—NI A LA MAÑANA nos dejan en paz —dice Gina, sacudiendo la mano ante su cara para espantar la nube de mosquitos que revolotea a su alrededor.
Bianco, que acaba de aparecer por la puerta del estudio, listo para salir a la calle, con un saco de un lila tornasolado y unos pantalones a cuadros de un verde pálido, se para en el borde de la galería y la contempla: en los ocho meses y medio de su embarazo, Gina ha engordado por lo menos quince quilos, y, sentada en el sillón de caña, en el borde de la galería de enfrente, para aprovechar mejor las corrientes de aire pero permanecer al abrigo del sol de abril, anormalmente fuerte y malsano, tiene la solidez, la impasibilidad, y la forma vaga de una pirámide, con la parte inferior de su cuerpo encastrada en el sillón, y la parte superior que va angostándose hacia arriba, hasta rematar en el rodete que recoge, brilloso y circular, el pelo bien estirado en la cima de la cabeza. Un vestido amplio, de un naranja amarillento, se infla tres veces a pesar de la abundancia del corte, dos en los senos y una, más prominente y redonda, en el vientre, en tanto que los brazos, que emergen, mates y redondos, de las sisas sin manga del vestido, presentan varios pliegues un poco más abajo de las axilas, entre los hombros y los codos; las mejillas continúan, sin solución de continuidad, borrando las mandíbulas, hacia la papada; y el escote recto, generoso con el fin de refrescar un poco su fatiga continua, deja ver las grandes masas oscuras y brillantes de los senos que, a causa de la estrechez del corpiño incapaz de retenerlos, se entrechocan y se enciman un poco, dibujando dos paréntesis invertidos que se tocan por el apogeo de las curvas y se prolongan bajo la tela.
—No te expongas —dice Bianco, pasándose la mano por el pelo color ladrillo para verificar la corrección de su peinado.
—Andan por todas partes —dice Gina, suspirando y apantanándose con la mano, con desgano y distracción, segura al parecer de que, por mucho que se esfuerce, no obtendrá ningún resultado contra el calor y contra los mosquitos.
—¿Te espero para el almuerzo? —dice después de unos segundos de silencio.
—Pienso que sí —dice Bianco, y, mientras empieza a cruzar el patio hacia ella, continúa—: Es una visita estrictamente profesional. Quiero verlo de cerca para ver si está a la altura de su reputación.
Al llegar junto al sillón de caña, se inclina hacia ella y le roza la mejilla con los labios. Está por erguirse otra vez, pero Gina lo retiene por la solapa del saco tornasolado, y lo huele dos o tres veces antes de soltarlo.
—¿Cognac a las once de la mañana? —le reconviene.
—Dormí mal anoche —dice Bianco—. Es un cordial. Me pone en el buen camino para el resto del día.
Gina se echa a reír. En los meses transcurridos que han ido cambiando poco a poco la forma de su cuerpo, y hasta su modo de ser, volviéndola más abstraída, más remota y más plácida, únicamente la franqueza insondable de sus ojos, cuyo verdadero sentido escapa siempre a Bianco, ha permanecido inalterable, y a medida que ha ido pasando el tiempo Bianco, asaltado a menudo por sus pensamientos oscuros, incontenibles, se siente menos capaz de soportar su mirada.
—Pretextos —dice Gina. Y después, mirándolo de arriba abajo—. Qué elegancia.
Con un esfuerzo considerable, Bianco logra sonreír; en primer lugar, la familiaridad de Gina, el modo burlón con que parece refutar, en forma aparentemente jovial, su explicación a propósito del cognac, lo irrita ligeramente, haciéndolo sentirse poco respetado, y por otra parte, la alusión a su vestimenta, en la que Gina ha dejado deslizar, de una manera sobreentendida, que Bianco podría estar yendo a otra parte que a un encuentro profesional, una cita amorosa por ejemplo, le parece traicionar en Gina una concupiscencia omnipresente de la que tal vez ni siquiera es consciente y que justamente por esa misma razón a Bianco le resulta mucho más intolerable. En lugar de responder, sin abandonar su sonrisa forzada, Bianco se encoge de hombros para minimizar su supuesta elegancia.
Sale a la calle, en la que su caballo, ya ensillado, atado a un poste que se levanta en el borde de la vereda, lo espera, indiferente y pacífico. Monta de un salto y trota rígido y abstraído sobre la silla. El calor súbito, después de un amago pasajero de otoño, ha instaurado una indecisión en la atmósfera, y las hojas de los árboles, que han venido resecándose con los grandes calores y amarilleando cuando llegó el otoño, traicionan, en masas ralas y desteñidas, con sus puntas rojizas o amarillentas, la incongruencia del sol matinal hirviente y adelgazado. El cognac hierve un poco en el cerebro de Bianco, que puede ver, desde la altura del caballo, un horizonte retirado hacia el que los baldíos, los huertos, las casas dispersas, las calles de tierra arenosa mal dibujadas, entre el pasto que crece en los zanjones y en las veredas casi inexistentes, los árboles, a medida que se alejan en la perspectiva van hundiéndose en una bruma de calor cada vez más espesa, pringosa y que, aunque es lo bastante translúcida para no ocultarlos completamente, desdibujando un poco sus contornos y volviendo sus masas borroneadas y algodonosas, les confiere una especie de irrealidad. Las familias antiguas viven en el sur, los nuevos ricos en el norte, dejando a los demás repartirse las otras direcciones del espacio según el azar de sus posibilidades, incluso el extremo sur y el extremo norte, en los que a partir de una línea divisoria más allá de la cual el espacio deja de estar sacralizdo por la presencia de los ricos, cualquiera puede instalarse si tiene los medios suficientes para comprarle o arrendarle una parte del espacio a esos mismos ricos que no por no considerarlas aptas para vivir en ellas dejan sin embargo de ser sus propietarios. De modo que Bianco debe atravesar casi toda la ciudad, bordeando en cierto momento la orilla del río para llegar a destino; después de un buen rato de cabalgata, las casas empiezan a hacerse más frecuentes, las calles mejor dibujadas entre los zanjones, hasta que las herraduras del caballo empiezan a resonar sobre los adoquines y Bianco debe atravesar el centro, en el que las viejas casas coloniales de gruesas paredes de adobe y techos de tejas comparten más de una vez la medianera con otras más modernas, incluso de altos algunas, muchas de ladrillos sin revocar, con veredas irregulares de ladrillos, y naranjos amargos, paraísos, gomeros, palos borrachos y jacarandaes que se levantan en los bordes, en los patios traseros o en las plazas. A esa hora de la mañana, los vendedores ambulantes gritan su mercancía y los desocupados conversan en las veredas, bajo los árboles, fumando un cigarro y espantando con una mano resignada las nubes de mosquitos que suben de los zanjones. Bianco deja atrás el centro y empieza a trotar otra vez por las calles de tierra arenosa hasta que se detiene frente a un rancho grande, pintado de blanco y, sin bajar del caballo, mira con atención lo que está pasando cerca de la entrada. El Sargento, con la manga derecha de su camisa vacía y plegada en dos, agarrada a la altura del hombro con un alfiler de gancho, hace ademanes ostentosos con un único brazo, sosteniendo un cigarro apagado entre dos dedos de la mano, dirigiéndose a una veintena de personas que están en el patio delantero y que tratan de acercarse a la puerta o de mirar vanamente a través de la hoja entreabierta o del rectángulo de la ventana, cubierta por una cortina de cretona, el interior del rancho.
—Ya les he dicho que hoy no los puede recibir. Recién pasado mañana —dice el Sargento, con autoridad amable, a los que parecen insistir para que los deje entrar al interior del rancho. Algunos, que tienen aire de enfermos, son sostenidos por miembros de su familia, otros tienen una gallina, un paquetito bajo el brazo, otros le muestran al Sargento, para tratar de convencerlo, dos o tres billetes, que el Sargento rechaza con aire digno pero jovial, para mostrar que no se trata de una cuestión de dinero sino de un obstáculo real que, si él pudiese, por el bien de todos los que lo hostigan, hubiese eliminado inmediatamente. El Sargento levanta la cabeza y ve a Bianco que lo contempla desde el caballo, y le hace una seña con la mano y una sonrisa amplia y acogedora, pero cuando Bianco está por bajarse, sacude negativamente la cabeza y, haciendo girar su única mano y moviendo el hombro derecho en el que la manga vacía de la camisa aferrada con el alfiler se sacude un poco, le indica que dé la vuelta por el costado del rancho y se dirija al patio trasero. «Es el Versailles de todos los ranchos», piensa Bianco, observando al pasar la construcción que, hecha con adobe bien apisonado y parejo, paredes espesas, paja bien recortada y aberturas regulares, con verdaderos marcos de madera, ha sido pintada a la cal recientemente y resplandece en la mañana. Al fondo, hay un huerto y un jardín cuidados, y más atrás una volanta cuyas varas se apoyan en el suelo, tres o cuatro caballos, y un gallinero. Hay una buena sombra de árboles también, pero la fronda, atacada ya por el otoño, manchada de rojo, de amarillo, de marrón, deja pasar por sus huecos que se irán agrandando en los próximos días, los rayos solares. Bianco se baja del caballo y ata la rienda a un tronco, en el mismo momento en que el Sargento desemboca junto a él en el patio trasero.
—Un gusto verlo —dice el Sargento. Como le tiende la mano izquierda, Bianco vacila un poco, ya que no sabe cuál de las dos suyas tenderle, hasta que, decidiéndose por la derecha le da al Sargento un apretón un poco torpe, incómodo, y, al mismo tiempo, por la actitud corporal que deben asumir, cargado de una sensación de familiaridad excesiva.
—Waldo lo espera —dice el Sargento, amagando entrar en el rancho.
—Espere. Tenga —dice Bianco, metiendo la mano en el bolsillo y sacando un fajo de billetes.
—No, no —dice el Sargento—. Déselos a la hermana, delante de él. A él le gusta ver los billetes. Yo hago todo esto porque soy de la familia. Y porque creo.
Bianco lo sigue al interior. Aunque la luz matinal entra por la puerta y por las ventanas a pesar de las cortinas de cretona, en el primer recinto hay muchas velas encendidas, en candelabros de lata o de madera, sobre platitos, sobre bases circulares de madera que flotan en palanganas o en fuentones, iluminando imágenes y estatuitas de santos pegadas a la pared o apoyadas en repisas a las que cubren unos manteles bordados de una tela blanca inmaculada. El Sargento parece orgulloso de la decoración, y observa a Bianco para estudiar su reacción, pero Bianco deja deslizar una mirada indiferente, casi desdeñosa, por la habitación y, avanzando con decisión, únicamente se detiene ante la cortina de cretona que los separa de la habitación contigua.
—Pase, nomás —dice el Sargento, y se adelanta un poco para recoger la cortina.
