V. EL DOCTOR ITURMENDI

La Charca: el corazón más húmedo de un húmedo corazón.

La Charca: la patria de la víscera, cocina popular.

También Blanca se había sentado en aquellos bancos aunque no figurara en ninguno de los dibujos que, prendidos de las altísimas paredes, las cubrían palmo a palmo, transformando el bar, restaurante, taberna o salón de café, que todo podía ser La Charca, en una especie de rebotica gigantesca, en desmañado y heterodoxo taller de dibujo, grande como un almacén, con olor a vino y a café.

Vidal la pondría en el lugar preferente, no sobre la pared a espaldas de la barra sino al fondo de la gran sala, en su centro más amplio, encima de los escaños de diputados y senadores; y la pondría como una madonna, siempre como una madonna, siempre viniendo en el pelines y mirándole, con una mirada turbadora de princesa dolorida de amores venideros, nostálgica de penas y alejamientos sólo adivinados; y el marco de la ventanilla del viejo pelines sería el marco de su retrato; sí, así sería, así la dibujaría él si supiera sacarla de sí mismo, si pudiera meter sus manos en lo hondo de su alma y arrancarse esos ojos verdes y aplacadores con la rabia y la ternura con que debe extraerse de las aguas de un pozo el cuerpo ahogado del ser querido.

—¿Has visto? Un bar como éste no existe en toda Euskadi… —dijo con cierto énfasis Iturmendi.

En el bar abarrotado, el humo y las voces, como incompletas sustancias que precisasen de su mutua asistencia para materializarse, mantenían una imposible pugna, un duelo de cuerpos confundidos, del que brotaban con sonoridad potente filamentosos y etéreos garabatos, que aspiraban a suspenderse del aire y constituirse en el único cielo de aquel olimpo, en cuyas paredes resplandecientes habitaban como hojas desplegadas de un sinfín de almanaques sus singulares moradores: los parroquianos de La Charca.

Iturmendi se entusiasmaba mientras se abría paso hacia el rincón del fondo, tenía los brazos doblados sobre el pecho y con las manos abiertas parecía acunar el aire.

—Aquí están todos, todos: esto es un tesoro mayor que la Biblioteca Nacional de Madrid.

Centenares, quizá miles de rostros, a carbón y a plumilla, se asomaban a aquellas paredes formando ya parte de ellas, como las raíces de las hojas caídas de la palmera se hacen tronco a medida que el árbol crece. Más de cien artistas, más de quinientos, quizá todos los que algún día soñaron el triunfo en la ciudad, habían dejado allí el trazo más espontáneo de su arte.

—¡Y todo por un plato de mollejas!

Estaban don Orencio, el viejo Mosácula, y también, Ezequiel y Rufino y Agricio y Manasés, también Santos, Miró, Plácido y Dictino… estaban todos los Mosácula… menos ella.

Y es que sólo ahora, con la democracia, habían empezado a figurar las mujeres en aquellas paredes. Vanesa Marcenado, la joven y bella poetisa, de melena rubia que le cubría el pecho desnudo del que arrancaban los brazos para tocar la lira, doblada sobre su cola de pez como una jana, la jana de La Charca, la amparadora diosa de los concanos, aquel pueblo que se extinguió peleando contra Roma; un pueblo que a tenor de la leyenda, guardaba el secreto de su fuerza extraordinaria en el nivel que presentaba la charca dorada en cuyas profundidades se juntaban, fuera de la vista de los hombres, las mejores aguas de sus montañas, aguas que se amarilleaban con los cabellos de su jana y que fulgían como el oro. Secreto vulnerable, pues, más que el de Sansón, puesto que la avaricia romana, aunque lo ignorase, lo perseguía sin sosiego buscando oro para las arcas del imperio. Y todos los días la jana, para eludir la codicia romana, se desprendía de sus cabellos y los enterraba en el fondo. Y todos los días le nacían otra vez, más esplendentes y largos todavía, más fulgurosos, de modo que hasta en la noche parecía que el sol ardía en aquellas profundidades. Trazaron los romanos un encañado sangrador que desplazaba las aguas, pasándolas por un completísimo sistema de mallas, hacia las tierras más bajas del llano; descendía el nivel de La Charca y descendía la resistencia de los concanos… pero, aun así, la lucha fue terrible: el agua se espesó con sangre concana y con sangre romana; a cientos cayeron los concanos, a miles los romanos; cieno, espuma y baba de las guerras, hierros y máquinas, tablones, cueros, armazones, arietes, catapultas, todo lo engulló la charca; el agua se hizo légamo y el légamo se desbordó; luego un monte surgió de su centro, una sola colina, una masa de légamo ocre desde la que se veía el contorno azul de la tierra; más tarde vinieron otros romanos, muchos más, y alzaron allí, sobre los barros de la muerte concana, una fortaleza: un monumento a la derrota.

