VI. EL SUBCOMISARIO MALO

LAURA volvió a mirar su reloj de pulsera. Eran las diez y L trece y Vidal seguía sin llegar a la oficina. La noche antes, después de haber acostado a sus dos hijas, sus mellizas de apenas tres años, había esperado en vano el cadencioso golpear de nudillos con que Vidal, que se había negado siempre a tener su propio llavín, solía anunciarse. Una espera ante la televisión, sosegada y perezosa, alimentada de mucha rutina y presta desde luego a la tentación de cualquier sueño. ¿A qué, pues, la desazón de ahora?

Laura se levantó de su silla y, como quien salta de la cama en medio de la noche para huir de pensamientos de ahogo y muerte, se acercó al aseo de señoras. Tanteó la puerta cerrada por dentro y movió la manija arriba y abajo varias veces.

Chicho, sentado a su mesa, rígido el cuerpo, doblaba la cabeza para mirarla por encima de sus gafas.

—Es la hora de María Dalia. Como no vayas al de caballeros.

Laura murmuró:

—Vampiresa.

Chicho dijo:

—No le tengas esa manía, mujer, que se te nota todo.

Laura se cruzó de brazos en gesto de impaciencia. —¡Si se pasa las horas muertas en el baño!—. Vete al de caballeros, mujer. Todos los inspectores están fuera. Hoy no va a haber más caballeros que Vidal y yo. Y él no ha venido y yo no voy a entrar…

Laura se fue hacia el otro lado y entró en el aseo de caballeros. Echó el pestillo y se acercó al espejo, un frío rectángulo sin marco, con desapacibles desconches en sus bordes, tal la hoja oxidada de un cuchillo.

Se vio los ojos verdes y grandes, pero también la tez pálida; se pellizcó en las mejillas y trató de sonreír. Apenas pudo. Unos extraños bultos negros que colgaban del techo a su espalda la sobresaltaron. Llevó las manos a la boca y se volvió. No creía haber gritado y, de haberlo hecho, tampoco parecía posible que Chicho desde su asiento pudiera haberla oído. Y, sin embargo, ya golpeaba la puerta:

—¿Laura, te pasa algo?

Laura abrió y señaló hacia lo alto, tras las abiertas cortinas de plástico: dos jamones, cinco lomos y cuatro ristras de chorizo colgaban del techo.

—Menudo susto me he llevado.

Chicho reía. Y señalaba con la mano hacia la bañera.

—¿Y no has visto esto?

Extendidos por la bañera se amontonaban lomos, cecinas, chorizos y morcillas, oscuros, casi negros, en contraste con el esmalte blanquísimo, lo que dejaba a la vista una impresión de ultraje, como la de quien ha sufrido violencia en su persona o ha sido despojado por la fuerza de alguna pertenencia.

—¡Por Dios!

—Los ha traído Arturo el viernes para analizar.

—¿Tú crees que éste es sitio para guardarlos?

—¿Y qué quieres, hija? Está la cámara estropeada. Aquí por lo menos están frescos. Yo ya me he hecho un bocadillo de cecina esta mañana.

—¿Lo sabe Vidal?

—¿Y qué…?

—Digo si sabe que están aquí estos chorizos.

—Pues claro, rica, Vidal lo sabe y está de acuerdo.

—¿Sabe que están aquí, en el baño?

—¡Claro!

—No me lo creo. Si no nos los traen ya contaminados, aquí cogerán miasmas como cocodrilos.

—Ladillas van a coger. No te jode.

—¿Pero qué inspección de Sanidad es ésta?

—Pues, dale tú misma una solución a Vidal, rica: si Adela lleva dos meses de baja por embarazo y Mari Carmen tiene la gripe. ¿Quién quieres que haga los análisis?

—Cualquier inspector…

—Y si además la cámara está estropeada en algún sitio habrá que guardar los chorizos, ¿no? No le vayas tú a volver loco a Vidal.

—Yo no vuelvo loco a nadie, gilipollas.

—Bueno, bueno, mujer, que estás tú buena esta mañana.

Laura hizo ademán de volver a cerrar la puerta:

—¿Me dejas?

