SIEMPRE se iba a acordar de aquellas palabras: «Tú no sabes qué es un Mosácula. Los Mosácula son como el mundo.»
Sabía que se acordaría de ellas mucho más tarde, como también las había tenido presentes mucho antes de haberlas oído, puesto que eran un pensamiento suyo, algo que había vivido aletargado en su mente hasta que don Enrique había sabido enunciarlo: «Cuando crees que ya los conoces, cuando más familiarizado te sientes con ellos, más te sorprendes. Los Mosácula son como el mundo.» Sí, y más para él, que había vivido enamorado de una Mosácula, que desde que tenía uso de razón no recordaba haber tenido libre un solo día el pensamiento del recuerdo y la visión de ella. Desde los tiempos oscuros de los paseos por el Rey Bueno, cuando las calles rezumaban humedad, una humedad que parecía brotar de su interior como una gran lágrima urbana, que espejeaba el asfalto y lo llenaba de tristeza, o de nostalgia, una nostalgia de proyección futura, como si el presente se estrujara ya en la memoria con los dolores del recuerdo. Lentas horas de idas y venidas por el Rey Bueno, cuando ella pasaba en el autobús del colegio, el pelines, enmarcado su busto por la ventana, un busto de madonna, tan bello como una aparición: los ojos profundos, la mirada soñadora y lánguida que le entraba hasta mucho más adentro de sí mismo, que le rompía por dentro, que le atravesaba…
Por eso aquellas palabras de don Enrique, más bien vagas y hasta poco afortunadas por su pereza expresiva, se alzaban ante él con la nitidez inquietante de una cuchilla heladora cuyo brillo le había deslumbrado durante más de la mitad de su vida: «los Mosácula son como el mundo». Sí, lo son, lo habían sido para él, y lo serían también para la ciudad, para la de él y la de ellos, la ciudad a la que habían marcado con su presencia para siempre.
¿Pues no es así también que el mundo es aquella amenaza que acecha sólo un paso más allá de nuestra intimidad?
Y ella, Blanca, Blanca Mosácula, lejos, siempre lejos, envejeciendo en otros brazos, quebrando su piel en otros fríos, gastando sus ojos bajo otros cielos.
Don Enrique se había reído, una risa casi de adolescente, imparable, descontrolada. Había dicho: «No, usted no conoce a los Mosácula. Los Mosácula son como el mundo.» Y luego había roto a reír a carcajadas.
Un don Enrique siempre sonriente y hospitalario que, a pesar de la hora, las diez y media de la noche, le había recibido, bien es verdad que en bata y zapatillas, una bata y unas zapatillas de franela de hombre mayor, una de esas batas de cuadros grises y unas zapatillas de cuadros marrones de las que ya no hay.
—Le he estado llamando todo el día —le anunció Vidal—: Quería comentarle algo.
Le había abierto su casa con un ruido escalonado de cerrojos metálicos que parecían hollar, tras la pesada puerta, al tiempo que allí se guardaba como en el corazón de un arca. Entraron en seguida en el despacho y Vidal se sentó en un sofá mientras que don Enrique lo hacía en un sillón; los dos asientos eran singularmente bajos.
—¿Qué tal su flamante coche nuevo?, ¿su BMW? Supongo que ya habrá previsto darnos una vuelta —dijo don Enrique.
Pero Vidal no le dejó continuar.
—Tengo que tomar una decisión dificilísima —le había confesado de inmediato—: He inspeccionado por segunda vez la factoría de los Mosácula y tengo que cerrarla-Don Enrique guardó silencio. Miraba a su amigo con benevolencia. La respuesta surgió de improviso. Vino desde las sombras del pasillo. Una voz estridente y cantarina:
—Haga lo que tenga que hacer, ése es el lema ¿no? —dijo doña Manolita, la mujer de don Enrique, quien sin duda se había levantado de la cama y se había puesto una bata de guata rosa para venir al despacho—: Eso es lo que tú le dices siempre a tu sobrino Jaime, el concejal ¿no es así? Ahora mismo precisamente, al oírles hablar, creí que se trataba de Jaime que había vuelto de la Argentina. Porque ¿sabe la ocurrencia que ha tenido?: Han vuelto todos, toditos, menos él. Se ha quedado voluntario ¿qué le parece?
