EN 1854 más o menos, unas veinte leguas largas al sur de la ciudad, no lejos del río Carcarañá, supo haber un hombre que vivía en la llanura con su familia, en un rancho miserable, cerca del único árbol que crecía a muchas leguas a la redonda. El hombre tenía unos cuarenta años en aquella época, y había viajado un poco, llegando hasta las puertas de Buenos Aires, porque dos o tres años antes había sido soldado y después desertor del Ejército Grande, e incluso después de desertar había andado deambulando unos meses por la llanura, lindando incluso las tierras indias, antes de volver a su provincia. Como era desertor, únicamente de tanto en tanto paraba en su casa; la mayor parte del tiempo se la pasaba en el campo, durmiendo a la intemperie con la silla del caballo por almohada, carneando ajeno para alimentarse o cayendo a las pulperías para comprar yerba, tabaco y azúcar, emborracharse y desaparecer. Era un criollo alto, callado, musculoso, que a pesar de la vida vagabunda, cuidaba mucho su aspecto personal, casi hasta la coquetería, y entre los chirimbolos que llevaba consigo tenía siempre un cepillo, un espejito y unas tijeras; no bien llegaba a orillas del Carcarañá se daba un chapuzón, y, de haber pasado alguien por los parajes desolados que frecuentaba y que conocía como la palma de su mano, no hubiese sido raro verlo, sin bajar siquiera del caballo que pastaba tranquilamente, después de haber depositado el sombrero entre las orejas del animal, recortándose el cabello y la barba ensortijada, manejando con atención y prolijidad las tijeras con una mano y sosteniendo con la otra el espejito en el que observaba meticuloso, a cada tijeretazo, el resultado de su trabajo. A pesar de que se le atribuían un par de muertes y de que no hablaba mucho en las pulperías, era bien recibido, porque cuando se entonaba con las primeras ginebras, le daba por cantar, acompañándose de un modo discreto y no del todo torpe con la guitarra, y, cuando terminaba, miraba un momento sin decir nada a los asistentes y después emitía una risita tímida y satisfecha, siempre sin decir palabra, y le devolvía la guitarra al pulpero. Después se inmovilizaba en su rincón y seguía tomando hasta que se ponía rígido, grisáceo, y recogiendo lo que él llamaba sus vicios, es decir, la yerba, el tabaco, el azúcar, que el pulpero le acomodaba en una bolsita, se dirigía erguido y duro hasta el patio, montaba en su caballo después de varios intentos infructuosos y dignos, y desaparecía en la llanura.

El hombre tenía cinco hijos: el mayor, de diecisiete años, dos muchachas de quince y dieciséis, una nena de nueve, y el más chiquito, un tapecito al que se había empecinado en ponerle Waldo, el nombre de un coronel del Ejército Grande a cuyas órdenes había servido y al que, aunque lo había mandado al cepo y al calabozo más de una vez, el hombre siempre recordaba con cariño. El tape Waldo, que no tenía más de un año, era una criatura oscura y gordinflona, que, traspapelada entre los perros, y desplazándose igual que ellos en cuatro patas, se la pasaba sorbiéndose los mocos, de modo tal que cuando creció le quedó la costumbre de torcer un poco la comisura de los labios hacia arriba y hacer ruido con la saliva entre los dientes, como si realmente estuviera vaciándose la nariz. La madre de esa banda oscura y rotosa, que el hombre había ido preñando en sus noches de borrachera, y que tenía mucho de india en los rasgos de su cara, todavía no había cumplido los treinta y cinco años, pero aparentaba sesenta, a causa tal vez de su piel arrugada por la intemperie y de los pocos dientes marrones y carcomidos que le quedaban en la boca. Eran todos hoscos y callados y odiaban al hombre con un odio intenso, sin matices, solidario, de modo que cuando lo veían aparecer gradual, requintado, a caballo desde la llanura, para una de esas visitas caprichosas y fugaces que tenían lugar en general al anochecer, todos mascullaban para adentro las mismas maldiciones impotentes aunque un poco retobadas.

