II. DON ENRIQUE

LA SENTENCIA no salió de los labios de don Enrique sino de los del licenciado Miralles. Quizá la sentencia era muy anterior a esa tarde, quizá ni siquiera había nacido allí en la amplia balconada que daba a la plaza de don Alonso de Guzmán, río por medio, frente a la casa de Roland. Aunque, a decir verdad, el licenciado Miralles había inclinado la cabeza, poniendo la vista paralela al suelo y cerrando el ojo izquierdo, y lo que había visto por el derecho, que no podía ser de mucho valor astronómico dado el resplandor de la ciudad, parecía haberle hecho meditar, de tal modo que cuando la sentencia salió de sus labios lo hizo como por efecto de lo que acababa de ver a través del telescopio.

—Los Mosácula son hijos del páramo como los cactus son hijos del desierto: se apropian de los jugos que hay en su entorno, resecan el terreno en que se instalan e impiden que crezca nada a su alrededor, mientras que ellos se hinchan y aparecen frescos y lozanos, robustos y voluminosos.

Eso dijo el licenciado Miralles, como si necesitase de una perspectiva sideral para poder expresar con desgana una opinión sobre sus convecinos. Y es que, allí mismo, a poco más de quinientos metros, detrás de la estatua negra de Alonso Guzmán se adivinaba la mole más clara del edificio Roland, una masa grisácea que parecía sostenerse entre las sombras como un trozo de planeta.

—¿Pero viene o no viene? —preguntó don Enrique.

—Tiene que estar al llegar. Es él quien nos ha pedido que os reuniéramos a tomar una copa. Y fíjate qué día, de guardia que estamos.

—Es un muchacho con personalidad.

—Y tanto. Uno de los más extraños Mosácula que ha habido nunca. De jovencito, una vez que se enfadó con Orencio, su padre, que en paz descanse, salió de casa de un portazo y se fue hacia los barrios altos, muy cerca de la catedral, frente a los almacenes Tomé. Había allí todavía un transformador de la luz, de esos que se guardan tras una puerta con la señal de la calavera y las tibias como aviso de peligro de muerte, y se metió en él. Se subió a la entreplanta y acurrucado como una alimaña, en un lugar incómodo hasta para un conejo, y fijaros la humanidad que tiene, se estuvo allí, sin salir, que yo sepa, cuarenta días y cuarenta noches. Tenían entonces los Mosácula una mujer de Aviados del Páramo, una de tantas como han tenido siempre de Aviados, Benilde se llamaba, que le llevaba todas las noches, de la mano de Blanquita, entonces una niña todavía, la comida, siempre la misma, un bocadillo de chorizo y una zanahoria…

Vinieron los de Iberduero a sacarlo, luego los bomberos, luego la guardia civil, pero sólo su padre Orencio Mosácula lo logró.

Entró la señora de Miralles a la terraza con una bandeja en la que había una botella y cuatro copas y al oír el final de la anécdota sonrió.

—Blanquita, sí, menuda lumia… —dijo.

La señora de Miralles vestía una blusa oscura con amplio escote redondo en el que mostraba un collar de perlas abultadas.

Adornaba sus muñecas con varias pulseras de oro y un reloj engastado en piedras preciosas. Era muy risueña, de baja estatura, muy ancha y muy gruesa, con la piel anatada, por lo blanca y por lo fresca. Era enérgica también, con mando en plaza.

—Aquí está el whisky —dijo.

—Es especial para nosotros —aclaró el licenciado Miralles—: Nos lo envía desde América Guzmán Trapote.

