CON LOS OJOS ENTRECERRADOS, inmóvil, en mangas de camisa, Bianco está sentado en el centro de la sala en una penumbra imperfecta que asaltan los rayos luminosos de la siesta de primavera colándose por todas partes, rendijas de los postigos, claraboya de la puerta que da al zaguán, junturas de ventanas y puertas, ojos de cerraduras; un silencio que parece premeditado reina en la casa y el ensimismamiento y la inmovilidad de Bianco son tan eficaces, que cuando las ruedas de un carro y los cascos del caballo que lo tiran, sin contar el entrechocamiento rítmico de varas y arneses, pasan por la calle de tierra frente a la casa y se alejan hacia algún punto de la ciudad, Bianco no solamente no cambia de posición, sino que ni siquiera lo oye, y debe transcurrir más de un minuto para que, sacudiendo despacio y con suavidad la cabeza, igual que si saliera de un desmayo o de un sueño, abriendo con prudencia los ojos, separando las manos que han estado abandonadas, blandas y juntas, contra el abdomen, se levante y, con paso decidido y natural, abra la puerta y salga a la galería que da sobre el primer patio. Del otro lado del patio, en la galería de enfrente, Gina, sentada en un sillón de caña junto a la puerta del dormitorio, tiene los codos apoyados sobre una mesita de caña barnizada y, manteniendo los ojos cerrados, se sostiene la cabeza con las dos manos, los pulgares debajo de la mandíbula y el resto de los dedos sobre las sienes, y aunque al cerrar tras de sí la puerta Bianco ha hecho un poco de ruido, Gina no cambia de posición, concentrada y seria, y cuando Bianco atraviesa el patio soleado y se planta junto a ella, frente a la mesita de caña, tiene que esperar todavía unos segundos antes de que Gina, dejando caer las manos sobre la mesa, una a cada lado del rectángulo de cartón azul claro, de bordes redondeados, que se encuentra en la superficie, alce la cabeza abriendo grandes los ojos que lo contemplan, interrogativos y graves:
—Racimo —dice Bianco.
Gina sacude la cabeza, apretando un poco los labios.
—Banana —dice. Y dando vuelta, con su mano oscura y delicada, un poco huesuda, el rectángulo azul claro, muestra el dibujo estilizado de la banana bien amarilla que campea, impreso en diagonal, sobre un fondo rosa inconfundible.
Despacio, inconsecuente, Bianco sacude a su vez, pero en signo afirmativo, la cabeza, para demostrar que su nuevo fracaso ya estaba inscripto en sus previsiones y después, indiferente al sol benigno y franco de primavera que fluye impalpable sobre el patio, escruta la cara oval de Gina, coronada por el pelo renegrido y recogido en un rodete en la cima de la cabeza. El largo cuello mate emerge de su vestido floreado, liviano, y la piel de la garganta se estremece un poco cuando Gina parece tragar algo, unas gotas de saliva tal vez, algún humor que circula, autónomo y secreto, por los pliegues internos de su cuerpo, al abrigo de la luz en la siesta de octubre. Pero los grandes ojos abiertos no esquivan la mirada insistente que los interroga.
—Tercer fracaso consecutivo —dice Bianco.
—¿Intentamos otra vez? —propone Gina.
—No hoy —dice Bianco, mientras su mirada sigue recorriendo la cara de Gina.
