarto de baño, sentarse en el inodoro y, retorcido sobre sí mismo, con un sudor frío recorriéndole las manos y la frente, abrir paso a los escombros que le salían como brasas que ponían en carne viva la piel de sus interioridades…

Así llevaba más de un día, desde que había regresado de Lot. Se miraba al espejo y no se reconocía, la barba crecida como un juncal en una charca, el color macilento, los pelos alborotados, las canas, las pocas que como avanzadilla enemiga comenzaban a apoderarse de su cabellera, escandalosamente presentes, con un color blanquecino, de hueso, de cadáver-Sonó el teléfono. No era Laura.

—Con Vidal Ocampo, por favor.

—Al habla.

—Hombre, al fin te localizo. ¿Sabes quién soy? —era una voz juvenil levemente burlona.

—No.

—¿No me conoces?

Vidal pensó que se trataba de un idiota.

—No me doy cuenta.

—¿De verdad que no me conoces?

De un idiota recalcitrante.

—Perdona, tengo que colgar.

Y otra vez se vio obligado a una carrera de canguro hacia el cuarto de baño, doblado sobre sí mismo, con el rostro crispado como si le hubieran ensartado las tripas con un rastrillo. ¡El agua, el agua de Lot, el agua de Mosácula!, gritaba, al tiempo que ahogaba un estertor que le subía a la boca un sabor a mercurio o plomo, algo muy capaz de resquebrajarle para siempre las entrañas. El teléfono volvió a sonar. Vidal temblaba sobre el inodoro. Los escalofríos le pasaban de los hombros a la cadera y de la cadera a los hombros. El teléfono insistía. Por fin pudo incorporarse y lo tomó de nuevo. Era la misma voz.

—Soy el subcomisario Malo. Espero que no me cuelgue otra vez —ahora le trataba de usted—. ¿Dónde ha estado estos días de atrás?

Vidal no pudo remediarlo. Fue como si un puño con una espátula le hubiera cortado las tripas para aplastárselas contra la pared del rotor; todo giraba otra vez, y lo hacía a un ritmo de ladridos de perro, ladridos que además le herían como dentelladas.

—Perdone, perdone, subcomisario.

—¡No me cuelgues otra vez! —le gritaron desde el otro lado del hilo, ahora de nuevo tuteándole—. ¡A mí no me cuelgues, jodido! ¿Quién te has creído que eres?

—Es que no puedo remediarlo, subcomisario, que me estoy yendo por arriba y por abajo. Perdóneme, por favor, lo siento…

Es el andancio, es el andancio…

Y, sin voluntad de hacerlo, porque había querido dejar el teléfono sobre el velador, lo colgó otra vez. Se apresuró pasillo adelante hasta el cuarto de baño. Gritaba: ¡El andancio, el andancio! Como antes había gritado: ¡El agua de Mosácula! Y anoche: ¡Dios, Dios! Gritos que eran casi una consigna, un acicate a su valor, como el vocerío de una tropa que sale de la trinchera para asaltar las posiciones enemigas; ¡aaaaahhhhh!

Sonó una vez más el teléfono. Era Laura.

—¿Cómo estás, cagoncito mío?

—Jodido.

—Si no mejoras es culpa tuya. ¿Quieres que te lleve las pastillas de que te hablé?

—Tráemelas, sí, porque me estoy yendo hasta por los oídos.

—Pobrecito, mío: mi cagoncito. Iré a hacerte un arroz. ¿Con quién hablabas? Estabas comunicando.

—Malo. Le he colgado dos veces por un apretón. No sabes cómo se ha puesto.

—Ah, por cierto, te ha llamado aquí también: Malo y don Enrique. Dos veces cada uno, por lo menos. ¿Te han dicho algo del niño?

—Eso no puede ser, ya te lo he dicho. Estuve en Lot con Tonchi y me hubiera hablado del niño. ¿Tú sabes algo?

