HABRÁ que enumerar primero a cada uno de los viajeros que componíamos el grupo, ¿no es así?: el alcalde y señora, el concejal de cultura y señora, el concejal de policía y bomberos y señora, la concejala de abastecimientos y transportes y su marido, la concejala de sanidad y dos hijos, el secretario particular del alcalde y señora, el poeta Zarandona y señora, el señor Vélez de Aldebarán S.A. y señora, el fotógrado Linaza que iba solo, el corresponsal de «La Mañana» Olimpiades Tascón y señora… Éstos hacen… vamos a ver: dos y dos cuatro y dos seis y…
El alcalde Polvorinos se interrumpió.
Una mosca había volado en círculo sobre su cabeza y había estado a punto de chocar contra su boca. La mosca era grande y brillaba. Su coriáceo esternón presentaba una verdosa y oscura iridiscencia, un reflejo instantáneo que duraba lo que su paso por la zona soleada de la habitación.
El alcalde Polvorinos sintió asco. El concejal de Hacienda, Fermín Baños Bermejo, se incorporó y escudriñó en torno suyo.
Se acercó a la mesa baja frente al sofá de cuero y revolvió entre un montón de periódicos. El alcalde Polvorinos le seguía con la vista.
—¿Puedo? —preguntó el concejal de Hacienda, tenía en la mano un periódico enrollado a modo de maza—. Es de anteayer.
El alcalde Polvorinos asintió en silencio y llevó su vista, cautelosa y dura, por los más recónditos rincones de su despacho. La mosca hozaba sobre la pica dorada que servía de mástil a la bandera.
—Allí —dijo.
El concejal de Hacienda avanzó unos pasos muy despacio, casi de puntillas, llegó al sofá, se descalzó, se subió a él, alzó la mano que empuñaba el periódico y descargó el golpe. Pero falló.
La mosca garabateó en el aire, hizo un primer círculo apresurado, descendió luego y desapareció. La bandera, sin embargo, que sólo estaba apoyada en la pared, se inclinó hacia un lado y cayó sobre uno de los veladores de madera.
Desde el despacho del secretario particular, contiguo al del alcalde, vino una voz de hombre.
—¿Pasa algo, Pepe? —y en seguida apareció Gilberto en la puerta.
—Una mosca —explicó el concejal de Hacienda que seguía de pie sobre el sofá con el periódico en la mano.
—Un tábano —corrigió el alcalde Polvorinos.
Gilberto hizo el ademán de lo obvio. Los brazos doblados en ángulo recto, los antebrazos adelantados, las manos abiertas, la cabeza levemente inclinada, los ojos semicerrados. Dijo recriminador:
—Que lo haga Mari Coro, por Dios.
—¿Tú crees? —preguntó el alcalde Polvorinos, pero ya había pulsado el botón del interfono para llamar a su secretaria.
Mari Coro se hizo cargo de la situación en seguida. Tomó el periódico de manos del concejal de Hacienda y miró a un lado y a otro. Mari Coro era esbelta y delgada y se recogía el pelo muy negro en una cola de caballo baja, tenía los pómulos marcados, los ojos oscuros y muy grandes. De andares y movimientos rapidísimos, llevaba las mejillas enrojecidas, tanto por efecto del colorete como por su mucha actividad.
—Está por abajo —indicó el concejal de Hacienda con ademán impreciso.
Mari Coro se agachó. Vestía una blusa blanca con pechera y gran lazo al cuello y una falda estrecha de paño gris. Dobló la cintura y también las rodillas, una más que la otra hasta posarla en el suelo, de modo que una parte de su muslo derecho quedó al descubierto, la parte interna, la más íntima y más blanca, la que vivía eternamente enfrentada al otro muslo.
El concejal de Hacienda buscaba la mosca, pero el alcalde Polvorinos, sentado a la mesa de su despacho, y su secretario particular, que se había acercado hasta ellos, además del poeta Zarandona que acababa de entrar, miraban sin pestañear en la misma dirección: el muslo de Mari Coro.
El alcalde Polvorinos sintió vergüenza. Aquel instante que extraía de lo efímero una prolongadísima vivencia encerraba un componente de injusticia, una injusticia semejante a la que emana del cuadro en el que una gacela que bebe en el arroyo es acechada por tres leones hambrientos. El tábano vino a librarle de su escrúpulo. Volvió a dejarse oír por las alturas.
—¡Ah! —dijo el alcalde Polvorinos, recuperando el buen humor—: Parece la avioneta de De Jonghe…
—¿Qué pasa? —preguntó el poeta Zarandona.