Bianco atraviesa el hueco que deja la cortina recogida y entra en el recinto: el tape Waldo está sentado en una silla de paja en medio de la habitación y la Violadita, vestida de blanco, parada junto a él apoyando delicadamente la mano en el borde del respaldar, parece concentrar en ella sola la percepción exterior de ambos, porque es la única que dirige la mirada hacia Bianco cuando entra en la habitación. Waldo, vuelto ligeramente en sentido opuesto a la puerta por la que Bianco acaba de entrar, sacude todo el tiempo la cabeza y aferra, por el cabito de madera, un chupa-chupa circular, hecho de bandas oblicuas blancas y coloradas de una substancia ya un poco transparente a causa de las chupadas y que Waldo se lleva a la boca con lentitud, sin introducirlo en ella, sacando más bien una lengua ancha, manchada de blanco y de rojo a causa del chupa-chupa, que lame con lentitud meticulosa y eficaz la superficie a rayas blancas y coloradas y que después vuelve a entrar, atrincherándola detrás de sus grandes dientes blancos de caballo, que la boca, cuyos labios se mueven constantemente, no cubre del todo, como si la piel de la cara fuese demasiado chica en relación con los huesos de la mandíbula.
—Entre, entre señor —dice la Violadita—. Lo dulce le gusta mucho al pobrecito. Está contento hoy. Durmió bien.
—Gracias —dice Bianco.
Cuando ha oído hablar por primera vez de Waldo, un par de años atrás, por un médico que ha asistido a una de sus apariciones cerca de Esperanza, Bianco se interesó hasta tal punto que proyectó un viaje a Coronda, y una vez, yendo por tierra a Buenos Aires, paró en el pueblo para ir a visitarlo, pero el cura, en cuya casa pernoctó y con quien tuvo una larga conversación, le informó que Waldo y su hermana andaban peregrinando por el lado de Córdoba. Al enterarse la semana anterior que Waldo acababa de instalarse en la ciudad, mandó a llamar al Sargento, de quien le habían dicho que se ocupaba de Waldo y de la hermana, para proponerle esa visita especial, no con el fin de pedirle una profecía, sino únicamente para observarlo y, para convencer al Sargento, que al parecer temía una conspiración semejante a la que él, Bianco, siete años atrás, había debido sufrir en París, de parte de los positivistas, Bianco le extendió al Sargento una cuchara de plata diciéndole que la sostuviera fuerte por un extremo y después, pasando suavemente el índice y el medio de la mano izquierda durante un par de minutos sobre la cuchara, rozándola apenas, la había hecho doblarse en dos igual que si hubiese estado hecha de arcilla blanda.
«Ah, un colega», dijo el Sargento con admiración respetuosa y, echando una mirada al estudio de Bianco, dónde Bianco lo había recibido, pensó que Bianco era una relación útil de la que, si se tenía en cuenta la casa en la que vivía, tenía mucho que aprender.
Bianco avanza unos pasos y se para a un par de metros de los hermanos, manteniendo cierta distancia para poder observarlos mejor. Rechoncho, ausente, oscuro, Waldo parece ignorar por completo su presencia, y a Bianco lo maravilla la perfecta estabilidad del sombrerito de ala angosta y levantada un poco sobre la frente, a pesar del sacudimiento perpetuo de la cabeza. La mano que sostiene el chupa-chupa ha quedado elevada cerca de la boca, y separando los dientes, Waldo vuelve a sacar la lengua, despacio, y a pasarla con placer concienzudo por la superficie circular diseñada en rayas oblicuas blancas y coloradas, y Bianco tiene la impresión de que la masa rechoncha y atildada, endomingada en su chaleco bordado y en sus bombachas negras de seda, es una especie de autómata que funciona con un mecanismo interno muy complicado del que los raros gestos exteriores, lentos y repetitivos, no alcanzan a dar una idea de los engranajes múltiples y ocultos que les permiten producirse. Mientras tanto, la Violadita parece custodiarlo con devoción, seria y orgullosa, pero en alerta al mismo tiempo, como si el precio de la indiferencia hacia el mundo exterior que parece ostentar su hermano, ella tuviese que pagarlo duplicando la vigilancia. Bianco mete la mano en el bolsillo, saca varios billetes y doblándolos en dos, se los extiende; ella los recoge sin contarlos, sin siquiera mirarlos, y apoya la mano que los aferra contra la tela blanca del vestido, a la altura del vientre. Sin siquiera mover la cabeza, vuelta todo el tiempo en dirección ligeramente opuesta a Bianco, Waldo parece haber reparado en los billetes ya que, bajando la mano que sostiene el chupa-chupa, empieza a hacer chirriar la saliva entre sus dientes blancos, y a mover los labios, sobre todo en las comisuras, con un ritmo más rápido, dando la impresión de que el mecanismo interno que rige sus movimientos ha entrado en una fase de aceleración. La piel de su cara, demasiado oscura para enrojecer, parece por el contrario aclararse un poco, agrisarse, por una especie de esfuerzo que demuestra realizar, o que en todo caso delatan el movimiento cada vez más rápido de la cabeza y los chirridos más intensos de la saliva entre los dientes, hasta tal punto que unas gotitas espumosas salpican los labios estirados y empalidecidos.
Un rumor empieza a formarse en su garganta y Bianco, que habla tantos idiomas con el mismo acento extranjero, sabe que ese rumor no es el embrión de ningún idioma conocido, que es anterior a las palabras y si es verdad que esa masa oscura y fofa de carne amontonada en la silla tiene el don de la profecía, ese don no le viene de las palabras sino que, viajando por galerías ignoradas y tortuosas de tiempo, de energía, y de materia doblegada, yendo y viniendo por ellas sin moverse de su silla de paja, el rumor condescerá durante unos instantes a transvasarse imperfectamente en palabras que serán, respecto de él, sin excepción, inevitablemente extranjeras. Y las palabras empiezan a brotar, dificultosas, por entre los dientes apretados y humedecidos de saliva. Forman dos octosílabos perfectos, rimados, que se repiten una y otra vez, en voz cada vez más alta y más temblorosa: «Una nube viene hermana a oscurecer la mañana, Una nube viene hermana a oscurecer la mañana», en un crescendo cada vez más frenético que, cuando alcanza su paroxismo, se detiene de un modo brusco, aunque no así los movimientos de los labios, los chirridos de saliva y el sacudimiento aquiescente de la cabeza, que van aminorando de un modo gradual hasta que alcanzan el ritmo habitual de antes de la crisis, y como si el mecanismo entero que rige la masa fofa y endomingada quisiera dar a entender a Bianco que la demostración acaba de terminar, la mano que sostiene el chupa-chupa se eleva despacio hasta la altura de la boca y la lengua ancha sale de entre los dientes y se pone a lamer el círculo hecho de rayas oblicuas blancas y coloradas, tan transparente ya a causa de las lamidas eficaces que puede incluso divisarse la parte del cabito enterrada en la substancia dulzona y cristalina.
—Qué le ha parecido —lo interroga el Sargento, mientras Bianco desata la rienda, en el patio trasero, y se dispone a montar en su caballo.
—Muy interesante —dice Bianco—. Ya volveré.
—¿Oyó lo que dijo? —dice el Sargento.
—Oí, sí —dice Bianco. Y piensa: «Si es un mistificador, es sin duda uno de los mejores. Pero nadie puede ser un mistificador con semejante aspecto.»
—Preocupante —dice el Sargento.
Bianco no le contesta. Está por estrecharle la mano pero recordando la complicación que supone ese acto, prefiere abstenerse de realizarlo, y oyendo el murmullo de la gente que espera cerca de la entrada principal, en el patio delantero, decide ir a pie hasta la calle. El Sargento lo acompaña, respetuoso; parece haber interpretado la decisión de Bianco de no estrecharle la mano como un acto de delicadeza.
—Bueno —dice el Sargento—. Tengo que convencer a esa gente de que vuelva pasado mañana. Que le vaya bien.
—Gracias —dice Bianco. Llevando al caballo por la rienda, empieza a alejarse hacia la calle. Una voz que lo llama en italiano lo hace detenerse.
—Ilustrísimo. Ilustrísimo —dice la voz.
De entre el grupo de los que esperan delante de la puerta, un hombre se aproxima a él, apresurándose y sacándose respetuosamente el sombrero, de modo que ya lo tiene en la mano cuando llega cerca de Bianco, parándose a cierta distancia para mostrar su consideración. Entre la barba mechada de gris y los cabellos grises, los ojos sonríen, tímidos y respetuosos.
—Cómo está, ilustrísimo. ¿Se acuerda de mí?
Bianco lo observa un buen rato, sabiendo que su cara le es familiar, pero sin llegar a reconocerlo.
—Calabria. El barco —dice el hombre, en italiano, con una sonrisa destinada a incitar a Bianco al reconocimiento, después de darle dos o tres pistas seguras. Al reconocerlo, Bianco hace un gesto tan elocuente, alzando los brazos, que el caballo, detrás suyo, se espanta un poco y sacude la cabeza, emitiendo un relincho débil.
—Claro que me acuerdo —dice Bianco en italiano—. También nos vimos en Buenos Aires. ¿Lo tiene presente?
—Cómo no. Usted se portó tan bien conmigo, ilustrísimo —dice el hombre, haciendo girar el sombrero por el ala, con las yemas de los dedos, manteniéndolo a la altura del vientre.
—¿Y cómo le ha ido? —dice Bianco.
El Calabrés se encoge de hombros: no muy bien, dice, en italiano. Nunca pudo obtener sus títulos de propiedad; ha sembrado, y cosechado, sí, pero como arrendatario. Y está, dice, como el día que llegó.
—¿Y la familia? —dice Bianco.
El Calabrés hace un movimiento vago con la cabeza, señalando una dirección imprecisa en el espacio.
—En Italia —dice—. No alcanzaba para todos. Les mando un poco de lo que gano. —Después mantiene el sombrero con una sola mano y encogiendo los dedos de la mano libre, dejando estirado únicamente el pulgar, señala con él, sacudiéndolo varias veces por encima del hombro—. ¿Lo vio? —dice.
—Sí. No atiende hasta pasado mañana —dice Bianco.
—Ya no sé qué hacer, si volverme a Italia, si quedarme, si traer a mi familia. No sé. Por eso lo vengo a consultar —dice el Calabrés.
—Es una buena idea. No se pierde nada —dice Bianco.
—Y a usted qué le dijo —dice el Calabrés.
—Yo no lo vine a consultar —dice Bianco—. Vine a estudiarlo. Para… —y alzando la mano en el aire, como si tuviera entre los dedos una pluma imaginaria, hace el gesto de escribir.
—Ah, entiendo —dice, un poco impresionado, el Calabrés.
Bianco se mete la mano en el bolsillo, y sin sacar el fajo, separa de él dos o tres billetes y se los extiende.
—No, por favor, ilustrísimo —dice el hombre, bajando un poco la cabeza.
—Sí, sí —dice Bianco—. Cómprele caramelos. Le gustan los caramelos.
El Calabrés echa una mirada fugaz hacia el grupo de gente que está en el patio delantero, para asegurarse de que nadie los observa, y agarrando los billetes los hace desaparecer en su bolsillo.