Tenían sus razones. Desde que desertó del Ejército, desde que había andado errando por la frontera incierta de las tierras indias, el hombre, ya de por sí distante y brutal con su familia aunque presentable y hasta modoso para con los de afuera, había tomado la mala costumbre, cuando estaba borracho, de violentar a sus hijas mayores que, aunque aceptaban el estupro con resignación, y hasta con asombro un poco cómico al principio por lo inesperado de la cosa, no por eso se abstenían de desear que el tirano que se las llevaba a la madrugada al medio del campo para aprovecharse de ellas reventara lo antes posible. Como dormían todos encimados en el rancho, aunque el hombre pretendía hacer las cosas en forma disimulada, el resto de la familia, menos el tape Waldo que seguía durmiendo nalgas contra nalgas al lado de la nena, seguía sus maniobras nocturnas fingiendo dormir, cuando el hombre iba a sacudir en la oscuridad a alguna de las hijas para sacarla un rato al campo. Era difícil saber cómo había decidido pasar al acto, cómo, de entre los tironeos ínfimos, irreprimibles y oscuros de su propio ser que encendían, inesperado, el deseo, había hecho acción de ese deseo, acontecer, nudo imborrable en la corriente translúcida del tiempo, en sus sentidos y en los ajenos, y mancha negra en su memoria. Tal vez sus viajes, sin que él se diera cuenta, le habían mostrado el carácter irrisorio, relativo, de esa ruina precaria y sucia en la que vivían a la sombra del único árbol visible en muchas leguas a la redonda, la esencia contingente de su propia familia, montón de larvas oscuras y exangües reptando en la llanura vacía, bajo un cielo vacío, lo absurdo de su propia vida de desertor, de animal incomprensible y desnudo, la extrañeza insistente que vuelve irreales las convenciones y hace de todo lo que late y vive bajo el sol implacable un magma blando, indiferenciado y pasajero. Lo cierto es que en las noches de borrachera, cuando no dormía en algún lugar remoto de la llanura, se venía a caballo para el rancho y se dejaba arrastrar por su propio deseo hasta el alba lívida, en que montaba otra vez a caballo y se perdía en el horizonte.

El hijo era peón en unos campos que daban sobre la orilla sur del río, y a veces, cuando tenían que transportar ganado, acompañaba a los reseros y durante semanas no se lo veía por el rancho, pero cuando llegaba de vuelta nunca se olvidaba de traer un poco de dinero y algunos regalitos para su madre y para sus hermanas. Se quedaba unos días, pensando en cómo iba a hacer para sacar a su familia de esa ruina inenarrable que era el rancho, con sus palos torcidos, sus travesaños de los que colgaban pedazos de paja medio podrida, de esa especie de baldío cubierto de bosta y excremento de perros, de objetos rotos, inverosímiles e inútiles que habían ido juntando igual que las viscachas alrededor de su cueva, de ese pedazo de llanura que habían ido pelando en su ir y venir ocioso alrededor de la construcción y en el que daba la impresión de que, por una especie de desaliento cósmico, de tristeza, nunca más volvería a crecer una sola mata de pasto. A la vuelta de uno de sus viajes, las hermanas se lo llevaron aparte, donde no las escuchara la madre, y le dijeron que el hombre había venido una noche y que esa vez, en lugar de abusar de ellas, como era su costumbre, había empezado a llevarse al campo a la nena. El hijo no dijo nada, pero entrecerró los ojos, le dio una larga chupada al cigarrillo, y sacudió despacio la cabeza, varias veces, en un gesto afirmativo, como si lo que acababan de contarle confirmara la pertinencia de una decisión que ya había tomado mucho tiempo antes. A unos pocos metros, la nena, semejante a un pájaro un poco escuálido, revoloteaba en círculo para entretener al tape Waldo, que gateaba despacio entre los perros.

Dos o tres días más tarde, el hombre se presentó en el rancho, al oscurecer, como era su costumbre. Su hijo mayor y las dos muchachas cruzaron una mirada rápida, imperceptible en la penumbra que apenas aclaraba un poco la llamita de una vela, y se fueron a dormir.

Como si hubiese presentido algo, o tal vez presa de remordimientos, o de vacilaciones a causa de la fragilidad de la nena, de su carácter asexuado, de su cuerpo que evocaba más el de una rana que el de un objeto deseable, el hombre se quedó tendido en el suelo toda la noche, junto a su mujer, que parecía dormir, diciéndose que al alba se iría y nunca más pondría los pies en el rancho, creyendo que todos dormían y que él solo velaba sus deseos confusos, sus terrores, sus entresueños atravesados de sobresaltos y de estremecimientos.