—Un tábano —contestó el secretario particular del alcalde.
—Escucha, escucha que así sonaba la avioneta de De Jonghe y volaba mucho peor.
Con las cabezas levantadas y los ojos muy abiertos giraban todos en círculo al acecho del insecto. Su zumbido se interrumpió de repente. Y el insecto desapareció.
—¡Ahí está! —gritó el secretario particular del alcalde señalando los soleados cristales del ventanal que daba a la plaza de Las Palomas. El concejal de Hacienda apartó un visillo y Mari Coro enarboló el periódico enrollado. Había dos moscones, uno encima del otro, subiendo y bajando por el cristal. La voz del concejal de Hacienda pareció la de un niño o la de un viejo, artificialmente adelgazada como para hacer una confidencia en la que expresara el colmo del regocijo:
—Están jodiendo —dijo.
Y los cuatro hombres miraron a Mari Coro, su rostro juvenil eternamente ruborizado por una agitación de colorete, sus hombros suavemente redondeados, el brazo atrás sosteniendo el periódico como una majestuosa Diana cazadora, las líneas del sujetador tensas sobre el rosicler de la carne que transparentaba la blusa.
Uno de los moscones cayó al suelo como consecuencia del golpe, el otro desapareció.
—¡Ya está! —exclamó Mari Coro, satisfecha por el deber cumplido, y de nuevo, radiante y nerviosa, tan activa como siempre, escondió su timidez en sus rápidos movimientos, en su talante de eficacia.
—Ahora la bandera —dijo.
Hincó sus rodillas en el sofá, hundió su cabeza entre el espaldar y la pared y estiró el brazo. Los cuatro hombres la miraron extasiados: sus nalgas formaban una esfera tornasolada en la tela gris de la falda, dominada por un vértice único, una clave de perfecta redondez, en la que se concentraban todas las miradas y de la que partían haces apenas perceptibles, nervaturas como dovelas, ingenios de entibo entreverados con la jugosa gracia de las frutas.
—Vamos a seguir —dijo el alcalde Polvorinos, otra vez insatisfecho—: Venga Gaspar, que te necesitamos ahora.
El poeta Zarandona pareció no enterarse del requerimiento.
Mari Coro se estiraba sobre el sofá y hacía prodigiosos esfuerzos de manipulación con su mano izquierda hasta que logró levantar la pica del suelo.
—¿Y a mí? ¿Me necesitas a mí? —preguntó el secretario particular.
Mari Coro mientras tanto colocaba la pica en su sitio, contra la pared, a un lado de la vitrina que guardaba la espada del Rey Bueno y sonreía. Y rápida, muy rápida, con esa velocidad que sólo ella era capaz de alcanzar en tan escuetos espacios, salió del despacho. Sonreía todavía. Dijo:
—¡Qué hombres!
—A todos. Ahora os necesito a todos —dijo el alcalde—: Tenemos que sacar adelante esta moción.
Se sentaron los cuatro hombres repartidos por el despacho.
El concejal de Hacienda y el secretario particular al otro lado de la mesa del alcalde. El poeta Zarandona, más alejado, en el sofá de cuero bajo la vitrina en la que se guardaba la espada del Rey Bueno.
—Estábamos con el informe sobre el dichoso viaje a la Patagonia y la moción de censura.
El alcalde Polvorinos cuando hablaba buscaba los ojos del poeta Zarandona.
—Cuenta el viaje —dijo Zarandona.
—Eso quiero, Gaspar. Y en eso estamos. Pero hay cosas que hay que saber decir…
—Empecemos, pues —dijo Zarandona poniendo un pie sobre la mesa y llevando el cuerpo hacia atrás.
—¿Hablamos ahora de los gastos también? —preguntó el concejal de Hacienda.
—¡Claro! —dijo el secretario particular—: Si la moción de censura va por ahí.
—Un momento —matizó el alcalde—: Va por ahí y no va por ahí. Porque ¿qué censuran? ¿El número excesivo de personas que formaron el grupo? No pueden hacerlo. No sería democrático. Todos lo aprobaron. Y a cada uno de ellos se le invitó a venir. ¿Los veintisiete días de duración del viaje?