—Gracias, ilustrísimo —dice el Calabrés.
—¿Sabe alambrar? —dice Bianco—. Estoy alambrando mis campos y necesito brazos.
Los criollos no saben.
—Son unos brutos —dice el Calabrés—. Aparte del cuchillo, no son capaces de nada.
—Si se queda, venga a verme —dice Bianco.
—Si me quedo —dice el Calabrés como disculpándose un poco—. Tengo justo para el pasaje de vuelta. A ver qué me dice el tape. Lo que él me diga, lo hago.
—Cómprele caramelos —dice Bianco.
Se despiden. El Calabrés vuelve en dirección al rancho y Bianco monta a caballo.
Impaciente por la espera a que Bianco lo ha sometido, conversando primero con el Sargento, después con el Calabrés en el frente del rancho, el caballo quiere salir al galope, de modo que Bianco debe sofrenarlo un poco, y en el tira y afloje que se prolonga durante una centena de metros, Bianco mantiene las riendas tensas y el animal avanza a pasitos nerviosos, medio de costado, estremeciéndose un poco a causa del esfuerzo contenido.
Pero Bianco tiene ganas de ir despacio para liberar su atención y reflexionar sobre lo que ha visto en el interior del rancho, y por fin, desahogándose un poco de la tensión de la espera al avanzar por la calle de tierra arenosa, el animal se calma y se deja llevar tranquilamente al paso por su jinete. En lugar de disiparse, la bruma que borronea el horizonte sigue estacionaria a pesar del sol que está ya en el cénit y que, con su luz vertical, de intensidad anacrónica, parece achatar las casas ya de por sí poco elevadas, rectangulares y sin gracia, que van haciéndose más frecuentes a medida que Bianco se aproxima al centro. No sopla ninguna brisa y en los árboles, inmóviles y exangües, la fronda, contaminada de manchas rojizas, amarillentas y marrones, da la impresión de que podría desprenderse enteramente a la menor sacudida. «No es ni otoño ni verano», piensa Bianco. «No se parece a ninguna estación; es como un cadáver de verano en plena corrupción y no puede saberse en qué va a parar.» Es verdad que, desde hace unos meses, sus pensamientos son semejantes a las hojas de los árboles, manchados de una especie de herrumbre, de un orín negruzco que destiñe sobre ellos o del que parecen venir impregnados, igual que un pedazo de metal enterrado durante mucho tiempo en el fondo del pantano, donde substancias ignoradas y orgánicas han comenzado su disolución, de modo que el aire enrarecido y pringoso que entra y sale de sus pulmones, la bruma del horizonte y sus emociones confusas y empañadas, la luz matinal, engañosamente brillante y la evidencia con que le parece percibir lo exterior, pueden ser un fluido único, una corriente homogénea de la que lo interno y lo exterior no son más que las dos puntas inciertas y fluctuantes. Bruscamente, sin saber por qué, Bianco empieza a sentir el golpeteo de alerta en la nuca y en la espalda, entre los omóplatos, y moviendo la cabeza en varias direcciones, de un modo sorprendido y atento, empieza a buscar la causa de su excitación, hasta que, después de unos segundos de flotar en un lugar impreciso, en un tiempo sin dimensiones, sin siquiera autoconciencia o identidad, igual que si hubiese tenido un desvanecimiento pasajero, se da cuenta de que su caballo avanza al paso por la calle donde está la casa de Garay López y que algo, un hecho que acaba de producirse durante su ausencia fugacísima, un sobresalto que ha tenido lugar en el exterior pero que ha sido lo bastante intenso como para sacudirlo a distancia, se acaba de producir en la calle, de modo que manteniendo rígida la cabeza, fingiendo llevar la vista clavada en el horizonte para no traicionarse, hace girar los ojos hacia la entrada de la casa justo para ver a Garay López, o alguien que se le parece mucho, aparecer en la entrada, percibirlo a él, a Bianco, viniendo a caballo por el medio de la calle, desierta porque es más de mediodía, pararse de golpe al verlo, y volver a entrar precipitadamente en la casa para no ser sorprendido a su vez. «No puede haber envejecido tanto en tan pocos meses», piensa Bianco, y durante un par de segundos se dice que ha pensado tanto en Garay López que acaba de tener una alucinación; que a fuerza de desear que Garay López venga a la ciudad después de recibir su carta, el recurso supremo para desentrañar el nudo de ilusión y substancia que viene ahogándolo desde que volvió del campo y encontró a Gina chupando un cigarro con expresión de intenso placer, que le ha mandado a Garay López hace una semana para forzarlo a poner a su alcance la evidencia, ha puesto en la luz del día, como quien lanza una piedra al aire para descargar su impaciencia, la imagen de su deseo para alejar de sí algo semejante a la locura. Pero cuando pasa frente a la puerta, por el medio de la calle, trata de mirar hacia la casa por el rabillo del ojo y le parece ver, por la puerta apenas entreabierta, que alguien está observándolo desde el interior. Pero no está seguro de que sea Garay López: el personaje que ha visto aparecer durante una fracción de segundo y volver precipitadamente sobre sus pasos para esconderse detrás de la puerta y de cuya realidad Bianco no tiene ahora ninguna duda, hubiese podido ser idéntico a Garay López, un poco envejecido, es cierto, pero sobre todo lo que lo diferencia de él es el desaliño evidente de sus ropas, arrugadas y sucias, y sobre todo, el tinte de su piel: el hombre que ha visto en la puerta tiene el cabello y la barba lacios y renegridos, pero en lugar de la cara oval y pálida que enmarcan habitualmente, Bianco ha visto una piel de un rosa vivo, encendido, y los rasgos alargados le han parecido más redondos, casi hinchados, como si no hubiese dormido. «Tal vez está borracho», piensa Bianco, «también él necesita un poco de cognac a las once de la mañana para soportar la espera, y va a seguir emborrachándose mientras no sepa si la cosa viva que va a salir ensangrentada y llorando de entre las piernas de Gina tiene el pelo lacio y negro o color ladrillo como el mío». Bianco aprieta los dientes y hace una mueca entreabriendo un poco los labios amargos, de modo que unas gotas de sudor se deslizan por el labio superior y le entran en la boca, y golpeando con la punta de las riendas el cogote del caballo, lo lanza al galope por la calle desierta.
Cuando llega a la casa, cubierto de sudor, salta del caballo y se inmoviliza un momento en la calle, bruscamente reflexivo, después del trayecto al galope en que, al mismo tiempo que las masas flexibles de su cuerpo, los sacudimientos del caballo han parecido sacudir también las imágenes precipitadas entrando y saliendo de la parte clara de su mente, entrechocándose y superponiéndose unas a otras con tal velocidad que han parecido ir surgiendo en alguna parte más remota que su propio interior, extrañas, incomprensibles y ajenas, a tal punto que durante unos segundos ha estado representándose a sí mismo, a Bianco, como si fuese otro, alguien que ha conocido en otros tiempos, en otros lugares, hundidos para siempre en una zona brumosa que se traga, no únicamente los primeros treinta años de su vida, sino el pasado entero, los cuajarones de materia en disgregación que se pierden en la nada. Pero ahora que está parado junto al caballo palpitante y jadeante bajo la fronda manchada de rojo, amarillo y marrón de los árboles que se levantan, mustios, en el borde de la vereda, ahora que sabe que tendrá que sentarse frente a Gina y comer con ella, enfrentarse con su mirada extrañamente abierta e insondable, mientras espera que las imágenes internas que han venido sacudiéndose durante el galope reintegren otra vez el orden calmo de la mañana, empieza a decirse, igual que si estuviera hablando con otro, tratando de hacerlo entrar en razón, de convencerlo con argumentos irrefutables: «Calma, Bianco, si era él el que estaba en la puerta, y estamos seguros de que era él, no podía ser más que él, atiborrado de cognac desde la mañana a partir del día en que recibió mi carta, si era él, y no cabe duda de que era él, es Bianco el que controla la realidad, el que reina sobre los desplazamientos de larva de lo secundario, sobre el orden excremencial, es Bianco el que planifica con la sola fuerza del espíritu, por un acto de voluntad calculado, los acontecimientos del mundo, él y no los que, poseídos sin saberlo por fuerzas sangrientas y sardónicas de las que ignoran incluso la existencia, y con más razón la existencia en ellos, se abandonan a lo que piensan que es un goce y en realidad no es más que azar químico y disgregación.» Y mirándose la mano que sostiene las riendas, el dorso recubierto de un vello ralo, color ladrillo, sigue contemplándola con fijeza hasta que para de temblar.
—No parece ser un mistificador —le dice a Gina en la mesa, mientras se sirve de la fuente que le tiende la sirvienta, apresurándose un poco porque Gina, que se ha servido antes que él, está esperando que él haya terminado de hacerlo para empezar a comer— no, de ninguna manera. Carece de la inteligencia necesaria para serlo. Pero de ahí a tomar sus tartajeos por una profecía. En fin. Habría que estudiar la cosa con más detenimiento.
—Me gustaría lavarme un poco después de la siesta —dice Gina, como si no hubiese escuchado las palabras de Bianco.
Reprimiendo su ofuscación por la actitud de Gina, tan frecuente desde que se han casado que ya la considera como una especie de manía, Bianco le responde amablemente:
—Te ayudo.
—Sí. Prefiero —y como comprueba que la sirvienta ha desaparecido en dirección de la cocina, agrega bajando un poco la voz—: No quiero mostrarme demasiado en este estado.
—Lo entiendo perfectamente —dice Bianco.
A causa del calor, Gina ha decidido que almorzarían en la galería, buscando, para aliviar un poco su sofocación, las ilusorias corrientes de aire que se obstinan en no soplar y, a decir verdad, tal vez en el comedor podría haber estado un poco más fresco pero, incapaz de contradecirla, Bianco finge que, en esos días, las galerías son el lugar más fresco de la casa, lo que desmiente la luz solar que cae a pique en el patio rectangular recalentando el aire en las galerías que están a la sombra.
—Me gustaría saber cómo empezó. El Sargento pretende que bruscamente, que hasta los nueve años no había dicho una palabra y que, de un día para otro, se puso a hablar en verso —dice Bianco—. Si no hay ninguna triquiñuela, es bastante asombroso. Pero si se trata de una mistificación, me pregunto cómo se organizan. Tal vez la hermana y el Sargento componen los versos y se los hacen aprender de memoria.
—Por qué va haber triquiñuela —dice Gina—. ¿Acaso cuando hacemos las experiencias hay alguna triquiñuela?
Bianco alza la mirada de su plato y la contempla. En la cara carnosa, mate, en la que las mejillas forman una sola masa de carne lisa con la papada, los ojos, bien abiertos, ocupan mucho lugar, y mantienen con tanta firmeza la mirada, llena de esa sinceridad tan perfecta que ya empieza a volverse turbulenta, que Bianco baja otra vez la cabeza hacia su plato.
—No. Cierto —dice Bianco.