Desde hace un tiempo, esa cara es para él un territorio desconocido, inextricable, en el que busca, con ansiedad bien disimulada, signos, por ínfimos que sean, que le permitan orientarse, saber algo acerca de la región interna que vive y se agita detrás de ese territorio, el surtidor de imágenes y de emociones en el que no alcanza a proyectarse, pero donde le gustaría sumergirse igual que en un agua profunda, para examinar una a una, con decisión y minucia, las masas vivas que pululan confusas en el fondo. Pero la lisura de la piel, la simplicidad de la mirada, que soporta la suya, no dejan pasar nada al exterior, y Bianco piensa que esa simplicidad, tan diáfana y natural, podría ser la prueba, no de la inocencia que sugiere, sino de una desviación más grande, de una tal identificación con la perversidad, que a la energía salvaje de sus deseos, la noción misma de perversión le es extranjera. Así, ahora, por primera vez, Bianco se pregunta si Gina no hace trampas durante los intentos de comunicación telepática: como es domingo, aprovechando que las sirvientas han salido, han decidido intentar comunicarse mentalmente desde la mañana, y las tres experiencias que han realizado, dos después del desayuno y esta que acaban de terminar, han fracasado, como todas las que vienen efectuando desde que se casaron y se instalaron en la casa, el año anterior. Es la primera vez que Bianco tiene esa sospecha. La última experiencia que intentaron, y que también fracasó, tuvo lugar a finales de agosto, la noche en que volvió del campo, justamente, y la encontró chupando un cigarro, con expresión de placer intenso, en compañía de Garay López, que le decía algo en voz baja con una sonrisa malévola, pero ni aun esa vez, a pesar de su turbación, o quizás a causa de ella, se le ocurrió pensar que Gina podía engañarlo deliberadamente durante las sesiones de comunicación telepática.
—¿Estás segura de haberte concentrado lo suficiente? —dice Bianco.
—Seguí todas las indicaciones —dice Gina, ensombreciéndose un poco.
—Bueno, bueno, no te ofendas —dice Bianco, poniéndole con suavidad la mano en el hombro y sacudiéndola un poco, falsamente jovial.
—Tal vez es culpa mía —dice Gina.
—En todo caso, es suficiente por hoy —dice Bianco.
Gina se levanta y, del bolsillo de su vestido floreado, saca las otras dos imágenes y las deja junto al dibujo estilizado de la banana exageradamente amarilla, un poco en relieve sobre el fondo rosa, que yace sobre la mesa. Bianco mira fugazmente los tres cartones y después, dándose vuelta, se pone a contemplar, sin ninguna expresión particular en la cara, el patio soleado. Gina da unos pasos y se para junto a él.
Aun proponiéndoselo, no hubiesen logrado ser más diferentes de lo que son en la claridad benévola del primer día de octubre: por lo menos una cabeza más alta que Bianco, flexible y móvil, llena de redondeces firmes y plenas, pero esbelta y nerviosa dentro de su vestido floreado de mangas cortas que se ciñe al pecho y a las caderas y en un tumulto abigarrado cae más amplio hasta los tobillos, Gina es como una fuerza en expansión, elástica, dura, y en sus diecinueve años no hay la menor sombra de la matrona que sin duda será más tarde, cuando lo puramente femenino empiece a predominar, porque ahora la energía que emana de ella es independiente de su sexo, casi podría decirse de su persona, para confundirse con el brillo impersonal y abstracto de la belleza que, aun cuando penetre por los sentidos, es captada, en sus ecuaciones felices, en una operación instantánea, por la inteligencia; una belleza hecha de contradicciones y de impaciencias, de cóleras súbitas y pasajeras y de abandono infantil, de locuacidad y de silencios injustificados, de ignorancia del propio ser y hasta de la noción misma de la belleza, hecha de exterioridad, para alcanzar en algunos momentos, a pesar de tantas contradicciones, una especie de simplicidad, igual a la de una hoja verde, por ejemplo, o a la de un huevo, que, constituido por tantos elementos capaces de desplegar una inextricable complejidad, se presenta bajo la forma más sencilla, aglomerando toda su substancia en dos colores tan netos, el blanco y el amarillo, que termina transformándose, por su sencillez misma, en el emblema de su multiplicidad. Bianco, a su lado, regordete, casi sin cuello, el pelo color ladrillo encrespado y rígido, la piel blancuzca que el sol de la llanura no consigue oscurecer, las arrugas finísimas que le ajan la cara pueril, arropado en sus propios misterios de los que él mismo se ha erigido en fortaleza, atrincherado en la construcción complicada de sus cálculos, en la rumiación incesante de sus secretos, con su vestimenta chillona en cuya elección no interviene la menor coquetería, ocupado en presentar al mundo exterior una imagen imperturbable y consiguiéndolo, incrustado en la llanura, ramificando en ella sin pausa y sin error posible sus galerías subterráneas, sintiendo por primera vez, y tratando de disimularlo a toda costa, que esa criatura elástica, sin nombre, que se mueve a su lado, que respira en la cama desnuda junto a él todas las noches desde hace un año, es la verdadera trampa en la que ha caído y que en relación con ella la que los positivistas le tendieron hace tanto tiempo en París es una inocente broma de estudiantes.