—¿Yo? Nada. Y Tonchi creo que menos. Está con los espeleólogos. ¿No has oído las noticias? Los vascos han salido por un pequeño agujero en un extremo de la montaña. Y, cuando les han dicho que había dentro dos equipos de rescate, han vuelto a entrar. Ahora están perdidos todos otra vez. Son más de veinte las personas que están dentro. Parece que atravesaron un río o una laguna subterránea que posteriormente se desbordó y les ha dejado a todos incomunicados. Sólo han encontrado una cuerda…

—Yo he tirado de ella. ¡Menuda chifladura!

—Tonchi está allí con una ambulancia dispuesta. Eso dice la radio. Por lo visto dos de los vascos son primos suyos…

—Como no esté en otra entrada… Yo no vi ninguna ambulancia.

—Bueno. A las tres en punto salgo de aquí. Te hago el arroz y si estás bueno nos echamos una siesta… ¿vale?

—Te espero.

Colgó el teléfono y comenzó a sonar de inmediato. Era Malo.

—¿Es que no quieres hablar conmigo? —de nuevo el tuteo.

—No es eso; estoy malo. Tengo un andancio terrible o algo peor. No puedo estar cinco minutos sin ir al cuarto de baño.

—¿Y por qué lo has dejado descolgado?

—No lo he dejado descolgado. También llaman otras personas.

—¿Quién te ha llamado?

—¡Bueno! ¿No cree que eso es cosa mía?

—¡Ah! ¿Lo quieres por la de malas? Pues, si lo quieres por la de malas, aquí estoy yo: Gonzalo Malo Malvido.

—Mire, subcomisario; no deseo cortarle, pero no controlo mis intestinos. Dígame cuanto antes lo que tenga que decirme y no me lo tome a mal.

—Ahora te lo digo. Ahora mismo te lo digo. ¿Es tuyo un BMW nuevo con la matrícula en AA?

—Sí.

—¿Dónde está? ¿Dónde lo tienes?

—Se lo dejé a alguien el lunes y no me lo han devuelto todavía.

—Se lo dejaste a alguien el lunes ¿eh?, y hace una semana… ¿a quién se lo dejaste hace una semana?

—¿Hace una semana?

—Hace una semana.

—A nadie. Lo tenía yo.

—Lo tenías tú.

Vidal nada dijo. El subcomisario callaba también: luego preguntó:

—¿Conoces a un niño que se llama Julio Suárez?

—Creo que sé quién es.

—Está en coma. Lleva más de cuarenta y ocho horas en coma.

—¡No, por Dios! Si estaba bien cuando le llevé al hospital.

—¿Por qué no vino a la comisaría a dar parte?

De nuevo le trataba de usted.

—Yo no lo atropellé. Fue una moto que se dio a la fuga.

—¿Vas a venirme con ésas?

Un sudor frío volvió a inundar la frente de Vidal, una gelatina heladora… y en el bajo vientre varios perros se enfrentaban a mordiscos…

—Perdone, subcomisario…

—¡No me cuelgues otra vez!

—¡No puedo, subcomisario, joder!

—¡Por los clavos de Cristo! ¡A mí no me cuelgues otra vez! Te voy a traer aquí por las orejas.

—Lo siento, subcomisario, de verdad, tengo que dejarle.

Adiós.

—¡Te voy a aplicar la ley antiterrorista!

Era una falsa alarma. Sintió arcadas y retortijones pero no fue capaz de devolver ni de hacer de vientre. Temblaba. Fue a su dormitorio. Subió la persiana y abrió la ventana. El sol reverberaba en las espaldas de cal del edificio que se alzaba frente a su casa más allá del tejado de uralita del Garaje Elpidio.

Respiró hondo. Lo hizo varias veces. La vista se le nubló un instante pero en seguida sintió como si un fuerte chorro de agua limpiara de telarañas los forros de su cuerpo.

Varios gatos tomaban el sol o retozaban aquí y allá sobre la uralita recalentada del garaje. Contó dieciocho: había cuatro muy pequeños. El mes pasado había contado también dieciocho y no había ninguno pequeño. ¿Es que habían muerto cuatro de los mayores? ¿Quién controlaba el número de la colonia?

Abrió de par en par las ventanas y procuró que entrara el aire en la habitación. Sacudió las sábanas y decidió echarlas a lavar.