Pero cuando el alba llegó, y él se levantó para irse, saliendo al aire rojizo de la llanura, algo lo hizo volverse, maquinal, desde el exterior, casi desde el estribo del caballo a decir verdad, y dirigirse hacia el rincón del rancho en penumbras donde dormía la nena. Era como si al salir a la llanura y ver la mancha rojiza que teñía el cielo en el este y hacía cintilar los contornos del árbol y la silueta del rancho, se hubiese dicho que no valía la pena, que al ver otra vez aparecer en el cielo vacío al sol cegador para empezar nuevamente su pasaje indiferente y monótono, su curva obstinada y periódica, era preferible volver sobre sus pasos, abandonarse a lo indiferenciado, diluirse otra vez en la noche anónima que lo esperaba en el interior del rancho. Tratando de no hacer ruido, fue a sacudir con suavidad a la nena, casi con dulzura, creyendo que de ese modo no despertaría a los demás, y al verlo a su lado, en la primera claridad del día que entraba ya por las innumerables rendijas del rancho, la nena abrió los ojos y, sin decir una palabra, soñolienta, se levantó para seguirlo, porque se trataba simplemente de su padre, y antes, un poco por costumbre, como lo hacía casi todas las mañanas cuando empezaba a clarear, sacudió otra vez a Waldo, pero el padre le hizo una seña con la cabeza para que no insistiera, de modo que la nena lo siguió por la penumbra rojiza del rancho, sin advertir que Waldo caminaba detrás de ellos refregándose los ojos con el dorso de las manos.

Salieron los tres al aire rojizo de la aurora, que parecía atravesado de hilos sanguinolentos, y se encaminaron hacia el árbol, el padre delante, la nena detrás suyo, casi tocándolo, caminando con un ritmo y de una manera tan parecidos a los de su padre, con lo que ambos mostraban bien un aire de familia, que la nena parecía estar parodiándolo, y el tape Waldo unos metros más atrás, vacilando sobre sus piernitas regordetas, hasta que, despertándose de golpe a causa del aire fresco de la mañana, comprendiendo que avanzaría más rápido en cuatro patas, se dejó caer al suelo y se puso a gatear.

Estaban llegando al árbol, siempre a la misma distancia unos de los otros, cuando el hijo mayor primero, las muchachas un par de segundos después, aparecieron por la puerta del rancho, el hijo trayendo una pala de punta cuyo filo, al chocar con los primeros rayos solares, centelleó un poco en el amanecer, y las muchachas con dos pedazos de madera, dos troncos finos pero macizos y pesados, de ñandubay quizás, y empezaron a avanzar hacia el primer trío caminando rápido, con paso decidido, de modo tal que iban acortando de un modo vertiginoso la distancia que los separaba. Por fin, la madre apareció por el hueco de la puerta, y, apoyándose contra el marco basto de la abertura con la mano aferrada a la arpillera que servía de puerta, de modo tal que podía verse a sus espaldas la penumbra interior a causa de la arpillera recogida, abrió la boca mostrando una cavidad negra que parecía un remedo de la negrura contra la que su silueta ancha, un poco achatada como si de chica hubiera recibido un mazazo en la cabeza, resaltaba, nítida, gracias al contraste de la luz rojiza que desteñía sobre su cuerpo. Desde donde estaba parada, miraba la escena con desinterés, casi con indiferencia: vio cómo el primer grupo llegaba junto al árbol y el segundo, blandiendo la pala y los troncos, lo alcanzaba.

«¡A la nena no, no la volvés a tocar a la nena!», dijo el hijo mayor llegando junto al padre, que justo en ese momento, y sin haberse dado cuenta ni siquiera de que hasta Waldo venía siguiéndolo en cuatro patas, se daba vuelta para aferrar el brazo de la nena y atraerla hacia sí. Al ver a su hijo, el padre se llevó instintivamente la mano a la cintura, para sacar el cuchillo, pero el hijo dio un salto hacia él con la pala de punta elevada para golpearlo, de modo que el hombre, sabiendo que no tendría tiempo, o tal vez por no querer sacar el arma contra su hijo, empezó a recular. Estaban cerca del árbol, enorme, coposo, cuyo tronco era tan grande, lleno de nudos protuberantes y fibrosos, que el día que se ahuecara, lo que tarde o temprano terminaría por suceder, hubiesen podido vivir todos adentro o arriba, como lo hacían otros pobres de la llanura, un tronco que se prolongaba en una especie de manto duro y lleno de anfractuosidades al pie del árbol, y después en enormes raíces que sobresalían del suelo como tentáculos petrificados, contra una de las cuales, al recular, el hombre tropezó y, después de manotear vanamente el aire para mantener el equilibrio, se vino de espaldas al suelo. «¡Ya te dije que a la nena no, que no la volvés a tocar a la nena!», volvió a gritarle el hijo saltando hacia él y dándole con la pala en la cabeza, una y otra vez, con tanta furia y rapidez que una de las veces en que levantó la pala rozó el hombro de la nena haciéndola trastabillar y caerse entre las raíces retorcidas. El hombre pataleaba y gritaba, llorando, diciendo «No, mi hijo, no mi hijo, no mi hijo», sin dirigirse a nadie en particular, ni siquiera a su hijo, y la prueba de que no se trataba más que de una simple interjección suplicante, dirigida, más que a su hijo o al mundo en general, a sí mismo tal vez, ya que parecía haber un reproche desesperado en la entonación de sus palabras, es que cuando el hijo detuvo un momento la pala en el aire y sus hermanas mayores aprovecharon para acercarse al hombre caído y a darle con los troncos en la cabeza, el hombre seguía repitiendo «No, mi hijo, no mi hijo, no mi hijo», cada vez más débilmente, la cara y la cabeza destrozadas por los golpes, hasta que borbotones de sangre lo ahogaron y quedó inmóvil.