Vanesa Marcenado había escrito sobre su retrato:

Charca y monte,

Monte de agua,

monte de sangre,

monte de légamo y olvido,

monte de vino.

Y también estaba la alcaldesa de Villablanes, la virgen roja de los mineros como la llamaban, tenía en la frente la lamparilla de las oscuridades, una luz que era como un halo de laica santidad, como el resplandor en la frente de un hada; y también estaba María Angustias Tapetado, la menuda y vivaracha presidenta de la Asociación de Mujeres Independientes Dama de Arintero, en cuyo dibujo había ella añadido una cuarteta de su puño y letra:

Ni en la patria del Dante,

ni en la de Petrarca,

en la del caballero andante,

está La Charca.

Pero no estaba Blanca Mosácula, la primera mujer que se había sentado de verdad en aquellos bancos, mucho antes incluso de que la gente joven hubiera descubierto la víscera secreta de la ciudad, su corazón húmedo, la fuente de su vida y de su muerte.

Tras las puertas correderas, de cristales esmerilados ocres y blancos, con la mayoría de las mesas vacías todavía, mesas y sillas robustas, de evocación medieval, la bullanga del bar se domesticaba y tranquilizaba, como el martilleo de un tren en los oídos del propio viajero, lo que resaltaba el carácter más íntimo del comedor. Todos los retratos que allí había se hallaban enmarcados. Eran el cuadro de honor de La Charca. Estaba, claro, el presidente de la Diputación, los tres presidentes que había habido desde la muerte de Franco: el abogado de apellido Prieto y estatura gigantesca, perfil de Mohamed Alí, carnoso, hinchado, voluminoso —así lo había dibujado el artista—, como aquellas huchas de negritos que se sacaban para las cuestaciones del DOMUND; y los dos socialistas, Basilio, el antiguo marista, y Barragán, el antiguo salesiano, a los que el artista había hermanado con idéntico perfil de escurrimiento: el uno de poco pelo y descolorido, de talante recogido y misterioso; el otro piloso y renegrido, ardidoso esparabanero; untuosos ambos, mucho, tanto que el artista había usado de la maña de manchar con una sombra de aceite las cartulinas.

También estaba el alcalde Polvorinos: la cabeza alta y cara al sol, la frente despejada, la barba afilada y tiesa como una pica de Flandes, con un pelillo de paja, una rama dorada, colgando de la frente… de la que el artista hacía pender a la ciudad…

Y debajo mismo del alcalde, Gaspar Zarandona, el poeta por antonomasia, que aparecía atrapado en su dibujo, incomodado y dolorido, como el preso en una jaula; Toulouse-Lautrec de la palabra, los labios carnosos y abombados, la piel del rostro repartida en gruesos pliegues; poeta de versos afilados como hierro, cuyo peso, en la visión del artista, incidía en la ciudad como las espuelas en los ijares de una mula.

Entraña,

Patria,

Patraña.

María al cielo sube y baja,

Un hierro que se me clava.

Clavijo,

Santiago,

Cierra España,

Cerrado,

Closed,

Fermé.

—Los políticos nos van a asfixiar, Anselmo —dijo Iturmendi, cuando alcanzaron a sentarse y Anselmo se acercó a ellos con la libreta en la mano—. Aquí no hay hombres de ciencia como el amigo Vidal, no hay físicos, ni geógrafos, ni ingenieros, ni médicos, La Charca carece de músculo científico…

—¡Si, no vienen! —protestó Anselmo, mirando a Vidal directamente a los ojos—. Antes, y eso cuanto más lo pienso más me choca, nunca aparecían por aquí los políticos. Bueno, y qué ambiente teníamos entonces: desde don Enrique, el primer rector, luego después, de la Universidad, a don Pepín Lopera, que inventó un telar de ésos de ajedrez para ordenadores que ha ganado a todos los ordenadores del mundo… —Y luego, como un estrambote, entre lastimero y jaquetón, añadió señalando a Vidal—: Y también venía aquí…

—¿Tiene retrato? —preguntó Iturmendi.

—Claro, pero ya está en el invernadero.