Quería eliminar los vestigios de la mala noche pasada. Volvió a sonar el teléfono. Lo dejó. Contó las llamadas: una, dos… así hasta veinte, veintiuna, veintidós…

Fue al cuarto de baño, se despojó del pijama y se afeitó.

Luego, con la cara limpia, con mucho mejor aspecto, se duchó.

Mientras estaba bajo el agua creyó oír todavía el timbre del teléfono. Salió de la ducha y se secó muy despacio. Ya no sonaba el teléfono. Se aplicó desodorante y una colonia para después del afeitado. Tenía una sequedad en el estómago como la del horno que no combustiona porque se ha quedado sin aire; pero estaba mejor.

Con la toalla enrollada a la cintura volvió a su dormitorio, se puso los calzoncillos y tendió la toalla en la ventana, se puso unos vaqueros y una camisa gris con dos bolsillos y una trabilla en cada hombro, se calzó unas sandalias y, ya vestido, buscó sábanas limpias y las colocó, bien alisadas, sobre la cama. La perspectiva de una siesta con Laura, después de tantos días, le excitaba; tanto, que por primera vez en, por lo menos, los últimos treinta días se había olvidado de Blanca Mosácula.

Fue a la cocina y abrió la nevera y de la botella de agua bebió a gollete un larguísimo trago. Sintió como el líquido corría por el interior de su cuerpo y otra vez fue ganado por una sensación reconfortadora. Sonó el teléfono. Lo descolgó con desagrado, esperando oír al subcomisario Malo. Pero no era él.

—¡Don Enrique! ¿Cómo está usted?

Don Enrique parecía tener prisa.

—No debiste informar del cierre del matadero sin consultarme —le reprochó, cortante.

—Perdone, don Enrique, pero se lo dije a usted.

—Hablabas de cerrarlo. Pero aún no lo tenías decidido. El asunto es más grave de lo que creíamos. Te he buscado para advertirte y no te he encontrado. Ahora es tarde… Ese tipo de cosas debes de consultármelas antes.

—Pero…

—Ya lo verás. Los Mosácula son mucho peores de lo que tú y yo pensamos.

—Pues le voy a cerrar la embotelladora de Lot. He bebido agua de unas muestras que traje y casi me enveneno. Llevo doce horas sin salir del cuarto de baño.

—No te precipites. Este Mosácula es capaz de hacer que te destituyan.

—¿Ah, sí? Quizá es lo que estoy deseando… ¡He estado con Raúl!

—¿Con Raúl?

—Raúl Fernández Valbuena. Me ha dado muchos recuerdos para usted. Está haciendo un trabajo de investigación sobre sexualidad animal de lo más interesante…

—¡Ah, Raúl Fernández! Bueno, su campo es la sexualidad… ¿no?

—Llaman a la puerta de la calle, don Enrique.

—Bueno, bueno, adiós. Y no te precipites. Hablemos antes.

Espero que no tengas que arrepentirte de lo que has hecho ya.

Vidal colgó. Notó desafecto en las palabras de don Enrique, más que eso: la frialdad de una advertencia, como si se lavara las manos tras haberle anunciado una amenaza próxima. El timbre sonó otra vez y Vidal salió de su ensimismamiento. Abrió la puerta. Era Laura. Lo apartó de un empujón, entró en la casa y cerró con rapidez. Estaba muy agitada.

—Subía un señor muy raro detrás de mí. Un mendigo o un tipo de los semáforos, con una pata de palo… Mira, escucha cómo golpea contra los peldaños…

Laura acercó su oído a la puerta. Vidal hizo lo mismo. Pero nada oyeron. Él se separó de la madera y la miró. Ella seguía forzando el escorzo, con el pecho y el perfil de su cara pegados a la puerta. Llevaba un vestido crema con minifalda, cuyo vuelo hacia atrás, debido a su postura arqueada, se levantaba graciosa y tentadoramente como la repolluda cola de una paloma o de una gallina. Estaba hermosísima.

Laura se rindió. Se separó de la puerta. Se besaron. Un beso profundo.

—Estás buenísimo.

Ella notó algo sobre su falda y bajó la mano al pantalón de él.

—¡Pero cómo estás, macho!

—Es el andancio —dijo Vidal.

—¡Qué andancio tan estupendo!

