EL CIELO se cerraba sobre el cantil como un mar invertido; y por allí, por su mismo borde, como quien pisa las espumas de la última ola, en visión extrañísima, por el mucho riesgo de caminar así, sobresalía la figura de lo que parecía ser un clérigo con sotana, doblado hacia adelante como consecuencia del esforzado avance, con la soga a sus espaldas, la mano derecha con que la cogía cerrada sobre el hombro opuesto, de la que sujetaba por el hocico al toro; hombre y toro, negros los dos, el uno la piel, la vestimenta el otro, satinados y brillantes, eran una sola unidad vital, un solo ser que se movía sobre el abismo como algo irreal, con movimientos y corporeidad de sueño, quizá de pesadilla.
—Si no supiera que era él, pensaría que se trataba de un cura —comentó Vidal.
—Por Dios que sí —dijo Isidro, que apoyaba su espalda contra el muro.
—¡Es un cura!
—Es Fernández Valbuena.
—¿No lleva sotana?
—Lleva siempre una camisa negra.
—¿Va a pasar por aquí delante?
Vicente, el barbero del balneario, que había apartado la navaja de la cara de Vidal y se había vuelto para mirar el cantil, intervino con suficiencia:
—Viene por la calzada romana. En poco más de media hora lo veremos cruzar el puente. A menudo pasa por aquí: o va al Ayuntamiento o va a casa de la Chinta.
Oculto el sol por las nubes, se notaba fresco en la terraza que daba al malecón. Vicente preguntó:
—¿Entramos otra vez? A mí no me importa —e hizo ademán de coger la silla de madera por el respaldo, pero Vidal no se movió del asiento.
—Mejor terminamos aquí —dijo.
Miró otra vez al cantil pero ya la extraña imagen de Fernández Valbuena se había desvanecido como absorbida por un parpadeo de la montaña. Y por encima de los rumores del cambiante mediodía se alzaba ahora el sonido de la navaja raspando su piel. Una pasada larga, una corta, un instante de concentración y un nuevo movimiento de muñeca rápido, certero: ras, ras.
—Lo que quiero que hagas —dijo— es precintar unas cuantas cajas de agua mineral de la embotelladora. Hoy mismo te presentas en el almacén y las precintas. Luego las mandaremos a recoger. Mientras tanto yo quiero hablar con Fernández Valbuena.
—¿No miramos los secaderos de jamón?
—Olvídate de eso.
—¡Buenos son! —exclamó entonces Vicente, que añadió—: Menudos atracones se dan con los mojamas que vienen a visitarlos.
Isidro iba a decir algo pero Vidal le cortó:
—Haz lo que te digo. Luego nos volveremos a ver aquí mismo.
Isidro dijo:
—Los mojamas no comen jamón.
—Éstos sí, que yo los he visto con estos ojos que se ha de comer la tierra.
Terminó Vicente de afeitarle y Vidal se levantó y le pagó. Se despidieron y se alejaron unos pasos del balneario en dirección a un costado de la cabecera del puente. Subieron los escalones de piedra y se asomaron a la baranda. Las sombras del puente daban negrura de sima a las quietas aguas.
—No conviene decir demasiadas cosas delante de la gente —dijo Vidal.
—Si Vicente no puede ver a los Mosáculas —protestó Isidro—. Se ha quedado sin casa por el pantano y cuando acabe el verano ya no tendrá adonde ir. Él me ha dicho también que analicemos el agua mineral que envasa Mosácula en Lot. Está seguro de que la mezcla con la del río. Me ha contado también el tipo de fiestas que da Mosácula cuando vienen los argelinos.
Traen chicas y organizan unas orgías de la de Dios es Cristo.