Tampoco. No vamos a ir a América, a la Argentina y nada menos que a la Tierra del Fuego, diecinueve personas y estarnos veinticuatro horas. ¿Qué censuran pues? ¿El dinero? ¿Los cuarenta y cinco millones de pesetas que ha costado el viaje? Eso es el chocolate del loro. ¡No! Censuran, lo que nos censuramos todos, lo que no nos perdonaremos jamás: no haberle podido entregar la medalla de hijo predilecto de la ciudad a Chacho. Eso es lo que nos censuran y eso es lo que nos reprochamos nosotros también. En ese sentido yo mismo apruebo la moción de censura. ¿Estamos?
—Básicamente estoy de acuerdo contigo, alcalde —dijo el secretario particular.
—Y yo. Yo también.
Zarandona se había recostado de tal modo en el sofá que parecía la maja vestida. Antes de hablar inclinaba la cabeza como para buscar las palabras en una zona muy profunda de sí mismo; entonces el rostro se le dividía en multitud de pliegues. Exhaló aire por la nariz. Era una objeción y también señal inequívoca de que iba a hablar. Habló:
—Estaría eso muy bien, sí, si la misión hubiera fracasado, pero la misión no ha fracasado todavía. Porque si no ¿qué hace allí el concejal de Cultura? ¿Por qué se ha quedado en la Patagonia? Quién sabe si ya ahora mismo le han entregado la medalla.
—¿Tú crees? Es importante que regrese a tiempo. Necesitamos su voto —dijo el alcalde.
—¿Por qué no? O dicho de otro modo: ¿por qué se ha quedado si no?
—¡Eso mismo quisiera saber yo! —Exclamó el alcalde. Luego, mirando a su secretario y al concejal de Hacienda, preguntó—:
¿Qué creéis vosotros? ¿Qué crees tú Fermín?
Vacilaron los dos hombres. El alcalde no esperó respuesta:
—Yo no creo en Chacho. Yo creo que Chacho es una quimera…
El concejal de Hacienda y el secretario particular asintieron.
—Si nosotros no lo conseguimos…
—Yo creo que Chacho es una quimera —continuó el alcalde— y es justamente eso lo que me gustaría llevar al discurso.
Una quimera que ilumina la vida de esta ciudad. O mejor todavía: una utopía. Y para mí, una metáfora —y permitidme que lo diga personalizando, ya que a mí se debió la iniciativa de la expedición— la metáfora de mi vida: la búsqueda continuada de la justicia. Por eso os lo digo a vosotros, aquí y ahora, que sois mis amigos, pero también quisiera decírselo a la oposición, a esos que se han atrevido a pedir contra mí una moción de censura.
¿Por qué? ¿Qué se me puede censurar? He buscado a Chacho, como he buscado durante toda mi vida la realización de la justicia en este mundo. Si no lo he conseguido más se debe a lo ambicioso de la meta que a mi empeño… ¿es que pone alguien en duda el coraje, el esfuerzo, el tesón de aquellos conquistadores del siglo dieciséis porque fracasaran en su empeño de encontrar El Dorado? ¿No era acaso El Dorado una quimera, una utopía?
Pues bien, hoy como ayer soy de la opinión de que todos los logros del hombre nacen de su empeño por acercarse a la utopía en este mundo. Y no es mío esto.
—Has dicho cosas muy interesantes, Pepe —comentó el poeta Zarandona que se había incorporado para tomar alguna nota—. Metáfora, quimera, utopía, todo eso me parece genial. La vida, alcalde, es toda ella una larga metáfora. Por eso relacionar a Chacho con los buscadores de El Dorado, relacionar nuestro viaje con sus expediciones, es muy afortunado. De todo eso hay mucho además en la propia vida de Chacho. Su figura de mito popular durante la República, su carácter de futbolista ilustrado, su ejemplar comportamiento en la guerra… ¿Metáforas, quimera, utopía…? Me gusta, me gusta.
—¿Te gusta? —preguntó Polvorinos entusiasmado y sin esperar respuesta añadió con la pasión de quien ha encontrado la felicidad—: ¡Si esta expedición es la metáfora de mi vida! —Y abriendo un cajón de la mesa de su despacho, añadió—: Mira aquí en este cajón tengo treinta y tres folios con mis ideas, será mi testamento político si tengo que dejarlo… Aquí está la verdad de nuestro viaje, mi vuelo con De Jonghe…
—De ese vuelo tienes que hablar en el discurso, que no sé cuantos de ésos se hubieran atrevido a hacerlo —dijo el secretario particular.
—Yo no, desde luego —declaró el poeta Zarandona.
Polvorinos les miraba encantado.
—¿Qué es ese vuelo? —preguntó el concejal de Hacienda.