—¡Ah, bandido, en el invernadero! De eso tenemos tú y yo que hablar, que quiero yo que me enseñes lo que tú llamas el invernadero… Ya sabes que el retrato de Chacho me pertenece.

¡Tú pídeme por él!

—Chacho nunca jamás estuvo en el invernadero. Chacho estuvo, está y estará en el palomar.

—¡Concho! Hablas del palomar como si fuera la Real Academia.

Anselmo se encogió de hombros. Anselmo era alto y fuerte, de pectorales muy desarrollados y estómago adelantado; vestía pantalón y chaquetilla blancos de cocinero, arremangada ésta por encima de los codos; tenía la piel de la cara y la de los antebrazos tersa y asalmonada, una piel como de haber sido un niño robusto y comilón; hablaba despacio, con un poco de fatiga.

—Bueno, ¿qué os pongo?, ¿qué venís: a mayores o a menores?

Iturmendi soltó una carcajada y meneó la cabeza. Luego dijo con exagerado compadreo:

—De momento tres cervezas para mí y una para éste. ¡Eso ya! —y dio una palmada.

—¡Marchando cuatro cervezas, chico! —gritó Anselmo.

—Luego… ¿Quieres una receta de Apicio para abrir boca? —preguntó Iturmendi a Vidal que asintió sin mucho convencimiento—: Sí, ponnos dos de vulvas machorras, la mía con mucha pimienta, luego veremos qué tal vamos… Esto era una delicia de la antigua Roma.

Vino un chico con cuatro jarras de cerveza y Tonchi se bebió inmediatamente dos. Llamaron desde el bar y Anselmo procuró dar rápido remate al pedido.

—¿Vais a seguir con la cerveza o queréis vino también?

—¡Trae el mejor Pajares! —contestó Iturmendi como ofendido por la duda—. Anda y vuelve pronto que tenemos que hablar de Chacho. Te doy cincuenta mil pelas por su retrato.

¿Quieres que hable con tu padre?

Se fue Anselmo y Vidal preguntó:

—¿De qué Chacho hablas?

A Iturmendi se le escapó un eructo.

—¿De quién va a ser? Del delantero centro del «Deportivo Aviación» durante la República.

—Chacho… antes nadie hablaba de él y ahora está en boca de todos.

—Yo nunca creí que existiera hasta que vine aquí, yo creía que sería una invención de mi padre para arrancarme a mí el nacionalismo de la cabeza. Y es que hay hombres que nacen para héroes, que parecen hechos más por la fantasía que por la realidad, como si fueran el sueño de un pueblo.

Iturmendi eructó otra vez. Y ahora, con la mano abierta sobre el pecho, cerró los ojos y la boca como si se escuchara a sí mismo por dentro. Cuando se recuperó añadió:

—¿Qué hubiera dado Euskadi por un hombre como éste? En el treinta y seis le metió tres goles al Madrid, seis al Barcelona, y cinco al Athlétic… A cinco partidos del final de la liga el Deportivo Aviación iba en primera posición, dos puntos por delante del Real Madrid; entonces Chacho se lesionó y la catástrofe, claro… la liga se fue una vez más para el Madrid.

Chacho era el mejor. Era bueno en todo.

Había vuelto Anselmo con la botella de vino y se disponía a abrirla.

—¿Bueno, Chacho? —dijo Anselmo—. Que lo diga mi abuelo que con más de cien años todavía te dice cómo jugaba: ¡El mejor del mundo! Lo quiso fichar el Barcelona, el Madrid… todos se lo quisieron llevar. Le daban ciento cincuenta mil pesetas…

—Casi las mismas que yo te doy por su retrato… —… una millonada por entonces. Pero mi tío Juan Ignacio no quería que jugara y él, por no disgustar a los suyos, renunció a marcharse fuera. Cuando vinieron a ficharle del Barcelona se entrevistaron con mi tío en el teatro Principal donde mi tío regentaba el ambigú. Dijo mi tío: ¿A quién quieren llevarse, a éste?: ¡sí, es el corazón del ambigú! De ahí le vino el sobrenombre. Aunque luego se le llamó también «el tigre del Agujero», porque él había nacido en el barrio del Agujero.

Anselmo no pareció advertir que el corcho se hundía en el vino. Decía:

—Lo dice todo el mundo: era el mejor. ¡Y qué equipo tenía el Deportivo Aviación de aquélla! ¡Era mundial! En la puerta, Venancio —y al decir el nombre se carcajeó—: ¡Je, je! —con ostentación y suficiencia—, en la defensa, Morilla y Tascón —y otra vez rió—, de medio centro, ¡Severino!… —y de nuevo rió— y así enumeró hasta siete nombres más, siempre acompañados del bisilábico carcajeo, una mágica lista que parecía romper dentro de su enorme corpachón fuegos de artificio.