La máquina Bianco siente que un cuerpo extraño, una tuerca, una llave inglesa, un rollo de alambre oxidado, ha caído por descuido entre los engranajes y las poleas y que de un momento a otro se avecina el atascamiento, el desperfecto, la explosión. Gina le rodea el hombro con el brazo, y lo atrae un poco hacia ella.
—Pronto vamos a lograrlo —dice.
Bianco la mira, agradecido, pero Gina, como si ya hubiese olvidado lo que acaba de decir, está contemplando el cielo azul que se abre sobre el patio de mosaicos, un rectángulo sin una sola nube, donde el sol está ausente, pero del que parece fluir la luz de primavera.
—Deberíamos haber ido a comer con mi familia —dice—. No los veo nunca.
—Vinieron a almorzar el domingo pasado —dice Bianco, vagamente irritado por la volubilidad de Gina.
—Cierto —dice Gina.
Y soltándolo, igual que si hubiese estado apoyándose en un árbol o una columna, se da vuelta y entra en el dormitorio. Un poco humillado, Bianco se inmoviliza, indeciso, y después, con la misma brusquedad con que Gina ha entrado en el dormitorio, se dirige hacia la puerta de calle y se sienta en el umbral de mármol, a contemplar la vereda. La sombra de dos paraísos, en el borde de la zanja, lo protege del sol. La calle está desierta, y, a decir verdad, no hay más que tres o cuatro casas construidas en toda la cuadra; el resto son baldíos, patios y jardines. Contrariamente a las viejas familias tradicionales, que se arraciman en casas coloniales en el sur de la ciudad, Bianco ha decidido construir la suya en el norte, cerca del río, casi en pleno campo, y ha comprado varias manzanas de terrenos municipales, pensando que, con dos o tres inmigrantes ricos que construyan allí sus pequeñas mansiones, el valor de los terrenos se acrecentará en unos pocos años. Pero también ha comprado una casa en el barrio sur, que hace modernizar poco a poco por su suegro, que es albañil, para mostrar que si no vive en el sur no es porque sus medios no se lo permitan, y que si ha decidido instalarse en el norte, es para imponer su nuevo modo de vida.