Vidal miró hacia el norte, donde el pueblo se estrechaba hasta morir, en forma de aislado caserío, en las empinadas laderas de un peñón, que, salpicado de rocas y brezos, sostenía en su cima el llamado castillo de los Mosácula, el que, según decían, Orancio Mosácula había comprado cincuenta años antes como regalo de bodas para su joven esposa, la asturiana Blanca Pérez Ansa: una amplia construcción de tres cuerpos con aspecto de fortaleza o alcázar; tejado piramidal a cuatro aguas en su parte más alta; torreón esquinero redondo con chapitel metálico; y tejado almenado de una sola agua en su ala más baja y corpulenta, la que se extendía por todo el costado oriental como sólido y pesado contrafuerte. Allí vivió, encerrada hasta su muerte, como reina medieval enclaustrada, la abuela de Blanca Mosácula, la madre de Blanca Pérez Ansa. Y allí se fugó un día una Blanca Mosácula de poco más de diez años, con dos hermanos, una niña y un niño, a los que doblaba en edad; los tomó de la mano, mientras esperaban a la salida de la iglesia protestante vecina de la parada del pelines, y, con el dinero que llevaba para pagar en el colegio una próxima excursión sacó tres billetes para Lot en Autos Llamazares. Pensaba que allí, en el castillo, podría ocultarlos del mundo y protegerlos contra la iniquidad social que permitía que se criaran en la herejía de sus padres protestantes. Esa acción, que tuvo la inútil transcendencia de una bala que se dispara al aire, a él, todavía un adolescente, aunque ya no era religioso, le hirió para siempre. Blanca se había atrevido: eso era lo importante. Blanca había llevado a cabo un acto en defensa de lo que creía, un acto que, como todos los actos, por el hecho de ser realizado, tendía a modificar el mundo, del mismo modo que la más pequeña gota de agua tiende a erosionar la piedra.
—¿Y cómo se enteran ellos? —preguntó al fin.
Isidoro señaló al Sardonal, el inmenso monte que cerraba el valle por el oeste y del que el abrupto cono del castillo, que se alzaba paralelo a él, no parecía sino un mero suplemento, pero un suplemento de agresión y dominio, tal la pica en las manos del soldado.
Vidal sonrió con amargura y cerró los ojos.
—Cuando traen tías —explicó Isidro—, todo el pueblo sube a espiarles. Hasta los niños pequeños. Como aquí no hay toros suben a ver las corridas. —Y, para desvanecer cualquier duda, añadió—: Corridas de toros, ¿entiendes?
—Estás de coña. Si en esta tierra no hay toros bravos ni costumbres de toros.
—¿Ves aquello? —Isidro señalaba a la base del castillo, a lo que parecía una amplia plataforma semicircular de paredes blancas.
—Parecen casamatas.
—Es un redondel perfecto. Desde el Sardonal se domina por completo.
Vidal forzaba la vista como si buscara algo. Isidro preguntó:
—¿Tú sabes cómo compró este castillo Mosácula? No le costó una sola peseta, al contrario. Don Arístides Roland quería hacer allí, en esa plataforma, un observatorio meteorológico ultramoderno, algo único en la montaña, capaz de dirigir las nubes hacia el llano y regular las lluvias. ¿Lo ves bien? Las autoridades de entonces le prometieron importantes subvenciones, a condición de que la empresa estuviera ya más que iniciada. Don Arístides, para financiarla, hipotecó sus tierras de Lot y su casa en la ciudad, en la que viven desde entonces los Mosácula; cuando llegaron los vencimientos había cambiado el gobierno y si te he visto no me acuerdo. Orencio Mosácula se enteró de las hipotecas impagadas y acudió a la subasta; fue el único que lo hizo. Se quedó con todo. Dicen que estaba conchabado con alguien del banco; porque Mosácula hipotecó en el mismo banco dos pedregales que tenía en Aviados por una suma elevadísima con la que pagó los bienes del belga y aún le sobró un montón de pasta. Luego, claro, no atendió los vencimientos de sus propias hipotecas.
Vidal callaba. Isidro continuó:
—Los Mosácula aprovecharon para su coso taurino los espejos y buena parte del material óptico que don Arístides Roland había traído de Londres y Nueva York. Y han hecho una plaza que es también como una gran sala de fiestas al aire libre.
Tiene el vallado más lujoso que te puedas imaginar y es el coso más alto de Europa. La de Dios. Cuando vienen los argelinos sacan un par de vaquillas y las torean en pelota picada a la luz de la luna. Los espejos lo multiplican todo y hacen de las vaquillas toros y de las putas, jamás.
Vidal se echó las manos a la cabeza.
—¡No! —casi gritó.
—La última vez que trajeron unas tías, estuvieron aquí muchos peces gordos. Vicente dice que cree que estaba también un consejero de la Junta, no sabe decirme quién, dice que uno con la cabeza muy gorda.
Miraban los dos hombres hacia la cima del cono montañoso de donde brotaba el llamado Castillo de Mosácula con la rotunda corpulencia del puño que emerge de un brazo musculoso. En lo más alto de la torre esquinera Vidal creyó reconocer lo que buscaba: una armazón que, inclinada hacia el abismo, sostenía centenares de bombillas apagadas.