El licenciado Miralles, de mediana estatura, tenía una calvicie casi total de brillo satinado, un brillo que parecía relumbrar en toda su piel, en el cuello, la cara y los antebrazos. Su rostro concentraba el acartonamiento de las máscaras, parco de muecas, cargado de afeites. Los ojos, sin embargo, vistos en descomunal aumento a través del vidrio de sus gafas, eran móviles y ágiles y tendían a extraviar la órbita hacia arriba como la luna que se mueve y pierde su reflejo en el pozo. Vestía una camisa a rayas de manga corta, una corbata verde y unos pantalones, muy anchos a cuadros también verdes que sostenía por dos tirantes que prolongaban en su pecho la rectísima raya de sus pantalones. Los zapatos, veraniegos, eran de color blanco por su cara superior y marrones a los lados. Tenía un andar ligero y ruidoso de bailarín de claqué.

—¿Dónde preferís aquí o en el salón? —preguntó la señora Miralles—: Decidiros.

—Esto está bueno para ver los astros, pero quizá esté demasiado fresco.

—Viene con la señora Mosácula. Acaban de cruzar el puente —anunció el licenciado Miralles que seguía mirando por el telescopio.

—¿Les has visto?

—Les he visto.

—Es muy sosina —dijo la señora Miralles.

—Sí que lo es.

—Bueno, ¿dónde tomamos la copa? —volvió a preguntar el licenciado Miralles.

—Mejor en el salón, que aquí se siente el fresco en seguida —dijo la señora Miralles.

—Sí, vámonos al salón porque desde la terraza a veces no se oye ni el timbre de la casa —dijo el licenciado Miralles.

—¡Ahora está sonando! —dijo el licenciado Miralles.

—¡Es el de la farmacia!

—Ellos no pueden ser todavía.

—¡No lo decía yo! —dijo el licenciado Miralles—: Mejor vayamos al salón.

El licenciado Miralles se apresuró a atender la llamada.

Resonaron sus zapatos con sorprendente vivacidad, sus tacones, y aún sus suelas, golpeaban ostensiblemente la tarima.

La señora de Miralles y don Enrique entraron al salón.

—¿Dónde te sientas? —preguntó llevándole, sin embargo, hacia un tresillo dispuesto alrededor de la chimenea francesa.

—¿Me perdonas? Ahora estoy con vosotros, que la noche que estamos de guardia se me subleva el servicio. Y ya no es como antes. Serviros vosotros mismos.

Caminó hacia el interior de la casa, taconeando, con paso sorprendentemente ágil, con andar jacarandoso.

El salón amplio y con varios rincones tenía sin embargo una caracterización fatal de lugar de tránsito, y no porque pareciera un pasillo, que a su modo lo era, un pasillo muy ancho que comunicaba vestíbulo y terraza con el acceso a las otras habitaciones de la casa, sino porque evocaba una sala de espera, un vestíbulo de estación o de aeropuerto. Desde allí don Enrique veía al licenciado Miralles manipular el visor de circuito cerrado de televisión que subía imágenes de la puerta de la farmacia y también al licenciado Miralles mientras cubría con su funda de cuero el telescopio.

—¡A ver la receta! —decía el licenciado Miralles que atendía a la farmacia—: ¡En el tubo, introdúzcala en el tubo! ¡Así no, coño, recta! ¡Ahora ciérrelo!

Le dio luego a un botón y el papel fue succionado por la larga tubería hasta las manos del licenciado Miralles. Sonó entonces el timbre de la puerta y el licenciado Miralles estiró uno de los brazos hasta que pudo descorrer el cerrojo.

—Pasar, pasar —gritó.

La señora de Mosácula, la cara redondita, la piel tersa, los ojos achinados y lacrimosos, era mucho más ancha por abajo que por arriba. Vestía de colores claros y llevaba unos pendientes dorados con pedrería de mucho bulto, una gargantilla de coral, dos sortijas en la mano derecha, una, en la izquierda y varias pulseras de platino, oro y pedrería. Ezequiel Mosácula, grueso también, aunque mucho más alto que ella, parecía transformar en ligereza propia la alhajada gravidez de ella.

El licenciado Miralles les condujo al salón donde saludaron a don Enrique.

—Ahora perdonad, un momento —dijo, enseñando la receta en la mano—. Pero serviros por favor, que ahora mismo estoy con vosotros.