Pero Chicho salía muy despacio, de tal modo que, cuando Laura volvió a cerrar, lo sintió todavía allí, pegado al otro lado de la puerta, sin moverse. Esperó. Y sólo cuando le pareció haber oído sus pasos alejándose levantó la tapa del inodoro. Orinó, muy ensimismada, con los ojos cerrados, como quien persigue una música interior. Entonces oyó un frufrú de rozamientos al otro lado de la puerta.

—¿Vidal? —dijo.

Pero era Chicho que, ahora sí, tras haber ella hablado, parecía alejarse con paso apresurado.

Se miró otra vez al espejo. Tenía las mejillas descoloridas, los ojos apagados. Se lo había dicho Vidal muchas veces. Sus colores eran como la hierba en primavera que necesita de horas de sol para traspasar la palidez del rocío. Otra vez intentó sonreír. Y otra vez se alarmó. De un lugar incierto y próximo surgía una sinuosa enredadera de sonidos, un leve tintineo que repicaba en rededor suyo como esas pedrecillas que entran por los bajos del coche y resuenan hacia arriba. Desconcertada miró a un lado y a otro, el cascabeleo parecía muy inestable, a veces rastrero, a veces volátil; no sin aprensión se asomó otra vez a la bañera en la que seguían quietos los lomos y chorizos. Y sólo cuando cesó el sonido cayó en la cuenta de que provenía de la ventana que se hallaba entreabierta. Se acercó a ella y la abrió del todo.

Allí estaba María Dalia que, asomada a la otra ventana, la del aseo de señoras, con la cabeza levantada y los ojos cerrados, fumaba un cigarrillo.

María Dalia no se inmutó. El patio de luces se abría por un lado a un escalonado y rojizo horizonte de tejados y de patios que terminaban en un costado de la estación del ferrocarril, mientras que por el otro se cerraba con el ángulo recto y blanco de la casa.

La ventana de María Dalia daba al Levante, la de Laura al Norte.

María Dalia parecía en éxtasis como bañista tumbada al sol en una playa. De sus labios salía una delgada pero firme columna de humo.

Un tren se acercaba a la estación y hasta ellas subía amortiguado por la distancia un estruendo de hierros y resoplidos, un estruendo alargado y sostenido, desfalleciente, sin embargo, como el de un inmenso globo que se deshincha…

María Dalia abrió los ojos. Pasaban los vagones metálicos y azules uno a uno hasta hundirse en la sombra de la marquesina, lo hacían despacio, con su consiguiente martilleo sobre la vía, un martilleo que era también como el golpe del agua en el hierro al rojo vivo.

—¿Qué vendrán a hacer aquí? —casi musitó María Dalia.

—¿Quién? —preguntó Laura con extrañeza.

—Los que vienen en el tren. Yo siempre les saludo. Me encanta…

Y María Dalia, que forzaba el escorzo para ampliar su visión, comenzó a agitar la mano en ademán de saludo. Al hacerlo movía también la cabeza, los hombros, el cuello, toda la parte que de su cuerpo asomaba por la ventana, de modo que sus pulseras y colgantes, sus pendientes y collares vibraban y se entrechocaban con sonecillos de gallardete. Laura la miraba asombrada.

—¿Tú crees que habrá alguno que venga desde Bilbao?

—¿A esta hora? No, a esta hora no vienen de Bilbao.

Pero María Dalia parecía no hacer caso.

—¿No te gustan los trenes?

—Prefiero el avión.

María Dalia no dijo nada. Volvió a aspirar su cigarrillo.

Saboreaba el humo con los ojos cerrados hasta que en uno de ellos pareció entrarle algo y una lágrima se expandió por su mejilla.

—Anoche se ha marchado mi hijo a la mili.

Laura se sobresaltó:

—¿Ya? ¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho. Se ha ido voluntario. No ha querido estudiar, mejor que se haya ido voluntario.

—Pero si era un niño.

María Dalia no contestó. Y Laura adivinó que había arrojado la colilla por el retrete. La cisterna se llenaba con sonido ronco.

Laura quiso mirarla con atención. Y, aunque estaban separadas por el foso del patio, la vio como una imagen elaborada en el recuerdo, aproximable por tanto a voluntad, una imagen en la que por encima del capricho de unos rasgos concretos, una cabeza gorda, un cuello ancho, unos labios gruesos y carnosos brotaba una fuerza de hembra, primitiva, imprecisa, ondulante, de la que emanaba una violenta sensación de belleza.

—¿Quieres un cigarrillo? —le ofreció María Dalia.