—¡Mira! ¡Está allí todavía! ¡Es la cruz de Santiago! —exclamó entusiasmado—: De día no se distingue, pero de noche, con todas las bombillas rojas encendidas, ocupa la mitad del cielo y parece un milagro. ¡Qué impresión tuve cuando la vi de niño!
—Era la de Dios, sí. Yo también la vi entonces. Pero eso no es la cruz de Santiago.
—¿No?
—¿No ves lo que es? Espérate a la noche y lo verás.
Vidal arrugaba la frente. Isidro explicó:
—Este Mosácula es todavía más largo que su padre. Durante las últimas elecciones se lo alquiló al mejor postor y los socialistas pusieron el puño y la rosa. Te puedes imaginar la impresión. Eso sí que era el cambio de verdad. Si te quedas esta noche lo podrás ver. Como en el pueblo han ganado también, todavía lo encienden. Y es mucho más bonito que la cruz de Santiago.
—¿De veras?
Volvió a asomar con fuerza el sol entre las nubes y el aire se colmó de una dorada transparencia. Fernández Valbuena se acercaba por el otro extremo del puente. Su pelo amarillo refulgía bajo el sol.
—No lo había visto nunca de cerca —comentó Isidro.
Vidal y Fernández Valbuena se abrazaron.
—Así que éste es el famoso Monteazúcar —dijo Vidal aludiendo al toro como quien se refiere al hijo crecido de un amigo al que no se ha visto desde hace tiempo.
El toro era negro, ancho y fuerte, sólido y compacto; tenía una mancha blanca en el testuz y muy poca cornamenta.
—Es un Galloway —dijo Fernández Valbuena con orgullo—: Un gran reproductor. —Y luego—: ¡No sabes qué ganas tenía de verte!
Se separaron de Isidro en el mismo puente y dejaron atrás el balneario. Vidal sonreía mirando al toro.
—Me han dicho que te has negado a ser alcalde de Lot, a pesar de encabezar la lista más votada. Pero eres concejal, un hombre importante, y eso no es apartarse del mundanal ruido —ironizó.
Fernández Valbuena agachó la cabeza.
—Sí, sí —acertó a decir avergonzado, y luego, como si extrajera sus palabras de un pozo sombrío, añadió—: Lo que no hago todavía es hablar por teléfono. Dentro de poco cumpliré diez años de la última vez. Por eso dejé recado en el balneario.
Me produce angustia.
Fernández Valbuena le habló entonces de lo mal que se sintió cuando su hermano Pedrito, el enano, se suicidó. Verlo colgando de aquella viga en el almacén de hierros de su padre, a tanta distancia del suelo, como si al ahorcarse tan alto hubiera querido resarcirse de la estatura que no tenía, le había conmovido de tal modo que abandonó su trabajo en la facultad de Veterinaria y buscó la soledad de la montaña, una soledad entre animales cuya sexualidad investigaba.
—Así que Monteazúcar es tu único amigo —dijo Vidal que con ambas manos trataba de espantarse las moscas. Fernández Valbuena sonrió otra vez:
—Ni lo intentes. Él me ha dado la mitad de las suyas. Y yo te he dado la mitad de las mías.
Un camión que parecía venir de las obras del embalse les rebasó, luego un coche, un Opel con matrícula de Bilbao, luego dos coches más también de Bilbao.
—La semana pasada murieron dos hombres en el embalse. Y hoy hay unos cuantos espeleólogos atrapados en una cueva.
Atravesaron el pueblo y descendieron a orillas del río para bordear el Sardonal. Las nubes volvieron a cerrarse y una sombra de desasosiego, a la que acompañaba un zumbido creciente, pareció cubrir el monte. Fernández Valbuena se detuvo. El toro lanzaba el testuz hacia un lado. Fernández Valbuena a duras penas conseguía contenerlo con la soga. Vidal aguzó el oído: el zumbido parecía crecer en las entrañas de la tierra.
—¿Pasa por aquí debajo un tren?
Fernández Valbuena no contestó, tensaba la soga y procuraba calmar al pesado animal. El suelo trepidó. Vidal insistía:
—Estamos encima de un túnel.