Taconeó por el ancho pasillo hasta una habitación que se abría al fondo y que tenía una iluminación amarilla que se posaba como un sudario sobre los estantes repletos de frascos y cajas, una luz que parecía encerrada en sí misma, que marcaba la frontera entre aquel cuarto y todas las demás habitaciones de la casa.

Entró el licenciado Miralles desde la terraza y saludó a los Mosácula:

—¿Te gusta el whisky o te pongo otra cosa, Milagritos?

—A mí como a todos, por favor.

—Te participo que es un whisky buenísimo. Nos lo sigue enviando cada catorce de abril, especial para nosotros, el licenciado Trapote —dijo el licenciado Miralles, mientras llenaba una a una las cuatro copas, siendo capaz, a pesar de lo mucho que le temblaba el pulso, de llenarlas a la misma altura sin derramar una gota—: ¿Te acuerdas, Enrique, de Guzmán Trapote? Aquel que se fugó de San Marcos al final de la guerra, tomó un barco en el Ferrol y de puerto en puerto recaló en Pernambuco. De allí pasó a Barquisimeto, en Venezuela, y de allí a Cuba… no se sabe cómo se hizo con una distribuidora de alimentación y bebidas y cuando tomó el poder Castro dio el salto a los Estados Unidos, pero no fue a Miami como la mayor parte de los cubanos refugiados, sino a Pensilvania. Montó una destilería de whisky y hoy tiene una fortuna en dólares capaz de comprar esta ciudad, con nosotros dentro y la catedral incluida…

—¿No fue novio de Carmina?

—No. Bueno, a lo mejor tontearon… de muy jovencitos.

Y miraron todos el retrato de la chimenea. Un óleo de tonos celestes, muy abrillantado, como si tema y fondo se aunaran para acotar un cielo en el que resplandecían algunas nubes blancas, y que, sin embargo, era el retrato de Carmina Miralles, una jovencísima Carmina Miralles de mirada inane, de aspecto de maniquí, falta de animación, despojada de fuerza y estímulos. El retrato debió ser hecho copiando una foto que aparecía enmarcada sobre uno de los estantes de la librería a la derecha de la chimenea.

—Como se parece a Marujita, tu cuñada, Enrique —dijo la señora de Mosácula.

El licenciado Miralles se llenó de una sonrisa luminosa.

—¡Cuánto no luchó por la democracia nuestra hermana Carmina! —exclamó.

Don Enrique corroboró las palabras del licenciado Miralles.

—Pocas mujeres hicieron tanto por la República como ella.

Es verdad.

—Y su muerte, Enrique. Y su muerte, que fue un asesinato, un auténtico asesinato. Y tú lo sabes, Enrique, y tú lo sabes —añadió con un arrebato de pasión el licenciado Miralles.

Don Enrique le miró con repentina seriedad, escrutando su rostro.

—Y no nos han pagado un duro —añadió el licenciado Miralles.

—Es vergonzoso.

—Todavía es el día que seguimos esperando una pensión, algo, porque cuando ella murió, cuando la asesinaron, había sacado las oposiciones y había tomado posesión. Era Facultativa Farmacéutica del Estado.

—¿Es que eso no da derecho a cobrar siquiera unas pesetas?

—¡Ni un duro! —repitió el licenciado.

—Sí que se parece a mi cuñada, sí.

Volvió el licenciado Miralles y se colocó frente al visor del circuito cerrado. Gritó por el audífono:

—No hay. Este medicamento está agotado. Lo tenemos solicitado pero aún no ha llegado.

Un sonido ronco y desagradable salió del audífono, una voz que triturada por los cables se convertía en el rugido de una fiera.

—¡Vaya a otra farmacia! —dijo el licenciado Miralles con enfado—: ¡Qué quiere que le haga!

Desconectó el circuito pero en seguida volvió a sonar el timbre. Lo hizo tres veces, con mucha impertinencia.