Mientras Gina duerme la siesta, se encierra en el estudio, con la botella de cognac, y, apoyando el cuello en el borde del respaldar del diván, se queda mirando la superficie blanca del cielorraso, haciendo girar de tanto en tanto la copa entre las manos, en una ensoñación tranquila o vacía más bien, presa otra vez de esa especie de desaliento frío que lo asalta cuando, impedido por los acontecimientos de pasar a la acción, se ve obligado a esperar que, obedeciendo paso por paso a sus predicciones, lo real se manifieste. Al final, durante un buen rato, se pierde en la superficie blanca, en los infinitos matices de blanco que le parece discernir en ella, en turbulencias blancas, en espirales blancas sobre fondo blanco, en círculos concéntricos que giran en varias direcciones a la vez, en volutas blancas que cobran relieve a partir de la superficie y que crean una serie de sobresaltos orgánicos como si el cielorraso fuese un pozo de cal viva. Hasta tal punto se deja hechizar por el laberinto blanco, que recién la tercera vez que Gina golpea a la puerta, oye los golpes, e incorporándose de un salto, tan violento que parte del cognac se vuelca sobre su pantalón, empieza a dirigirse hacia la puerta en el momento en que Gina la abre y entra en el estudio.
—¿Dormías? —dice Gina.
—No. Pensaba —dice Bianco.
Gina le saca la copa de cognac de entre las manos.
—Empiezo a conocerte —dice—. Algo te perturba.
—¿A mí? —dice Bianco.
Y sacude negativamente la cabeza.
—Mejor —dice Gina, y hundiendo sus dedos largos en las masas encrespadas de pelo color ladrillo, un poco pegoteadas por el sudor, se las acaricia un momento. Bianco se siente aplastado por la presencia imponente de Gina que, aferrándolo con suavidad del hombro, lo arrastra consigo al cuarto de baño. Hay una gran tina vacía sobre el mosaico, y dos o tres recipientes de agua tibia preparados. Gina se desnuda y entra en la tina vacía quedándose parada en el centro, y estirando el brazo y moviendo todos los dedos con impaciencia distraída, le señala a Bianco un jarro de lata que flota en uno de los recipientes llenos de agua.
—Ya no puedo ni agacharme —dice Gina.
—Para qué estoy yo —dice Bianco. Se inclina para llenar el jarro de agua y cuando se incorpora, se acerca a Gina para darle el jarro, con la cabeza vuelta un poco de costado y los ojos bajos, como si no se atreviera a mirarla, como si tuviese el temor de que la carne abundante y espesa segregara algún fluido mortífero. Los brazos, el cuello, las piernas, los senos, las nalgas, el vientre, se han inflado tanto que la carne, tensada al máximo, brilla, alisándose y aclarándose un poco, como si la pigmentación de la piel se diluyera y allí donde la carne es más blanda se han formado unos pliegues circulares tan profundos que da la impresión de que la carne estuviese atada con un alambre invisible bajo los bordes de piel que se juntan. En el vientre redondo, sobre cuya parte superior caen los senos inflados en los que casi desaparecen los pezones oscuros, el ombligo resalta como un pólipo duro, y la franja de vello negro curvándose, desaparece bajo el vientre que oculta casi enteramente los pelos del pubis.
—Un momento, por favor —dice Gina. Y alzando los brazos, empieza a desnudarse los cabellos. A causa de su posición, del movimiento de las manos que se demoran en los nudos de los cabellos, todo el cuerpo se llena de ondulaciones pesadas, que se repiten, periódicas, cada vez que las manos realizan los mismos movimientos infructuosos, y cuando las manos se impacientan a causa de alguna dificultad, violentando los gestos, las ondulaciones se hacen más rápidas y más intensas, transmitiéndose al cuello que se llena de pliegues, a los senos que se bambolean, al vientre que se estremece, a los brazos en los que la piel se sacude, y a los pies que se mueven un poco contra el piso de la tina. Por fin Gina logra su propósito y la lluvia negra de sus cabellos se despliega contra su espalda, sacudiéndose a causa de la caída, y un poco ondulado en las puntas a causa del rodete que los tenía aprisionados, y después de sacudirlos con energía lenta por encima de los hombros para separarlos bien, Gina recoge el jarro que le tiende Bianco y lo vuelca sobre su propia cara, cerrando los ojos a causa del impacto y extendiéndole a ciegas el jarro a Bianco para que vuelva a llenarlo. Repiten varias veces la operación, y después, con lentitud y meticulosidad, Gina se enjabona. Bianco le friega la espalda y después comienza a enjuagarla, dejando caer sobre ella, suavemente, uno tras otro, los jarros de agua tibia.
Por fin se arrodilla en el suelo y le enjabona las piernas y los pies. En un momento dado alza la cabeza y la contempla: desde abajo, Gina le parece enorme, casi infinita, prolongándose en círculos de carne que forman una vasta pirámide cuya cúspide, afinándose, parece ir a perderse en la penumbra del techo. Y cuando se incorpora un poco, siempre de rodillas, poniéndose frente a ella para refregarle la parte delantera de los muslos, su cara queda casi pegada al vientre increíblemente tenso y redondo, y durante unos segundos le parece percibir, del otro lado de la piel, de la protuberancia dura del ombligo, de la franja curva de vello negro que se pierde en el pubis oculto por el borde de la circunferencia, el magma de materia en acción, agitándose en combinaciones y en transformaciones sin límite, los charcos abigarrados de substancia entrechocándose y entremezclándose, sin otra finalidad que esa fabricación constante de humores, de tejidos, de concreciones repetitivas, pasajeras, monótonas, inhumanas, las cuatro o cinco variaciones del mismo rumor adverso, persistente y sin sentido.
Después la ayuda a vestirse, la deja en manos de la sirvienta, que la peina plácida en la galería, y él se va al patio del fondo, a sentarse con un libro bajo los árboles, y a esperar la llegada de Garay López, pero siguen el atardecer, el anochecer, la noche, la medianoche, y Garay López no aparece. Fumando un cigarro bajo la luna empañada, con su infaltable copa de cognac en la mano, espantando de tanto en tanto las nubes de mosquitos que ni siquiera se alejan cuando sacude la mano cerca de su cara, después de haber acompañado a Gina a la cama, Bianco piensa: «No era él. Tal vez se suicidó en Buenos Aires, al recibir la carta, y lo que vi en la puerta de su casa era su propio fantasma. Tal vez tuve una visión. Tal vez no recibió la carta. Tal vez la recibió y como no es él el que engendró esa cosa que Gina tiene en el vientre, no juzga imprescindible venir. Normalmente, esta última sería la mejor de las hipótesis. Con un pequeño inconveniente sin embargo: si él no es el que la fecundó, quiere decir que me estoy volviendo loco.»
Pero a la mañana siguiente, Garay López viene a visitarlos. Cuando la sirvienta se lo anuncia y sale al patio a recibirlo, a Bianco le cuesta trabajo reconocerlo, y mientras se va acercando a él con la mano tendida ve al mismo personaje del día anterior, alguien que se parece mucho a Garay López, que es casi idéntico a él en verdad, a no ser porque el que viene ahora hacia él con la mano tendida parece veinte años más viejo, lleva un saco y un pantalón arrugados y sucios, y tiene la cara roja, un poco hinchada y no la palidez habitual, incluso deliberada, del Garay López que él conoce.
—Cher ami.
—Caro dottore —dice Bianco, estrechándole la mano. Al acercarse a Garay López un relente fétido llega a las narices de Bianco, un olor fuerte a paja húmeda, un poco podrida, y Bianco nota que a Garay López se le han puesto rojos hasta los párpados, y que incluso unas manchitas rojas le tiñen también las pupilas. Contrariamente a su costumbre, Garay López suelta inmediatamente la mano de Bianco y cuando ve a Gina a lo lejos, sentada a la sombra en la galería, alza los brazos con su efusividad habitual, un poco más indolente que de costumbre tal vez, y avanza hacia ella. A pesar de los gestos ostentosos de Garay López por demostrar la precipitación con que desea saludar a Gina, Bianco puede seguirlo sin dificultad, porque los movimientos de Garay López son dificultosos, un poco torpes, igual que si fuesen ejecutados no por un cuerpo hecho de huesos y de músculos elásticos, sino por un muñeco de trapo que se desarticula a cada paso. Bianco nota que, a pesar de su efusividad, Garay López se detiene a dos o tres metros de Gina, sin tenderle las manos, como es su costumbre.
—¡Gina! ¡Gina! ¡Qué belleza! ¡Una reina! ¡Una madona! Y yo puedo apreciarlo, porque a la mía, cuando era así de chico, se la llevaron y nunca más me la devolvieron —dice Garay López, en italiano, con sus habituales gestos excesivos y teatrales que esta vez parece realizar gracias a esfuerzos desmesurados que lo agitan un poco y enrojecen todavía más la piel de su cara y de sus manos. Y después, continuando en español—: Mi hermana, que la vio un día en la calle, me escribió hace dos o tres meses para darme la noticia. Me hubiese gustado más saberlo por ustedes.
Las cejas color ladrillo se fruncen un poco.
—¿Cómo? ¿No recibió mi carta?
—Recibí varias cartas suyas desde el mes de agosto, cher ami, pero eran todas cartas comerciales —dice Garay López—. Únicamente hablaba de alambre, de torniquetes, de llaves inglesas. Ni siquiera de sus dichosos positivistas.
—Hace ocho días le escribí anunciándole el nacimiento inminente —dice Bianco.
—No me dijiste nada —dice Gina.
—Desgraciadamente —dice Garay López— no la recibí.
Y su cara se ensombrece. «Está mintiendo», piensa Bianco. Mirando un poco a su alrededor como si buscara algo, una silla tal vez, Garay López da dos pasos cansados y se apoya contra la pared. Una sonrisa laboriosa se insinúa en sus ojos enrojecidos.
—Debo haberme cruzado con su carta en el camino —dice Garay López. Y después de su sonrisa fugaz, más esbozada que realmente emitida, su expresión vuelve a ensombrecerse.
—Lo noto un poco cansado —dice Bianco.
—Yo también —dice Gina, con un aire un poco indiferente que a Bianco le suena simulado o chocante.
—Un largo viaje. A caballo —dice Garay López—. Como sé que han llegado las primeras remesas de alambre, me pareció que debía estar aquí. Quiero convencer a papá de la eficacia del método. Pero mi hermano, naturalmente, cuando me vio llegar, se fue al campo.
«Está mintiendo», piensa Bianco. «Está mintiendo, y por la mirada que nos dirige teme que no le creamos.»
—Pretextos —dice inesperadamente Gina—. ¿No será alguna señorita la causa?
—Una señorita —repite Garay López, como si no hubiese entendido bien, por distracción o aturdimiento, y, moviéndose un poco para afirmarse y realizar con eficacia el movimiento que prepara, se deja deslizar despacio contra la pared y se sienta en el suelo.
—Antonio —dice Gina.
Una expresión de angustia indecible aparece en la cara de Garay López. Las fórmulas corteses que profiere parecen provenir de una distancia infinita.