El toro rozaba su cornamenta contra el suelo cuando oyeron un súbito tronchar de ramas. Fernández Valbuena dirigió la vista hacia lo alto donde morían las manchas de carrasco y señaló con la mano a una figura frágil de larga melena que saltaba por los riscos con agilidad de cabra.
—¡Son los Alomar! —exclamó—. ¡Ahí está Fina! —movió la cabeza en rededor—. ¡Ah, y ahí está el hermano pequeño, Abdón! —Pero Vidal no entrevió más que lo que podía ser un pajarraco enorme de pluma blanca y negra que desmochaba las ramas al desplazarse—. ¡El padre tiene que estar con ellos!
Y, sin que tuviera ocasión de negarse, Vidal se vio con la soga en la mano, mientras Fernández Valbuena se disponía a subir ladera arriba. Pareció entonces como si el monte mismo pusiera en tensión sus monstruosos músculos. A Vidal se le soltó la soga y Monteazúcar saltó hacia la carretera. Fernández Valbuena le gritó:
—¡Que no se escape!
La mirada de Vidal se prendió en el pelo de Fernández Valbuena: un ralo pelo amarillo muy largo que se distribuía en sudorosas y brillantes guedejas.
—Por aquí debajo pasa un tren —supo decir al fin.
Monteazúcar se había detenido en medio de la estrecha carretera y, abierto de cuatro patas, la soga bajo ellas, orinaba, lo hacía sobre la soga, una meada ruidosa, caliente, olorosa.
Fernández Valbuena lo miró enigmáticamente y movió un dedo en círculo.
—¿No has visto a los Alomar? Yo he visto a dos hermanas y a tres hermanos. Al que no he visto es al padre.
—¿Quiénes son?
—¡Ah! ¿No has oído hablar de ellos? Dicen que aquí debajo está hueco todo. Parece que hay minas a centenares… inmensas galerías de minas; las abandonaron tan de repente que dejaron las mulas dentro y criaron y se reprodujeron y ahora galopan en manadas… Eso dicen.
—¿Manadas de mulas?
—Increíble, verdad. Pero acuérdate que ya Estrabón habla de rebaños de ganado mular que se reproducían entre sí. Aquí había además de todo, garañones catalanes, yeguas de Poitou, burdéganos y mulas. Dicen que todas están ciegas, porque han nacido en la mina y nunca han visto la luz. Todo es posible. La verdad es que no es la primera vez que veo a los Alomar cuando el monte trepida. Un día que cruzaba el Sardonal sin mi toro me cogieron por el cuello y no te digo lo que me hincaron por detrás. Imagínatelo, que así podrás burlarte cuanto quieras. Son gente muy primitiva. Dicen que las mulas escapan de ellos, que algunas llevan todavía las vagonetas a rastras, que por eso repiten el estruendo de los trenes. También dicen que los Alomar viven de ellas, que hacen el amor con ellas, que las cazan y las comen y se hacen vestidos y calzado con su piel; y también que se las venden a los Mosácula.
Monteazúcar seguía meando en medio de la carretera. A su lado, frente a él, vieron a una chica muy joven y muy asustada.
Vestía vaqueros y una camiseta roja muy descotada. Llevaba una maleta de tela que alzaba sobre el pecho a modo de parapeto.
—¡Ah, ésta debe ser la que vino el otro día! Seguro que el tonto del castillo se la ha estado follando toda la semana. Hace unos años le traía una cada quince días. Ahora, ni una al semestre; el monstruo ha perdido fuerza… Cuando vivía Orencio no le apareaban y bramaba como una bestia; sus aullidos se oían en Lot…
El sonido del motor de un coche hizo que la muchacha se volviera y comenzara a hacer señas de auto stop. Pero el coche, muy destartalado, era un modelo antiguo, de techo alto y formas cuadradas, cuyo motor, a juzgar por el humo negro que, acompañado de una escandalera de explosiones, salía de su tubo de escape, parecía estar fallando. Lo conducía un hombre al que acompañaba en el asiento delantero una mujer con una niña en brazos; tres niños más y un adulto, un hombre con la cabeza caída hacia atrás, ocupaban los asientos posteriores.
Los petardazos del coche, cuyo estruendo aumentaba a medida que disminuía la velocidad, llenaban de angustia los rostros del conductor y la mujer; pero también provocaban la hilaridad de los niños, una carcajada tras otra, como la risa floja y contagiosa de la montaña rusa. Ahora, habiéndolo frenado para evitar el choque con Monteazúcar, las explosiones, cada vez más espaciadas, tenían un resonar agónico. Una bandada de gorriones huyó despavorida de un matorral cercano. El conductor se echaba las manos a la cabeza.
