VIDAL tomó su nuevo BMW y se dirigió hacia el centro. No se atrevía a entrar en casa de Laura. Desde que había vuelto a tener tratos con los Mosácula se sentía más dominado que nunca por un fantasma, la sombra de un ser que vivió en la ciudad y del que se sentía profundamente enamorado. Llegó al pie de San Juan, donde el estrechamiento de la calzada, entre los cubos de las murallas y las casas del otro lado, se cuajaban en una sombra tupida, a cuyo final deslumbraba, como a la salida de un túnel, multiplicado contra los lienzos dorados de la basílica, el fulgor del poniente que penetraba sin obstáculos por el hueco que abría la calle del Rialto.
Dos camiones trailer con la señal de «Vehículo largo» en sus cajas, cargados con jaulas llenas de cerdos, se hallaban estacionados precisamente allí, ocupando la mitad de la calzada de dirección única. Vidal condujo el coche muy despacio y miró hacia las jaulas. ¿Adonde irían? ¿Quizás a «Industrias El Parames»? Los animales, bajo aquel sol de sofoco, se hacinaban inmóviles, los hocicos de unos encima de los lomos de otros, las patas escurriéndose por entre los barrotes como piezas deslabonadas de un rompecabezas. Tenían la piel sonrosada y limpia, una piel que muy pronto sería traspasada por la hoja de un cuchillo.
Entre los dos camiones llevarían cerca de cuarenta mil kilos de carne; de carne, sí, pero también de seres vivos, de individuos que respiraban como él mismo, que gustaban de copular y de comer, que disfrutaban del ejercicio y del descanso, del aire libre y de la noche… seres que iban a morir en seguida, individuos sin derecho a la individualidad, seres que se difuminarían en el aire sin dejar señal ni huellas de su paso, tal y como si nunca hubieran existido. ¿Puede una vida, esa obstinada obediencia a afectos y pasiones, ser tan nimia como una gota de agua cayendo en el desierto? Si cada uno de aquellos animales podía llegar a vivir treinta años, en los dos trailers había una potencial de vida de más de cinco mil años a punto de desaparecer. Un potencial de vida no muy distinta de la humana. Porque ¿dónde deja el hombre, cada hombre, la huella de su paso?, ¿dónde la estaba dejando él?
Los dos camiones entorpecían el tránsito bajo los muros de San Juan. Y San Juan era el más sólido pilar del puente que sobre el tiempo había construido la ciudad, una palabra de piedra, casi una primera palabra, la lápida de un yo, un yo perdido y burlado que hablaba de ese misterioso más allá en que se entierra al pasado. En sus muros bruñidos por el sol, torneados por el tiempo, ahora incorporados al presente como un brote de la naturaleza, obispos, reyes y señores daban fe de su altiva existencia, de su ambición, de sus noches y de sus días. Y toda la ciudad se hallaba así salpicada de pétreos rescoldos de orgullo, de restos de lo que pudo ser y no fue, del amago de la gloria, del intento de hablar directamente con el cielo.
Por su visión, emergiendo del hueco entre los camiones, se cruzó una sombra y frenó: un objeto redondo, una pelota. Y lo que ocurrió a continuación le pareció estarlo viviendo de atrás adelante, como se reconstruye un sueño. Estaba seguro no obstante de que su coche no había golpeado al niño. Fue la motocicleta que le había adelantado por la derecha. ¿Quién la conducía? ¿Era una chica, como creyó en principio? ¿Acaso un hombre, como pensó después? El niño había salido detrás de la pelota, había rebasado el frente de su coche sin tocarlo, pero no había podido eludir a la motocicleta, apenas un roce, la rueda contra la pierna, pero fue suficiente: el niño cayó y se golpeó contra el bordillo. Vidal echó el freno de mano y bajó del coche.
El niño yacía inconsciente sobre la acera y la pelota, que había chocado contra el chaflán del Rialto, botaba ahora en sentido contrario, vivaz y saltarina, como un perrillo que se acercara a su amo caído.