—¿No sabes? —preguntó el secretario particular y luego, al alcalde—. ¿No le has contado tu vuelo con De Jonghe?
El alcalde cerró el cajón donde guardaba su testamento político y se encogió de hombros.
—Hagamos primero el discurso.
En ese momento se abrió la puerta que daba al antedespacho y asomó Mari Coro. Avanzó hacia la mesa del alcalde, rápida y diligente:
—¿No me oyen llamar? —tomó el teléfono interior y se lo llevó a oído tecleando con los dedos—: No le funciona el aparato.
—¿No le funciona el aparato, Mari Coro? —preguntó socarrón el poeta Zarandona.
—No. Mírelo usted mismo. No suena de ningún modo. —Dijo esto y su cara cambió, distendió la frente y parpadeó y, ya sonriendo, añadió—: Bueno, ustedes me entienden. —Luego con el tono profesional de siempre le dijo al alcalde—: Que han vuelto a llamar los de Siracusa Films, los tengo al teléfono, quieren hablar con usted.
—¿Qué quieren, Mari Coro? ¿No sabe usted parármelos?
Estoy con el discurso de la moción de censura.
—Sí, señor, sí que sé, pero es que quieren hablar con usted.
Dicen que con el Cabildo no se entienden, que quieren que usted les ayude para obtener los permisos…
—Pero si ya llevan dos días rodando en la catedral. ¡Día y noche!
—Bueno… ¿qué quiere? Parece que no consiguen el permiso para abrir la tumba del Rey Bueno…
El alcalde Polvorinos cerró los ojos. Meditaba. Mari Coro esperaba de pie, frente a él. El poeta Zarandona la veía de espaldas, el secretario particular el perfil del seno derecho, el concejal de Hacienda, el del izquierdo… Ahora sí que su agitación, mortificado su dinamismo con la espera, ponía verdadero rubor en sus mejillas. Doblaba un brazo sobre el pecho y extendía el otro a lo largo del cuerpo para tamborilear con los dedos sobre un muslo.
—Dígales que hablaré con el obispo.
—¿Nada más?
—Ya está bien. No voy a hablar con el Papa, Mari Coro estiró su cuerpo.
—Quiero decir: ¿usted no se va a poner?
—No, no Mari Coro, dígaselo usted.
Mari Coro giró sobre si misma para salir del despacho. Y lo hizo no de derecha a izquierda sino de izquierda a derecha, de modo que enfrentó su rostro a los tres hombres que la miraban, los miró a los tres, uno a uno, la misma intencionada aunque efímera mirada, como si su vista fuera un pájaro veloz que al aproximarse volara súbitamente hacia lo alto para esquivar el choque.
Otra vez, los hombres solos, el poeta Zarandona preguntó:
—Si se lo dices a don Enrique, él te lo consigue. Al obispo lo tiene en el bote. Pero ¿por qué quieren abrir la tumba del Rey Bueno?
—Yo que sé.
—Es por lo que cuentan, leyenda o lo que sea, de cuando la francesada, que se profanaron todas las tumbas y cuando abrieron ésta salió el Rey Bueno y mató de un espadazo a tres franceses —dijo el secretario particular—: Después de haber visto a la Infanta Doña Urraca en San Juan, a la que se le ha podido hasta peinar, se tiene la sospecha de que el Rey Bueno se conserva incorrupto…
—Don Enrique consigue lo que quiere del obispo —insistió el poeta Zarandona.
—No es partidario —dijo el alcalde—: Ya he hablado con él.
En realidad fue lo primero que hice. Pero ni le gusta que se filme en la catedral, ni, estoy empleando sus propias palabras, es partidario de importunar el eterno descanso de los muertos… Así que, como ya me anunció, más bien le habrá pedido al obispo que no les deje entrar en la catedral. Y yo no quiero gastar a don Enrique en eso. Tiene que hacer que su sobrino vuelva.
Necesitamos su voto para pasar la moción de censura.
—A don Enrique hay que darle de comer aparte —dijo el poeta Zarandona.
—La búsqueda del Rey Bueno es otra metáfora —dijo el secretario particular, mirando al poeta Zarandona.
—¡Sí, sí, dos metáforas que se cruzan! La metáfora de Chacho y la metáfora del Rey Bueno. La búsqueda de la Justicia y la búsqueda de la Verdad. ¿Qué te parece, Gaspar? —preguntó el alcalde.
El poeta Zarandona torció la cabeza y crispó su rostro.