Se levantó Vidal y saludó a doña Manolita con azoramiento, pidiendo disculpas por la hora intempestiva. Ella ofreció una bebida. Vidal rehusó. Ella insistió. Don Enrique torció el gesto.
—Si no tengo sueño —dijo ella entonces— vosotros seguir que yo no os molesto.
Traía en la mano dos agujas y una pequeña pieza de lana que salía del bolsillo de su bata. Se sentó en la estancia contigua, la que parecía prolongación del despacho, mitad comedor, mitad biblioteca, en la penumbra del fondo, al lado del velador donde se hallaba el teléfono.
—Ésta es mi lectura —dijo— y lo mismo leo aquí que en la cama. Sigan, sigan…
Los dos hombres habían vuelto a sentarse. Vidal agachaba la cabeza como el que siente vergüenza o se halla en camino de desmoralización.
—No hay que tomárselo así, amigo mío —dijo don Enrique.
—Es una gran responsabilidad. Estoy obligado a hacerlo y todavía no sé qué hacer.
La voz de doña Manolita, proveniente de la otra estancia, le sobresaltó otra vez. Surcó la penumbra como un clarinazo, un chillido modulado en una garganta de ave.
—No sea usted tan buena persona, Vidal. Esa gente necesita mano dura. Han hecho lo que han querido toda la vida y no pueden seguir así. ¿No dicen que ha cambiado todo acaso? Pues que cambie esto también.
Vidal se pasó la mano por los ojos.
—Son una gente increíble: todos ellos, desde Ezequiel Mosácula al último portero de la industria.
Y volvió a relatar cómo en la inspección, que había hecho un año y medio atrás, había encontrado gravísimas irregularidades de las que había levantado acta; cómo, de acuerdo con la ley, concedió un plazo de seis meses para subsanarlas; luego una prórroga de seis meses más y, luego, otra prórroga más, la final. Levantó la cabeza Vidal:
—Pero ¿qué creen?: todo sigue igual. O peor. No han corregido nada, absolutamente nada. Ni el más pequeño detalle.
Y alguna cosa de las que estaban bien, en este tiempo ha acabado por deteriorarse también.
Reía don Enrique, una risa jovial, que restaba dramatismo a la situación.
—No le haga caso Vidal. No sé qué es tan divertido. Si yo hubiera sido hombre…
Vidal rió también, una sonrisa resignada, como el que se rinde a la evidencia de su propio ridículo.
—Hace dos días he vuelto a hacer la inspección. Me ha acompañado Ezequiel Mosácula, no me ha dejado a solas ni un momento, me ha llevado de la mano de aquí para allá continuamente. ¡Qué tipo, Dios! —exclamó—: ¡Cómo recuerdo a la pobre Blanca! Blanca lo temía. Decía que lo admiraba pero yo sé que lo temía.
Y nunca le había dicho a don Enrique lo que él había sentido por Blanca, lo mucho que había sufrido por su súbita desaparición de la ciudad cuando quedó embarazada a los dieciséis años; no de él, con quien sólo había llegado a darse besos; no de él, pero tampoco de nadie… Porque Blanca sólo salía con él, sólo le conocía a él… como si hubiera sido violada por el ambiente, como si un polen maligno hubiera entrado en su cuerpo a traición… Y tampoco se lo iba a decir ahora que estaba doña Manolita, y no porque temiera los comentarios de ella, que casi los deseaba, sino porque temía su voz, esa voz chillona que, cuando construía sentencias breves, se levantaba histriónica y sin mesura; así, nada les dijo de esa cara, de esos ojos, de ese busto que él veía como en un museo, como si el más hermoso rostro de una madonna jamás pintado se exhibiese por las calles de la ciudad colgado de la vieja carrocería del pelines, nada les dijo de ese rostro que tanto había gravitado sobre él año tras año, día tras día, hora tras hora-No, no se lo dijo, como no le había dicho tantas cosas, a pesar de la amistad que sentía por aquel hombre mayor, por su maestro y amigo, por aquel hombre ejemplar, don Enrique, ex senador real, catedrático jubilado de patología animal, ex decano, ex vicedirector y ex rector de su Universidad.