Vidal se llenó, muy a su pesar, de íntima hilaridad. El lugar, de improviso, evocó en su memoria una imagen que creyó perdida para siempre. Allí, frente a las carteleras ahora vaciás del Rialto, Javier, el novio de María Elena, la mejor amiga de Blanca Mosácula, cuando hacía la mili en aviación, se arrimó contra el retranqueo de la muralla para orinar y él le siguió: aún no era de noche y en medio de la faena pasó el pelines, con ellas dentro, con sus caras blancas y sus ojos miradores tras los cristales. Javier, sin que la alarma inicial fuera capaz de cortarle el chorro, dijo con desenfado: ¡Qué vergüenza que te vean meando con un soldado en medio de la calle!
Ahora Javier y María Elena se habían ido. Y Blanca Mosácula, su Blanca, también.
Vidal tomó al niño en brazos y lo subió al coche. Eso era la huella de su paso por la vida: hacer las cosas bien.
La motocicleta había desaparecido por la avenida del abate ínsula y apenas había cuatro personas en las proximidades. Una de ellas, una señora mayor, a la que acompañaba otra, muy menudas ambas y con ropas oscuras, le dio a través de la ventanilla del coche una zapatilla blanca que había recogido del suelo.
—Tenga, que es de él. No la vaya a perder —le dijo a Vidal.
Vidal se estremeció. La tierna edad del niño y el valor incalculable de su vida parecieron simbolizarse en aquel objeto diminuto. Puso la zapatilla en el asiento delantero y volvió la cabeza hacia el niño que estaba tumbado sobre los asientos traseros. Le pareció que tenía una linea oscura sobre la frente, una línea que le nacía en el pelo y le moría en la parte baja de la sien. No era una brecha; quizá, sólo una mancha. El niño tenía la cara lívida y los ojos a medio cerrar.
Puso la marcha atrás y pisó el acelerador, pero el coche se paró bruscamente. Quitó el freno de mano y, tras dos intentos, logró arrancar de nuevo el motor. Retrocedió hasta que pudo doblar por la calle del Rialto y enfiló hacia la avenida del abate ínsula.
Llegó al hospital sin contratiempos. Gentes de aldea y de ciudad se mezclaban en la entrada de urgencias. Sacó al niño en brazos y se adentró en el hospital.
Varios celadores, ayudados por dos guardias jurados con pistola al cinto, empujaban sin contemplaciones a una masa de personas que pugnaba por salir de la sala de espera para ocupar el vestíbulo.
Una enfermera apareció de pronto en el pasillo. Se detuvo y puso los brazos en jarras. Era de poca estatura, fuerte y rubicunda.
—¿Qué pasa? —preguntó jaquetona.
Cuando vio la cara del niño en los brazos de Vidal cambió de actitud.
La enfermera les condujo a la entrada de ambulancias donde porfiaron en vano a la búsqueda de una camilla. Un hombre joven, un celador o cosa por el estilo, alguien que vestía la bata verde del hospital, además de una insólita gorra de visera también verde, trataba de ordenar en una fila a las personas que esperaban. Tenía maneras de militar.
De vuelta al corredor, con el niño siempre en los brazos de Vidal, encontraron a dos enfermeros que traían una camilla vacía. Tumbaron al niño en ella y la empujaron hacia un ascensor. Vidal se quedó abajo, quieto, sin saber qué hacer, frente a las puertas blancas que se cerraron ante sus ojos. Sintió entonces el golpe del ascensor que se detenía entre dos plantas y se alarmó. Al cabo de un momento las puertas se abrieron otra vez. Todo seguía igual. Los dos enfermeros a los pies de la camilla, la enfermera con la mano del niño entre las suyas. La enfermera le gritó:
—¡Usted no se vaya! ¡Alinéese con los demás!
Y otra vez se cerraron las puertas, y otra vez quedó Vidal frente a las blancas paredes de metal, paralizado y ausente, como si la única actividad de la que podía sentirse capaz, la de su mente, le hubiese sido arrebatada por aquel ascensor.