No le apetecía pero se sintió incapaz de rechazar lo que tenía de travesura tan insólito ofrecimiento a través del patio. María Dalia arrojó un cigarrillo y de nuevo el respingo de una seductora orquestina de sonidos leves y volatineros recorrió su cuerpo. Laura alzó las manos y lo capturó al vuelo. Muy satisfecha se lo puso en los labios.

—No tengo fuego.

—Toma el mechero —dijo María Dalia.

Y lo lanzó tan musicalmente como había lanzado el cigarrillo. Y Laura también lo recogió. Lo encendió y aspiró el humo. Estaba cada vez más contenta. La cisterna había terminado de llenarse.

—Ya se va. Ahora sí que se va —dijo María Dalia aludiendo al segundo tren que se había ido llenando de viajeros.

—Éste sí creo que va a Bilbao —dijo Laura. Y las dos lo vieron partir en silencio.

María Dalia suspiró. Laura la miró extrañada.

—Oye —preguntó con un punto de alarma—, ¿no se irá tu hijo en ese tren?

María Dalia tenía las mejillas llenas de lágrimas. Parecía que el humo del cigarrillo le había entrado en los ojos.

—No, qué va. Él salió anoche para El Ferrol. Se ha hecho marino como su padre-María Dalia sonreía. Debía ser que el humo la molestaba.

—Ahora sí que me he quedado sin hombres en casa.

Se alejaba el tren con ritmo que no era de máquina sino de remo, ritmo de corazón animal que ha de esforzarse por abandonar su morada. Pero antes de que las rojizas espaldas de la ciudad, tapias, ladrillos, tejas, consiguieran ocultarlo a la vista de las dos mujeres ya su pulso se había hecho mecánico y martilleaba impertérrito sobre la vía con un sonido que la distancia creciente y el eco de los patios volvía invernal y melancólico, un sonido que contrastaba con la luz y el calor incipiente de la mañana.

—¿Nunca has visto zarpar el barco de América? —preguntó María Dalia.

Laura hizo un gesto de extrañeza. María Dalia añadió:

—Nos poníamos en el monte de El Musel y cuando el barco salía agitábamos los pañuelos. ¡Si ves qué bonito era! Todo el puente lleno de gente, gente de todo tipo, y señores muy bien vestidos, muy elegantes. Ellos también agitaban sus pañuelos.

Con mucha clase eso sí. No sabes la impresión que daba, aquellos señores tan señores agitando sus pañuelos.

—Pero ¿cuándo era eso?

—Yo era muy pequeña. No me acuerdo ni de los años que tenía.

—Ya no se va en barco a América.

—¡Qué lástima, verdad!

—Ahora para todo se va en avión.

—No sabes lo bonito que era ver cómo el barco se alejaba.

Parecía como si subiera por el mar gris hacia el cielo también gris. Porque siempre estaba el cielo gris. Y se veían los pañuelos cada vez más pequeños, tan blancos y brillantes, como luces, como puntos, como bolas de nieve, y luego cada vez más quietos y más quietos y más quietos… Todas las mujeres lloraban. Mi madre la que más… ¡No sabes qué bonito era!

—Muy triste ¿no?

—Era precioso. Con aquellos señores tan señores. A mi madre le encantaba. A veces íbamos al Musel sólo para verlo. Es de las cosas más bonitas que he visto en esta vida.

—Me parece muy triste —insistió Laura.

—¿Te das cuenta cómo somos las mujeres? Mi padre se fue en un barco así y nunca más volvió. ¿Sabes cómo se llamaba ese barco?: La Felicidad de los Mares. ¡Menuda felicidad! Nunca supimos si murió o si se casó otra vez o si vive todavía. ¿Qué te parece? Y mi madre no nos llevaba a ver los barcos que venían sino los que se iban… Qué tonta ¿verdad? Yo hubiera ido a ver los que venían. Pero así somos las mujeres. Aunque yo no. Yo no soy así.

Así era mi madre, y todavía lo es, y así me parece a mí que eres tú. Pero yo no. Yo no soy así. Menuda soy yo.

Bajo la esquina de la marquesina no se veía ya a ningún viajero. Había un vagón apartado en un vía y un ferroviario caminaba por ella. Sus pasos acrecían la impresión de soledad.

Laura se sintió llena de congoja.