—¡Qué! —dijo el licenciado otra vez ante el visor.

Lo que oyó acabó de ponerle fuera de sí.

—¡Que no, hombre, váyase a otra farmacia! ¡Allí le darán de todo!

La voz insistía.

El licenciado Miralles gritaba sin ningún comedimiento.

—Ya lo tenían que saber de siempre: los preservativos no son medicamentos de urgencia. Donde le dan a usted lo otro le darán también eso. Así que váyase usted a paseo, señor.

La voz insistía.

—¡Animal, que es usted un animal! —replicó el licenciado Miralles—: ¡Un condón es lo mismo que un preservativo!

Mientras el licenciado Miralles gritaba de esa manera, el licenciado Miralles salía a la terraza y descubría el telescopio que trataba de orientar hacia la calle, lo que aprovechó Mosácula para hablar al oído de don Enrique:

—¿Quién es el mayor? —preguntó Mosácula.

—Quién es quién, querrás decir, amigo mío.

—¿No los distingues?

—Y quién los distingue si entre los dos han hecho uno.

—¿Y eso para qué? —preguntó la señora Mosácula.

—¡Para qué va a ser! —contestó con alguna brusquedad su marido.

—¿Para qué?

—¡Por la farmacia, tonta!

—¿Por la farmacia?

—Sólo el mayor —aclaró don Enrique—, el que es de mi quinta, tiene título de farmacéutico; si fallece antes, como es de suponer, el pequeño podrá hacerse pasar por él.

—Así la farmacia está asegurada —comentó Mosácula.

—Pero, ¿y Adela?, ¿quién de los dos está casado con Adela?

Pero ya entraba en el salón el licenciado Miralles.

—Lo que hay que aguantar. Un chorizo detrás de otro.

Chorizos y mangarranes…

La señora Miralles entró en el salón. Tenía la mirada fija y levantada, casi como el hocico de un animal al que se conduce por una correa. Sonreía.

—¿Cómo estáis?, ¿cómo estáis? ¡Mila, mujer, no nos vemos nada!

Las mujeres amagaron un beso en cada mejilla y Mosácula levantado acercó su boca a la mano tendida de la señora de Miralles.

—Ya nada es como antes. Ya veis lo apurados que vivimos. Una guardia nos trastoca por completo —dijo.

—¿Qué pasa con el mancebo? —preguntó don Enrique—: Desde que murió el pobre Corsino, os chupáis todas las guardias…

—No hay en quién confiar —dijo el licenciado Miralles, con una luz especial en los ojos, con un énfasis peculiarísimo—: ¿Tú me entiendes, Enrique?

Se sentó también y tomó otra copa de la bandeja que había en la mesa baja de cristal. Bebió un sorbo que remató con un ruidoso chasquido de la lengua. Luego dijo:

—Bueno, Ezequiel, cuéntanos.

Mosácula dijo:

—Pues sí… Es este Vidal Ocampo, discípulo tuyo, que yo sé el mucho caso que te hace.

—Todo lo que digas es poco.

—No creas —protestó don Enrique.

—He tenido un encontronazo con él. He instalado una línea de «comed beef». Se la he comprado de segunda mano a un industrial de Mondoñedo que la usaba para hacer una mezcla distinta, una especie de pastel de paletilla y magro… Nosotros, Enrique, y yo te invito a que lo veas, les invito a todos, tenemos nuestros propios sistemas de investigación. No sólo hablo de tecnología sino de mercado. Por eso nos hemos pasado al «comed beef». Nosotros ahora mismo somos capaces de adaptar cualquier línea y de hacerla funcionar en perfectas condiciones. Por eso me ha molestado saber lo que Vidal anda diciendo por ahí: que si la línea es una chapuza deslavazada y sucia, con extraños añadidos aquí y allá; que si funciona con el motor de un Mercedes…

—Si la Mercedes no se dedica a la alimentación.