Vidal y Fernández Valbuena bajaron a la carretera y se acercaron a Monteazúcar por detrás. Fernández Valbuena quiso tomarlo de la anilla del hocico pero el toro volteó el testuz y no se lo permitió. Se alejó de él unos pasos, lo rodeó, se agachó y con la aguijada empujó la soga hacia adelante; luego, ya delante del toro la cogió, húmeda de orines, y pudo dominarlo.
El conductor se bajó del coche y abrió de par en par las puertas; salieron primero los niños de los asientos traseros, luego la mujer con la niña en brazos.
—¡A empujar! —ordenó el hombre.
Él volvió al volante y los tres niños, el mayor no tendría más de doce años, comenzaron a empujar el coche. Pero apenas lo movían. Y para colmo, cuando el conductor accionaba la puesta en marcha, de nuevo se producían las explosiones y los niños volvían a reírse.
El conductor echó el freno de mano y se bajó del coche, abrió una de las puertas traseras, y arrastró por el brazo al hombre hacia fuera; el hombre no se tenía en pie, ni siquiera sostenía la cabeza. Tenía una extraña melena gris, corta y lacia de puntas desiguales.
—¿Está enfermo? —preguntó Vidal.
El conductor contestó con un jadeo. Se había pasado el brazo del otro sobre su espalda y con dificultades intentaba llevarlo hacia la orilla de la carretera. Era mucho más alto que él. Vidal le ayudó. Y entre los dos lograron acercarlo al desmonte y dejarlo sentado en el suelo, la espalda contra el talud. El hombre, al sentarse, dejó escapar una potente ventosidad.
—¡Es un idiota de la cabeza! —exclamó entonces el conductor como si lanzara un escupitajo. Pero en seguida añadió con la mansedumbre que trae la desgracia—: Mi hija es la única enferma. —Y señaló a la niña que estaba en brazos de la mujer—: Las estoy llevando, a ella y a su madre, al coche de línea. Mañana tiene que estar en Madrid para tomar un avión para Alemania. Le van a hacer un trasplante de médula.
—¿Viene o no viene don Ezequiel? —preguntó entonces la chica, jaquetona.
—Ha llamado por teléfono para decir que no puede venir —dijo el conductor.
—¡Es un asco! —exclamó la chica—. Ya le dije que volvemos a rodar esta noche. Estaba muy claro que hoy tenía que venir a por mí.
—Por eso yo he sacado este coche. Porque él no puede venir.
Había prometido venir a por mi señora y a por mi hija. Le tienen que hacer a la niña un trasplante de médula en Alemania. Y gracias a él la operación no nos va a costar nada.
—¡También había prometido venir a por mí! —exclamó la chica, que añadió, señalando al hombre tumbado—: ¿Y por qué lo han traído? ¿No estaría mejor en casa? Con él no cabemos en el coche.
—Él siempre tiene que estar con mi señora o conmigo. —Y, mientras el conductor hablaba, el hombre tumbado dejó escapar otra enorme ventosidad. Los niños volvieron a reír. El conductor añadió—: No basta con que le demos una pastilla que lo adormezca, también tenemos que traerlo con nosotros.
Las palabras del conductor llevaron a Vidal, por segunda vez en el día, hacia los años de su adolescencia, cuando en el firmamento familiar de los Mosácula se advertía la fuerza gravitatoria de una masa indefinida y brumosa, que, atisbada apenas a través de un intenso telescopio de rumores, se configura en la fantasía ciudadana como un ser de película o de novela, como aquella cruel máscara de hierro con la que se apartaba del mundo al heredero legítimo de un trono. El tonto del castillo era el hermano idiota de Blanca Mosácula, el hijo del pecado de su madre que desde su nacimiento había estado prisionero en la montaña de Lot.
Una furgoneta de mediano tamaño se acercó en sentido contrario. La chica corrió hacia ella. La furgoneta, abarrotada de muchachos con aspecto de alpinistas, se detuvo. La chica habló con el conductor y de la parte trasera surgieron risas y voces. La chica movió la cabeza y señaló a su maleta, a un lado de la carretera. Por un momento pareció que se iba con ellos. Pero en seguida la furgoneta siguió su camino sin ella.