Laura se soltó de sus brazos y corrió por el pasillo.

—Hay que abrirlo todo, que se ventile la casa, venga, que voy a preparar un arroz blanco. Tengo dos horas, antes de que salgan las niñas de la guardería. Nos tiene que dar tiempo a todo.

—Yo ya he abierto la ventana del dormitorio.

—¡Abre todas las ventanas de la casa! ¡Que se vayan los miasmas…! ¡Venga, venga! ¡Rápido!

Mientras ella trasteaba en la cocina y arrancaba de alacenas y armarios música de hogar, ese resonar de cacerolas tan efímero y prometedor en casa de Vidal como la presencia de una estrella del espectáculo en un escenario de provincias, él abría las ventanas y subía las persianas que daban a la avenida de Roma, las de la rotonda, las de la habitación que había sido de sus padres y las del comedor.

Y ya recorría otra vez la U del pasillo que unía, de un extremo a otro de la casa, la puerta de entrada con la cocina y la despensa, cuando tropezó con Laura, que venía de poner a hervir el arroz y, como si hubieran caído en un bache, entraron en su alcoba.

Las palomas zureaban en el resol sobre los ventanucos de la pared enjalbegada. Vidal corrió la cortina. Ella le desabrochó el cinturón. Él le desabotonó el vestido. Y de sus cuerpos comenzaron a salir las prendas como las burbujas del agua. El sujetador, la camisa, las bragas, los calzoncillos. Todo lo dejaban sobre la silla; él, a un lado; ella, a otro; deprisa, deprisa, muy deprisa. Ya desnudos, se tumbaron en la cama y se abrazaron.

Laura tenía los pechos firmes y redondos. Vidal dijo: son melocotones. Hicieron el amor, de prisa, de prisa, como locos.

Laura gritó:

—¡El arroz!

Desnuda corrió a la cocina.

—¡Se ha quemado!

Él gritó desde la cama:

—Ponte algo, que te ven los vecinos.

Ella dejó el cazo a un lado, tomó la toalla de la ventana del dormitorio y se la enrolló en el cuerpo.

—¿Tienes otro cazo?

Buscó entre los cacharros y cogió una olla. Vidal, que mientras tanto, también se había levantado, se había puesto los calzoncillos y trataba de echar el arroz quemado que se había pegado al cazo, a la basura. Luego puso el cazo bajo un chorro de agua en el fregadero y se afanó en lavarlo. Se sintió débil y volvió a la cama.

Laura apareció en la puerta y dejó que la toalla se deslizara por su cuerpo hasta el suelo. Sonreía. Dijo:

—Hoy si que te he notado dentro.

El sofoco del calor de la cocina, la cercanía de la llama, había aumentado la condición tentadora de su cuerpo, como el brillo del pan recién salido del horno.

—¿Cuánto hacía? —preguntó.

Vidal tendió los brazos hacia ella. Entonces sintió una arcada.

—Perdona —dijo. Saltó de la cama y entró en el cuarto de baño. Con las manos en los bordes del lavabo esperó en vano.

Sintió un estertor, dos, pero nada pasó.

—Pobrecillo, pobrecillo —decía ella, acariciándole el culo—. Mi cagoncito.

—Me he pasado la noche así. Ha sido horrible. Ahora estoy mucho mejor.

Laura le escrutó. Observó sus ojeras, su palidez, algo en lo que no había reparado antes. Entonces se acordó del arroz. Se volvió a enrollar la toalla, corrió a la cocina y lo retiró de la llama. Picó unos ajos, puso una cazuela al fuego, los rehogó en aceite y echó el arroz.

—Vidal, cariño —llamó—: ¿Quieres un huevo?

—No —dijo él.

Laura se frió uno para ella. Luego puso los platos y los cubiertos en la mesa de mármol de la cocina y se dispusieron a comer.

—¿Pongo vino?, ¿un tinto? —preguntó Vidal, que sin esperar respuesta, entró en la despensa y cogió una botella—: No me hará mal —dijo—: Necesito que me suba la tensión.