—Cuánto lo siento. Discúlpeme. Cansancio. Un poco de fiebre, sin duda —dice. Y apoyando la cabeza contra la pared, fija los ojos en el rectángulo de cielo azul brumoso que se recorta sobre el patio—. Qué tiempo tan extraño.
—Le traigo un cognac —dice Bianco, y se dirige rápidamente hacia la sala. Llena un vaso de cognac y se vuelve con rapidez, para regresar al patio, pero cuando está por salir vacila un momento y, parándose detrás de la puerta, que ha quedado entreabierta, espía el patio por la abertura. Gina, sentada en su sillón, sacude la mano ante su cara para darse un poco de aire, o espantar a los mosquitos que, ya desde la mañana, parecen apetecer su sangre caliente y revolotean por la galería y el patio en nubes que se hacen visibles, como un polvillo plateado, cuando atraviesan los rayos de sol; y Garay López, sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared y las piernas estiradas sobre el mosaico de la galería, que sacude despacio la cabeza, como si estuviese respondiendo, de un modo discreto o disimulado, a algo que Gina puede haberle dicho en el momento en que él, Bianco, estaba sirviendo el cognac. Tal vez ahora mismo, piensa Bianco, están comunicándose de un modo secreto, sin mover los labios, o con el pensamiento, sin palabras tal vez, sintiendo transitar por ellos, en estremecimientos ínfimos pero que experimentan al mismo tiempo esa fuerza adversa que los habita y de la que él, Bianco, por un gran esfuerzo de voluntad, ha logrado excluirse sabiendo sin embargo que debe permanecer alerta y vigilante.
Durante unos segundos también, experimenta, sin saber por qué, una nostalgia inexplicable por una escena semejante, percibida involuntariamente nueve meses antes, cuando abrió la puerta de la sala, después de haber cabalgado toda la tarde bajo la lluvia, y los vio, Gina chupando con expresión de intenso placer un cigarro, Garay López inclinado hacia ella y hablándole en voz baja con una sonrisa malévola. Para alejar de sí esa nostalgia, Bianco abre la puerta y sale al patio, aproximándose a ellos e inclinándose hacia Garay López para alcanzarle la copa de cognac.
—Muy amable, cher ami —dice Garay López, agarrando con tanta blandura y distracción la copa, que, de no haber contenido alcohol hasta la mitad solamente de su capacidad, el cognac se hubiese volcado a causa de la inclinación excesiva en que, sin siquiera darse cuenta, mantiene la copa.
—Qué día tan extraño —dice Garay López.
Detrás de sus párpados rojos, de sus pupilas manchadas de rojo, los ojos parecen cubiertos de una capa finísima de vapor. Alza la copa hasta sus labios y toma un trago, pero casi inmediatamente, el cognac reaparece por las comisuras.
—Una volanta me espera en la calle —dice Garay López—. ¿Le molestaría acompañarme, cher ami?
—Tiene que cuidarse, Antonio —dice Gina—. Vaya a saber qué vida lleva en Buenos Aires.
Mientras se incorpora despacio, Garay López trata de sonreír, pero la copa se le cae de las manos y se hace pedazos contra los mosaicos.
—No les ahorro ninguna de mis torpezas —dice Garay López.
—No es nada —dice Bianco—. Venga.
Bianco lo aferra del brazo y Garay López, antes de encaminarse hacia la puerta, se vuelve hacia Gina.
—Está más bella que nunca. Es así como la prefiero —dice.
—Vaya y descanse, Antonio —dice Gina.
Hay como indiferencia en su voz, piensa Bianco. Habla como desde detrás de un tul transparente, igual que si nosotros estuviésemos moviéndonos en otro espacio, en otras épocas, como si ella sola formara parte del presente y nosotros chapaleáramos, disgregándonos, en el pasado. Como si ella sola existiera y nosotros ya estuviésemos listos para confundirnos con la nada. Cuando obliga a Garay López, que parece negarse al principio, a apoyarse contra su hombro para acompañarlo hasta la calle, vuelve a sentir su aliento fétido, el olor de paja húmeda y podrida que parece emanar, no solamente de su boca, sino de todo su cuerpo. Y cuando llegan a la calle, Bianco nota, en la cara del criado que los espera junto la puerta, el mismo tono rosa vivo que ha visto ayer en la cara de Garay López al sorprenderlo en la puerta de su casa, el rosa vivo que hoy se ha vuelto encarnado, como si el amo precediera al criado en un proceso de transformación extraña e irreparable.
Y ese mismo rosa vivo es visible al día siguiente en la cara de la hermana de Garay López, que lo atiende en la puerta, sin hacerlo entrar, diciéndole que Garay López está en la cama, con mucha fiebre, y que no podrá recibirlo. Mientras ella habla, Bianco observa los párpados rojizos, las líneas de los ojos bien marcadas con trazos rojizos, como si las hubiese acentuado con un lápiz rojo, y la piel de los párpados le recuerda a Bianco las veces en que ha contemplado su propia mano al trasluz, ante la llama de una vela. «Es el sol de estos días tan anormales lo que les está dando ese color», piensa Bianco, cuando se queda solo en la vereda, y alzando la cabeza mira con aprensión el cielo brumoso, y después los árboles en los que día tras día, el rojo oscuro, el amarillo y el marrón invaden el follaje. Y está cada vez más convencido, porque, volviendo a su casa, de tanto en tanto se cruza con alguien cuya piel tiene el mismo rosa vivo o el rojo de Garay López. Es igual que si los mismos cambios de color que contaminan la luz del sol, el horizonte y el follaje, estuviesen produciéndose en la piel humana, como si el mundo estuviese cambiando y las substancias caprichosas que, combinándose entre ellas, lo componen, por algún desorden inesperado, u obedeciendo a alguna consigna arcaica inscrita en su esencia y demasiado lejana en el tiempo como para que los hombres puedan preverla, hubiesen decidido darle una apariencia extravagante, para variar el verde sempiterno de los árboles y el azul monótono del cielo. A tal punto está convencido que cuando llega a su casa va directamente al dormitorio y se mira largamente en el espejo del lavatorio: pero es siempre el mismo, el mismo pelo encrespado en ondas color ladrillo que la cabalgata ha desordenado un poco, pero que están lo bastante rígidas y apelmazadas por el sudor como para guardar cierto orden, la misma piel blancuzca, atravesada de arrugas finísimas que se acentúan alrededor de los ojos, ajando las ojeras azules, la piel que ni el sol de la llanura logra tostar o cambiar siquiera ligeramente de color, igual que si del universo entero en transformación, él fuese el último reducto inmutable, de una sola pieza, él que ha pasado por tantas identidades diferentes, pero que no han bastado sin embargo para disolver el coágulo central de sombra que lo constituye.
Al día siguiente, vuelve a lo de Garay López y esta vez es la segunda hermana la que lo recibe, con el mismo tinte rosa vivo en la piel, diciéndole que Garay López tiene fiebre, y que hay enfermos en la casa, de modo que Bianco se vuelve pensando. «Todo esto es una farsa para ganar tiempo, él se hace negar con las hermanas que, a causa del sol fuerte, están un poco más quemadas que de costumbre», pero costeando el río a caballo en dirección al norte, lo asalta la idea intolerable de que Garay López esté realmente enfermo y se lleve a la tumba su secreto. Porque de ella, se dice Bianco, de ella no habré de saber la verdad. Ella misma ya ni debe acordarse de lo que pasó, si pasó algo, hasta tal punto que si yo la torturara para obligarla a confesármelo, ella ni siquiera va a saber de lo que estoy hablando, porque ahora me doy cuenta de dónde viene mi terror: ella no está habitada por la fuerza sino que es la fuerza misma, así como es solidaria de lo que le piden sus entrañas y puede ser al mismo tiempo la yegua y el caballo cuando copulan.
—¿Pudiste verlo? —pregunta Gina desde la galería, cuando lo ve entrar.
—No. Vi a la otra hermana —dice Bianco, rozándole suavemente la mejilla con los labios, pero sin atreverse a levantar la mirada hacia ella.
Gina está limándose las uñas, de modo que tampoco ella le dirige la mirada. En el silencio del patio, el ruido de la arenilla contra el borde de la uña produce un chirrido rítmico que Bianco percibe de un modo exagerado, casi exclusivo, como si su sensibilidad auditiva se hubiese acrecentado.
—Y qué te dijo —dice Gina, limándose las uñas, sin alzar la vista.
—Tiene mucha fiebre —dice Bianco—. Dicen que tal vez no pase la noche.
—Pobre Antonio —dice Gina, sin dejar de limarse las uñas.
Bianco se encierra en el estudio. Le parece percibir en Gina algo definitivamente cerrado, enterrado bajo capas de una substancia al mismo tiempo impalpable e indestructible, sellada una y otra vez, envuelta en pliegues tenaces, y vuelta a cerrar después con varias vueltas de llave y, para asegurarse de que nadie, ni ella misma, tendrá acceso a lo que yace enterrado, Gina ha tirado tal vez la llave al fondo de una ciénaga de penumbra y de olvido.
Está seguro de verlo escrito en el abismo blanco del cielorraso. Pero a la mañana siguiente, con el tercer o cuarto mate que le trae al estudio, la sirvienta le extiende un sobre cerrado.
Bianco termina el mate, lo devuelve a la sirvienta, y cuando la ve desaparecer en la galería, abre lentamente el sobre. La escritura inconfundible de Garay López, un poco más temblorosa que de costumbre, lo hace sentarse en el sillón, aliviado, para leer la esquela, que está escrita en francés: «Cher ami: esta mañana experimento una innegable mejoría. Pero como conozco los síntomas de mi enfermedad, mucho me temo que sólo sea pasajera. Un crimen abominable pesa sobre mi conciencia. Por el respeto que debo a su persona, de la que he aprendido tanto, no quisiera ir a la tumba sin confesárselo. Le suplico que pase a verme apenas reciba esta misiva.»
Con una expresión de triunfo, de pena, de alivio, de odio, de amargura, Bianco estruja la carta, y la deja caer sobre el escritorio. Diez minutos más tarde, está galopando hacia el sur. La tierra es blancuzca, blanda, húmeda bajo los cascos del caballo; el cielo y el horizonte están cubiertos por una bruma verdosa; los pastos, los árboles, tienen un color indefinido, lleno de matices, que van de un verde agrisado a un marrón oscuro, pasando por el rojo sangre, el amarillo, el beige, el caoba. Alrededor de los árboles, el suelo está lleno de hojas podridas, y el pasto que bordea las zanjas se pudre al contacto del agua estacionada, inmovilizada en la superficie por una especie de espuma cremosa, arrugada y verduzca. Al llegar a lo de Garay López, Bianco baja de un salto del caballo, jadeante y sudoroso, y, cuando golpea, se impacienta al no recibir respuesta inmediata, pero al disponerse a golpear por segunda vez, la puerta se abre despacio y el propio Garay López, vestido con su elegancia habitual, aparece en el zaguán.