—¡Mierda! —dijo la chica—. Todos van hacia la cueva. Por lo visto ahora hay ya catorce espeleólogos perdidos. Siete vascos, primero; luego siete catalanes que entraron a rescatarles y también se perdieron; ahora vienen estos desde Galicia…
El conductor levantó el capó y se inclinó sobre el motor. Su mujer, con la niña en un brazo y una pequeña bolsa de lona en la mano, había echado a caminar por la carretera en dirección a Lot.
Vidal se acuclilló ante el tonto del castillo. Parecía incapaz de levantar la cabeza. Babeaba. Pero, a pesar del cabello sucio y mal cortado y de la desfallecida expresión, era un hombre bien parecido, de cuerpo alto y bien proporcionado.
—¿Le da lástima? —preguntó la chica detrás suyo.
El hombre alzó la cabeza y abrió los ojos, sonreía. Los ojos eran azules, con mucha luz.
Ella también le miraba. Era poco más que una niña. A Vidal le resultó muy familiar. Su voz sonó melancólica.
—¡Qué ojos tan bonitos!… —añadió.
—¿Quién es? —preguntó Vidal.
—Pregúnteselo a él —contestó la chica señalando al hombre del coche.
Vidal repitió la pregunta. El conductor contestó desafiante.
—¡Es mi hermano! ¿Qué pasa?
El conductor había limpiado las bujías y las había vuelto a instalar. Sudaba, más por la angustia que por el calor; aunque ahora el sol sí caía de plano. Se subió al coche y trató de ponerlo en marcha. La mujer y la niña estaban a punto de perderse tras la curva. Él las miraba mientras hacía girar la llave de contacto una y otra vez. El motor no arrancaba. Vidal se sacó del bolsillo las llaves de su coche y se las tendió.
—Está en el balneario. En la entrada principal. No tiene pérdida: un BMW de dos puertas nuevo, el único que hay.
Úsenlo para llegar a Lot y si ya ha salido el coche de línea alcáncenlo. Luego lo dejan en el mismo sitio y le dan las llaves a Vicente el barbero.
La chica con un movimiento rápido tomó las llaves de la mano de Vidal.
—Yo voy a por él y les recojo a todos —dijo.
El hombre había vuelto a levantar el capó y parecía más desconcertado que nunca. Vidal le preguntó:
—¿Le vale a usted así? ¿Sí o no? Dígamelo. Yo le dejo las llaves a usted para que lleven a la niña. ¿Me entiende?
Pero el hombre no contestaba. La chica se impacientaba. Los niños, en torno a ellos, les miraban expectantes.
—¿Qué dice usted? ¡Venga diga algo! —increpó la chica—: ¡Yo voy a por el coche! —dijo, y emprendió la marcha.
—¿Usted se hace cargo? —insistió un Vidal acuciante—: Es por la niña.
El hombre asintió al fin. Le gritó a la chica:
—¡Venga a por nosotros y dígale a mi señora que se esté quieta! —luego se volvió a Vidal. Ni le mostró agradecimiento, ni le miró con simpatía. Dijo—: Si no fuera la niña Vidal le dio una palmada en el hombro y le deseó suerte.
Luego, con Fernández Valbuena y Monteazúcar, reemprendió el camino. Dejaron atrás la carretera y entraron en el monte.
—Siempre me has gustado —dijo de repente Fernández Valbuena—: Es tu sensibilidad —añadió—: Me lo acabas de demostrar una vez más. Recuerdo muy bien tus pensamientos de niño. Si no hay un paraíso para los animales, decías, con la vida tan dura que llevan, no puede haber un paraíso para los hombres.
¿Sabes lo que siento?: Que no seas como yo. Nunca me había atrevido a decírtelo.
Vidal guardaba silencio y Fernández Valbuena comenzó a reír.
—Te agradezco que hayas venido a verme —dijo luego, pero su voz sonaba extraña, medio burlona, medio histérica, y muy propensa al daño; sobre todo, a sí mismo—: Porque no sólo los humanos padecemos desvíos y aberraciones.
Y, mientras se acercaban al barrio de La Chinta, Fernández Valbuena le habló de una vaca a la que llamaban la Campanera, bastante menuda pero muy guapa, de piel canela, ojos castaños y morros blancos; le dijo que en veinte ocasiones se la habían traído a Monteazúcar y en veinte lo había rechazado; y que, sin embargo, un año la llevaron a la feria de Pradines y allí la cubrió un toro de Torrelavega, y el año pasado la habían llevado a Los Picos y también se había dejado cubrir, aunque luego había abortado.