También el tape Waldo se había inmovilizado al principio, cuando el hijo mayor se había acercado al hombre y había alzado la pala, manteniéndola lista en el aire para golpear.

Pero cuando el hombre retrocedió y, tropezando con la raíz, se vino al suelo, Waldo pegó un grito y empezó a llorar, girando en cuatro patas y sorbiéndose nerviosamente los mocos, mientras el hijo mayor y las muchachas golpeaban en la cabeza del hombre tirado contra las raíces que se retorcía y gemía a cada golpe. Desde el suelo, la nena miraba la escena con los ojos muy abiertos, más con asombro o curiosidad que con terror, y la mujer, que había sido fecundada en sucesivas noches de borrachera de esa cría que se agitaba junto al árbol, cuando vio desde lejos que el hombre se había inmovilizado, dejó caer desdeñosamente la arpillera, y sin hacer el menor gesto ni decir una sola palabra, desapareció en la penumbra del rancho.

Durante medio minuto por lo menos, los hijos mayores del hombre dejaron de golpear e hicieron silencio, de modo que, en toda la extensión de la llanura, no se oía más que el llanto de Waldo, que ahora se había sentado sobre sus nalgas entre pedacitos de palos secos y briznas secas, excrementos secos de perros y caballos, y sin dejar de lanzar sus alaridos, juntaba maquinalmente con su manita regordeta puñados de tierra arenosa y los lanzaba al aire, una y otra vez, con movimientos rítmicos y nerviosos, como si estuviera tratando de dispersar su pánico en el polvo arenoso cuyas partículas más livianas, que se quedaban flotando en el aire, cobraban espesor y corporeidad al ser atravesadas por los primeros rayos horizontales del sol que ahora era un semicírculo de un rojo intenso pegado al horizonte cercano. El hijo mayor y las muchachas, sin soltar la pala y los troncos, parecían indecisos, ausentes, tal vez empezando a comprender recién en ese momento lo que acababan de hacer, sin oír el llanto de Waldo ni reparar en la nena que seguía mirándolos con sus ojos muy abiertos, pero cuando el hombre, que parecía muerto, movió un poco la cabeza despedazada contra las raíces, los tres al mismo tiempo se abalanzaron nuevamente sobre él y empezaron a golpearlo con furia hasta que comprendieron que ya no volvería a moverse. Después, el hijo mayor soltó la pala y advirtiendo el llanto de Waldo, se inclinó hacia él para levantarlo, pero la criatura empezó a llorar más fuerte cuando los brazos de su hermano se extendieron hacia él y, dejándose caer de costado, se puso en cuatro patas y empezó a alejarse a toda velocidad. Cuando su hermano mayor se detenía, Waldo se detenía, sin dejar de llorar a los gritos ni de sorberse los mocos, pero cuando el hermano amagaba aproximarse a él, Waldo gritaba todavía más fuerte, y se alejaba gateando rápidamente. Por fin, el hermano, apiadado, lo dejó en paz, y se dirigió hacia la nena, que se dejó tomar en los brazos pero que no dejaba de mirar por encima del hombro de su hermano la cabeza del padre, machucada contra las raíces.

Lo dejaron tirado y se fueron a matear del otro lado del rancho, para no estar viéndolo todo el tiempo mientras desayunaban, y estuvieron deliberando sobre lo que harían con el cuerpo, porque las mujeres querían echarlo al Carcarañá y el hijo prefería enterrarlo en la llanura. La madre no decía nada: iba y venía con el mate, sin borrársele de la cara una sonrisita sardónica, más visible en los ojos que en la boca, fruncida por falta de dientes, y quedándose a veces a escuchar la conversación con el mate aferrado entre las dos manos y apoyado contra el vientre; comprendiendo al fin que esa sonrisita persistente quería significar «Digan nomás lo que quieran pero yo vi cómo lo mataron», el hijo, impaciente, agarró la pala y atando el cuerpo del hombre con una soga que le pasó bajo los brazos, montó a caballo arrastrando el cuerpo, y fue a enterrarlo en la llanura, en unos pajonales, a un poco más de una legua del rancho. Buscó un lugar en el que los pajonales disimularan la tierra removida hasta que la lluvia borrara los rastros y cavó hondo, durante un par de horas; antes de dejar caer el cuerpo en el hoyo lo aligeró del cuchillo y del cinturón, en el que el hombre guardaba unos pocos pesos, y después de santiguarse empezó a cubrirlo de tierra. Cuando llegó al borde de la fosa se dedicó un buen rato a alisar el terreno y a cubrirlo con pasto para ocultar la sepultura. Sin poner cruz ni nada, recogió la pala y se alejó al galope. En medio del pajonal, mudo y enceguecido de tierra, quedaba el hombre, de quien la lluvia y los vientos irían borrando poco a poco hasta los últimos rastros de su paso por la llanura.