Desde la penumbra surgió otra vez la voz de gallinazo, una voz que no esperaba respuesta, que hablaba para ella sola y para el mundo:
—Blanquita, la pobre Blanquita, la muy desgraciada Blanquita, esa pobre niña, os traía a todos a mal traer. A todos… Y no le llegaba a su madre ni a la sombra de los zapatos. Ésa sí que era una belleza: Blanca Pérez Ansa, la asturiana…
—No sé cómo explicarlo —siguió diciendo Vidal—: Ni siquiera había reemplazado los grifos por otros que pudieran abrirse y cerrarse con el pie; ni había instalado toallas de papel; y no sólo no había cambiado —como se le exigía— de sitio los retretes que daban a la sala de despiece, inundándola de contaminación y malos olores —algo por completo intolerable—, sino que ni siquiera había colocado las puertas que faltaban… Es increíble, don Enrique. No ha hecho caso de nada ni de nadie y, sin embargo, ha sido él mismo quien ha venido a verme. Yo estaba convencido de que había hecho todos los arreglos. Si no ¿cómo se explica? Ha entrado en mi oficina de sanidad sin respetar antesalas ni convencionalismos…, ha irrumpido en mi despacho como si me mandara, de un modo humillante para cualquiera, como si fuera mi jefe. Y no es que viniera desempeñando el papel del contribuyente exigente, que también los hay, no; era la viva estampa de quien le paga directamente a uno de su bolsillo y con su mano…
Don Enrique movió las manos en un gesto de total incredulidad. Pero la que habló fue otra vez su mujer, lo hizo sin ánimo de conversar, con la pasión de la remembranza. Y sus palabras, que salían al compás obstinado del punto que sus manos tejían, sonaban como una salmodia, algo muy acorde con la media luz de donde manaban:
—Siempre han sido gente sin clase, gente ruda y ordinaria.
Sólo ella, Blanca Pérez Ansa, la asturiana, se salvaba. Ella sí tenía clase, tenía distinción, tenía belleza… ella, Blanca Pérez Ansa, la asturiana, no la hija, no la que os ha tenido locos a todos, la madre, esa sí que era hermosa. Aunque es para sentir lástima de ella. Nunca ha visto el sol de esta tierra, ella que tan necesitada estaba de sol y de aire. Vino a la ciudad el mismo día que el presidente de la República; entró por la carretera de Madrid el presidente en un Mercedes descapotable y en un Mercedes igual entraba por la carretera de Asturias, Orencio Mosácula con Blanca Pérez Ansa; se habían casado en Covadonga a las doce del mediodía anterior y habían venido viajando sin parar y sin dormir, impecablemente vestidos con el traje de la boda, frescos, limpios, radiantes… Yo, cuando supe que venía ella, salí a la calle también, me solté de la mano de mi padre y corrí hacia la avenida del abate ínsula por donde los novios entraban… Dicen que la prensa equivocó el itinerario presidencial, pero allí estaba toda la ciudad para aclamar a la novia, y en el otro lado, nadie, para saludar al presidente de la República… Ella venía de blanco satén, con un tocado con diadema que la hacía parecer una reina; venía de pie y sonreía; tenía la mano, enguantada hasta el codo, levemente alzada. Cruzó el coche la plaza del Ángel Caído, allí la gente, creyendo unos que se trataba del presidente de la República, otros intentando la burla hacia la primera magistratura, prorrumpieron en vítores y aplausos, en hosannas de Domingo de Ramos y empezaron a caer confetis y serpentinas y pétalos de flores de los balcones y a agitarse las banderas tricolores y las bicolores en armonía sorprendente… Dicen que después de aquel recibimiento nunca más quiso salir a la calle. Unos piensan que de vergüenza por haber contestado a un saludo que no iba dirigido a ella, otros que de dolor… dieron vuelta a la glorieta de don Alonso de Guzmán y enfilaron hacia la casa de Roland, la que un mes antes había comprado Mosácula para ella… la casa más hermosa que nunca se había hecho en la ciudad, al otro lado del río, exenta como un castillo, con fachada a los cuatro puntos cardinales: el norte, mirando a las tierras de nieve de la novia, el sur, a los campos desabrigados y yermos de donde procedían los Mosácula…
—Menudo pájaro era Orencio —dijo don Enrique—: Le compró la casa al bueno de don Arístides Roland, aquel ingeniero belga que tanto impulsó nuestras minas; se la compró, cuando don Arístides estaba ya enfermo, por sólo cuarenta mil reales, una casa que ya por entonces valía más de cuarenta mil duros, de los de entonces, de los de plata, de los que se las veían tiesas con el mismo dólar.