Descorchó la botella y sirvió dos vasos. Laura bebió un sorbito y mojó un trozo de pan en el huevo. Vidal comía muy lentamente. Ella acabó en seguida. Bebió otro sorbito. Llevó los cacharros sucios y su plato al fregadero y los fregó. Volvió a sentarse. Vidal seguía comiendo.

Laura le dijo:

—Dime la verdad ¿eh? ¿Me vas a decir la verdad?

Vidal, que tragaba el arroz con dificultad, tuvo la impresión de que esas palabras iban a romper en dos el día.

—¿Cuántas veces te has acostado con María Dalia?

Vidal movió la cabeza asombrado.

—Dímelo, que no me enfado, ¿cuántas veces?

—¿A qué viene eso?

Laura se levantó, retiró el plato de Vidal y lo llevó al fregadero.

—No la podía ver, con ese aspecto de puta de lujo. Pero tiene un corazón de oro. Me cae muy bien —dijo mientras lo lavaba—. No sé, es como esas actrices o cantantes folclóricas sin cultura que no saben hablar ni estar en los sitios, pero que se las ve así sin dobleces…

—No todas…

Laura lo miró en silencio. Fue al dormitorio y se vistió.

Volvió a la cocina.

—Bueno ¿qué? ¿Me lo dices o no me lo dices?

—¿Pero a qué viene eso? —protestó Vidal, que volvía a sentirse mal.

—Ya te lo he dicho. Me cae muy bien María Dalia.

—¿Y qué?

—¿Y qué? Que estoy harta de que me utilices ¿entiendes? —dijo Laura en un grito.

—¿Qué te pasa ahora?

—¡No me pasa nada! Sólo que aquí estoy yo para hacerte la comida y fregarte los platos y para que, si llega el caso, me jodas cuando te dé la gana. O sea, para que vengas a mi cama cuando tú quieras. Porque, cuando no vas a mi cama, vas a la cama que a ti te apetece más.

—¿A qué viene eso? ¡Por Dios, Laura!

Vidal, porque Laura había dejado de mirarle con simpatía, se sentía humillado y ridículo en calzoncillos. Fue al dormitorio y se vistió los pantalones. No le pareció suficiente y se puso también la camisa y las sandalias. Cuando salió al pasillo, ella seguía de pie en ademán de marcharse.

—Bueno, di algo, que te gusta mucho estar callado mientras los demás habían.

—¿Qué quieres que te diga?

—Como no me lo quieres decir me voy, que tengo que buscar a las niñas.

—¿Te vas porque no te lo digo o te vas porque tienes que ir a buscar a las niñas?

—¡No seas machista!

—Pero ¿qué quieres que te diga?

—Tú sabrás —dijo Laura y empezó a andar. Entonces pareció que de súbito recordaba un montón de agravios que tenían forma de pregunta—: ¿Cuánto hace que no estás normal conmigo? ¿Cuántas noches hace que no vienes a mi casa? ¿Qué has hecho estos días fuera de la oficina? ¿Con quién has estado?

¿Crees que soy tonta, que soy una esclava, a la que se recurre cuando ya no tienes ni fuerzas para tenerte en pie?

Vidal abría los brazos con gesto de impotencia, casi de dolor.

Y antes de decir lo que dijo ya se había arrepentido.

—Me ha pasado algo raro. Escucha. No sé si serán los cuarenta años que voy a cumplir pero de repente se me ha echado encima todo lo de atrás: el colegio, los amigos, mis veinte años. Te reirás de mí pero si no he ido a tu casa ha sido por escrúpulos, quizá infantiles, idiotas… pero no quería engañarte…

Laura lo miró indignadísima, con los ojos desmesuradamente abiertos como si hubiera confesado la autoría de un crimen horrible.

—¿Engañarme?

Vidal estaba muy cansado otra vez. Necesitaba volver a la cama.

—No se cómo decírtelo.

Laura callaba, un silencio duro, que parecía regodearse en el atribulado estado de Vidal.

—Tú sabes lo mucho que estuve enamorado de Blanca Mosácula… Ella desapareció un día de la ciudad… embarazada.

Tenía dieciséis años.

—¿Embarazada de quién?

—No lo sé. Aunque lo sospecho —siguió diciendo él.

—¿Y qué? ¿Qué pasa con eso de traicionarme?