—¡Claro que no! Por eso me desacredita lo que dice. Y todo porque cree haber identificado el radiador de un Mercedes, la parte externa de un motor, que nosotros, por otra parte, jamás hemos ocultado, porque está allí bien a la vista de todos con su anagrama de acero… Pero yo digo, ¿es malo aprovecharse de los propios recursos? Ese radiador además perteneció al coche que trajo a mis padres cuando se casaron, el mismo en el que entraron en la ciudad cuando vinieron desde Covadonga… Y digo yo: ¿acaso eso no es tecnología Mercedes?

Don Enrique enarcó las cejas. El licenciado Miralles pareció asentir. Mosácula esbozó una mueca que pronto se afianzó en una sonrisa.

—¿No te lo ha comentado Vidal? Yo creo que todo empezó a torcerse cuando entramos en la sala de sacrificio en el momento en que se estaba degollando a un animal. Había que verlo. El bicho, ya no sé si era una cabra o qué era, se había escapado y el pobre matarife lo perseguía a mazazos por el foso, el animal con las patas atadas huía a saltos.

—No sigas, Ezequiel, por favor —dijo la señora de Mosácula.

—No seas niña. No seas como Vidal. ¿Sabéis lo que me dijo?: Que era la escena más horrible que jamás había visto. Eso me hizo pensar. Eso me hizo pensar a mí, ¿comprendéis? ¡Valiente inspector jefe de sanidad! Ni el animal escapaba lleno de angustia, como dijo, ni el matarife le perseguía con una sonrisa feroz, como dijo también. El pobre matarife además, que tenía una pata de palo y que corría con dificultad por el suelo resbaloso…

La señora Mosácula se movió incómoda en el sillón.

Don Enrique volvió a escrutar el rostro del licenciado Miralles.

Hubo una pausa que Mosácula rompió:

—Pues, como decía —y quizá aquí fue donde yo cometí un desliz—, mientras el animal berreaba como un condenado, en ese ambiente un poco incómodo que ya teníamos, le dije, escúchenme bien, por favor. Le dije: esto es el último grito.

En ese momento sonó el timbre de la farmacia.

—¡Vaya! —exclamó el licenciado Miralles—: Ahora te toca a ti.

Se levantó el licenciado Miralles y se dirigió al vestíbulo.

Miraba por el visor y atendía la llamada pero también quería oír lo que contaba Mosácula. Le pasaron la receta, la leyó y se fue a buscar el medicamento a la habitación del fondo. Al pasar por el salón, preguntó:

—¿Cómo fue?

Mosácula repitió:

—Le dije mientras el animal gritaba: esto es el último grito.

Sí, lo que oís. Esto es el último grito. Y lo dije con una cierta solemnidad. Dos veces. Lo dije absolutamente convencido porque uno conoce a la perfección su propia industria.

Don Enrique hizo un gesto de perplejidad. Mosácula añadió: La señora de Miralles dijo:

—¿Qué haces ahí? ¡Vete por el medicamento, por Dios!

—Vete a por el medicamento que te espero.

Y en la espera Mosácula preguntó:

—¿Qué crees, Enrique?

—¿Gritaba el animal? —preguntó don Enrique.

—¿Que si gritaba…? ¡Vaya que gritaba! ¡Es natural! ¿No?

Aullaba casi como un niño tratando de escapar de la muerte.

¡Qué digo como un niño! Me recordó a una rata que matamos en el patio de luces, cómo chillaba la condenada porque sabía que no tenía escapatoria. Ése fue otro error sin duda. Estoy seguro de que Vidal creyó que me burlaba de él.

—Es que a veces no tienes tacto —dijo la señora de Mosácula.

—¡Por favor! —dijo él, que añadió—: ¿Qué opinas Enrique?

Yo sé que tienes mucho ascendiente sobre él.