Cuando llegó al rancho, vio que las mujeres, en rueda cerca de la puerta, se inclinaban observando algo que yacía en el suelo y al bajar del caballo vio que Waldo estaba tirado, un poco encogido, con la cara tapada con los antebrazos, y al llegar junto a él pudo comprobar que los alaridos que todavía se oían en las inmediaciones del rancho en el momento en que él llevaba el cadáver a enterrar, se habían transformado en un gemidito animal, entrecortado pero insistente, semejante al que le había oído emitir a veces a los cachorros moribundos o a los pichones perdidos. Al atardecer, por fin, Waldo se calló, pero durante la noche siguió quejándose en sueños; en los días que siguieron, en cualquier momento del día o de la noche, los gemidos débiles, bruscos, recomenzaban, señales espaciadas, tan propias del lugar que las había visto nacer, como los gritos de las bestias anónimas o la titilación de las estrellas heladas sobre ese punto estéril de la tierra, pelado por el ir y venir de sus cuerpos oscuros y abandonados. Al cabo de unos meses se acostumbraron a los gemidos como ya lo habían hecho con la presencia un poco anacrónica del árbol o con el horizonte vacío.

Al año murió la madre y después de enterrarla se dispersaron. El hijo fue a enrolarse como soldado, en Entre Ríos, y las hermanas lo siguieron, mezclándose al tumulto de mujeres viriles y dicharacheras que seguían a la tropa y que de entre todos los que copulaban con ellas bajo una carreta o en los pajonales, terminaban apareándose con uno hasta que se lo degollaban los indios o el mismo oficial al que le había cebado mate durante las noches de guardia lo mandaba fusilar por desertor. Pero antes de cruzar el Paraná, subiendo hacia el norte, dejaron a la nena y a Waldo en Coronda, donde había algunas casas, una capilla, y seis o siete jardincitos paquetes que achicharraban las sequías o borraban las inundaciones. El cura los encontró durmiendo en la puerta de la capilla, los guardó consigo durante un par de meses, y después los colocó en una familia de asturianos para que, a cambio de techo y comida, la nena se quedara a limpiar la casa y a cuidar las criaturas cuando ellos se iban a trabajar al campo.

Waldo ya no gemía, ni de día ni de noche, pero tampoco decía una palabra. De tanto en tanto, se agitaba un poco, le daban temblores, y cuando se ponía nervioso, daba saltitos, con los brazos encogidos, las manos entrecerradas a la altura del pecho, acelerando el tic que le había quedado de cuando todavía andaba en cuatro patas, a saber sorberse los mocos torciendo la comisura de los labios hacia arriba y haciendo chirriar la saliva entre los dientes. Otras veces, le daba por sacudir sin cesar la cabeza, igual que si estuviese haciendo una sempiterna señal de asentimiento —al orden impenetrable de las cosas, tal vez, del que tal vez había alcanzado a ver, en un fogonazo aniquilador, algún vestigio arcaico y abominable. Pero no decía una palabra. Cuando quería algo, un caramelo, por ejemplo, porque lo enloquecían los dulces, se ponía a dar saltitos o a sacudir más rápido la cabeza, y la nena, que al principio quería enseñarle a hablar, comprendía de inmediato la causa de su excitación, y le daba el gusto enseguida.

Es difícil comprender cómo se saben las cosas en la llanura. En leguas y leguas a la redonda apenas si hay un puñado de casas dispersas, aisladas unas de otras, perdidas, por no decir olvidadas en la tierra chata, aceptable únicamente para los indios y el ganado, donde todo lo que vive en el campo está casi a un día de caballo de las poblaciones más cercanas, y sin embargo, en el caserío de Coronda y en todo el campo alrededor, a la nena le decían, sin que ella lo supiese, más en tono de compasión que de reproche, La Violadita.