—¿Por qué no vamos dentro?

Pero María Dalia pareció no oírla.

—¿Sabes una cosa?, nunca me he subido a un barco, ni siquiera me gusta el mar, esa cosa tan absurda, de grande y de salada. Bañarse en el mar, para mí, es como meterse en una bañera llena de pis.

—¡Qué asco! —dijo riendo Laura.

—¿También a ti te da asco?

—No, a mí me encanta. Todo lo relacionado con el mar me encanta.

—Pues a mí del mar, la langosta y punto. Y para eso que sea del Cantábrico, porque otras, a mí que no me las den… Y para no gustarme el mar, para repatearme los barcos los he tenido hasta en la sopa… desde mi pobre Iñaqui, tan guapo como era… —y María Dalia cantó—: Él era rubio como la cerveza…

Los ojos de María Dalia, maliciosos y grandes, del color de la miel, brillaban enfebrecidos. A Laura le parecieron de una atrevida belleza, como sus llenos brazos desnudos y su piel morena y su carne toda, tan generosamente ataviada de collares, anillos, pendientes y pulseras; los mismos que al moverse despertaban el rumor de su cuerpo, su verdadero reclamo, tan aventurero y excesivo como el diapasón del crótalo. Y Laura la recordó muchos años atrás con su melena al viento y una falda estampada de mucho vuelo por el Rey Bueno del brazo de un marino de pelo rubio resplandeciente, de traje ceñido y blanco, joven, apuesto, sonriente…

—Me divorcié de él y al mes de divorciarnos se mató en el Golfo Pérsico… Mucho antes de la guerra del Jomeini. Hasta para eso mi Iñaqui tuvo que ser pionero…

Laura, desvanecida de repente su anterior antipatía, se sintió, sin embargo, más celosa que nunca, porque, por primera vez, estaba segura ahora de que María Dalia se había acostado, no una vez sino muchas tantas, como hubiera querido, con Vidal.

—¿Tú crees que si no nos hubiéramos divorciado se me hubiera muerto igual? Muchas veces lo pienso, no creas. Muchas noches que estoy sola. ¿Otro pitillo?

Laura recibió al vuelo otro cigarrillo, lo encendió con el mechero que todavía tenía y se lo lanzó luego a María Dalia.

Dieron una bocanada y expulsaron el humo. Lo vieron ascender y adelgazarse. Laura dijo:

—No pienses en eso mujer.

—¿En qué?, ¿en los barcos o en los hombres?

—En las dos cosas.

—A pesar de la fama que tengo, a mí no me persiguen los hombres. A mí me persiguen los barcos, ya te lo he dicho.

Laura rió. María Dalia añadió:

—¿No sabes lo último?

Laura negó con la cabeza. Miraba a la otra con clara simpatía.

—Tú sabes que yo fui novia de Jaime Gutiérrez, el que se casó con la sobrina de don Enrique; bueno, novia, amiga… el caso es que nos acostábamos, mujer.

—¿El concejal de Cultura que está en la Argentina?

—Sí ése, el concejal de Cultura que está en la Argentina.

¿Sabes lo que ha pasado?

Laura negó con la cabeza.

—Bueno, ¿tú sabes para qué fueron a la Argentina? —pero María Dalia no esperó respuesta—; Fueron a buscar a Chacho, el futbolista de la República. Bueno pues no le encontraron. Se gastaron la tira de dinero, en Río y en Buenos Aires, en aviones para aquí y para allá, a toda pastilla con las señoras. No veas. Y después de casi un mes se volvieron con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Todos, menos Jaime que se quedó para seguir él solo la aventura y ponerle la medalla a Chacho, no te jode.

—No sabía.

—De eso se trataba, de ponerle una medalla en el pecho, o en el cuello, o en la polla al tal Chacho… No te voy a decir que me ha disgustado que Jaime se quedara, porque desde que se casó, aunque no te lo creas, no nos hemos visto ni en misa. Pero, digo yo, cómo se puede dejar así plantada a una mujer, y lo digo por la sobrina de don Enrique, por esa mocosa, no te creas.

—Pero volverá, mujer.

María Dalia inclinó la cabeza sobre el pecho. Sus ojos refulgían maliciosos.