—Gracias por haber venido —murmura en francés.
—Caro dottore, ¿cómo hubiese podido no hacerlo? —dice Bianco, siguiendo a Garay López por el zaguán.
—Hay muchos enfermos en la casa —dice Garay López en voz baja.
Se sientan en la sala, frente a frente, y Bianco observa que, previendo su venida, Garay López ha preparado una botella de cognac y dos copas. Sin siquiera consultarlo, sirve cognac en las copas y, después de extenderle una a Bianco, recoge la otra para sí mismo y se apoya contra el respaldo del sillón. Bianco lo observa atentamente, y Garay López, consciente de la mirada que lo recorre con atención, lo deja hacer con una sonrisa débil.
Bianco comprueba que el rojo de la piel se ha transformado en un color indeciso, un violáceo amarillento, y por debajo de ese tinte indefinible, en la región subcutánea, una infinitud de puntos rojos, como picaduras de mosquitos, o como una urticaria, recubren todas las partes visibles de su cuerpo.
—Fiebre amarilla —dice Garay López cuando advierte que Bianco ha terminado de inspeccionarlo. Bianco toma un trago de cognac, y lo mira. La cara de Garay López está también un poco hinchada, y el color rojo, que ha desaparecido de la cara para diseminarse por toda la piel, sigue concentrado todavía en sus pupilas.
—Discúlpeme por la otra mañana, cuando pasó a caballo —dice Garay López—. Me daba mucha vergüenza afrontarlo.
—Me hizo dudar. Al fin pensé que no se trataba de usted —dice Bianco. La nuca y la espalda, entre los omóplatos, empiezan a latirle con fuerza, y, tal vez a causa del cognac, la camisa se le pega a la piel—. «Ahora va a decírmelo, va a decírmelo», piensa. «Está por decírmelo.»
—Si me escondí, fue por respeto hacia su persona —dice Garay López.
—Le creo —dice Bianco.
Garay López hace silencio, y toma un poco de cognac, dejando de mirarlo a los ojos, de modo que Bianco se siente un poco desorientado, decepcionado. «Tal vez cree que yo lo sé por Gina y considera que ya me lo ha dicho, que con lo que acaba de decir es suficiente, de modo que no sabré nunca si fueron ellos los que desarreglaron la cama, los que aplastaron el almohadón aquella tarde, mientras yo galopaba bajo la lluvia.» Garay López parece profundamente absorto en sus pensamientos, y cuando levanta la cabeza y vuelve a mirarlo, la esperanza renace en las pupilas de Bianco.
—Yo sé que hay cosas oscuras en su vida, cher ami —dice Garay López—. Terribles tal vez. Pero yo lo he aceptado a usted como es, sin interesarme por su pasado, a cambio de su amistad. Y hoy somos socios y amigos. Espero que usted también sepa aceptarme como soy.
—Puede contar conmigo —dice Bianco. «Considera que ya ha dicho todo», piensa, pero ve que Garay López se cubre la cara con la mano libre y le dice entre sollozos:
—Lo que tengo que confesarle es abominable. Abominable.
—Serénese —dice Bianco, terminando su cognac y sintiendo que el golpeteo en la nuca y la espalda se acelera.
—La semana pasada —dice Garay López, controlando un poco su llanto— estaba de guardia en el hospital, y me di cuenta de que dos de los enfermos tenían la fiebre amarilla.
Los otros médicos habían diagnosticado una fiebre benigna. Me entró pánico. No dije nada.
Y arguyendo que mi padre estaba muy enfermo, pedí licencia en el hospital, y me vine para acá, por miedo al contagio.
—De modo que era eso. Ese es su crimen horrendo —dice Bianco, con una entonación gélida, despechada, reprobatoria, empezando a ponerse de pie, y pensando: «Ha cambiado de idea a último momento, no se atreve, y está contándome otra de sus historias, para que yo crea que es la razón por la que me ha llamado.»
—Pero eso no es lo más grave —dice Garay López—. Lo más grave es que la he traído conmigo, he traído la epidemia conmigo. Mi familia se está muriendo. Toda la servidumbre se está muriendo. Los vecinos se empiezan a morir. Toda la ciudad está contaminada.
—No es cierto —dice Bianco—. No es cierto. Está mintiendo.
—¡Llévese a Gina al campo! ¡Llévela al campo!
—Está mintiendo para ocultar algo más horrendo —dice Bianco.
—¿Más horrendo todavía? —dice Garay López, pero Bianco ya está en la puerta de la habitación, y empieza a caminar a toda velocidad por el zaguán hacia la calle.
—Llévese a Gina. Llévesela al campo —le oye decir todavía a Garay López cuando llega a la calle. La bruma verdosa que cubre el horizonte y el cielo da la impresión de que se está nublando, pero el sol grisáceo brilla intenso, emitiendo unos destellos cenicientos.
—Cómo está Antonio —dice Gina, sentada en su sillón en la galería, cuando lo ve entrar.
—Delira —dice Bianco.
Rozándole apenas las mejillas con los labios, casi sin detenerse, Bianco pasa junto a ella y se aleja en dirección del patio trasero. Una especie de furor lo ha invadido en lo de Garay López, una rabia indecisa cuyo objeto es Gina por momentos, por momentos Garay López, y por momentos la misma indecisión que la genera, como si lo exasperara depender de los demás para verificar en lo exterior sus pálpitos y sus intuiciones. Lo cierto es que a la hora de la siesta se pierde un buen rato en tironeos dubitativos y escrupulosos a propósito de las razones que han podido impulsar a Garay López a contarle la historia de la epidemia, sin que se le cruce una sola vez por la mente que lo que le ha dicho Garay López, lejos de ser una historia, como él la llama mentalmente, puede tener algún elemento de verdad.
Pero la confesión de Garay López, aunque Bianco no la tiene para nada en cuenta en su concepción de las cosas, tiñe livianamente de incertidumbre su interior, porque el día transcurre para él en un clima de excitación intranquila y de ansiedad. A eso de las cinco, Gina se levanta de la siesta, un poco perdida y como congestionada, y Bianco, que la observa a la distancia, como si temiese entrar en contacto con ella, y no se sintiese capaz de juzgar en qué punto exacto del espacio o de la emoción su proximidad empieza a volverse realmente peligrosa, le oye decir desde el otro extremo de la galería:
—Todo esto te perturba, me doy cuenta. Cómo se van vaciando en estos meses las botellas.
Con una sonrisa ambigua, Bianco se encoge de hombros, sin reconocer ni negar.
Simulando leer, se atrinchera detrás de un libro, en el patio trasero, y se deja envolver, inquieto y desolado, por el atardecer brusco, un poco lívido, que se concentra antes que nada en la fronda carcomida. De tanto vacilar él, también el universo entero parece vacilar cuando por fin anochece, entre los zumbidos de los mosquitos y los ruidos y las voces de las sirvientas que se afanan en el patio y en la cocina, preparando la cena o poniendo la mesa en la galería, los sonidos familiares a los que, aun sin prestarles atención, les atribuye distraídamente una fragilidad suplementaria en razón de una inminencia sin nombre que parece amenazarlos. Durante la cena, apenas si hablan de Garay López, y Bianco necesita hacer verdaderamente un esfuerzo para percibir en Gina alguna deliberación en su silencio casi completo sobre el tema. Tal vez simula tan bien que ni siquiera da la impresión de simular, piensa con una sonrisita interior, quebrada y ligeramente autocompasiva con la que reconoce ante sí mismo, no sin amargura, su incapacidad definitiva de penetrar en ella. Casi enseguida después de comer, la incita a acostarse, ya que la siente tan distante cuando están juntos que necesita, de un modo paradójico, mantenerla lejos para tratar de desentrañarla. Hacia medianoche, errabundeando por los patios precedido por la brasa del cigarro apretado entre los dientes que se vuelve más intensa a cada chupada, en la oscuridad de la casa, de la ciudad entera quizás, comprende que la posibilidad de saber está escapándosele, deslizándose por el corredor sin fondo del pasado hacia el lugar inconcebible en el que se herrumbran, se carcomen y se pulverizan las esperanzas frustradas y los secretos. Cuando entra en el dormitorio, Gina, que duerme echada boca arriba, emite unos ronquidos, cortos, irregulares e intermitentes, y Bianco se echa a su lado y se pone a escucharlos, decorando de tanto en tanto la respiración pausada como costuras de sonido que engrasan un hilo fino de aliento. Otros hubiesen ahogado esa respiración, piensa, hubiesen apagado con un tirón brusco el rumor que se agita detrás de la frente, sin comprender que son la única prueba de que algo tuvo realmente lugar. Cuatro o cinco veces, sin desvestirse, se acuesta a su lado, vuelve a levantarse para recorrer la casa en penumbras, las galerías, los patios, las habitaciones, hasta que, sobre el cuadrilátero del patio de delante la fosforescencia rojiza de la aurora empieza a fluir, y él decide irse a la cama para dormir un par de horas, sobresaltándose a cada momento y decirse, entre las asociaciones cada vez más rápidas y un poco absurdas del insomnio, que al día siguiente obligará a Garay López a decirle la verdad, aun cuando se vea obligado a usar la fuerza para conseguirlo.
Pero cuando va a verlo al día siguiente, se encuentra con dos enfermeros en la puerta, que le impiden entrar. Uno de ellos tiene ya el tinte rosa vivo en la cara que, a decir verdad, le da un aire más bien saludable, pero, al mirarlo a los ojos, Bianco percibe las pupilas atravesadas de regueros sanguinolentos. En el momento en que está por volverse, diciéndose que hará otra tentativa más tarde, el médico sale de la casa: como es el mismo que se ocupa del embarazo de Gina, Bianco lo intercepta en la vereda.
—Están todos muriéndose ahí dentro —dice el médico—. Para qué quiere entrar.
—Es mi mejor amigo —dice Bianco—. He estado con él todos los días.
—Piense en su señora —dice el médico—. Tiene que sacarla de la ciudad.
—Déjeme entrar y le prometo llevarla hoy mismo al campo —dice Bianco—. He estado con él todos estos días. Ya me hubiese contagiado.
El médico observa con atención profesional su piel blancuzca. Y se vuelve hacia los enfermeros.
—Déjenlo entrar —dice—. No sé para qué insiste, si él igual no lo va a reconocer.
Antes de que Bianco desaparezca en el interior de la casa, el médico lo aferra familiarmente por la manga y lo retiene un instante:
—De aquí, se va derecho al campo —dice.
—Se lo prometo —dice Bianco.
El silencio es tan grande en la casa que, al desembocar del zaguán en el primer patio, Bianco se detiene; en medio del patio, bajo la glicina, hay una vieja criolla que está fumando una pipa, sentada en un sillón de mimbre, y aunque se mueve un poco, más indiferente que curiosa al verlo aparecer, Bianco tiene la impresión de que sus movimientos se dibujan en un mundo sin sonido, submarino o sideral, donde la luz cenicienta es un medio corpóreo, una especie de gelatina en la que, igual que en un molde de cera, los movimientos de la vieja se inscriben en cada una de sus fases, demorándose un poco, y exhibiéndolas a todas a la vez durante una fracción de segundo. Bianco se detiene en medio del patio.