Cuando por fin descubrió que la llamaban así, a los trece o catorce años, ni siquiera sabía lo que quería decir la palabra, pero como al cura parecía causarle pesadumbre el sobrenombre, ella empezó a llamarse a sí misma de esa manera, un poco por coquetería y sobre todo, cuando necesitaba algo, para despertar compasión y obtenerlo más fácilmente.

Lo cierto es que cuando los asturianos, hartos de hambrearse en el campo y de esperar las tierras que el gobierno les había prometido, de ver pasar indios y soldados que arrasaban igualmente con todo lo que encontraban a su paso, decidieron ir a probar fortuna en Rosario, Waldo y la Violadita se instalaron en un rancho en las afueras del pueblo, que la Violadita llenó de estampas y de estatuitas de santos que el cura le regalaba cuando ella iba a hacerle la limpieza en la sacristía.

Los dejaban vivir. Lo que ganaba limpiando, cuidando criaturas, la Violadita lo gastaba en caramelos para Waldo y en velas para encenderle a las imágenes que el cura le regalaba: a cualquier hora del día, siempre había un par de velas encendidas que la Violadita pegaba con cera fundida a una base circular de madera, y que flotaban en una palangana con agua para que no se les quemara el rancho. Petiso, rechoncho, con una boca grande de sapo, que nunca cerraba del todo y que dejaba ver dos hileras de dientes increíblemente blancos y perfectos si se tiene en cuenta la cantidad de dulces que comía, Waldo la seguía a todas partes, dando pasitos cortos que a veces lo obligaban a trotar. A los nueve años, nunca había dicho una palabra, hasta que un día se produjo el milagro.

La Violadita había crecido. A los diecisiete años el cuerpito de rana se había ensanchado bastante, y había salido alta como el padre, con unos grandes ojos almendrados y una piel marrón, lisa y brillante, que igual también que su padre tenía la costumbre de lavarse seguido. Le gustaba vestirse de blanco y también cuidaba con prolijidad, casi con manía, el aseo de su hermano. Le habían crecido dos lindas tetitas separadas y divergentes, que terminaban en punta, semejantes a dos peras, y que los muchachones del pueblo miraban con disimulo, sabiendo que el cura la protegía y que, a pesar de haber sido violada, y quizás a causa de eso, la Violadita no tenía ninguna inclinación por esas cosas que los muchachones hubiesen estado más que dispuestos a llevar a cabo. Pero no insistían demasiado, o ni siquiera se atrevían a sugerirlo, y tal vez hasta se enfriaban por anticipado cuando observaban que el único interés apasionado de la Violadita eran las velas para sus santos y los caramelos de Waldo. Uno sólo pretendió ir más lejos, uno que no era tan joven por otra parte, un tal Costa, que hacía las veces de comisario en el pueblo y que tenía la costumbre de ir a los ranchos de las afueras a proponerle a las muchachitas de pasar un rato con él a cambio de algún regalo, lo que las muchachitas aceptaban a menudo, algunas veces por gusto y otras por obligación. Costa empezó a rondar a la Violadita, que parecía no únicamente no entender, sino ni siquiera escuchar sus alusiones y que tal vez efectivamente no las escuchaba ni las comprendía, por haber agotado, bajo un árbol de la llanura, ocho o nueve años atrás, en dos o tres acoplamientos vertiginosos, todo lo que Costa le proponía, incapaz de recordar aquello que deberían despertar esas alusiones por haberlo enterrado bajo capas y capas de olvido inaccesible y benévolo. Pero Costa no se daba por vencido y una noche llegó al rancho, un poco borracho también, igual que alguien que la Violadita y Waldo habían conocido y que desde hacía tiempo había reintegrado la tierra desnuda y anónima que, igual que a una lombriz, lo había alimentado, lo había empujado con promesas engañosas a pasar una temporada soñolienta en la superficie, y por fin se lo había vuelto a tragar. Costa empezó a forcejear con la Violadita, y Waldo, que los miraba chupando un caramelo, empezó a sacudir las manos encogidas a la altura del pecho, y a murmurar cada vez más rápido, con una dicción que hubiese sido perfecta sin su manía de hacer chirriar la saliva entre los dientes, «Costa que abusa del mando de este mes no está pasando, Costa que abusa del mando de este mes no está pasando», cada vez más rápido y más fuerte, hasta tal punto que Costa, que contaba con la mudez de Waldo para que lo que pensaba hacer no se divulgara y que lo consideraba tan inexistente que hasta tenía pensado hacerlo en su presencia, soltó a la Violadita y empezó a retroceder hacia la puerta del rancho, tan aterrorizado por los sonidos que Waldo estaba emitiendo que no entendió lo que las palabras significaban, lo que era preferible, porque si lo hubiese entendido hubiese estado más aterrorizado todavía. Dos semanas más tarde, borracho, se cayó del caballo y se mató.