—Es una idiotez. Lo sé. Pero de repente, un día, cuando empecé estos líos con el hermano, me vino su recuerdo con tal fuerza que otra vez me sentí enamorado de ella, enamorado con la misma fuerza de entonces, un amor de aquellos… puro, no sé, platónico, un amor a distancia. Y la he llevado así dentro de mí a todas horas, en todo momento y lugar… Por eso no quería ir a tu casa, Laura, no quería verte ni en la oficina, Laura respiraba agitadamente.

—¿Y la niña?, ¿qué hacías con la niña en Lot? ¿Por qué le has dejado tu coche? ¿Por qué no me has dicho que era la hija de tu Blanca? Quién sabe si no es hija tuya también. ¿Es que yo no tengo derecho a saberlo?

Vidal no salía de su asombro.

—¿La niña?

—La hija de Blanca, la hija de tu amor, sí, la que está haciendo una película sobre el Rey Bueno… ¿qué hacías con ella en Lot?

Vidal había empalidecido.

—¿La hija de Blanquita?

—No me digas que no lo sabías.

—¿Estás segura? Si me dijo Raúl que estaba allí para acostarse con el tonto, si el tonto… ¡Por Dios!

Laura había ido de la cocina al recibidor y volvía ahora a la cocina, caminaba aprisa, a grandes zancadas, Vidal, detrás de ella, mudo y pálido, casi desfalleciente…

—Pero, mujer…

Laura encontró al fin lo que buscaba, su bolso, estaba en el pasillo sobre la vieja máquina de coser de la difunta madre de Vidal, lo cogió, deshizo otra vez el camino y abrió la puerta de la calle, del todo, como si fueran a salir ella y dos más, gritó ¡adiós!, y dio un portazo enorme que hizo vibrar paredes y cuadros.

Vidal se detuvo, bajó la cabeza y cerró los puños. Poco a poco giró sobre sí mismo y caminó hacia la alcoba. Tenía una pesadumbre enfermiza. Le parecía que Laura tenía razón. Y es que seguía pensando en Blanca. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Blanca, Blanca, Blanca. ¿Cómo no he reconocido en ti a tu hija? Creyó que las lágrimas se le escapaban y abrió los ojos. Se dio la vuelta y se abrazó a la almohada. Cerró otra vez los ojos.

Las ropas de la cama guardaban la fragancia del cuerpo de Laura.

Sintió que se adormecía y que, al hacerlo, entraba en el cuerpo de Laura, como en una nube, una nube de aromas y ternura. No supo cuánto tiempo pasó así. Le pareció sin embargo, que había cerrado los ojos y de inmediato había oído el timbre de la puerta.

Sonrió. Soñaba. No soñaba con Blanca, sino con Laura que volvía. Pero el timbre sonaba de verdad, insistentemente. Abrió los ojos. Se levantó. Sabía que era Laura. ¡Dios! Otra vez tenía deseos de abrazarla. Corrió hacia la puerta.

—¡Voy, voy, cariño, voy! —gritó.

Pero no era Laura. Reconoció al hombre de la pata de palo en seguida, antes de que hubiera acabado de abrir la puerta, y lo reconoció como lo que era: un hacedor de muertes. Y, por eso mismo, por haberlo reconocido de inmediato, pensó que podía estar en la cama todavía en medio de una pesadilla y se quedó mirando al hombre, a los ojos del hombre, como dicen que mira el ratón a la serpiente. Venía alguien más, sin embargo. Por lo menos dos personas más, según recordaría más tarde. Una, la que estaba oculta en un costado de la puerta, había asomado la cabeza frente a él como burlándose; la otra una muchacha joven y gruesa, que se mantenía detrás del hombre, unos escalones más abajo, en una vuelta de la escalera, y tenía una voz desagradable.

—¿Es éste el hijo de puta que nos ha puesto en la calle? —dijo.

Vidal abrió la boca pero no fue capaz de decir nada. El hombre de la pata de palo pareció que iniciaba unos pasos de baile al tiempo que tarareaba una canción:

—Mon que te pon, pon que te mon —dijo, y llevó sus brazos atrás con la maza bien cogida entre las manos.