—Como ya no me la traen, les llevo yo a Monteazúcar —dijo finalmente—. Y siempre lo rechaza… Si vieras cómo se levanta con la verga al aire, parece un animal de los mares emergiendo del agua. ¡Qué pena da verle!
Antes de cruzar el puente ojival de La Chinta, Fernández Valbuena empalideció. En un poyo de las primeras casas del barrio estaba sentado Homero, el cuñado de la Tona, la dueña de la Campanera. Le bastó con mirar su cara para adivinar lo ocurrido. Y ya no quiso ver a la Tona. Por primera vez, desde su retiro en la montaña, sentía vergüenza y dolor. Pero la Tona era implacable. Les siguió hasta más allá del puente.
—Ni criaba, ni daba leche. ¡Qué íbamos a hacer con ella, sino venderla para carne! —decía.
El regreso lo hicieron en silencio. Los esquilones del ganado y el gorjeo de los pájaros amortiguaban el pulso de la tarde y llenaban el espacio de algo inconcreto y vano, algo que no era sino tozudez, la misma inerte tozudez que movía los pasos de Monteazúcar, quizás sus propios pasos.
—¿Te das cuenta? —acertó a decir Fernández Valbuena—: Quienes no se comportan como se espera de ellos son sacrificados.
—Así es la vida —dijo Vidal, que, sin embargo, desde que había descubierto el eslabón perdido de los Mosácula, no había dejado de rememorar la agridulce desgracia del tiempo pasado.
Fernández Valbuena tenía los ojos brillantes.
—Yo no soy un Narciso de la especie —añadió quejumbroso—: ¿Qué diferencia hay entre Monteazúcar y tú? Él come y tú comes, él respira y tú respiras, él goza y tú gozas. Por eso cuando hay una Campanera que lo rechaza, yo me siento más conforme con la naturaleza y con el mundo. Ahora sí que dos y dos son cuatro. A ella no le gusta Monteazúcar y a mí no me gustan las mujeres. ¿Dónde habrá vaca como esa vaca, madre mía?
Vidal iba a decir algo cuando oyeron una voz que provenía de lo más alto de una ladera sombría, llena de árboles en la que se percibía la huella arqueada de un cauce de agua. El cartero de Lot les hacía señas imperiosas de que subieran. Enrollaron la soga de Monteazúcar en el tronco de un árbol y emprendieron la ascensión. Al pie de la falda del monte, el agua, que descendía en abundancia, se veía ligeramente incrementada por otro arroyo que venía desde el fondo del valle.
La inclinación de la ladera era brusca, pero el trayecto corto y de no difícil acceso, excepto en su último tramo. El torrente bajaba con ímpetu, entre rocas y viejos troncos cubiertos de musgo. El acceso al manantial, frente a cuyo brote estaba el cartero que les guiaba con sus voces, estaba dificultado por un fuerte talud en que se enmarañaban las ramas de las hayas.
Llegaron a la fuente. El paraje estaba cubierto de variada vegetación. En la ladera había una cueva oscura, que sólo dejaba entrever el suelo, cubierto de agua. Allí un rayo había derribado una gran haya, que mantenía su tronco inclinado sobre la entrada de la gruta, como un extraño dintel. Unos metros más abajo brotaba el agua.
La subida les había acalorado y se arrodillaron para beber. El agua, muy fría, tras un primer remanso, se escapaba con rapidez rompiéndose en varios torrentes que se deslizaban espumeantes sobre el cauce, todo él cubierto de un grueso y exuberante tapiz de musgo.
—Hemos encontrado esta cuerda —les dijo el cartero de Lot. Y se la tendió de tal modo que les forzó a cogerla—: Parece que es de los vascos. Llevan más de siete días ahí metidos. La hemos seguido y se pierde en la Laguna Tibia pero se siente a alguien al otro lado.
El sol apenas penetraba y las sombras se teñían con el reverbero verdoso del ramaje. El ruido del agua lo ocupaba todo.
La gruta, vista desde la fuente, presentaba una oscuridad más rotunda, que parecía anunciar abisales recovecos. El cartero se asomó al interior:
—¡Cabo, eh, cabo! Aquí hay más gente. ¡Échennos una mano, a ver si tenemos más suerte!