Waldo no únicamente hablaba, sino que hablaba en verso y sólo en verso, en octosílabos, formando dísticos rimados que repetía varias veces sacudiendo un poco la cabeza y haciendo chirriar la saliva entre los dientes. Pero era avaro de ellos; muy de tanto en tanto consentía a proferirlos, y siempre si la Violadita se lo pedía y a veces incluso únicamente a cambio de un caramelo o alguna otra golosina. El cura sacudía la cabeza, contrariado por la revelación, que introducía complicaciones en la idea que debería hacerse en adelante de esos dos seres que habían brotado de la llanura y que él, por compasión, había recogido una mañana en el portal de ladrillos de la capilla. Y sobre todo porque, del mismo modo misterioso en que todos sabían lo que le había pasado con su padre a la Violadita, todos supieron enseguida que Waldo hablaba en verso, y que había profetizado la muerte de Costa. Al principio, empezaron a mirarlo con curiosidad más que con respeto, sin llegar a creer demasiado que ese tapecito rechoncho de nueve años fuese capaz de predecir los acontecimientos, pero es más frecuentemente la duda que el convencimiento lo que forja las reputaciones, y basta que esa duda perciba en lo real una sombra, o la ilusión de una sombra de refutación, para que de la noche a la mañana se transforme en convencimiento.

Un par de meses más tarde, una mañana, Waldo y la Violadita iban cruzando el caserío en dirección a la iglesia, ella delante, con su vestidito blanco bien almidonado, él detrás, dando saltitos y sacudiendo sin parar la cabeza, con su habitual signo de asentimiento, cuando de repente Waldo se detuvo, y empezó a repetir, casi sin abrir la boca, por entre los dientes que hacían chirriar la saliva, cada vez más fuerte y más rápido: «Vide un pájaro en el cielo pasar ardiendo en su vuelo, Vide un pájaro en el cielo pasar ardiendo en su vuelo», de modo que la Violadita lo agarró de la mano, y corriendo, tan rápido que Waldo apenas si podía seguirla con sus pasitos cortos y rígidos, fue a contarle al cura lo que había sucedido.

Esa noche, unos indios vagabundos atacaron el pueblo, pero el dístico de Waldo había puesto en alerta a los habitantes y, aunque nadie sabía lo que quería decir, el ataque no los tomó desprevenidos, y a la mañana siguiente la docena de indios rotosos que habían querido procurarse algunos caballos y algunas mujeres blancas para entretenerse durante sus errabundeos monótonos por la llanura, yacían agujereados de balas en un charco que había en las afueras del pueblo.

La gente del pueblo empezó a pedirle predicciones, a desear que, aquello que ellos ni nadie podía anticipar, Waldo lo sintetizara en uno de esos dísticos octosilábicos que, a decir verdad, eran a menudo tan impenetrables como el porvenir que parecían desentrañar, pero que a los que los escuchaban les daban la impresión de ser un proyectil que el tiempo les mandaba desde el futuro, y que atravesaba el muro translúcido del presente, igual que un mensaje atado a una piedra atraviesa el vidrio de una ventana. Al principio, cuando lo venían a ver, a preguntarle cosas, Waldo seguía mudo, ausente, atrincherado en su sempiterno asentimiento, pero cuando empezaron a traerle dulces, caramelos, algunos billetes fáciles de trocar por chupetines o chocolate, se dignaba acelerar sus sacudimientos de cabeza, hacer chirriar más fuerte la saliva, y lanzar sus dísticos perfectos, bien medidos y mejor rimados, repitiéndolos varias veces en un crescendo frenético que empalidecía un poco su cara ancha y oscura, achatada como la de un sapo y que, obligándolo a mover los labios, lo hacía mostrar los grandes dientes blancos de caballo, hasta que se callaba de golpe, para seguir moviendo un buen rato todavía los labios que nunca cerraba del todo, como si los huesos de su cara fuesen demasiado anchos para la piel que los recubría. Al cabo de un año, una vieja pretendía haberlo visto flotar a medio metro del suelo, y la gente del pueblo se persignaba cuando lo veían pasar, indiferente a su reputación, ausente, dando saltitos detrás de la Violadita y sacudiendo sin parar la cabeza. Un día, llegaron unos soldados que venían a buscarlo desde Río Cuarto, donde querían que fuese a bendecir un regimiento, de modo que se los vio a los dos, él y la Violadita, montados a caballo, atravesando la llanura al paso, con su escolta de soldados, y un recluta que cabalgaba todo el tiempo al lado de ellos para protegerlos del sol con una sombrilla.