—Mon que te pon, pon que te mon.

Vidal pensó que si cerraba la puerta de un rápido portazo lograría despertarse. Oyó el impacto de los cerrojos encastrándose y sintió sobre sus manos, a través de la madera, el golpe terrible de la maza, un golpe, que aún sin herirle, le aturdió; se apoyó contra la puerta, una puerta de roble maciza y gruesa, como antes había estado apoyada Laura, y sintió un nuevo golpe, mucho más cercano y terrible… hizo ademán de abrir los ojos que ya tenía, sin embargo, abiertos y su respiración comenzó a ser jadeante.

Empezó a sonar otra vez el teléfono. Contó las llamadas, una, dos… sabía que no estaba bien porque tenía el temor absurdo de que si lo descolgaba sería atacado desde él. Nada se oía ahora al otro lado de la puerta, Nueve, diez… Se dirigió al salón y miró por el balcón. En la plaza circular, a unos cien metros de su portal, algunas personas se amontonaban en la esquina, llevaban extraños objetos en las manos. Entonces oyó los portazos de un coche y un brusco acelerón, el coche salía bajo su balcón, iba hacía Alonso de Guzmán, un BMW de dos puertas, el suyo, a través de la ventanilla postrera vio el mango de una maza.

Veintidós, veintitrés… Descolgó el teléfono. Era Marcelino, el delegado de Sanidad de la Junta, su jefe. Ni le saludó.

—¡Vidal; otro cierre, no! No podemos permitirnos destruir las pocas industrias importantes que tenemos en la Comunidad.

El informe sobre la embotelladora lo he roto. Ya está bien con haber cerrado todas las instalaciones de Mosácula en la ciudad.

¿Es que tienes algo personal contra él? El cierre ha puesto en la calle a no sé cuantas personas y habrá que esperar a que pase el temporal… ¿Me oyes, Vidal?… ¡A ver! ¿Estás ahí?

Vidal se esforzaba para responder con normalidad.

—Pero ¿qué pasa? Estoy más que harto de todos. Si no se cierra la embotelladora, yo dimito —dijo al fin.

—Muy bien, pues, tú dimites… ¿algo más?

—Sí. Han querido matarme. Eran gente de Mosácula.

—¡No jodas! ¿Cuándo? ¿Cómo? Hay una manifestación en contra nuestra por el cierre. Ahora los he visto pasar por la plaza circular. Creo que van hasta tu casa, pero de eso a querer matarte… Oye, quizá sea bueno que llames a la policía… Cuelga, tú, que yo llamo…

A Vidal se le había ido el andancio; y no por efecto de las pastillas que le había traído Laura y que luego, con su precipitada despedida, había vuelto a llevarse. Pero sentía una sequedad abrasadora en la boca y en el estómago, como si se hubiera bebido la noche antes un río de coñac; también, un fortísimo dolor que le nacía en la nuca y le aplastaba las sienes.

Cuando oyó el vocerío en la calle ya sabía de qué se trataba.

Le habían robado el coche o, al menos, lo estaban usando sin su consentimiento; y eso, y no el intento de aplastarle la cabeza, le lastimaba hasta el punto de devolverle la lucidez, y hasta la lozanía, como si se hubiera puesto otra vez bajo la ducha. Se acercó al balcón. Los manifestantes no eran muchos, menos de cien personas, entre hombres, mujeres y algún que otro niño.

Vestían monos y batas, cubrían sus cabezas con pañuelos y gorros, calzaban botas de goma; pero la suciedad de sus ropas blancas, salpicadas de oscuros manchones, mostraba con crudeza la condición exasperada de su oficio: se trataba de gentes acostumbradas a la sangre, a acuchillar seres vivos y a descuartizarlos; y allí estaban, bajo su balcón, como sacados de la imaginería medieval, con ganchos, mazas, palos y rastrillos que enarbolaban al ritmo de sus gritos: «¡Menos inspectores, más trabajadores!», «¡Ni cierres, ni despidos!», «¡Soluciones, sí; inspecciones, no!», «¡Ocampo, capullo, “El Paramés” no es tuyo!»; constituían una procesión agresiva y rencorosa que había puesto su voluntad y su razón de ser en la ferocidad de sus voces y de sus gestos.