Miraba su muñeca y les miraba a ellos. Iturmendi acabó la última cerveza, mientras que Vidal mediaba la suya. Anselmo seguía diciendo:

—¡Qué equipo tenía el Deportivo de aquélla! Pasó de tercera en el treinta y uno, a casi ganar la liga en primera en el treinta y seis. Pasó, como digo yo, del barrio al mundo. En cinco años Chacho metió más de quinientos goles, es decir que salió a más de tres goles por partido. ¿Quién hace lo mismo hoy? Chacho fue siempre el máximo goleador. Que jugaba en tercera, el máximo goleador de tercera; que jugaba en segunda, el máximo goleador de segunda; que jugaba en primera, el máximo goleador de primera…

Iturmendi volvió a eructar. Por sus cabellos pajizos y por su frente borbotaban pequeñas gotas de sudor. Se golpeó el pecho con la palma de la mano y gritó:

—¡Concho, tráenos otra botella!

Anselmo reparó en el corcho irremisiblemente hundido y se alejó de ellos en una cómica carrera de pasitos cortos.

—¡Sí! —dijo Iturmendi cuando se hubo repuesto—, era un tipo colosal, de aquellos como sólo hubo durante la República, como Picasso, Lorca y ésos, como aquel torero, Mejía o Mejías, que también era poeta. Y es que dicen que era bueno en todo, que tocaba la guitarra como los ángeles, que cantaba divinamente, un verdadero superdotado y además de una simpatía arrolladora… Dicen que sería poeta también, que escribía versos, y no malos… A mí Arnedo me ha dicho al oído que los mejores poemas de Zarandona los ha sacado de una vieja libretita de Chacho que encontraría en los viejos campos deportivos del Agujero. Debía de tener unos cojones así de grandes. En serio: parece que era excepcional… ya no sólo por lo efectivo de su juego, salía a más de dos goles por partido, sino por cómo jugaba: tenía velocidad y tenía resistencia y le pegaba a la pelota, de frente, plaf, con una fuerza descomunal. ¡Aaahhh!

Decía mi padre, que sólo le vio una vez, que verle jugar era como ver correr a un tigre: pon, pon, pon, tú ves esa seguridad, esa elegancia y rapidez que tienen los tigres en la carrera y esa cosa como de plomo, al mismo tiempo, sólida y poderosa, pues eso tenía Chacho. Y tal cosa, dicha por mi padre, tiene mérito ¿comprendes? Mi padre vino aquí a ver a los leones de San Mamés y lo que vio fue al tigre del Agujero.

Vidal se encogió de hombros.

—A ti el fútbol te la trae pendulona ¿a que sí? —dijo Iturmendi, que añadió suplicante—. Olvídate de Julito…

—¿Qué Julito?

—¡Concho! Casi lo matas y ya te has olvidado de su nombre.

Vidal sonrió con tristeza:

—¿Está fuera de peligro?

Iturmendi hizo un gesto de suficiencia.

—Hola, doctor —el saludo procedía de Pili, la mujer de Anselmo, también vestida de blanco; llevaba una bata anudada por delante, con solapas y escote muy amplios, que permitían ver bajo la fresca y abultada sotabarba la generosa ladera ascendente en la que moría atropelladamente el cuello y nacía, como si de una verdadera plataforma continental se tratase, el murallón del seno. En la frontera de uno y otro, como lindero de corral, un colgante de oro; la mujer, que miró a Vidal al soslayo, en seguida añadió—: …y compañía.

Traía en la mano un papel doblado.

—Se lo han recomendado a mi suegra. Dice mi suegro que la vamos a matar a porquerías. Pero ella se queja y se queja. Y no se puede dormir en la casa. Y como siga así, es ella la que nos va a acabar matando a todos.

Le tendió el papel:

—¿Qué le parece? Nos lo recomendó el médico del seguro, un tal Agustín no sé qué… ¿Se lo damos o no se lo damos?

Iturmendi lo miró con atención. Meneó la cabeza arriba y abajo. Leía con dificultad.

—Mal no le va a hacer —dijo.

—¿Pero se lo doy o no se lo doy?

—Mal no le va a hacer —repitió Iturmendi, y como viera que ella iba a insistir, añadió con un gesto de firmeza—: ¡Dáselo, mujer!