—Antonio —dice.
Antes de hacer el menor gesto, la vieja lanza una bocanada de humo, con la pipa aferrada entre los dientes, y la nubecita grisácea se pierde en el aire gris, no como si se dispersara en él, sino como si el aire fuese una sustancia porosa que la hubiese absorbido inmediatamente. Con un movimiento de la cabeza, la vieja le indica una de las puertas que dan a la galería. Cuando la empuja y entra en la habitación, el olor es tan intenso que Bianco saca un pañuelo y se cubre la boca y la nariz para no respirarlo. Enteramente desnudo, Garay López está tirado en la cama, sin almohada, inmóvil, los ojos bien abiertos clavados en el techo, y a parte del cabello y de la barba renegridos y de los pelos del pubis renegridos, toda la piel de su cuerpo es amarilla, azafranada, y, a causa del sudor, relumbra un poco contra las sábanas empapadas. No sólo tiene el olor, sino también el color de la paja descompuesta, piensa Bianco, y manteniéndose a distancia, se inclina un poco hacia él.
—Caro dottore —susurra.
Cuando la voz de Bianco suena en la habitación en penumbras, los párpados de Garay López tiemblan un poco.
—Me privó de madre al nacer —dice Garay López.
—Caro dottore —dice Bianco—. Lo que Gina lleva en el vientre…
—Me privó de madre —dice Garay López.
Bianco observa que tiene dos pedacitos de algodón hundidos en los oídos, y las plantas de los pies un poco azuladas bajo el amarillo uniforme de la piel.
—Son sus últimos instantes —dice Bianco—. Dígamelo. Tiene que ser usted. A ella no podré sacarle nada.
—Me privó de madre —dice Garay López.
Bajo el pañuelo blanco con que se protege la nariz y la boca, Bianco siente que sus labios amargos se contraen un poco. Está por inclinarse más hacia la cama, pero la prudencia lo retiene. Sus ojos empiezan a recorrer la habitación, hasta que, apoyado contra el costado de la cómoda, descubre un bastón con mango de plata. Bianco lo recoge y con la punta, da unos golpecitos contra el muslo de Garay López.
—Caro dottore —dice.
Garay López no se mueve, los ojos bien abiertos fijos en el techo, la piel amarilla, lustrosa, que segrega ese olor de paja descompuesta, el cuerpo desnudo, como de materia inorgánica, en el que únicamente los ojos, empañados, parecen todavía vivos. La punta del bastón sube a lo largo del cuerpo y se hunde en la barba, a la altura de la mejilla.
—No simule —dice Bianco—. Yo vi la cama deshecha. Vi el almohadón. Vi la cara de Gina cuando chupaba el cigarro.
Garay López sigue inmóvil. Con la punta del bastón, Bianco le da dos o tres golpecitos en la mejilla, pero la cabeza le opone una extraña resistencia, como si los músculos del cuello, ya rígidos, fuesen incapaces de permitirle el menor movimiento. Un hilito de sangre brota de uno de los orificios de la nariz. Con furia, Bianco levanta el bastón, como si estuviese por dejarlo caer sobre la cabeza, no por odio hacia Garay López sino a esa sangre autónoma, a esa substancia amarilla que colora su cuerpo, indiferente a sus propósitos, esa conspiración material que se opone, malévola, a sus deseos, interrumpiéndolos, dejándolos flotar en el aire, haciéndolos recular y apelmazarse sin orden otra vez en el pozo negro donde nacen, transformándolos en duda, en sufrimiento, en delirio, hacia el universo que parece volverse enteramente exterior, construcción inmensa pero irrisoria de la que todos los fragmentos están contaminados, activándose en combinaciones absurdas y momentáneas que se consumen en el instante mismo en que se forman, hacia el chisporroteo incesante que ya está arrebatándole el largo cuerpo amarillo y los secretos que contiene. Pero Bianco baja despacio el bastón y lo deja caer al suelo. Cuando el mango de plata choca contra el piso de madera, Garay López se estremece un poco.
—Me privó de madre al nacer —dice.
Bianco sale de la habitación. Un olor de paja podrida flota en toda la casa, en toda la ciudad probablemente. La vieja, sentada bajo la glicina ya deshojada, recibe en la cara las sombras grises de las ramas y de los troncos despellejados y retorcidos, y ni siquiera alza la cabeza cuando Bianco, sin despedirse, cruza el patio, atraviesa el zaguán, y sale a la calle.
En la ciudad, las caras rosa vivo, rojas, amarillentas, se destacan entre las otras, pálidas, ansiosas, o las oscuras, humildes, para las que la epidemia es una contrariedad más bajo el sol incomprensible, desdeñoso y ceniciento. En una esquina, un hombre, apoyado con una mano contra un muro de adobe, vomita en la vereda, arqueándose y sacudiendo la mano libre en dirección a nadie en particular, para indicar su sufrimiento. Otro, un poco más lejos, se asoma a una ventana, y Bianco advierte en su cara el color indefinido que asomaba en la de Garay López, cuando el rojo había desaparecido, y la fase amarilla no había comenzado todavía. Una mujer sale bruscamente de una casa, dando alaridos, y señalando a los transeúntes que se apuran el interior. Una familia carga apresuradamente cosas en su carro. En la vereda de enfrente, dos policías clausuran una puerta pegando en diagonal con engrudo una franja ancha de papel que cubre el picaporte y la cerradura. En una esquina, el médico, que está hablando con un oficial del ejército, lo reconoce y le hace una seña que Bianco interpreta como una exhortación a partir inmediatamente de la ciudad. Cuando empieza a dejar atrás el centro, Bianco le da al caballo dos o tres golpes de rienda para apurarlo, pero casi enseguida lo sofrena un poco para echar un vistazo sobre un hombre que agoniza al borde de un zanjón. «Sí, sí, trajo la epidemia», piensa Bianco, galopando nuevamente, «pero no por miedo, yo mismo veo a todos estos que se vuelven rojizos y amarillos a mi alrededor, y no tengo miedo; la trajo porque recibió la carta y quería ver el color del pelo de lo que va a salir de entre las piernas de Gina». Un orgullo incongruente, vagamente demencial, le hace fruncir las orejas y chispear los ojos cuando comprueba que aun si el universo entero se desplomara, y el sol, los árboles, la tierra, los hombres, parecen anunciar ya esa inminencia, si vacilara sobre sus goznes herrumbrados antes de estallar, él no modificaría su convicción, ni dejaría de vigilar el visteo engañoso que el todo adverso despliega ante sus ojos con el fin de distraerlo y extraviarlo en su selva pantanosa. Pero cuando llega a su casa, y ve a Gina sentada en el sillón, en la galería, el presentimiento de lo que hay enterrado en ella, fuera de su alcance, en el centro de un laberinto de experiencia, de sangre y de memoria, sin que tal vez ni siquiera Gina lo sepa, es él el que vacila, él el que podría desplomarse si esa cosa arcaica trasvasada en el cuerpo de Gina decidiera mandar, mortíferas, sus radiaciones.
Y se van a la llanura. Bianco insiste para que Gina lleve su sillón, el único en el que está realmente cómoda, de modo que cargan en un carro alimentos, frazadas, agua, cognac, y Gina, sentada en medio del carro en su sillón, lo tranquiliza cuando Bianco, a cada sacudida, reteniendo las riendas, se vuelve ansioso hacia ella para preguntarle si no se ha hecho mal, si está cómoda, si no quiere que paren un rato para descansar. Hasta la salida de la ciudad, deben seguir una caravana de carros, caballos, caminantes que escapan de la epidemia, pero ya en las afueras, los grupos se dispersan en la llanura y se pierden en el horizonte exangüe y descolorido, confundiéndose poco a poco con el pasto beige y el cielo color ceniza. Súbitamente están solos en el campo, y el carro, tirado por cuatro bueyes, avanza tan despacio, a pesar de la pica insistente con que Bianco los acicatea, que se diría que, de un modo trabajoso y poco eficaz, alguien va tirando el paisaje entero hacia atrás, haciendo estremecerse a los bueyes y al carro a cada sacudida, igual que si estuviesen pegados a la alfombra beige que hace las veces de suelo, de modo que recién llegan al rancho al amanecer del día siguiente y como Gina ha dormido casi toda la noche a pesar de los bandazos, es Bianco el que, cuando baja del carro, ve todavía el cielo y el horizonte sacudirse ante sus ojos durante por lo menos un minuto como si todavía siguiera desplazándose. Pero descansan todo el día y toda la noche, y al día siguiente se despiertan los dos de humor excelente.
—Si nos quedamos demasiado, puede nacer aquí —dice Bianco, mientras desayunan.
—Qué importa —dice Gina—. Tenemos todo lo necesario.
—Y si hay una complicación —dice Bianco.
—Qué complicación. No va haber ninguna complicación —dice Gina.
—Pienso en Antonio. Pobre Antonio —dice Bianco.
Gina no responde, igual que si no hubiese oído. Bianco sale del rancho. En la llanura no se mueve nada, no se ve un pájaro, un animal, una nube, no sopla ninguna brisa, y el pasto beige que se apelmaza, de tan blando, bajo las botas de Bianco, no reluce en la luz irreal y cenicienta. «Estoy soñando», piensa Bianco. «Estoy sin duda en mi casa de París, durmiendo junto a una de mis queridas, después de un baile en la embajada, en el que abusé un poco del champagne probablemente, y me he puesto a soñar, con imágenes despedazadas e incoherentes, que tuve una escaramuza con los positivistas, que me fui a Normandía, a Sicilia, que me hice adjudicar unos terrenos en la llanura, en el fin del mundo, que conocí a un médico llamado Garay López, a una mujer que se llama Gina, que me casé con ella, que hay una fuerza adversa que por razones oscuras busca destruirme, que hay una epidemia en una ciudad y que ahora estoy en un espacio vacío, gris y beige, en el que ocurre nada, aparte del silencio propio de los sueños, del sueño de alguien que soy yo y que no sabe que está durmiendo en su cama, en un lugar que se llama París, que se llama mundo.» Pero la voz de Gina, viniendo desde el rancho, lo saca de su ensoñación.