—¿Que volverá…? ¡Niña! A ti te tengo yo que dar lecciones sobre hombres. Esa mocosa nunca debió volverse sin él, porque has de saber que ella, la muy señora concejala, también se fue a la Argentina. ¿Cómo vas a poner a un hombre en esa tentación?

¿Tú no sabes que mi madre todavía me quería llevar este año al Musel a ver el barco?

—¡Si ya no hay barco!

—Para nosotras siempre hay barco. ¿Qué es el barco sino la espera un día sí y otro también? Que se lo digan a mi madre. ¡Por Dios! ¡Poner a un hombre en esa tentación! ¡Mocosa! ¡Con las truchas que hay en la Argentina y con lo que le gusta pescar a ese sinvergüenza…! A mí me ha enseñado Mari Coro, la del Ayuntamiento, unas fotos donde está el alcalde con unas truchas que pescaron allí que no veas, de más de un metro de largo, parecían bonitos… Pero no sabes lo mejor.

Brillaban los ojos de María Dalia. Un fulgor que revelaba una enorme temperatura interior.

—Mari Coro me lo ha dicho todo: Jaime se ha quedado en un buque, ¿te das cuenta? Quiere ser como ese Robinson Crusoe.

—Pero ¿cómo que se ha quedado en un buque?

—Menudo lío que tienen en el Ayuntamiento.

—Además Robinson fue un náufrago que vivió solo en una isla.

—¿En una isla en el culo del mundo, verdad? Porque eso dicen que es la Patagonia y Tierra del Fuego. Me ha dicho Mari Coro que Jaime, mientras esperaba el avión que le llevaría hasta Chacho, conoció a un marino portugués que tenía puestas unas redes en el mismo río donde él pescaba. ¡El flechazo, no me digas más! Dice Mari Coro que ese portugués era un chiflado de 110 te menees, y que vivía desde hacía más de dos años completamente solo en un barco encallado sobre la arena a unos quinientos metros mar adentro.

—¿Sería un yate entonces?

—No, hija, no. Era un buque enorme, de carga, de ésos que tan bien se me dan a mí. Encalló en un banco de arena o como se diga eso y la tripulación esperó en vano a que el armador, o sea el dueño de la pasta, viniese a rescatarlos. Y como no vino porque le iba a ser más caro el remedio que la enfermedad, pues poco a poco los marinos abandonaron el barco. Todos, menos el portugués que, con la bodega llena de conservas y bebidas, el camarote del capitán, y las truchas de los ríos cercanos, supongo que se sentiría como Adán en el paraíso…

—¿Y qué tiene que ver Jaime con eso? Parece un chico tan sensato…

—Si no se habla de otra cosa en esta puta ciudad, hija.

—¿Se ha quedado Jaime con el portugués?

—No sé con él o solo, hija. Eso no lo sé. A mí me da que solo, que es muy capaz de haberle comprado la finca al portugués, a ver si me entiendes. Y todo con dinero del Ayuntamiento, no te vayas a creer.

—¡No, por Dios!

—Te lo digo yo.

—¿Cómo se puede hacer una cosa así?

—El barco… ¿no te he dicho?

—¿El barco?

—El barco, el barco, el barco, esos putos barcos que persiguen a mis hombres.

—¿Hablas en serio?

—¡Tú no conoces a los hombres!

—Pero es increíble.

—Además Jaime tiene una vocación secreta: quiere escribir novelas. Eso sólo lo sé yo y no se lo he dicho ni a Mari Coro que es la que me cuenta todo lo del Ayuntamiento. Por eso no digas nada que no lo sabe ni la sobrina de don Enrique, ni lo sabrá nunca, porque él jamás le decía nada, y yo no se lo voy a decir ahora. Pero te apuesto la mili de mi hijo, y si pierdo que haga dos años más, a que Jaime se ha quedado en el barco para escribir una novela…

—No puede ser.

—Sí, hija, sí. La novela de esta ciudad maldita. A mí me lo ha dicho muchas veces. Hasta me la iba a dedicar: A M. D. G., iba a poner ¿entiendes?: A María Dalia González. No suena mal ¿eh?

Pero él lo quería poner así, en abreviaturas: A M. D. G. A lo mejor ahora en ese barco encallado en Tierra del Fuego es capaz de hacerla. Y habrá que leerla luego.