—Un día mamá me llevó a verla; mamá había oído que tocaba el piano muy bien y quiso que me oyera a mí para saber si podía confiar en mi disposición para la música. Nos recibió con cordialidad pero con tristeza, estaba recién casada y parecía una viuda. Nos recibió en una salita orientada al sur; había un piano precioso, negro y lustroso, una piel de animal pequeño en el suelo y muchas fotografías enmarcadas en las paredes, todas de ella y de su familia —de sus padres y hermanos, me refiero— en las galerías y balconadas de un sanatorio, que luego supe era del Guadarrama —toda su familia padecía del pulmón—; pasé mis manos por el teclado y toqué un poquito, muy poquito, hasta que ella me pasó una mano por la trenza y dijo que era suficiente.
Nos invitó a una taza de chocolate y me pasó otra vez la mano por la trenza, lo hizo sin mirarme como si se viera a sí misma, o al menos a una parte de sí misma, la que podía contenerse en una trenza de niña y me pareció que se iba a poner a llorar. Mamá salió muy contrariada de aquella visita. Pero yo recuerdo la mano de Blanca sobre mi trenza y todavía me estremezco. Cosas de niña, supongo. Olía bien aquella mano, olía a brisa de mar…
Así era Blanca Mosácula, así era su Blanca también, como la brisa del mar, pensó Vidal.
Otra voz femenina surgió inopinadamente del pasillo.
—Yo también fui a verla ¿no recuerdas Manolita?
Era doña Elvira, la otra hermana, la mediana, que, soltera, también vivía con el matrimonio. Tenía la voz igual de adelgazada que su hermana, un estilete que taladraba los oídos.
—Yo fui con mamá más de una vez a verla. ¿No te acuerdas?
Se había levantado Vidal y ella le hizo un gesto para que se sentara. Doña Elvira era tan menuda como su hermana y como ella vestía una bata de guata rosa. Sin sentarse se quedó al lado de su hermana, como si vigilara en la penumbra los puntos que su hermana hacía.
—Sí, mujer, acuérdate: quería mamá saber si yo tenía algún talento artístico y fuimos a enseñarle mis dibujos. Porque Blanca también dibujaba y bordaba, ¿no te acuerdas? Desde aquel mirador en rotonda se veía el campanario de la iglesia de Aviados del Páramo, el pueblo de donde habían venido los Mosácula; ella lo pintaba una y otra vez, pintaba la torre maciza y cerrada y su entorno ocre; pintaba a lápiz primero y luego lo bordaba a tambor sobre la tela, y lo hacía con aversión, no como si tuviera miedo sino como el que se encuentra ante algo que sabe nunca será capaz de entender… Y ése era su miedo: no ser capaz de entender. Por eso no salía, por eso no hablaba, por eso apenas sonreía… Y muchas veces yo fui sola también, ¿no te acuerdas? Y siempre me recibió sonriente y siempre me enseñó sus bordados y dibujos: no copiaban la torre tal como era, sino que la deformaban, ni los colores ni las líneas se correspondían con la realidad, los amarillos se tornaban rojos y los azules, negros; las rectas se quebraban; las curvas se cerraban… sí, yo le vi muchos dibujos y bordados, eran delicados y hermosos…
—Estas cosas no le importan a nuestro buen amigo Vidal. Él está muy preocupado… —dijo don Enrique.
—Parece que los Mosácula lo han perdido todo, que los bancos se van a quedar con la casa de Roland —dijo Vidal.
—Cuantísimo me extraña —dijo doña Manolita— que los Mosácula se arruinen, se me hace tan raro como si el sol se quedara sin calor.
Vidal aseveró:
—A mí me lo ha jurado de rodillas, porque se me ha puesto literalmente de rodillas, cuando le dije que le iba a cerrar la factoría. Me ha dicho que si no cumple el contrato que ha firmado con Argelia, para suministrar más de ocho mil toneladas de todo tipo de carne, se arruina.
—Raro, rarísimo. Pero, al fin eso no es su responsabilidad —exclamó doña Elvirita—: Usted no hace más que cumplir con su deber.
Vidal se pasó una mano por el pelo.