—No me ha comentado nada de eso. Me ha hablado de otras cosas, de falta de higiene en general…

—Es eso don Enrique —dijo la señora de Mosácula con una insólita fogosidad—. Se creyó que Ezequiel le estaba tomando el pelo. ¡Es un chico acomplejado! ¿Se dan cuenta? Mientras el animal gritaba, Ezequiel le decía: esto es el último grito.

¿Ustedes qué pensarían?

El licenciado Miralles gritó desde el almacenillo:

—¡Esperar. Esperar!

—¿Que qué pensaría yo?

—Sí, sí, Enrique, porque yo no me refería al último grito del animal —dijo Mosácula.

—¿No?

—¿No? —repitió el licenciado Miralles que volvía con el medicamento en la mano.

—No, por Dios que no: me refería a la maza.

—¿A la maza?

—¡Espera un momento, por favor! —suplicaba el licenciado Miralles que se acercó al visor y pidió el dinero por adelantado.

—¡Pues si no hay dinero, no hay medicamento! ¡Vamos, que no voy a estarme aquí hasta mañana!

—¡Aguanta un pelo, por favor! —volvió a pedir a gritos.

Y ante lo que oyó por el audífono se sintió obligado a dar una explicación:

—¡Que no es a usted, demonio, que si quiere usted el medicamento ponga en la bandejilla las mil seiscientas pesetas!

Le obedecieron y pulsó el botón. El tubo succionó el dinero con fuerza y el licenciado Miralles lo recibió a dos manos. Era un billete de mil y seis monedas de cien.

—¡Estas monedas son una nueva complicación!

Luego avisó al de abajo.

—Cierre el tubo y apártese, que a veces toma mucha fuerza.

—Y cuando se hubo asegurado de que todo estaba en regla volvió con los demás.

—No sabéis lo que es esto. ¡Qué clase de público viene! Hay que avisarles de que se aparten para que no les golpee, hay que avisarles de que no abran el tubo para que no se caigan las medicinas al suelo, hay que decirles dónde y cómo tienen que meter el dinero… Menos mal que una vez a un chorizo que vino a por droga le metí un sarretazo por el tubo a toda presión que lo dejé más de media hora groggy en la acera… Pero, con todo, no hay seguridad.

—Pues como decía —dijo Mosácula—: El último grito era la maza. Yo me refería a la maza.

—¿A la maza?

—¡A la maza, a la maza…! —exclamó Mosácula—. ¡Naturalmente! —estaba ufano, eufórico, apasionado—. Esta maza, aunque no lo creáis, es el último grito de la tecnología alimentaria. Esta maza es el mejor sistema de sacrificio, mucho más avanzado que esos electrodos que han impuesto los americanos.

Es una simple maza de madera forrada de guata. ¿Os dais cuenta?

Es tan simple como eso. Es como el guante de boxeo sobre la cara del boxeador, evita el daño, ¿entendéis?, atonta pero no daña. Es un método limpío, rápido y eficaz. Y es un invento nuestro, de «Industrias El Parames S.A.». Cuando el animal recibe la puntilla está ya absolutamente atontado.

—A ver: que yo me entere —dijo el licenciado Miralles.

—La maza, la maza, era el último grito. ¿Entiendes? No el grito del pobre animal, sino el instrumento de sacrificio: la maza.

—¡Qué divertido!

Mosácula esbozó una sonrisa autocompasiva. Luego añadió:

—Ese día no estábamos de suerte. El cojo trató de enganchar al animal con un hierro para alzarlo. Pero el bicho no estaba todavía suficientemente aturdido y movía la cabeza y también la lengua y los ojos y, cuando sintió su piel atravesada por encima del jarrete, abrió la boca y vocalizó ostensiblemente… Vidal no pudo más, tuve que agarrarle para que no se desmayara…

—No me extraña —dijo la señora de Mosácula.

—Calla —dijo su marido que añadió—: Y es que este Vidal es un flojo. ¿Cómo podemos tener estos inspectores de sanidad?