—Bueno, si usted lo dice, se lo daremos… ¿Han pedido ya?

¿Qué han pedido? Luego cuando venga mi niña quiero que la vea también. Tiene un tobillo que dice que no para de dolerle… Si no le importa.

—Hemos pedido vino y no viene —dijo Iturmendi.

Cuando volvieron a quedarse solos a Iturmendi se le había ido el santo al cielo:

—¿Qué te decía yo? Despreocúpate de Julito, no tiene nada… ¡ah, sí! Te decía que mi padre vino con el Athlétic en el año 36.

El Deportivo Aviación todavía jugaba en los campos del Agujero y el Athlétic tenía que ganar por fuerza si quería seguir aspirando al campeonato. Y perdió, vaya que perdió: ¡siete a cinco!, ¡con cinco goles de Chacho! Ese día mi padre, viendo lo que hacía un solo hombre, con once vascos, un maqueto, con perdón, rompió el carnet del partido de Arana, lo rompió en mil pedazos, porque, según me dijo a mí, no sé si en broma o en serio, vio que era mentira eso del nacionalismo y lo vio en las carreras de Chacho, en la finura de su regate, en la caballerosidad de su juego… Fíjate si tiene importancia el fútbol.

—Lo creerás o no lo creerás pero parece que no ha habido en el mundo otro jugador como Chacho… un jugador que además salvó a mi padre del nacionalismo —y rió fuerte Iturmendi.

Vidal miró la hora en su reloj de pulsera.

—Me dijo la enfermera que no podía salir de la ciudad.

—¿La Pepita? —preguntó Iturmendi—, es colosal. Es tan cumplidora que hace hasta de comisario de policía. Tiene unos huevos de elefante. ¿Te tomó declaración algún urbano?

—No.

—Pues, tranquilo —y levantó la última jarra de cerveza para brindar con Vidal que así vació la suya—. Vete donde quieras y mañana será otro día.

Vidal volvió a mirar el reloj.

—Quiero irme pronto. ¿No te importa?

Iturmendi se quedó sin habla y pareció mirar a Vidal por primera vez. Al fin dijo:

—Aguanta un pelo, hombre. No me dejes solo ahora.

Vidal sonrió:

—No quiero que se me haga muy tarde —dijo.

Volvió Anselmo con otra botella de vino que se dispuso a abrir.

—Oye, Anselmo, enséñanos el palomar, anda, que Vidalín no lo conoce —pidió Iturmendi.

—¿No has estado nunca arriba?, ¿de verdad? —preguntó Anselmo, más que sorprendido, consternado.

Vidal negó con la cabeza.

—¡Venid! —ordenó Anselmo.

Dejó la botella sobre la mesa y se encaminó hacia el bar; los otros le siguieron, las miradas de los parroquianos detrás de ellos, parecían los galardonados que son llamados de entre el público a una tribuna para recibir su título. Se agacharon para pasar al otro lado de la barra, bajaron un par de escalones y atravesaron una estrecha puerta de la que partía una empinadísima escalera. Las maderas crujieron como las de un viejo barco. Anselmo accionó un interruptor y encendió la luz.

Fue como si en un cielo negro resplandeciesen de repente las estrellas. También aquellas paredes estaban llenas de retratos.

—Aquí hemos colgado a lo mejor de la nueva universidad:

… don Argimiro de la Cuesta, vaya cordobés fino, no sé lo que no sabrá de historia pero es simpático una hemina y media…, don Pedro de Busturi, el decano de la facultad de hostiología o histiología o no me hagáis caso, y don Eladio de las Hoces, que creo que es catedrático de la historia y del derecho… Aquí tenemos colgado al plantel completo como podéis comprobar.

La escalera, a más de estrechísima, era casi de caracol y los tres hombres subían por ella no sin dificultad. Los sonidos del bar tomaban allí rumor de oleaje, un fragor de fondo bronco y persistente cuya intermitente potencia venía graduada por las puertas que se abrían y cerraban al paso de los camareros, como por efecto de los golpes de viento en los accesos a la torre de un faro. Se oyeron entonces llantos de niño, voces de mujer, y rumor de trasteo en la cocina, tal y como si se acercaran al hogar del farero. Iturmendi eructó otra vez y, ora por efecto del roce de uno de sus hombros, ora por la inopinada onda sonora, un cuadro se cayó al suelo y su cristal se hizo añicos. Desde dentro de la casa les llegó nítido un juramento.

—¡Mi padre! —exclamó Anselmo.