Buscaba, buscaba, buscaba… Bufó por la nariz y habló:
—La del Rey Bueno es una fábula del medievo, dejémosla para los cultivadores del ciclo artúrico y demás seguidores del mago Merlín. La de Chacho es una fábula de nuestro tiempo.
—Sí, en efecto —señaló el alcalde Polvorinos—, y sobre nosotros pesa una moción de censura.
Callaron todos. El poeta Zarandona respiraba, según era norma en él, fuerte, pero no soplaba por la nariz. Volvió a hablar el alcalde Polvorinos:
—Bien, hemos salido para la Argentina, estamos dos días en Río de Janeiro, cinco en Buenos Aires, tres en Neuquén y diecisiete en la Patagonia, de los cuales tres en Comodoro Rivadavia y catorce en Río Gallegos… nos gastamos cuarenta y cinco millones de pesetas y no encontramos a Chacho… Ésa es la crónica resumida de nuestro viaje. Y, sin embargo, yo sostengo que nuestro viaje no ha sido inútil. Prescindo de las visitas a familiares que cada uno haya hecho, que no creo tenga nadie el cuajo de sacarlas a relucir, a Neuquén hubo que ir porque así se nos recomendó como centro de contratación aérea para todo el sur de la Argentina, hago caso omiso del primer fin de semana en Río de Janeiro, porque en algún sitio había que pasarlo, considero ineludibles los cinco días pasados en Buenos Aires, consumidos entre visitas a las autoridades y a nuestro embajador, los tres en Neuquén para la contratación del taxi 386
Juan Pedro Aparicio
aéreo que nos pudiera llevar a todos a Tierra del Fuego y que finalmente sólo nos llevó a la mitad de nosotros para acabar dejándonos tirados en Río Gallegos sin que pudiéramos ir ni para un lado ni para otro. ¿Qué demostramos, sin embargo? Os parecerá cursi, pero yo lo voy a decir y quisiera decirlo en el discurso: la energía de esta joven democracia, la gran voluntad política de cuantos componíamos el grupo, había que hacer lo que había que hacer y se pusieron todos los medios para hacerlo…
—Sobre todo tú. Eso está claro. —Aseguró el poeta Zarandona.
—¡Todos! —afirmó el alcalde Polvorinos.
—Todos, sí —insistió el poeta Zarandona—. Pero sobre todo, tú. A mí tu vuelo con De Jonghe, ya te lo he dicho, me parece digno de Hernán Cortés, Núñez de Balboa, Diego de Ordás y toda aquella gente.
—¿Cómo fue ese vuelo? —preguntó el concejal de Hacienda repasando entre sus papeles—: Yo lo tengo contabilizado como el más barato de todos: trescientas mil pesetas. Sí, aquí está.
Compañía de Transportes Aeronáuticos De Jonghe, factura número 1006, transporte de una persona de Río Gallegos a Río Grande, dos mil dólares… Sólo una persona es caro… ¿Es tu famoso viaje, verdad?
—Fermín tú no sabes lo que era aquello.
—No me lo contáis.
—Escucha —dijo el poeta Zarandona—: Llegar allí ya fue dificultoso. En Neuquén, en contra de lo que se nos había dicho, no había comunicaciones directas con Tierra del Fuego, no, al menos, como las queríamos nosotros. Hubo que volar a Comodoro Rivadavia. Menudo vuelo. El día más lluvioso del siglo. Caían rayos y truenos. ¿Sabes cómo suena un rayo contra el avión? Díselo tú, Gilberto-Gilberto sonrió. Agitó la mano en el aire.
—Toma ese tomo —dijo Zarandona, que como un convaleciente señalaba con su mano hacia la estantería donde estaba el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.
Gilberto se levantó y lo tomó.
—Tíralo al suelo. Tíralo. De plano.
Gilberto lo dejó caer a plomo sobre el suelo. Plaf, se oyó. Un sonido restallante y sordo.
—¿Os acordáis? —preguntó con una luz de satisfacción en sus ojos el poeta Zarandona.
El alcalde Polvorinos y su secretario particular hicieron un gesto de feliz asentimiento.