—¿Es usted el que ha atropellado al niño? —le dijo a su espalda el hombre joven de la insólita gorra de visera.
—Yo no lo he atropellado —protestó Vidal.
—Aquí no puede estar. Haga el favor… venga a Admisión a dar su nombre. Y alinéese ahí con los otros.
Vidal le siguió. Pero el otro se desentendió otra vez de él con ostentación y Vidal se encontró otra vez en la sala de llegadas. Le rodeaba una desasosegada turbamulta de personas que habían conquistado tras dura batalla mayores espacios para la espera; gentes variopintas, de procedencia y edades diversas, conscriptos de un único ejército de derrotados y maltrechos que hubiera sido llamado a esa sala para uniformarse en el dolor.
Vidal creyó reconocer a uno de los individuos que se sentaba en el extremo de un banco: era el Riberano, aquel viejo soldado de la República, que había tenido abierto durante tantos años el bar «El Riberano» en el barrio húmedo, celebérrimo por sus salchichas picantes. Vidal creía que aquel hombre había muerto hacía tiempo.
Vidal se abrió paso hasta él con dificultad. Era él, sin duda.
¡Estaba vivo! Y Vidal no pudo evitar que una insidiosa nostalgia humedeciese su paladar.
—¿Cómo está usted? ¿No se acuerda de mí? Yo he ido mucho por su casa a tomar salchichas.
El otro gruñó. Y por un momento pareció que iba a escupir, un fenómeno de movimiento interno como si lanzara un puñado de saliva de un extremo a otro de la boca.
—¿Has atropellado tú al muchacho? —preguntó.
El Riberano era un hombre cenceño, bajo la boina su frente se arrugaba en pliegues muy largos y rectos y de sus ojos acuosos manaba el brillo fuerte de una tristeza que parecía la secreta antorcha de la comprensión.
—No. Ha sido una moto que se dio a la fuga.
—¡Qué cobardes! —dijo.
Y pareció referirse al mundo, no al motorista que se había dado a la fuga, sino a la humanidad entera, a aquellos que no estaban con ellos, allí y ahora.
Vidal recordó más detalles de la muerte de aquel hombre. Y una punzante imagen de los tiempos oscuros arañó su mente. Iba en tren y era niño y en cada estación veía un cartel con la cara de un hombre que tenía la lengua fuera, una lengua ulcerosa, como podrida de lepra; el cartel decía: «La ley prohibe la blasfemia.»
Sabía que no era así, que aquel hombre y el rostro anónimo y patético del cartel, un rostro liso y verdoso de ajusticiado, no tenían nada que ver; pero en el sopor de su atribulada memoria nada era capaz ya de separarles. Recordó vagamente que el Riberano, tras ser sorprendido de noche con una palanqueta dentro de la catedral, había sido acusado de profanar lugar sagrado; fue encarcelado, y el obispo le condenó a la pena de excomunión. Recordó haber oído también, después de que en el bar hubiera aparecido el cartel de «Se traspasa», que una gangrena progresiva y horrible había acabado con su vida.
Primero habían tenido que cortarle la pierna derecha hasta la rodilla; luego, hasta la ingle; en seguida tuvieron que hacerle lo mismo con la izquierda; a continuación tuvieron que amputarle un brazo, primero hasta el codo, luego hasta el hombro y lo mismo con el otro; recordó haber oído que los médicos le habían cortado a cercén —ésas fueron las palabras que oyó— hasta dejarlo en un puro muñón; luego había muerto, sin brazos, sin piernas, un medio hombre sufriente con la forma de una peonza, que cabía en el ataúd de un niño…
—¿Fumas? —le dijo el Riberano—. Me quedan dos, pero uno es para ti.
—Gracias, no fumo. —Y Vidal observó cómo sacaba un cigarrillo con una sola mano, la izquierda, y cómo se esforzaba por encender una cerilla con ella.
El Riberano encendió el pitillo, dio una pequeña chupada y lo ocultó en el hueco de su mano. El Riberano se parecía a Humphrey Bogart.
—Siempre que enciendo uno me llaman —dijo.