Y María Dalia soltó una carcajada. Luego dijo:

—Tú no sabes ni la mitad de lo que pasa aquí. Tienes que aprender muchas cosas de los hombres, niña. De este Vidal mismo que es un bendito, pero que hay que saber manejarlo… Lo que yo te podría enseñar si tú quisieras…

Laura enrojeció. Pero se veía desarbolada ante María Dalia, a la que ya se había entregado por completo. Y temía seguir la conversación.

—¡Nos llaman dentro! —dijo, deseando que fuera verdad.

María Dalia miró el reloj y soltó una risotada:

—Llevamos aquí la tira.

Laura cerró la ventana y vio cómo María Dalia también cerraba la suya.

Y era verdad que las llamaban. Laura abrió la puerta y de nuevo se encontró frente a Chicho. Con las gafas caídas sobre la nariz, apoyaba su mano derecha en el quicio de la puerta.

—Ya iba a llamar a los bomberos.

—¿Qué dices?

Chicho no la dejaba salir.

—Que iba a llamar a los bomberos y se ha presentado la policía. Está aquí el subcomisario Malo, pregunta por Vidal…

—¿Qué quiere?

—Hablar con Vidal. A lo mejor ha habido una denuncia con esto de la bañera. Sería estupendo. El inspector inspeccionado. El alguacil alguacilado. El inspeccionador que inspeccione al inspector buen inspeccionador de inspectores será.

—¡Ganso!

Comenzó a sonar un teléfono. Primero uno, luego otro. Era el caos. Era mucho más que la piedra que rompe en círculos la calma del agua.

—¡Qué mañana! —exclamó Chicho, que dijo en alta voz—:

¡María Dalia, coge ese teléfono!

María Dalia desde el otro lado se apresuró hacia la mesa de Chicho. Tomó el teléfono.

—Bueno ¿qué hacemos con Malo? —decía un Chicho acuciante.

—A ver qué quiere. Yo no sé dónde está Vidal.

—¿Lo hago pasar al despacho?

Laura se encogió de hombros y entró en el despacho de Vidal. Chicho por su parte se fue hacia el vestíbulo. Y cuando volvió, acompañado del subcomisario, Laura no pudo por menos que advertir la significativa mirada que éste y María Dalia se dirigieron. María Dalia estaba diciendo:

—Era Isidro quien llamaba. Que dice que ha localizado un secadero clandestino de Mosácula en la montaña de Lot, donde tiene también la embotelladora de agua mineral. Le han dicho que de ahí saca los jamones que luego vende como de Jabugo. Es gracioso ¿no? Ha hablado también de anabolizantes, hormonas y de un montón de cosas. Dice que le digamos a Vidal que si quiere ir a verlo que él estará allí hasta mañana.

Sí, era mucho más que la piedra que rompe la tranquilidad del estanque. Era como si de repente un pájaro, que hubiera salido de su jaula, revolotease alocado y suelto por la oficina y chocase contra paredes, estantes y personas. Volvió a sonar un teléfono y luego otro. Y María Dalia y Chicho se alejaron otra vez. Chicho repetía:

—¡Qué mañanita!

—No está el inspector —dijo como para sí mismo el subcomisario, y añadió con firmeza—: Bien. —Y luego—: Muy poquita cosa quiero.

El subcomisario era un hombre casi barbilampiño y muy bajito que se estiraba. Era joven todavía, quizá de la misma edad de Vidal. Sin una cana, de pelo peinado hacia delante a lo seminarista, liso y pajizo, sus hombros guardaban la apariencia de muy anchos y sólidos bajo las exageradas hombreras de su americana. Se movía a zancadas por el despacho como hacen los detectives en las películas. Parecía un policía de juguete.

—¿Y dónde está el llamado Vidal?

—Eh, que no es ningún alias.

El subcomisario se detuvo en seco. Dobló la cabeza para mirarla. Abría los ojos como un pájaro nocturno. Los tenía marrones y le brillaban. Sus mejillas muy tersas tenían una tonalidad rosa de pepona, la que a Laura le faltaba.

—Inspector Vidal Ocampo, sí —dijo el subcomisario arrastrando las palabras. Y añadió—: ¿Sabías que ha atropellado a un niño y que se ha dado a la fuga?

—¡No!

Laura se sentó.

—Las apariencias le condenan.

—¿Qué le ha pasado al niño? —preguntó Laura.

—¿Sabes dónde anda?