Empezaron a ser una figura familiar del paisaje, bajo el cielo nuboso hasta la ostentación o vacío de una punta a la otra del horizonte, a la orilla de las lagunas en que flamencos rosa y teros y pajaritos ya ni se sobresaltaban al verlos pasar, en los cardales tan altos que Waldo, a horcajadas en su petiso, muequeaba molesto cuando le cosquilleaban la cara al pasar, diminutos, casi inexistentes en la llanura, ella toda de blanco y él de gauchito requintado, de opereta, ancho y tieso, moviendo sin parar los labios que nunca recubrían del todo los dientes, con un sombrero de ala redonda y angosta un poco levantada sobre la frente, un chaleco negro bordado y unas bombachas negras tan anchas que, al caer los volados, le cubrían casi enteramente las botas relucientes. Los llamaban de todas partes y ellos cruzaban el campo en todas direcciones, hasta más allá de Buenos Aires, hasta las cercanías de Córdoba, en los caseríos precarios que iban formándose en la superficie chata de la tierra más antigua del mundo, cubierta por el sedimento de continentes y de especies desaparecidas y molidas por el tiempo y por la intemperie, ese espacio irreal y vacío que los conquistadores ponían especial cuidado en esquivar pero que, los indios primero, los caballos y las vacas más tarde, aventureros, soldados y propietarios poco después y más tarde los desheredados del mundo entero que llegaban en barcos abarrotados, se empecinaban en atravesar una y otra vez, grises y alucinados, dejando huellas fugaces que la intemperie, casi de inmediato, se encargaba de hacer desaparecer. Eran como una persistencia irrisoria que, desafiando sin saberlo la molienda cósmica que había puesto la llanura pelada como ejemplo de lo que le esperaba a los otros continentes, a las cimas supuestamente majestuosas y a las nieves ilusoriamente eternas, a las especies ávidas y en pretendida evolución, cruzaba al paso los campos desolados, tan inscripta en ellos al cabo de algunos años que aun los indios, que por la época, levantados contra los blancos, se pasaban el día degollando o haciéndose degollar, los observaban de lejos con aprensión, con emoción casi, y los dejaban seguir su camino.

Un día que estaban de vuelta en Coronda, una de las hermanas, la única que quedaba viva del resto de la familia, que había estado trabajando en un prostíbulo de Buenos Aires hasta que se pescó a un sargento retirado y se casó con él, apareció por el pueblo. Al sargento lo habían dado de baja en el ejército porque había perdido un brazo en el Paraguay. Tenía alguna instrucción y como le habían dado una pensión, contando con los ahorros que había hecho su mujer en el prostíbulo, tenía el proyecto de instalar algún comercio. Pero al enterarse del don de Waldo, le pareció que el destino se lo mandaba para probar sus dotes de organizador y de empresario. En pocos días, Waldo y la Violadita lo adoraban. Jamás volvía del pueblo sin unos caramelos o unas guirnaldas para decorar los altares que la Violadita había armado en los ranchos, con estampitas, estatuas, manteles bordados, flores de papel que ella misma fabricaba, rosarios y candelabros. Y cuando salían a recorrer el campo, él mismo cabalgaba a su lado con la sombrilla. A veces se les adelantaba en los pueblos y, para aumentar el interés, les hacía un poco de propaganda; iba a ver al cura, al juez de paz, al comisario, llevándoles un regalito, un poco de plata, asegurándoles que ellos estaban del lado del orden y de la iglesia, que Waldo había visto al niño Jesús varias veces; hizo imprimir una hoja que distribuía entre el público, inútilmente por otra parte, ya que la mayoría eran analfabetos, y en la que estaban repertoriadas las profecías principales de Waldo y tres o cuatro milagros que se le atribuían. Cuando la gente venía a ver a Waldo, el sargento los hacía formar fila, y parándose junto a Waldo, antes de que pudieran consultarlo recogía los billetes o los regalos que le traían y los hacía circular. Pasaban junto a Waldo, que murmuraba su dístico con un ojo puesto en los paquetes de caramelos que su cuñado amontonaba sobre una mesita, y enseguida eran abarajados por la Violadita y su hermana, que los hacían salir.

Una noche en que Waldo dormitaba, rígido en su catre, el Sargento se empujó el sombrero hacia atrás con el extremo humedecido y mordido del cigarro apagado que sostenía entre los dedos de su única mano, y declaró:

—El campo está muy bien, pero ya dio todo lo que podía dar. Ahora hay que trabajar en las ciudades.