—¡Eh, tú! ¡Ven aquí! —le dijo el celador desde el pequeño cuartucho que se abría a la gran sala de espera.
El Riberano apagó el cigarrillo y se incorporó.
—No te digo —le dijo a Vidal, guardando el cigarrillo en el bolsillo de la chaqueta.
El celador le pidió el parte del médico que le había enviado allí. El Riberano, como si necesitara estar bien anclado en el suelo para contestar, se sentó frente a la mesa:
—Ya se lo he dado nada más llegar.
—¡No! —dijo el celador, pero en seguida empezó a buscarlo entre los papeles y cuadernos de la mesa, que en sus manos parecían evanescentes gotas de agua rodando sobre una chapa al rojo: imposibles de tocar, imposibles de coger.
—¡No me toques más ahí! —le gritó inopinadamente la enfermera a sus espaldas—: ¿Qué buscas? ¿No has estado en la UVI? Pues vete a la UVI que seguro que te lo has dejado allí.
Se fue el celador con la cabeza baja y rezongando. Y la enfermera gritó:
—¡Que venga el del niño!
Vidal se acercó.
—¿Cómo se llama? —era la enfermera rubicunda quien, con aire dinámico y resolutivo, le hablaba, la misma que había subido con el niño y que sin duda había vuelto por la zona de la entrada principal con la que también se comunicaba aquella oficinita de Admisión.
—¿Quién, yo? —preguntó Vidal.
—No. Mi padre —contestó la enfermera.
El Riberano intervino. Su voz, que no era muy fuerte, tenía un magnífico temple.
—¡Podía ser el niño!
La enfermera pareció ruborizarse.
—¿A ti quién te ha dado vela? —replicó.
Pero lo que dijo a continuación se aproximó a una excusa.
—Siéntese —le dijo a Vidal.
Vidal se sentó. A su izquierda tenía al Riberano, inclinando el cuerpo hacia la mesa, escrutando con la vista el revoltijo de papeles; a su espalda nueve o diez personas de las que estaban a la espera. Vidal comprobó con horror el vacío de la manga derecha del Riberano que le caía en línea recta, alisada y sin volumen a lo largo del costado.
Vidal contestó a las preguntas de la enfermera relativas a su filiación y ella anotaba las respuestas a mano en un formulario.
Tuvo que explicar cómo había sido el accidente y dónde había ocurrido. Y lo hizo despacio y con fatiga, porque tenía que esforzarse mucho para separar los hechos de los pensamientos, para distinguir los sucesos de las ideas. Habló de la Basílica de San Juan y de los camiones llenos de cerdos, pero nada dijo de la huella que dejan los hombres en el tiempo; habló del Rialto, de la pelota y de la motocicleta que se dio a la fuga, pero refrenó sus deseos de hablar del pelines y de Blanca Mosácula, de Javier y de María Elena. Y cuando hubo acabado notó algo así como un gran frescor en la nuca y en las orejas, como si el calor que provocara la animadversión de las personas que creía le escuchaban a su espalda se hubiera disipado de repente.
La enfermera le dijo entonces:
—El niño no tiene nada, un golpe sin importancia.
Las narices de Vidal detectaron por primera vez un agror intenso y, por primera vez también, se fijó en la mancha húmeda que oscurecía las axilas del uniforme de la enfermera.
—Parecía muerto ¿a que sí? —añadió la enfermera con una sonrisa, como si dijera: ¡Qué monín estaba!, ¿verdad?
El celador, que había vuelto con un libro entre las manos, sonreía.
—El doctor Iturmendi le pasó un algodón con amoníaco por la nariz y el chaval pegó un brinco… —añadió la enfermera con una risa— tal y como si se despertara de un sueño en el que estuviera a punto de coger una pelota con las manos-Había risas en la sala de espera. Sólo el Riberano, que había vuelto a encender el cigarrillo y lo llevaba continuamente de su única mano a la boca, se mantenía impertérrito, con los ojos profundos y acuosos como dos barriles llenos de agua, desde los que miraba el mundo con las penas del ahogado.