Laura sentía náuseas. Volvió a preguntar:

—¿Qué le ha pasado al niño?

—El niño está en el hospital. Pero ¿dónde está Vidal?, ¿dónde está el inspector Vidal Ocampo? Tenemos que ver su coche. No se le habrá ocurrido arreglar los desperfectos.

—No le he visto —dijo Laura en voz muy baja.

Los teléfonos de la oficina sonaban otra vez, también el de Vidal. Laura lo descolgó. Era don Enrique que también quería hablar con Vidal. Y lo mismo Chicho anunciaba desde la puerta:

—Llaman a Vidal del Gobierno Civil, ¿viene o no viene?, ¿qué digo?

El subcomisario Malo sacó del bolsillo lateral derecho de la americana un cigarrillo que encendió con un Dupont de plata.

Lo hizo lentamente haciendo girar el cigarrillo entre sus dedos mientras le aplicaba la llama. Soltó una bocanada de humo hacia lo alto. El tabaco, muy oloroso, era rubio americano.

—Escucha, niña —le dijo a Laura—, no vengo por lo del niño atropellado. Eso todavía no es un problema para Vidal.

Aunque puede serlo porque no ha sabido comportarse. Ahora vengo como particular, casi oficiosamente, desde luego, no como policía. Lo de policía estoy a punto de dejarlo. Me dedicaré al derecho que es lo que me gusta. Llevo muchos años trabajando en la sombra en un bufete que llevo a medias con mi socio. Tú lo conoces, supongo: Longinos Gilsanz, todo el mundo lo conoce.

Es el abogado de la Elaboradora Industrial, de Recreativos Industriales, de los Laboratorios Palma, de Industrias El Paramés de Ezequiel Mosácula… ¿Lo conoces?

—¿A quién? ¿A Mosácula? Claro.

—No, a mi socio: a Longinos Gilsanz. Todo el mundo lo conoce en la ciudad. Y a mí nadie. Yo sólo soy un policía. Pero el bufete no es suyo. Es suyo y es mío. Los clientes no son suyos.

Son suyos y son míos. Ni siquiera la mesa de su despacho es suya.

Ésa es mía. Yo la traje de Socuéllar, provincia de Toledo, la que había pertenecido al notario de mi pueblo. Allí yo sí soy conocido. Me han dado la medalla de hijo predilecto como a Chacho. ¿Qué te parece?

El subcomisario Malo tenía unos ojos muy abiertos y luminosos, en los que la luz parecía refractarse y volver al exterior sin tocar ninguno de los conductos internos de su cerebro.

—¿Qué quiere de Vidal?

—Nada, qué voy a querer. Todos le queremos. Yo le quiero.

Tú le quieres. Don Enrique le quiere. El gobernador le quiere…

Laura se levantó. Era bastante más alta que él.

—Qué calor —dijo, y se abanicó con una mano.

—El gobernador es también abogado, como yo. Y también se pagó la carrera, como yo. Él la hizo en Valladolid. Yo la hice en Oviedo, por libre, ya de policía. Es lo que siempre quise ser: jurista. Las leyes me gustan más que las pistolas.

El subcomisario no tenía aspecto de abogado ni de policía.

Parecía el eterno adolescente sin pandilla, aquél que es rechazado por ser muy mayor entre los de su estatura, o, por muy infantil entre los de su edad. Laura veía en él una amenaza, una amenaza antigua y morbosa, que más nacía de esa inestabilidad que de sus palabras. Era una amenaza doméstica, sin embargo, muy pequeña y familiar, pero muy insidiosa, era la amenaza del pájaro escondido y suelto por la habitación, sin garras, sin dientes, sin apenas pico, quizás sin la voluntad de hacer daño, pero muy capaz, acaso por impulsos de su propio miedo, de chocar contra su cara y dejarla marcada para siempre.

—¿Has visto qué pistola nos han dado ahora? En esto sí hemos mejorado con la democracia.

El pájaro volaba hacia Laura a punto de chocar contra su rostro.

—Mírala. La mía es de las más bonitas.

Laura miraba hacia la sala general, más allá todavía, hacia el ancho pasillo donde a un lado hablaba por teléfono María Dalia, al otro, Chicho. No era muy capaz de entender la situación pero estaba seguro de que si alguien podía resolverla era María Dalia.