¿No me dijo que creyó haber oído su nombre en labios del animal? ¡Es increíble!, ¿no?

—¿Y qué dijo el animal?

—Por Dios, Enrique, nada, ¿qué va a decir? Emitió un sonido ininteligible, que no fue un grito, que fue como una tos, o algo así. Movió el hocico arriba y abajo, como si dijera mon que te pon o pon que te mon, o algo así… Reconozco que a mí eso también me hizo pensar…

—¿Mon que te pon?, ¿pon que te mon?

—Si, Enrique, mon que te pon o algo así. El maldito cojo le sacudió entonces otro mazazo fenomenal, así como estaba, suspendido en el aire, que le hizo bambolearse a un lado y a otro como uno de esos balones de la ola… Y Vidal no lo resistió. Eso es todo.

Don Enrique sonrió con escepticismo.

—Mon que te pon —dijo como para él mismo.

—Yo sé que ha decidido cerrarme la industria —añadió todavía Mosácula—: Y no se lo voy a tolerar. Tengo a las autoridades de mi parte, como es natural. Si no fuera por la ausencia del alcalde Polvorinos durante tantos días y esa moción de censura que ahora quieren hacerle, ya lo tendría todo arreglado. Por cierto, Enrique: ¿Cómo se puede abandonar así la Alcaldía, durante un mes?

—La política, amigo mío. De repente nuestros políticos han descubierto la existencia de un héroe de nuestro tiempo.

—De nuestro tiempo, no, de tiempos de la República…

—Mira lo que te digo: la Segunda República fue tan moderna, tan moderna… que entiendo que en estos tiempos de posmodernidad todos se vuelvan a ella.

—Tengo entendido que Jaime Gutiérrez, tu sobrino, se ha quedado todavía unos días más…

—Así es. Ese chico se ha tomado la concejalía de Cultura demasiado a pecho y aunque él votó en contra de que se hiciera el viaje, ahora se niega a regresar sin haber cumplido la misión.

—¿Se quedará a pesar de la moción de censura?

—Ya te digo que él, precisamente él, y creo que sólo él, votó en contra del viaje. Por eso no acabo de comprender cómo los mismos concejales que aprobaron por unanimidad enviar una delegación a la Patagonia para entregarle a Chacho la medalla de hijo predilecto de la ciudad, pretenden ahora censurar al alcalde.

Alegan malversación, despilfarro, abandono de puesto… ¡yo que sé!

—Yo digo que tampoco es para tanto, ¿no?, ¡un futbolista…! —dijo la señora de Mosácula.

—Chacho fue un ídolo en esta ciudad durante la República —dijo el licenciado Miralles.

—Chacho fue mucho más que un futbolista —dijo don Enrique que cruzó su mirada con el licenciado Miralles.

—Chacho fue un hombre muy importante —dijo el licenciado Miralles.

—¿Y qué va a pasar con la moción de censura? —preguntó Mosácula.

—Buena pregunta, sí señor —contestó don Enrique.

—Yo no creo que puedan con Polvorinos —dijo Mosácula.

—Ni yo tampoco, desde luego —corroboró don Enrique que, tras una pausa en la que recordó al jugador de cartas que guarda la combinación ganadora, añadió—: Pero si Jaime no regresa a tiempo para la votación, la moción está perdida. ¿No?

Mosácula tragó saliva.

—Pero en definitiva, ¿qué se le censura? —acertó a decir—:

¿La duración del viaje o que no encontrara a Chacho?

Don Enrique se encogió de hombros. La señora de Mosácula dijo:

—¿No te digo? Si no lo encontró sería porque no estaba, ¿verdad?

Y este comentario que parecía dictado por la tenue hilaridad de una verdad de Perogrullo fue suficiente como para levantar al licenciado Miralles de su asiento y llevarlo otra vez al cuarto de las medicinas, donde encendió la luz y se dedicó a un súbito y desordenado trajín.

Don Enrique desvió entonces la conversación.