Vidal, buscó en su memoria el rostro aborrecible de quien le había informado de la tristísima muerte de aquel hombre, alguien que había capturado una mosca y que, tras arrancarle las alas y las patas había dicho: así quedó el Riberano, el rey de las salchichas picantes. Advirtió entonces, también por primera vez, que las ropas y la figura del Riberano, su boina, su pelo, su cuerpo, todo él, se hallaban impregnados de un fuerte olor a humedad.
—De todos modos necesita estar en observación. Pero parece que ni siquiera será necesario un escáner…
—¿Puedo verle? —preguntó Vidal y añadió en seguida—: Soy amigo del doctor Iturmendi. —¿Sí?
—Sí, soy muy amigo suyo.
—¿De don Antonio Iturmendi, de Tonchi?
—Sí, sí. De don Antonio Iturmendi, de Tonchi… un vasco muy grande, de Vitoria.
—¿Es usted doctor?
—Bueno, soy doctor veterinario.
—Yo estoy en Sanidad Animal —contestó Vidal.
—Espere un momento, don Vidal —dijo la enfermera.
Llamó por el telefonillo interior, primero a un sitio, lúego a otro, luego a centralita, sin que pudiera conseguir comunicar con quien quería. Se iba irritando por momentos lo que se notaba en la energía progresiva de sus movimientos y en la brusquedad con que colgaba y descolgaba el teléfono.
—Bueno —dijo— aquí no hay quién comunique con nadie.
Por favor, Macario —le dijo al celador—: Sube con este señor a la segunda, adonde la Adela, que seguro que está allí el doctor Iturmendi.
El Riberano preguntó:
—¿Y yo qué?
—¿Usted qué de qué? —dijo la enfermera.
—Mi parte médico. Se lo di a él y ya no está.
—Aquí no se pierde nada —y preguntó al celador—: ¿No estaba arriba?
El otro negó con la cabeza.
—Encontré mi libro ¿te acuerdas?: El hombre sin atributos de Musil. Lo había perdido el otro día.
—Ahora lo buscamos —dijo la enfermera señalando los papeles de su mesa.
El celador dijo, mientras echaba a andar y Vidal le seguía:
—No hay nada mejor para encontrar algo que buscar otra cosa.
—Don Vidal —dijo por último la enfermera—, ¿se pensaba ir fuera?
Vidal se volvió:
—¿Fuera?
La enfermera seguía irritada.
—¡Sí, hombre, fuera de la ciudad!
—Fuera de la ciudad —repitió Vidal—: No sé. Quizás. Depende…
—Aquí no hay depende, ni quizás, don Vidal. Ahora usted tiene que esperar a que el juez le diga lo que tiene que hacer… ¿Me ha entendido usted? Estos datos van directamente al Juzgado.
Vidal se encogió de hombros y siguió adelante. Todavía oyó la voz de la enfermera a sus espaldas.
—Y ojo, que no me extrañaría que le quitaran el carnet de conducir.
Atravesaron las transparentes puertas batientes y llamaron al ascensor. En la segunda planta recorrieron un largo pasillo guiados por las voces que salían de un cuarto abierto. Se trataba de una especie de diminuta sala de espera en la que dos enfermeras y un enfermero tomaban café; ellas se sentaban en un sofá de escay negro; una tenía la pierna doblada sobre el asiento de modo que la falda dejaba ver su rodilla anchísima y una buena porción de su muslo; el enfermero se sentaba sobre la mesa, de espaldas a la cafetera. Un moscón tabaleaba en el cristal de la ventana con obstinado zumbido. Macario preguntó:
—¿Está aquí Adela?
Las dos mujeres y el hombre se miraron. Los tres a la vez, como si hubieran ensayado el movimiento, levantaron la cabeza y llevaron una mano a la nariz para mostrarle al otro sus fosas nasales.
—¿La ves? —preguntaron.
Macario se acercó a cada uno de ellos, se agachó y miró dentro de sus narices.
—No, aquí no está —dijo.