Sus ojos imploraban en la distancia. María Dalia mírame, por Dios, decían. Ven aquí, ven aquí, decían también. Pero María Dalia hablaba por teléfono muy entretenida, mohines majestuosos movían su melena a un lado y a otro y, aún sin oírla, Laura evocaba su sonido, ese tintirintín que provoca el cliente al abrir la puerta de algunas tiendas, ese tintirintín de María Dalia que jamás se agotaba, que cuando estaba a punto de extinguirse, se avivaba con el movimiento de un brazo, de la cabeza, del cuello y otra vez remontaba poquito a poco, y subía y bajaba y volvía a subir… ¡Por Dios! ¡Por Dios!

—¿Quieres tocarla? —dijo el subcomisario—. Nunca habrás tocado una cosa tan dura.

Laura evitaba volver a sentarse. Deseaba que el subcomisario se fuera y creía que lo conseguiría más fácilmente si ella se mantenía de pie. Pero no se encontraba bien.

—¿Te gusta? —decía el subcomisario—. ¿Por qué no la tocas? Luego se lo cuentas a Vidal.

—Pero ¿qué dice?

Las mejillas de Laura eran más que nunca una página en blanco. Aquel hombrecillo insignificante que sonreía picaronamente parecía extraído de una pesadilla. ¿Cómo era posible? Toda la vida lo había visto por la calle con su sospechoso bulto en la sobaquera como uno de los elementos más tranquilizadores de la vida ciudadana, un elemento entrañable por lo cercano al ridículo, y casi tierno, del que emanaba una fuerte condición infantil, tan suave y acariciadora como la de los ositos de peluche.

Fue María Dalia quien cogió el alocado pajarillo entre sus manos. Lo hizo sin esfuerzo, con el dominio y la soltura que dan la costumbre, la disposición y el saber. Había colgado el teléfono y estaba ante ellos. Desde la puerta dijo:

—¿Qué haces con esa cosita, pitufín?

Y eso, la palabra pitufín, bastó para que el subcomisario Malo, como un niño sorprendido en una travesura, guardara la pistola y comenzara la retirada. Pero María Dalia, que ya había capturado al pájaro, lo apretaba entre sus manos.

—¿Pitufín, qué te pasa? No ves, pitufín, que aquí estamos trabajando. Me dan ganas de arrearte una patada en la mitad del culo.

El subcomisario, muy colorado, retrocedía camino de la puerta. Lo hacía de espaldas y hablaba con Laura.

—Ya hablaré con Vidal. Otro día. No hay prisa.

María Dalia insistía:

—Aquí de pistola nada ¿eh, pitufín?

El teléfono volvió a sonar. Laura gritó:

—¿Chicho, qué haces?

Pero Chicho seguía con el oído pegado a su propio teléfono, atento a una interferencia por la que cada día a esa misma hora oía a una emisora madrileña.

—Están imitando al presidente…

—Coge ese teléfono, ¿quieres?

Chicho, sin abandonar el que tenía pegado al oído, se levantó y se acercó a la mesa vecina mientras María Dalia acompañaba hasta la puerta al subcomisario Malo.

—Diga —dijo Chicho, y a continuación—: No. —Y luego—: Ni la menor idea. —Y luego—: ¿Y cómo quiere que lo sepa? Que no señor, que yo no puedo saberlo, pásese usted por aquí pasado mañana o dentro de dos días que ya estará el inspector Coslada y le podrá preguntar a él.

María Dalia cerró la puerta tras el subcomisario Malo y pasó otra vez por delante de Chicho que tapando el micrófono le dijo:

—¡Está fenómeno! Le están diciendo al presidente, presidente, coma caracoles, que de lo que se come se cría, ¿entiendes?, caracol, col, col saca los cuernos al sol-Laura estaba sentada en el sillón de Vidal. María Dalia se acercó.

—No le hagas caso a este mierda. Es un mierda. Pero el caso es que ese bigote que tiene tan rubito y tan tieso me pone cachonda.

Laura la miró a los ojos enojada.

—Perdona que no viniera antes, hija —añadió María Dalia—, me tenía Mari Coro al teléfono. Me estaba contando una cosa graciosísima. ¿Tú sabes cómo se llama el barco dónde se ha quedado mi Jaime? Imagínatelo, hija: Felicity. Felicity, que en castellano significa felicidad. ¿No es graciosísimo?