Durante los primeros seis días no pasa nada, a no ser el sol gris que atraviesa lento el cielo gris, la ausencia de sonidos, de brisa, de algo vivo en la llanura, aparte de ellos dos que descansan, leen, esperan. Por fin, el séptimo día, el gris del cielo comienza a ennegrecerse, la bruma cenicienta a transformarse en nubes que parecen salir del suelo, en el horizonte, y que, brotando en perspectiva desde la línea en que cielo y tierra se juntan, van ensanchándose y espesándose a medida que se alejan de ella, nubes densas con ribetes negruzcos, que, de tanto acumularse, forman un cielo bajo, un techo oscuro, en tanto que todo el círculo del horizonte titila de relámpagos, y una línea de truenos, igual que un galope remoto, viene aproximándose. Cerca de mediodía, la oscuridad es tan grande, que deben encender un farol en el rancho, como si fuese de noche, y cuando la lluvia empieza a caer, durante una hora más o menos, el aire se oscurece más todavía, y los relámpagos y los truenos se acumulan encima del rancho, asediándolo con resplandores verdosos intensos e intermitentes, y con vibraciones y temblores, hasta que, casi sin transición, y dando la impresión de que la tormenta hubiese escamoteado la tarde, llega la noche. La lluvia es tan abundante, tan continua, tan persistente, que únicamente la explosión de los truenos introduce alguna diversidad en el ruido monótono del agua, tan fuerte que deben hablarse a gritos y repetirse más de una vez las frases que intercambian para entenderlas. Bianco apenas si puede dormir, vigilando las goteras, las descargas eléctricas, los faroles, y echando miradas inquietas y frecuentes a Gina que, acostada boca arriba en el catre, ajena al tumulto de la tormenta, con los ojos cerrados, el vientre enorme que infla la frazada, respira apaciblemente. Y a la mañana siguiente, parado en la puerta del rancho, envuelto en un saco de lana, Bianco contempla la lluvia intensa que desde el mediodía de la víspera no ha dejado de caer un solo instante. Los relámpagos y los truenos se han hecho más discretos, más remotos, más espaciados. Una luz verdosa, que no es ni penumbra ni claridad, se extiende en pliegues cada vez más apelmazados a medida que se alejan en el espacio, y no hay cielo, ni tierra, ni horizontes, ni nada, únicamente ese medio verdoso y uniforme en el que el rancho parece flotar o estar depositado, igual que en el fondo de una pecera.
—Ahora sí llegó el otoño —murmura Bianco en italiano.
La lluvia se transforma poco a poco en llovizna, hasta que para por fin a la medianoche, y el viento, que empieza a limpiar el aire y el cielo, sopla fuerte durante la madrugada, hasta que al alba se detiene, de modo que, por entre las rendijas del rancho, al amanecer, Bianco ve colarse los primeros rayos rojizos del sol. Hace un poco de frío. A la hora del almuerzo, sacan la mesa afuera y comen al solcito.
—El frío va a acabar con la epidemia —dice Bianco.
—Ah, sí, la epidemia —dice Gina. Y deteniendo el tenedor a mitad de camino hacia la boca, alza un poco el mentón señalando un punto de la llanura a espaldas de Bianco, y dice—: Viene alguien.
Bianco se da la vuelta. Los siete u ocho jinetes están tan cerca, que se pregunta cómo Gina ha podido hacer para no verlos antes, a menos que, en lugar de venir del horizonte, hayan brotado súbitamente del punto de la tierra en el que ahora trotan hacia el rancho.
Bianco separa los faldones de su saco para que el revólver sea bien visible en la cintura, aunque sabe que, por el trote tranquilo con que vienen aproximándose, no son indios. A medida que avanzan, creciendo de tamaño, los detalles de vestimenta, de altura, de color, se precisan poco a poco en el aire transparente, adelgazado por la lluvia, en la luz plena, un poco blanquecina, que destiñe también el cielo, la vasta superficie celeste en la que no se ve una sola nube. Y cuando ve que el jinete del medio, que cabalga un poco adelante, es más chico que los otros seis, tres de cada lado, que quizás sofrenan un poco sus caballos para que él sobresalga ligeramente del grupo, Bianco los reconoce: «Es el hermano. El incendiario. El que mató a su propia madre para hacerse un lugar en el mundo.»
—Es el hermano de Antonio —le dice a Gina en italiano.
Los jinetes llegan a unos metros del rancho, se detienen y Bianco se dirige a su encuentro.
—Si gustan —dice, señalando la mesa con un ademán vago.
—Ya comimos —dice el hermano. Arqueado sobre el caballo de tan flaco, pero tenso, musculoso, con cara de criatura todavía, apenas un poco menos rotoso que los gauchos tiesos, más corpulentos y más viejos que él, que degollarían un pueblo entero o se dejarían degollar si él se lo pidiera. El sombrero no alcanza a disimular unas manchas blancuzcas que bajan sin duda desde la coronilla hasta la parte superior de la frente, anormalmente despejada para su edad. La voz seca, un poco chillona, rápida, no ha expresado ni enemistad ni desdén, sino mera premura por abordar el tema que lo ha hecho desplazarse.
Bianco no deja de percibirlo.
—¿Qué lo trae por acá? —dice, sintiendo que después de semanas, de meses durante los cuales ha estado sepultado por capas densas y pegajosas de emociones desconocidas y temibles, su instinto pragmático, el costado derecho de su personalidad, esa facilidad casi indolente con que es capaz de reinar sobre todo lo que atañe a lo práctico, que íntimamente se dice despreciar, empieza a emerger otra vez, intacto y natural, igual que un gran artista que comenzara a dar sus primeras pinceladas seguras después de una larga enfermedad.
—He perdido a toda mi familia —dice el otro.
—Lo sabemos —dice Bianco—. Nuestro sentido pésame. Nosotros hemos perdido también a un amigo muy querido.
El hermano no dice nada.
—¿Por qué no desensilla? —dice Bianco—. Supongo que viene a hablarme de la sociedad que habíamos formado con su hermano. La muerte de su padre, sin duda, lo pone a usted en un dilema.
Una expresión de sorpresa aparece en la cara del hermano al advertir que Bianco ha adivinado con tanta facilidad el motivo de su visita.
—Desensille —dice Bianco—. Una copa de cognac nos va a aclarar las ideas.
Después de una vacilación brevísima, el hermano le pasa las riendas al gaucho que está a su lado y baja del caballo. Y es cuando pone los pies en el suelo y empieza a caminar hacia la mesa que parece reparar por primera vez en Gina, que, sentada en su sillón en la punta de la mesa, lo observa sin disimulo, pero también sin curiosidad, con esos ojos francos y directos en los que, en lugar de una emoción definida, flamean ondulaciones oscuras, insondables, venidas de pliegues ocultos y activos, que en un primer momento lo hacen desviar la mirada y después, a cada instante, levantarla con incomodidad y disimulo para tratar de encontrar otra vez, fugaz e infructuosamente, los ojos turbadores. Pero cuando llega junto a ella, y advierte el embarazo, el parto inminente, sus ojos se clavan en el vientre encastrado entre el sillón y el borde de la mesa con la misma ansiedad temerosa y preocupada con que un perro podría espiar el rebenque que lo amenaza. Cuando vuelve con la botella de cognac, Bianco sabe que lo tiene entre sus manos, que el animal salvaje capaz de salir de noche, para reivindicar la total soberanía de su deseo, a incendiar campos de trigo, acaba de entrar en un aura que lo neutraliza, lo desarma, afloja las paredes endurecidas en las gratas mohosas de su interior, y hace que se filtren a la luz del día, igual que vapores sulfurosos, lo que estaba enterrado en ellas bajo costras de desdén y de crueldad. No solamente, piensa Bianco, va aceptar ser mi socio, sino también mi primer cliente, y a partir de esta tarde, le enseñará a esos gauchos asesinos a fabricar ladrillos, y por primera vez en su vida será capaz de ver un poco más allá de su absurda fijación monomaníaca con el ganado, aceptando que los miles y miles de extranjeros que están llegando al país puedan sembrar un poco de trigo en el borde de sus campos, en sus propios campos si la ocasión se presenta; y en lugar de ir a quemar estúpidamente las cosechas, terminará por aprender que es mucho mejor comprarlas a bajo precio, acopiarlas en el puerto de la ciudad, y venderlas diez veces más caras en el mercado europeo. Y todo eso porque ha entrado en el círculo mágico, en el campo magnético, en el espacio hechizado en el que impera la fuerza, el magma, la promesa, la espiral sin nombre y sin finalidad, ni amiga ni enemiga, que, con igual indiferencia, nos trae a la luz del día o nos tritura y nos muele hasta confundirnos con el polvo helado de las estrellas.
—Como amigo, era mejor Antonio —dice Gina, cuando los jinetes empiezan a alejarse por la llanura— pero como socio, este parece más apropiado.
Bianco responde con un gruñido amable. El sol de otoño, benévolo, le entibia el cráneo a través de las masas abundantes y encrespadas de su pelo color ladrillo, y también entibia el cognac; un rayo de luz se quiebra en la superficie de la bebida, atraviesa el vidrio de la copa, y proyecta una mancha luminosa sobre la madera de la mesa.
—Te tengo reservada una sorpresa —dice Gina. Y metiendo la mano en el bolsillo de su vestido, saca las tres imágenes rectangulares, de bordes redondeados, de color azul claro en los reversos idénticos, y los tres dibujos bien diferenciados en el anverso: la nuez, ovalada y dividida en dos partes iguales por dos paralelas verticales y muy juntas, marrón claro sobre fondo blanco, que contiene, en cada una de sus dos mitades, varias líneas curvas simétricas que representan las anfractuosidades, la banana bien amarilla que se imprime en diagonal sobre un fondo rosa, y el racimo de uvas que consiste en realidad en una serie de circulitos de un azul violáceo, formando en varias hileras irregulares de número decreciente un triángulo invertido, contra un fondo encarnado que le da al racimo somero una especie de relieve.
—¿Te parece que es el momento? —dice Bianco.
—Hace meses que no lo intentamos —dice Gina—. Ya es hora de empezar de nuevo.
—No sé si estoy en condiciones de concentrarme —dice Bianco.
—Probemos —dice Gina.
Sin apuro, por no decir sin convicción, sin ilusiones tal vez sobre la realidad de sus antiguos poderes, o quizás sobre su eficacia presente, sobre su pertinencia incluso, Bianco se levanta y se queda un momento indeciso, parado junto a la mesa, contemplando las tres imágenes que Gina tiene en la mano. Después de unos segundos, sin decir palabra, empieza a caminar despacio hacia el rancho. Cuando entra en él, enceguecido por la luz exterior, tiene que ir tanteando en la penumbra hasta encontrar el banco de madera en el que se dispone a sentarse para efectuar en las mejores condiciones posibles la concentración que le exige el ejercicio de transmisión telepática. Con los brazos extendidos, un poco inclinado para palpar la madera del banco en la penumbra que quiere disiparse, va luchando contra la esperanza, contra el deseo, contra la ilusión de que el resultado de la experiencia sea satisfactorio, ya que, para defenderse de la fuerza adversa, para escapar del aura, piensa que lo más prudente es no esperar nada, no desear nada, no dejarse arrastrar por el imán insidioso que hace de todo su ser una brizna de metal inerme desplazándose a toda velocidad, irresistiblemente, hacia lo desconocido. Pero cuando sus rodillas encuentran el borde del banco, eso mismo contra lo que quiere luchar lo hace olvidarse de sus propósitos. De modo que se sienta en el banco y, dispuesto a concentrarse, cierra los ojos y se inmoviliza.