Siguieron luego hacia el recodo y allí, donde el pasillo tenía ventanas al exterior, se encontraron a una enfermera que caminaba presurosa y concentrada en sí misma, como zarandeada por un duro ajetreo. Era de complexión robusta aunque corta de estatura; a Vidal le pareció que era otra vez la de abajo.
—Adela, buscamos al doctor Iturmendi —dijo, sin embargo, Macario.
—¡Y yo busco a las otras! —contestó destemplada.
Vidal se detuvo. Desde allí se veía muy bien el perfil de la catedral, su alargada osatura, los costillares del flanco sur, la grupa levemente alzada; se la veía con esa luz moribunda en la que los rojos más vivos boquean por las esquinas del cielo. Y la ciudad, a su lado, más que en su torno, parecía un gran nido tendido al último sol del día, el desparramado y oscuro 374
Juan Pedro Aparicio
habitáculo de un ser mitológico, un animal con cabeza de mujer, alas de águila y cuerpo de león.
Vidal y Macario completaron una vuelta a la segunda planta.
En el mismo lugar de donde habían partido, frente a los ascensores, vieron un corrillo de médicos. Del corrillo sobresalía, por su elevada estatura el doctor Iturmendi. Vidal se dirigió a él.
—Tonchi —le dijo.
—¡Vidal! —exclamó el otro, que, tras llevar hacia atrás su cabeza como para escrutarle en la lontananza, añadió—: No me digas más. Tú has atropellado al muchacho.
Vidal empalideció.
—Tranquilo —le dijo Iturmendi, levantando la mano—: El muchacho está perfectamente. ¿Quieres verlo?
Y casi sin esperar respuesta se fueron, Macario también, pasillo adelante hasta la habitación donde estaba el muchacho.
—Ya hemos avisado a su casa —dijo el doctor—. ¿Verdad que sí Julito, que ya has hablado con mamá?
El niño con la sábana hasta el cuello y la mirada alerta asintió con la cabeza. Porque le habían lavado la cara tenía el flequillo mojado, pero ninguna huella sospechosa le quedaba en la frente.
—¿Te acuerdas de lo que te pasó, Julito? —preguntó el doctor.
El niño cogía el embozo de la sábana con sus manecitas y miraba a Vidal. Asintió con la cabeza.
—¿Qué te pasó? —volvió a preguntar el doctor—. ¿Nos lo quieres decir?
El niño volvió a asentir con la cabeza.
—¿Qué fue? Anda, dínoslo.
El niño habló con voz débil pero clara, pronunciando las sílabas como en una lectura escolar.
—Ya se lo he dicho: que me pilló un coche.
Vidal le pasó una mano por la frente. El niño le miró hacer sin parpadear. Todo le extrañaba.
—Fue una motocicleta la que te golpeó —le dijo.
El niño hizo un gesto de incredulidad.
—¿Cuántos años tienes?
—Nueve.
—¿Conoces a este señor? —le preguntó el médico.
El niño negó con la cabeza.
Salieron al pasillo y el doctor le dijo.
—Hemos avisado a la familia y estarán al llegar. Convendría que no te vieran de primeras, porque nunca se sabe… Tú espérame abajo y yo te avisaré.
—Oye, te juro que ha sido una moto que se dio a la fuga quien lo atropello. Yo lo recogí del suelo y lo traje aquí…
Vidal casi lloraba. Aún sentía en sus brazos la liviandad inerte del cuerpo del muchacho.
—¿Dónde están los testigos?
Vidal rememoró con tanto dolor como ternura la diminuta zapatilla blanca del niño que todavía debía de estar en el asiento delantero de su coche.
—Si no fuera por la experiencia yo no te hablaría así… ¿Ibas tú solo en el coche? Alguien habrá visto el accidente. Hoy sin testigos pudiera pasar cualquier cosa…
—¡Yo no lo atropellé…! —dijo Vidal, que añadió—: Había dos señoras mayores, creo que salían de San Juan… —y recordó de repente—: ¡Una de ellas me dio la zapatilla del niño!
—¿Cómo se llama esa señora?