—Bueno, pues por lo que tanto te preocupa, Ezequiel, pierde cuidado. Yo mismo le he aconsejado a Vidal que retrase su decisión, que la medite bien. Y me va a hacer caso —dijo don Enrique.

El licenciado Miralles regresó.

—No ha de llegar la sangre al río —subrayó don Enrique.

Mosácula esbozó una mueca que pronto se afianzó en una sonrisa.

—La cosa viene de atrás.

—¿Cómo de atrás?

—Sí. De atrás, de atrás… —añadió la señora de Mosácula.

—¿Sabéis lo que me dijo cuando le enseñé la línea de magro?

Me dijo: ¿qué es esta cochambre? Eso ya me hizo pensar a mí, ¿entienden?

—No hay derecho —dijo la señora de Mosácula—. Un funcionario tiene que estar siempre en su sitio.

—Eso es lo más difícil que hay en la vida —dijo la señora de Miralles.

—¿Sabéis mi respuesta? Yo os la digo. Le dije: de esta instalación me han hecho los americanos un reportaje para una revista de tecnología alimentaria. Un reportaje a todo color. Así le dije.

Y, tras una pausa, preguntó:

—¿Podrías echarme una mano, Enrique? Tengo que evitar el cierre de mi industria.

—No se atreverá —dijo el licenciado Miralles.

—Me han llegado noticias muy preocupantes. Y el perjuicio que me puede causar es incalculable.

—Él me ha hablado de un contrato que tienes firmado con Argelia.

—Hay mucho más de lo que ya os hablaré. Por eso lo peor que nos puede pasar es caer en manos de la prensa y por una cosa tan tonta como una maza de sacrificio. ¿Me ayudaréis?

—Pierde cuidado. Yo sé muy bien cómo tratar a Vidal —dijo don Enrique.

—No se debe envidiar al que sabe ganar el dinero —dijo el licenciado Miralles.

—Desde luego —dijo el licenciado Miralles.

Cuando don Enrique y los Mosácula salieron a la calle, el Rey Bueno brillaba. El aura de las altas farolas inflamaba la atmósfera de una densidad transparente y azul, que se pegaba a los coches y a las personas.

—¿Son mellizos o no lo son don Enrique? —preguntó la señora de Mosácula—: Usted debe conocerlos bien.

—¿No le digo? Uno es de mi quinta, el otro quince años más joven.

—¡Imposible!

—Quince años más joven.

—¡No me lo puedo creer!

—Lo que oye.

—Pero si son iguales. Si parecen mellizos.

—¿Con quién de los dos está casada ella, don Enrique?

—Con el mayor.

—¿Con el mayor?

—Sí, con el mayor.

—Pero ¿quién es el mayor?

—¡Ah! Yo sí sé quién es. Pero tú no puedes saberlo. Yo siempre, tarde o temprano, acabo descubriéndolo.

—Yo no viviría así.

—Ni yo tampoco. Es el dinero, señora mía. O, como se dice ahora, las pelas.

—¿No se da cuenta, don Enrique? La convivencia de los dos hermanos con la misma mujer es una invitación al crimen —argumentó la señora de Mosácula—. El más joven se quedaría así con todo: con la farmacia y con la mujer —y añadió—:

¡Pobrecilla!

—¿Por qué, pobrecilla? —dijo su marido—: Ella lleva siempre las de ganar.

Don Enrique enarcó las cejas.

—¿No es eso una película de Hitchcock?

Se desleían las sombras más negras en el horizonte lejano. Y sobre el costado derecho de la casa de Roland se encendieron dos estrellas, una más grande, la otra más chica, la más grande encima, la más chica, inclinada al oeste, debajo.

—¡Ah!, siempre están ahí —dijo don Enrique—: ¿Las veis?

Son siempre las primeras en salir. Una grande y otra pequeña.

Son como un padre y un hijo. Siempre a la misma prudente distancia, siempre al cuidado la una de la otra.