De la cueva salieron entonces dos guardias civiles con el uniforme empapado de agua y de barro y, para asombro de Vidal, el doctor Iturmendi, Tonchi, que vestía la bata verde del hospital como si también estuviera de servicio. Cuando Tonchi vio a Vidal lo señaló con el dedo índice y el brazo extendido. Lanzó una carcajada y habló a gritos, con voz jolgorienta:
—Coño, Vidal, te veo en todas partes. Tengo dos primos de Donosti aquí encerrados y hay que sacarlos. Deben de estar a salvo en alguna burbuja de la Laguna Tibia. Mira, si coges la cuerda lo notas en seguida tú mismo. El tirón corto, ta, ta, ta, ahora el tirón largo, ves, taaa, taaa, taaa, y otra vez el corto: ta, ta, ta… ¿Te das cuenta?: Es un S.O.S. clarísimo.
Vidal que tenía la cuerda entre las manos no notaba nada.
Iturmendi parecía muy divertido.
—Estos chicos están muy preparados. No hay nada que pueda con ellos. Si hay que comer galletas, pues a comer galletas, pero seguro que las que ellos llevan son galletas al pil pil. Ya verás como salen. Van a sacar a los catalanes a hombros.
—¿Tiramos los seis, todos a una? —preguntó el cabo.
Agarraron los seis hombres de la cuerda y a una señal comenzaron a tirar. Iturmendi gritaba para aunar el esfuerzo.
¡Auhh! ¡Auhh! Los dos guardias se habían despojado del tricornio y clavaban las botas en el suelo. ¡Auhh! ¡Auhh!
—¿Os dais cuenta? —dijo Iturmendi—: Si se suelta la cuerda nos vamos rodando hasta Lot.
¡Auhh! ¡Auhh! La cuerda se tensaba pero no se movía, parecía tan arraigada como el cable que sobresale de una armadura de hormigón. Vidal se dejó caer en el suelo y los demás le imitaron. Iturmendi mantenía la cuerda entre las manos, la sostenía como si fuera un instrumento musical.
—Es cojonudo —dijo—. Pero ahí siguen. Ta, ta, ta, taaa, taaa, taaa, ta, ta, ta… A éstos los sacamos. Sí hombre, sí. Está claro que los sacamos. ¿Cómo vuelvo yo por San Sebastián si no? Y ¿cómo le digo a mi tía que los he tenido al otro lado de la cuerda?
Tenemos que sacarlos antes que lo hagan los otros.
Se levantó y reparó en Monteazúcar al pie de la ladera.
—Y si hacemos que esa bestia tire de la cuerda-Fernández Valbuena replicó indignado, con insólito orgullo.
—¡Éste es un toro reproductor, no un animal de carga!
Pero su voz, otra vez histérica, le traicionó y sus palabras sonaron a bravuconada. Había enrojecido.
—¡Es un toro reproductor! —repitió.
Volvieron a tirar de la cuerda y volvieron a dejarse caer sobre el suelo desanimados.
—Yo tengo que irme —dijo Fernández Valbuena—. Aún me queda un difícil camino de montaña con Monteazúcar.
Vidal se ofreció para ir a Lot y desde allí dar aviso a las otras partidas de rescate.
—Ya te veré —le dijo Iturmendi—: Cuando saquemos a éstos voy a buscarte que tengo que contarte algo fenomenal de Chacho. Me lo ha contado en el hospital un enfermo que te conoce, le llaman el Riberano. Resulta que fueron compañeros de prisión en San Marcos y escaparon juntos. Al Riberano lo cogieron esa misma noche y Chacho parece que nunca llegó a la Argentina. Ahora sé cantidad de cosas, todas macanudas. Ya verás.
Descendieron. Desenrollaron la soga de Monteazúcar y volvieron al camino. Y sin atisbos de sol, sin destellos, sin los cárdenos resplandores que otras veces a esa misma hora se alzaban tras las blancas montañas poniendo en los valles la ilusión de una olla cósmica cuyos bajos se tocaran con celestes llamaradas, el río se aparecía gris como el lomo de una rata. Y el cielo vespertino que caía sobre ellos era también gris, pero mucho más profundo, así la sensación de abismo se acrecentaba.
En Lot comenzaban a encenderse las bombillas rojas del castillo.