—¡No lo sé! ¡Sólo me preocupé de atender al niño!
Vidal y Macario tomaron el ascensor y volvieron a la entrada. El Riberano había vuelto a su banco. Vidal se sentó a su lado. El Riberano, que dormitaba, se despertó. Llevó la mano al bolsillo y sacó un cigarrillo.
—El último. ¿Quieres la mitad?
—No, gracias —volvió a decir Vidal.
—¡Tú! —gritó el celador—: ¡El parte médico!
El Riberano apenas se inmutó, ni siquiera miró al celador, y negó con la cabeza, incrédulo y resignado: sólo el brillo acuoso de sus ojos había aumentado.
—Sin parte médico cómo te voy a ingresar —dijo el celador que acto seguido se dirigió a otro de la misma manera—: ¡Tú, el parte médico!
Esta vez el Riberano sí que escupió, lo hizo como el caballero que lanza un guante retador, un salivazo que describió un arco sobre la entrada de admisión para caer en el centro de una escupidera.
La noche crecía y su hinchazón desarrollaba una luz purulenta entre aquellas cuatro paredes, una pobre y triste luz que, sin embargo, atraía al enfermo con fuerza, como la antorcha de la estatua de la libertad iluminaba la terca esperanza de los barcos emigrantes.
—A mí no se me hacía el venir —dijo el Riberano— y se lo dije al médico del Val. Yo no necesito de hospitales para que me desguacen. Yo sé cómo debe morir un hombre. Vine una vez y me quitaron un brazo. Y me engañaron, porque ahora me duele mucho más, me duele la parte que tengo y la que no tengo y también me duele el otro brazo. Lo que no me quitaron en la pelea contra los facciosos me lo van a quitar en la paz de la democracia, como le dije yo al médico del Val. Y le dije también: Esto me tenía que pasar a mí que a mala hostia no me han arrancado ni un pelo…, y ahora con estos reclamos… Es como si todos los bombazos que esquivé en el frente de Oviedo no hubieran llegado todavía a ningún suelo y me estuvieran acertando ahora.
—Conozco aquí a alguien que puede ayudarle —dijo Vidal.
El celador llamaba ahora a una señora.
El Riberano gruñó. Vidal no supo si sonreía o se quejaba.
—Tú no me entiendes: yo sé cómo debe morir un hombre.
Estuve en muchos campos de concentración… y este gilipollas —y señaló al celador— no es peor que ninguno de aquellos señoritines…
Un hombre mayor, un labriego grande y fornido comenzó a quejarse.
—¡Ay, ay! —decía.
El Riberano le dijo a Vidal:
—Tiene a la mujer en coma, falograma plano, nada que hacer. Y ahí está como un borrego días y días…
—¿Falograma plano?
—Sííí, bueno, como se diga eso —dijo el Riberano llevando su única mano a la sien.
Cerró los ojos Vidal con regocijada amargura y cuando los abrió el doctor Iturmendi estaba ante él, sin bata, vestido de calle, listo para dejar el hospital.
—Todo arreglado. Ha venido la mamá, es un monumento.
Mejor que no te vea. No se le entiende bien… el padre no está, es camionero y está en Bélgica. Yo, por si acaso, le he dicho que te mereces un regalo potente. ¿Dónde tienes el coche? Me he pasado un mes en Donosti y allí se me ha quedado la mujer.
Estamos probando la separación. Se ha quedado con el coche, se ha quedado con los hijos, se ha quedado hasta con el recetario de cocina. ¡Te invito a cenar! ¿Hace?
—¿Me puedo ir?
—¡Claro! ¿Hace la invitación?
—Verás…
—¡Venga!
—Verás…
—¡Vámonos ya!
Vidal dijo adiós al Riberano que alejado unos pasos mantenía medio cigarrillo apagado en el hueco de su única mano. El Riberano le dirigió una mirada neutra, no de persona sino de cosa, pero de cosa muy grande, de una gran masa cuyo significado y razón estuvieran sólo en la inmensidad de su volumen. El Riberano tenía una mirada de laguna muerta.