Oyeron cómo unos peldaños más abajo se abría una puerta y vieron a Pili, la mujer de Anselmo.

—¿Qué es?

Pili parecía cerrar el paso a otra persona. Se trataba del padre de Anselmo que pugnaba por situarse delante de ella. Era un hombre muy bajo y corpulento; tenía la boina sobre la cabeza.

—¿Quién era, Selmín? ¿Quién ha caído?

—Nadie, padre, nadie.

—¿Quién ha sido, Selmín? —y volvió a blasfemar.

—Vaya, padre: ha sido Lupercio el sastre ciego que ya lleva más de veinte años muerto.

—¡En el valle de Josafat lo veremos! —dijo el viejo.

—Eso digo yo —dijo Iturmendi.

Terminó Anselmo de colocar el cuadro en su sitio y abajo cerraron la puerta.

—No le gusta a mi padre que tiremos los cuadros. Dice que no es la primera vez que cuando uno cae le traen la noticia de la muerte del retratado, el mismo día y a la misma hora. Él sabe cuándo murió Chacho.

—¿Chacho? —preguntó Iturmendi—. Si Chacho vive todavía…

—Eso dicen. Y menudo lío que tienen en el Ayuntamiento con eso. Dicen que Chacho se escapó de San Marcos en el cuarenta y algo y que se fue a la Argentina en un barco. Mi viejo está seguro de que se murió a las dos de la mañana de un día como hoy de ese mismo año. Por eso cómo iba a escribir ni no escribir si está muerto desde hace casi medio siglo.

—¿Cómo es eso?

—Tal día como hoy, imagínate, a las dos de la mañana, después del follón, cuando se había ido todo el mundo, estando recogiendo el bar el viejo oyó cómo caía al suelo el retrato de Chacho. Parece que eso mismo ocurrió con Eltenedor, un maestro que me dio clase a mí, y con Cucañitas, el mariquita de la pasarela, ¿os acordáis de él? Aquél que vivía por Santa Elvira y que se pasaba las horas muertas sentado en el pitorro que servía de remate al pasamanos de hierro de la pasarela de la estación. El mismo día que aquí un golpe de viento tiró su dibujo en el bar, se cayó de lo alto de la pasarela y un mercancías lo pasó por encima. Claro que la culpa sólo la tuvo él, porque no era cliente ni nada, bueno a veces compraba una gaseosa, pero él mismo nos trajo un autorretrato y cogió una perra terrible hasta que no lo colgamos en el bar… era un retrato pequeñito con un marquito de plata, todo él muy mariconín… ¡pobre muchacho!

El palomar era una estancia amplia con viguería, travesaños y suelos de madera en la que se había habilitado el mejor comedor de la casa. El techo se abuhardillaba en uno de sus lados por el que se abría un ventanal con cuarterones. Todas las paredes, incluido el techo en su parte inclinada, se hallaban llenas de retratos.

Anselmo comenzó a señalarlos uno a uno. No le bastaba con verlos, tenía que tocarlos y quería que los otros los tocaran también. Estaban en el Palomar. Y Anselmo quería que sus invitados tocasen uno a uno a sus pichones, les palpasen el buche y la pechuga, sintiesen en su mano su palpitar caliente y sopesasen lo bien que se criaban bajo sus cuidados.

—Éste es el Marquesita Gitano, Dios le tenga en la Gloria, si es que existe… Éste es Dionisio Pirita, aquel empresario bañezano que reventó la banca de Montecarlo a cabezazos, creo que todavía sigue preso… Mirad, veis éste…, éste era el campanero Campullo…

Y así fue enumerando con entusiasmo y tocando unas veces y bajando otras a los mejores ejemplares de su colección.

—Cuidado con éste… no, a ése no le cojas por ahí… mirad aquel otro…

Vidal vio en lo más alto el retrato de don Enrique, enmarcado en caoba, un dibujo antiguo, de antes de la guerra, un dibujo sepia, con un don Enrique apuesto, a pesar del atrevimiento picassiano del artista, de mirada clara, un dibujo hecho por uno de los primeros dibujantes de La Charca, quizá por el más famoso de todos, el que firmaba con el seudónimo de Miramamonín.

—Ése de don Enrique es de los tiempos de mi abuelo. Dicen que ése y este de Chacho son los dos mejores retratos antiguos que tenemos. Este Miramamonín era un ruso blanco que murió en las brigadas internacionales. Su verdadero nombre era Inefable.

—¿Inefable?