—¿A que era ese sonido? —insistió el poeta Zarandona, que añadió dirigiéndose otra vez al concejal de Hacienda—: Pues así fue el viaje de Neuquén a Comodoro Rivadavia. ¿Quién se puede extrañar de que las mujeres no quisieran seguir? ¿Qué íbamos a hacer? ¿Obligarlas a venir? Que nos diga la oposición lo que hubieran hecho ellos. Nosotros seguimos viaje, los hombres solos, todos los hombres menos Vélez, de Aldebarán S.A., que se quedó a cargo de las señoras en Comodoro Rivadavia. Y nuestro vuelo a Río Gallegos no fue mejor. Ya no hubo tormenta, no al menos eléctrica, pero viento… Madre mía. Ni siquiera podíamos aterrizar porque el viento no dejaba que el avión posara, tanta era su fuerza… Creo que estas canas me han salido en ese viaje…
Y eso que yo no intenté el vuelo a Río Grande. Eso fue cosa del alcalde. Cuéntalo tú, alcalde.
El alcalde Polvorinos sonrió con resignación.
—Ya en Río Gallegos, nada más bajar del avión, teníamos la sensación de estar en el fin del mundo. No sé, hasta el aire era diferente, como si hubiera menos espacio entre el cielo y la tierra, una tierra de sombras largas, abrupta, erosionada, pobre…
Que allí nos dijera el enlace de la agencia que Chacho vivía más abajo, en Tierra del Fuego, al sur de Río Grande, nos pareció una burla… y por primera vez pensamos que nos habían tomado el pelo… ¿Pero cómo abandonar a esas alturas? Había que seguir.
Rompimos con la agencia y ya por nuestra cuenta encontramos la Compañía de Transportes Aeronáuticos De Jonghe…
El poeta Zarandona y el secretario particular del alcalde movieron la cabeza afirmativamente.
—Había que echarle huevos como hiciste tú —dijo éste.
—Había que ir a Río Grande y había que entregarle a Chacho la medalla de hijo predilecto de la ciudad. Había que hacerlo. La ciudadanía nos lo había encomendado y había que hacerlo. Y yo tenía la voluntad política de hacerlo.
—Yo no hubiera subido a esa avioneta, alcalde —dijo el secretario particular.
—Yo no hubiera subido con ese piloto —dijo el poeta Zarandona—. Pesaba doscientos kilos, tenía un ojo de cristal y estaba siempre borracho. Voluntad política, sí. Pero huevos, también.
El alcalde Polvorinos se encogió de hombros:
—Y qué íbamos a hacer si el taxi aéreo que traíamos de Neuquén se negó a seguir y en todo Comodoro Rivadavia no encontramos más piloto que este holandés loco, ni más avioneta que la suya.
—Un piloto tronado y una avioneta tronada…
—¿Quieres que te diga lo que me recordaba a mí la avioneta? —preguntó el poeta Zarandona, que no esperó respuesta—: Me recordó a estas desvencijadas locomotoras de nuestras castañeras, no sé por qué… Yo pensé que, bajo la carlinga, De Jonghe abriría un cajón y nos vendería castañas. Había pertenecido a un club aéreo que montaron los americanos, los primeros que explotaron yacimientos de petróleo en la zona.
Cuando los americanos se fueron De Jonghe se quedó con todo: el bar, que mantenía abierto y del que era su servidor y su mejor, y las más de las veces, único cliente, las pistas y aquel único aeroplano, un biplano de antes de la guerra… Todavía me admiro, nos admiramos todos, de los huevos que tuviste.
—No me hagáis presumir de valiente —dijo el alcalde—: Todos hubierais hecho lo mismo que yo en mi puesto. Es el puesto lo que obliga: uno sólo pone la voluntad política.
—… Y huevos —dijo el poeta Zarandona.
—Es el puesto lo que obliga. No lo olvidéis, que esto también quiero que lo llevemos al discurso. Y sin exagerar ¿eh?, porque ¿qué alternativa había? De Jonghe borracho, gordo, tuerto, lo que queráis, pero era la única persona en todo Río Gallegos que se mostraba dispuesta a llevarnos con aquel tiempo.
—… huevos, huevos —repitió el poeta Zarandona.
—Al avión, os lo aseguro —dijo con cierta solemnidad el alcalde—, no subió José Luis Polvorinos, subió el alcalde de esta ciudad. ¿Por qué? Ya os lo he dicho. Había que entregar la medalla a Chacho y punto.
—¿Y qué pasó? —preguntó el concejal de Hacienda.
—Anda, cuéntalo —dijo el poeta Zarandona.
—Sí, cuéntalo, alcalde —animó también el secretario particular.
—Bueno, ya sabéis cómo estaba De Jonghe ¿no? No era todavía mediodía y ya olía a ginebra que tiraba para atrás.
—¡Todo era poco para aguantar aquel frío!