Llevaban también pancartas con dibujos alusivos, en los que Vidal aparecía como un cerdo cuyos colmillos se hincaban en la barriga de un niño, que representaba a los hijos de los trabajadores de «El Paramés». Mientras gritaban, levantaban el puño hacia el balcón y alguno arrojó una piedra que no llegó más allá de la segunda planta, pero que hizo que Vidal se apartara; era como un linchamiento, algo que sólo había experimentado en el cine, que nunca pensó pudiera él llegar a vivir y precisamente como víctima. Antes de retirarse le pareció ver al matarife de la pata de palo, el que había lanzado la maza contra su cabeza, el mismo que creía haber visto dentro de su propio coche…

Y ahora sí sabía que no se trataba de una pesadilla. Sentía su cuerpo, sus magulladuras y dolores, su ardor, lo sentía de modo inequívoco, recordaba lo que había hecho ayer y anteayer, recordaba quién era y cómo se llamaba… lo recordaba todo, también su obsesión amorosa de adolescente cuando, porque no había crecido lo suficiente, a él que ahora medía más de uno ochenta, le llamaban Botijo, un botijo enamorado de una esfinge que paseaba dos veces al día su rostro de madonna por la calle del Rey Bueno…

Llamaron a la puerta y sintió miedo.

—¿Quién es? —preguntó sin apenas voz.

—¡Policía! —dijeron de modo abrupto al otro lado.

No le importaba abrir la puerta a la policía, es más, lo deseaba. Pero ¿no sería una treta del matarife para, ahora sí, aplastarle la cabeza con la maza? Y si no abría ¿no podía tomarse su actitud como de resistencia a la autoridad?

—¿Quién es? —preguntó otra vez.

—El subcomisario Malo —contestaron del otro lado.

Vidal abrió la puerta. A Malo le flanqueaban dos policías nacionales que le sacaban la cabeza. Le dijo afectuoso:

—¡Qué lío has armado, Vidal!

—Esto es de locos.

—No lo sabes tú bien. Anda, vente conmigo. Creo que donde mejor vas a estar esta noche es en la comisaría. Si éstos no te pueden ver —hizo un impreciso y desganado ademán—, fíjate lo que será el padre de Julito… está en Bélgica con el camión.

Cuando vuelva —y a lo peor llega esta misma noche—, no sé lo que puede pasar. ¿Estás listo?

—¿Adonde quiere llevarme? Yo no atropellé al muchacho.

—A la comisaría, hombre. ¿Cómo protegerte si no? Allí estarás más tranquilo que aquí. Anda, vámonos.

Antes de cerrar Vidal advirtió que no llevaba las llaves de casa.

—Un momento.

Volvió a entrar y esta vez entró Malo con él. Las llaves estaban sobre el arcón del vestíbulo. Vidal las cogió, cerró la puerta por fuera y le dio cuatro giros a la llave. Vio entonces que la placa antiquísima del Sagrado Corazón que su madre había colocado en la puerta, con la leyenda «Dios bendiga cada rincón de esta casa», estaba abollada; tenía el esmalte desconchado, desprendidos dos de los cuatro clavos que la sujetaban. Vidal no era religioso pero quitarla le había parecido siempre como quemar una foto de su madre.

—¡Han querido matarme!

Malo parecía divertido.

—Menudo lío que has armado —dijo.

Bajaron al portal. Allí había más policías nacionales.

—¡Venga, al coche con él! —dijo Malo.

Lo sacaron del portal y, con él casi en volandas, atravesaron un ruidoso pasillo de individuos que parecían vistos a través de un espejo deformante: los rostros congestionados, las manos regordetas y torcidas, los pechos abultados, las axilas sudorosas.

Su actitud no difería mucho de la de quienes participan en uno de esos crueles festejos de borrachos en que se trata de golpear con saña a un animal hasta verlo caer rendido. Le gritaron:

—¡Sinvergüenza!, ¡fascista!, ¡atropellaniños!

Ya en el coche, Vidal tenía una palidez de cadáver, pero Malo estaba a sus anchas. Otra vez dijo:

—Menudo lío que has armado.