—Eso dice mi abuelo por lo menos y así le llamaba siempre Chacho. Porque otros le llamaban Federico. Estuvo aquí dos años mientras se construyó el túnel de la Arenera. Aquí comía y cenaba a diario. Y es que se negó a trabajar: se declaró objetor de túneles y obras públicas…

Iturmendi se carcajeó.

—Eso he oído. Era ingeniero de caminos, canales y puertos como don Arístides Roland. Pero mientras don Arístides trabajaba como un condenado, Inefable no pegaba ni un clavo.

Vino detrás de una hija de don Arístides. La siguió por África y Asia hasta llegar aquí.

—¡Pues sí que anduvieron!

—Sí. Este don Arístides era un ingeniero mundial. Él planeó la construcción de un ferrocarril por el desierto, el Transahariano, por eso le hicieron el encargo de venir aquí, que esta obra entre montañas dicen que es tan internacional y dificultosa o más que aquélla.

—¿Y cómo le dio por llamarse Miramamonín?

—Cualquiera sabe. Un ruso que se viene a vivir aquí ya tiene que estar majaron de la azotea ¿no?

Iturmendi, puesto de puntillas, había logrado bajar el retrato de Chacho que estaba enmarcado igual que el de don Enrique, y lo sostenía en sus manos como si en verdad se tratara de un ser vivo capaz de echarse a volar. Anselmo le miraba expectante.

Había en su actitud tanta cautela y avaricia como amor.

Iturmendi dijo:

—¿Cuánto quieres por él? Déjamelo, anda.

El retrato de Chacho era un pichón blanco que volaba por el campo de un estadio.

Iturmendi lo cogía con mimo, con devoción, con nervios.

Vidal se acercó para mirarlo. Tenía razón Iturmendi: los rasgos de Chacho con el pañuelo circundándole la frente evocaban una época de leyenda, en que los héroes y los soldados eran también poetas.

Anselmo lo recuperó de sus manos y volvió a colgarlo de la pared.

—Tú eres capaz de matarlo —le dijo.

Iturmendi hizo un gesto de hastío.

—Bueno, venga vámonos a tomar las vulvas machorras, que ya tengo hipoglucemia.

El descenso lo hicieron despacio y en silencio.

—El catorce de julio murió Chacho —oyeron que decía el padre de Anselmo al cruzar el umbral de su casa—. Me acuerdo —añadió el viejo— porque ese día se tomó la Bastilla.

Iturmendi, que iba detrás de Anselmo, se volvió a Vidal y le hizo un gesto que éste no fue capaz de entender.

Salieron de nuevo al bar y volvieron a sus asientos. El comedor estaba ya casi lleno. Se llenaron los vasos de vino y bebieron. Vidal dijo:

—Me tomaré sólo las vulvas y me iré.

—Venga, Vidalín, no seas flojo —contestó el otro volviendo a llenar los vasos—. Después de las vulvas habrá que tomar criadillas, con un poco de guindilla ¿eh? Y luego ya veremos ¿eh?

No te me vayas a ir ahora —y volvió a alzar la voz, una voz fanfarrona que, sin embargo, estaba atravesada por la súplica—: Además quiero que me eches una mano con Anselmo. Me quiero llevar ese retrato hoy.

Vidal no contestó. Volvió Pili con su hija y el doctor Iturmendi pasó una rápida y jovial consulta.

—Una venda fuerte y ya está.

—Por lo de antes, no preocuparse —dijo Pili—, aunque mi suegro es gafe en eso de las muertes, le trae la cigua a cualquiera.

Cuando vino Hilario, el camarero, con los platos de vulvas, toda La Charca, incluido el comedor, era un barrizal de voces:

—Más vino, tú. Y dile a Anselmo que no se me escaquee.

Que le tengo hecha una puja por Chacho.

Los platos de vulvas eran soperos y rebosaban una salsa espesa y oscura que cubría como pudoroso velo unos cuantos trozos de carne blanquecina.

—¿Qué tal?, ¿todo bien? —preguntó Anselmo que se había acercado con otra botella.

—Muy bien —dijo Vidal.

—Delicioso —dijo Iturmendi, que añadió—: Es la carne más fina que existe. Ahora hay que complementarlo con una de criadillas, y luego ya veremos. ¿Qué tal, para ti, Vidal?

Vidal hizo un gesto denegatorio. Iturmendi dijo:

—Trae una de criadillas y el retrato, anda, tengo aquí el talonario.