—Habíamos decidido que sería yo, o sea, el alcalde, el que ocupara la única plaza de pasajeros disponible. Todos los días llegábamos al club y todos los días nos esperaba De Jonghe tras la barra del bar. Tomábamos un gin tonic, dos, tres, cuatro… No había nadie allí. El club, por lo que nos dijeron, tenía alguna vida en verano con las gentes de Comodoro Rivadavia… Pero en invierno, o en primavera como estábamos, vosotros lo visteis, ni un alma se acercaba por allí. Y menos, aviones. Nuestra moral, claro, no era buena: aislados de nuestras mujeres, sin saber dónde estaban ni qué hacían, llevábamos doce días, uno tras otro, yendo al aeropuerto sin que pudiéramos volar.
—¡Qué curioso! —comentó el poeta Zarandona—, nunca bebimos otra cosa que gin tonic, era como la bebida obligada del lugar… Yo nunca había bebido tanto gin tonic en mi vida.
—… el tiempo —prosiguió el alcalde Polvorinos— no aclaraba (las nubes bajísimas no nos hubieran permitido ni remontar la más pequeña montaña) y todos los días regresábamos a Río Gallegos a seguir con el gin tonic… —… y con el mus…— y con el poker…
—Sí, en mi vida he jugado tanto a las cartas. Bien —prosiguió el alcalde Polvorinos—, no podíamos esperar de modo indefinido. Así que decidimos por unanimidad que si transcurridos dos días más no habíamos logrado volar regresaríamos a por nuestras mujeres y volveríamos a España.
Todos menos Jaime Gutiérrez, el concejal de Cultura, que se ofreció voluntario para quedarse y seguir intentándolo.
—No. Eso fue luego, después de que tú volaras —dijo el secretario particular del alcalde.
—Es igual, Gilberto. Lo cierto y verdad es que ese día, el decimotercero creo que era, pudimos salir por fin. ¿No recordáis? Un indio dormía, tirado en un rincón del bar, al lado de dos perros negros que le lamían las pieles de guanaco con que envolvía sus pies enormes. Estábamos casi en tinieblas cuando de repente ¿recordáis esa extraña luz, vibrante y amarilla, esa luz última del espectro, esa luz que sólo existe allí?, todo se iluminó.
«¡Sol, sol, sol!», gritó De Jonghe, bebió un sorbito de su tercer gin tonic y me invitó a que le acompañara corriendo hasta el hangar.
No me dio tiempo ni a sentir miedo. Yo todavía no me creía que fuéramos a volar. En el hangar me ayudó a ponerme un paracaídas, le pregunté, ¿y tú?, y me contestó: «Uno solo. Yo mucho gordo.» Al punto no le entendí. Creí que pretendía que pilotase yo el avión, como si se lo hubiéramos alquilado sin piloto. Pero salí de dudas en seguida. Él lo pilotaría, pero sin paracaídas.
Subimos al avión, primero yo, porque él se demoró impulsando la hélice, y antes de que me diera tiempo a abrocharme el cinturón, oí cómo el motor arrancaba… entonces sí, entonces empecé a sudar, así, por las manos y la frente…
—Sí. Lo mismo que yo de Neuquén a Comodoro Rivadavia… —comentó el poeta Zarandona.
—Bueno, ya lo visteis vosotros mejor que yo. Del hangar pasamos a la pista y empezamos a ganar velocidad… aquello saltaba más que un caballo, más que un burro, un trote terrible, de rodeo, yo no oía ni el ruido del motor, sólo golpes de cacharrazos, de hierros y hojalatas que chocaban unas con otras y a De Jonghe que gritaba: Sol, sool, sool, sooool… ¿Sabéis lo que creí entonces? Os vais a reír. Creí que decía: ¡gol, gol, goool…!
El poeta Zarandona reía muy relajado:
—Es lo más apropiado… ¿No sería gol, otro gol de Chacho, lo que en realidad decía?
—No, él no sabía ni quién era Chacho y además… verás…
Fijaros, os hablo de ello y todavía se me ponen los pelos de punta.