—¡Qué tipo, Dios mío, este Ezequiel Mosácula! —dijo—: Fuimos a la planta y me hizo de guía. ¿Creen que se disculpó, que trató de conseguir una prórroga más para corregir todas las deficiencias?
Del pasillo, dejando una estela de sigilo tras de sí, les llegó otra voz femenina, idéntica a las dos anteriores.
—Presumiría como un pavo real enseñando esa ruina de fábrica, ¿a que sí?, ¿a que hinchaba el pecho y se pavoneaba? —dijo la voz.
Era doña Marujita, la otra cuñada de don Enrique, la más joven, que también vivía con ellos. Traía las gafas en una mano y un periódico en la otra. Vestía una bata igual que la de sus hermanas. Era la más alta de las tres y tenía la mirada extraviada.
Encendió la luz de una pantalla de pie y se sentó al otro lado del velador donde estaba el teléfono.
—¿Para qué enciendes? —preguntó doña Elvirita.
—¿Y cómo quieres que lea? Si no puedo dormirme —contestó la otra.
Vidal se había levantado otra vez, se disculpaba con mucho apuro.
—Lo siento en el alma. Y todo por mi culpa.
—¡Qué va!, ¡qué va! —negó doña Manolita—. Maruja se pasa la noche con los ojos abiertos. ¡Qué más quiere ella que un poco de cháchara!
—Yo también, a pesar de ser muy pequeña por entonces, recuerdo la llegada de Blanca Pérez Ansa —dijo doña Manolita, dulcificando extraordinariamente el chillido de su voz—: Yo también la vi el día de la boda por el Rey Bueno en el descapotable. La vi desde los brazos de papá. Y recuerdo muy bien las banderas y los gallardetes y los pétalos de rosa y los confetis y todo lo que decís. Pero nada recuerdo del presidente de la República. Por el contrario, durante mucho tiempo creí que ese día habían entrado en la ciudad los reyes de un país nórdico, unos reyes de película. Ella vestía, sí, de blanco satén, con un tocado de diadema y un velo hasta los ojos, tenía la piel blanca, extraordinariamente blanca, y las mejillas rojas, dos rodetes de sangre venturosa, la señal de la salud y la belleza en quien ha enfermado de amores. ¡Ah, qué hermosa era y qué enamorada parecía!
Sonreían las dos hermanas mayores con arrobo. Y doña Marujita continuó:
—Lo que nunca pude ver fue su casa. Mamá también me llevó a verla, aunque más tarde que a vosotras, cuando ya la guerra la había trastornado y recibía en el patio de la casa: era la Cenicienta otra vez en el fogón de la madrastra. La recuerdo sentada en una mecedora, rodeada de papeles caídos por el suelo, reclinada hacia atrás mirando al cielo como si tomara el sol pero sin tomarlo porque el sol apenas penetraba en aquel patio.
Blanca escribía entonces poesías y mamá quería saber de sus labios si gozaba yo de algún talento para la escritura. Aún recuerdo el cristal dulcísimo de su voz y su mirada ardiente y dolorida. Había compuesto un poema o un cuento que hablaba de dos hombres: el hombre del corazón cerrado y el hombre del corazón abierto. Ella quería al hombre del corazón abierto pero pertenecía al hombre del corazón cerrado. Qué extraño lugar para leer un poema, qué extraño lugar para una reina; tenía los ojos verdes y los brazos largos, era delgada y rubia, su cuerpo resplandecía bajo la túnica, porque yo la recuerdo así como con túnica, igual que un ángel… Diréis que soy una tonta, ya lo sé, pero a mí me parecía que la mecedora en la que se sentaba se alzaba, como por magia, unos palmos del suelo. He oído decir que se ha muerto ya y que la han enterrado allí mismo, bajo el cemento de ese mismo patio donde se pasaba las horas, por eso han cegado la puerta, esa cristalera que permitía el acceso desde la portería.
—¡Tonterías! —dijo doña Manolita—: El día que se muera se irá a Puente Cautivo como todas.
Vidal se levantó para irse. Don Enrique le acompañó hasta la puerta.
—Pero fíjese don Enrique en mi responsabilidad de ahora. Le aseguro que es un problema terrible para mí —dijo Vidal ya en el pasillo.
Alguna de las mujeres o las tres a la vez gritaron desde la sala como una sola voz:
—Usted no sea tonto. Usted cumpla con su deber, Vidal, qué se cree esa gente.