Anselmo, que había acabado de descorchar la otra botella, cerró los ojos abrumado, miró en su torno y con un movimiento muy rápido se sentó a la mesa. Acercando la cara a Iturmendi, en inequívoco ademán de confidencia, dijo:

—¿Visteis arriba una mesa preparada para veintiséis?

Los otros le miraron en silencio.

—Está reservada para el presidente de la Diputación y el Alcalde, con sus hombres de confianza.

—¿Para cuándo? —preguntó Iturmendi.

—Para ahora. ¿Sabéis por qué? —y como no contestaron, añadió—: Porque van a inaugurar el edificio Satué con el retrato de Chacho…

—¡No!

—El de Chacho y el de muchos otros… ¿Ya sabéis lo del edificio Satué, lo que fue el Gran Casino Regional durante la República? —los otros asintieron—. Lo han comprado entre la Autonomía, la Diputación y el Ayuntamiento. Quieren dedicarlo a exposiciones y cosas así. Esta provincia es la niña bonita de la Autonomía. Y van a empezar con estos retratos. Desde este mismo momento estáis invitados a la inauguración.

—¿Estos retratos? —preguntó Vidal.

Anselmo sonreía ufano.

—No, los del palomar. Bueno, una selección. A nosotros nos sueltan una buena pasta y no nos metemos en nada. El viejo estuvo inspirado cuando los guardó. Porque tuvo que echarle valor, que por entonces a toda esta gente se les perseguía por rojos, republicanos y masones. Y menos mal que no los quemó.

A mí me han dicho que estos retratos pueden valer más de veinte millones de pesetas. El tal Miramamonín, por ejemplo, cuando vivió en París se llamó Lacall y fue famosísimo. Y luego todos los otros: Arturito Cimadevilla, Pedrín Corrida, Adalberto de Jaz, Fulanón, Wences, Olegario Deolito… hasta éste de ahora —y señaló en dirección al bar—, Pastrana, que tampoco es manco.

—¡Más de cien millones al talego! —dijo Iturmendi.

—¡Menos lobos! Ni la décima parte nos dan a nosotros, Porque sólo se quedan con los que van del 31 al 36…

—¡Los de la República! —exclamó Vidal.

—Sí, señor, éstos sólo quieren los de la República, de los demás no hacen ni puñetero caso. Ahí arriba han estado más presidentes, ministrillos y consejeros que en mi vida. Pero el que corta el bacalao es Zarandona, el poeta…

Iturmendi alzó su vaso lleno de vino y brindó.

—Por la República.

—¿Y qué van a hacer con los retratos? —preguntó Vidal.

—¿No te digo?: Una exposición, algo genial: «Los retratos de La Charca» la van a llamar. Zarandona ha escrito un libro entero sobre ella…

—¡Los retratos de La Charca! —repitió Vidal admirado.

—Pero luego qué va a pasar con los retratos. Yo quiero el de Chacho —dijo Iturmendi.

Anselmo hizo un gesto despreciativo.

—¡Aguanta, hombre! Déjame hacer a mí los negocios, no seas como mi padre. ¡Luego seguro que me los devuelven otra vez! ¡Y veremos!

—¿Veremos qué?

—¡Veremos, hombre, veremos!

—Bueno ¿qué?, ¿os pongo una de criadillas?

—Haz el amor y no la guerra —dijo Iturmendi, con una risotada.

—A mí no —dijo Vidal, que añadió levantándose—: Dime lo que te debo por todo que voy a irme en seguida.

—¡No me dejes solo, concho! —protestó el otro.

Vidal vaciló y se sentó, aunque dijo:

—Quiero acostarme pronto.

En ese momento entró en el comedor el fotógrafo Linaza.

Llevaba una camisa sahariana, ancha como la carpa de un circo, con haldas bailonas.

—¡Linaza! —llamó Iturmendi.

Linaza tenía una cabeza enorme y una cara blanca y alargada por la que corrían las gotas de sudor como por una fuente de porcelana puesta a secar. Sonrió:

—¡Hombre! ¿Habéis acabado?

Iturmendi volvía a sonreír.

—No; pero éste dice que se va. Yo todavía me quedo. Anda siéntate ahí. Yo todavía no he cenado. Me he tomado sólo unas vulvitas, pero ahora tengo que tomar unas criadillas, luego veremos… Tienes que contarnos tu viaje a la Patagonia. ¿Visteis a Chacho? Anda siéntate, siéntate Linaza, y dile a Vidal que no se vaya. Cuéntanos… Por cierto, ¿qué tal te han ido las pastillas que te recomendé? Creo que el alcalde también anda jodido del estómago…