Tomamos altura en un santiamén, porque había sol, sí, pero también viento, un viento helado del sur que nos elevó como sobre una ola gigantesca, tal y como si fuéramos una pluma… No sé el tiempo que estuvimos volando, dos horas, tres horas, cuatro, todo el tiempo del mundo. No vi nada, no se veía nada, sólo al principio me pareció ver un iceberg, pero no sobre el mar, sino sobre la tierra, aquella tierra marrón y desapacible… era como una inmensa masa de cristalitos, algo deslumbrante, cegador al reflejar en multitud de añicos la luz del sol… pero sólo vi eso, luego nada, nubes, nubes, nubes, o mejor una sola nube sin final, grisácea como la nieve sucia, aterradora… ya oía el motor entonces y tenía frío y no veía nada… y para colmo caí en la cuenta de que me había dejado en tierra la medalla que tenía que entregar a Chacho, la llevaba Jaime en su portafolio y con la precipitación ambos nos habíamos olvidado de ella. Os juro que se me quitó el miedo. Era tanta mi amargura, me dominaban tan negros pensamientos, que me consideré el peor alcalde del mundo, el más indigno, os lo juro…
El poeta Zarandona, el concejal de Hacienda y el secretario particular le miraban con respeto.
—Nunca me hubiera perdonado haber aterrizado en Río Grande sin la medalla.
—Pero en la factura figura un vuelo, de Río Gallegos a Río Grande… —objetó el concejal de Hacienda.
—Fue mucho más que eso nuestro vuelo. ¿Cuántas horas se emplean en ese trayecto? ¿Una hora y media? ¿Dos? ¡Pues nosotros hicimos más de cuatro!
—¿Os pasasteis? —preguntó el concejal de Hacienda.
El alcalde Polvorinos negó con la cabeza.
—Cuatro horas entre niebla, sobre nubes, o mejor en el vientre de una sola nube sin principio ni final, sabiendo que las montañas acechaban por doquier, y De Jonghe meneando la cabeza negativamente y gritando: ¡no gasolina y no sol, no gasolina y no sol…! Estaba seguro de que nos íbamos a matar.
Pensé en mis padres, en mi mujer y en mis hijos. Y me despedí de ellos. Sólo me consolaba la idea de que al menos nadie sería capaz de reprocharme el olvido de la medalla. Os reiréis de mí, pero eso, en aquellos momentos, después de haber llegado tan lejos, después de haber esperado tanto, me suponía el único alivio. Y de repente, a nuestra derecha, vimos un claro, era como una corona de nubes blanquísimas, como el brocal de un pozo del que saliera el resplandor de la vida… Voy, voy, me gritó De Jonghe y se lanzó en picado en medio de las nubes. ¡No sabéis con qué alegría vi la tierra firme! Allí justo, debajo de nosotros se extendía una pista de aterrizaje, vacía, libre de obstáculos, como si, por milagro, nos estuviera esperando. ¡Dios! ¿Qué puede uno sentir en esos momentos? Yo lloraba, os lo confieso. ¡Cuatro horas de vuelo a ciegas, un único agujero en la niebla y hallarnos sobre una pista de aterrizaje, De Jonghe me parecía el mejor piloto del mundo! Otra vez decía: sol, sol, soool… Cuando pusimos pie en tierra la poca luz que quedaba terminó de evaporarse. Me tiré de un salto y me alejé como si el avión fuera a incendiarse detrás de mí. De Jonghe me alcanzó en seguida, tenía la cara roja y el ojo de cristal lleno de lágrimas. Hacía un frío de mil demonios. Me pasó la mano por el hombro y ¿sabéis lo que me dijo? ¿Gin tonic?, me preguntó, y tuve, entonces fue cuando la tuve, la desagradable premonición de lo que había pasado. No había tampoco nadie en aquel aeropuerto que en principio me pareció más grande que el que habíamos dejado atrás. Tenía un bar también, abandonado, destartalado, igual que el de Río Grande. Entramos en él. Caminamos por aquel gran espacio vacío de mesas y de sillas hasta la barra. Dos perros negros lamían las pieles de guanaco de un indio dormido. De Jonghe tomó el vaso que había sobre el mostrador y se lo bebió de un trago. Luego se limpió los labios con el dorso de la mano y eructó. Se había bebido su propio vaso de gin tonic. Seguíamos en Río Gallegos.
El secretario particular y el concejal de Hacienda callaban sin apenas parpadear. El poeta Zarandona zureaba con la cabeza inclinada sobre el pecho. Iba a hablar:
—¡Dios, eso sí que es una metáfora, una metáfora de la vida!
Te lo he oído contar tres veces y siempre me impresiona. ¿Cómo podemos llevar eso al discurso?
De lo más bajo de la habitación brotó otra vez el zumbido poderoso de un insecto y los cuatro hombres lo vieron elevarse delante de sus ojos, le siguieron con la vista y le vieron cruzar la habitación, hacer un quiebro repentino al aproximarse a la pared, cambiar de dirección y volar y volar en círculo por entre ellos, sobre sus caras y sus cabezas.