Los pensamientos le vienen inesperados y rápidos, igual que fogonázos diminutos, repetitivos, obstinados. Recuerdos que se empecinan en volver, imágenes fragmentarias y casi olvidadas que empiezan a cobrar un sentido nuevo, imprevisto, y desde luego irrefutable, se precipitan al mismo tiempo en su interior, y Bianco, infructuoso, trata de poner orden en ellos, de aplastar la humillación y el furor con paladas débiles e irrisorias de llamados al orden y a la calma, convencido como está ahora de que Gina, desde que han empezado sus ejercicios de comunicación telepática, le miente con deliberación, con saña incluso, con el fin de confundirlo, de perderlo, de debilitar sus poderes. Y la convicción es para Bianco mucho más humillante en la medida en que ha contado justamente con esos poderes para seducirla, fascinarla, hacerse aceptar y admirar por ella y dominarla. Antes del casamiento, cuando se quedaban solos, Bianco le hablaba de sus poderes y Gina parecía escucharlo con interés, con pasión algunas veces, y le había dicho que le gustaría probar sus propios poderes —Bianco pasea la mirada por la calle desierta, los baldíos soleados, los jardines en los que la primavera ha hecho florecer las santarritas, las dalias, los conejitos y las calas, las veredas irregulares, de tierra o de ladrillo, aparte de la suya, de mosaicos grises, los yuyos que crecen no únicamente en los baldíos sino también en las cunetas, en los bordes de las veredas, en las cornisas de las casas, «Por mucho tiempo, todo esto será campo todavía, ellos las llaman ciudades, pero son campo todavía», piensa distrayéndose un momento de su humillación, con uno de sus automatismos pragmáticos que lo asaltan en medio de sus emociones más violentas o de sus reflexiones más abstractas, y, parándose de golpe, entra nuevamente en la casa. Cuando deja atrás el zaguán y desemboca en el patio, su mirada va hacia la puerta del dormitorio, entreabierta, mostrando una franja vertical de penumbra, y empieza a dirigirse hacia ella, pero a mitad de camino cambia de idea y gira en dirección al patio trasero. A diferencia del primero, no está embaldosado sino dividido en varios sectores, jardín, huerto, gallinero, y en el fondo un establo y un corral para los caballos. Al verlo aparecer, tres o cuatro caballos que mastican, abstraídos, alzan la cabeza, le echan una mirada indiferente, y la vuelven a bajar.
Agitándose un poco, sin saber por qué, Bianco les devuelve una mirada de odio e, incapaz de soportar su presencia, se da vuelta y regresa al primer patio. Por la puerta entreabierta, la franja de penumbra que viene del dormitorio le hace señales silenciosas, insistentes, y le parece percibir una atmósfera extraña, de peligro inminente, que emana del interior.
Durante unos segundos, está convencido de que Gina lo espía detrás de la puerta, siguiendo, con perversidad contenida, sus idas y venidas irracionales e indecisas por los patios. Pero casi en seguida, súbitamente, experimenta una especie de cansancio o de desaliento —si es inocente de todo esto y está dormida, la humillación y el furor son inútiles y si miente y acecha, son inútiles también, piensa—, y se dirige otra vez hacia la puerta de la calle. En el zaguán un cansancio y un desaliento nuevos, aplicados a otro objeto, vuelven a asaltarlo, y se queda inmóvil en la penumbra, sin decidirse a abrir la puerta de calle, por temor de que la visión de la calle desierta, apacible y soleada, despierte en él la misma desesperación inexplicable que le ha producido su imaginación anticipada.
Ella misma me pedía que le contara acerca de mis poderes, piensa con amargura, sin soltar el picaporte, y ahora descubro que durante los ejercicios de comunicación telepática, se vale de quién sabe qué artimañas para confundirme.
—Y está lográndolo —murmura, en italiano.
Sonriendo para sí mismo, de modo tal que el rictus amargo, por una exageración teatral de su propia miseria, se vuelve un poco más amargo que de costumbre, Bianco sacude la cabeza, se pasa la mano libre por la frente, y hace girar el picaporte. Ha esperado recibir la calle en plena cara, igual que una bofetada, pero es la calle de siempre, apacible, en los bordes del campo, donde hay más baldíos, corrales y jardines que casas, y, más que serena, acogedora en la siesta de primavera. Creciendo sin parar por dentro, su veneno no se derrama hacia el exterior, y durante unos segundos la calle sosegada y tibia frena un poco la estampida de sus emociones pero, asombrándose por lo extraño de la situación, Bianco se impacienta de no encontrar en la fronda brillante de los árboles y en la calma de la calle arenosa motivos para acrecentar su amargura, como si la calle, tratando de apaciguarlo con su tranquilidad, se hiciese cómplice de Gina. Y también porque experimenta el deseo paradójico, un poco contra natura, de ir hasta el límite de su furor, dejándolo derramarse para forzar de ese modo a lo exterior a revelarse, a ponerse al descubierto, y porque le parece que el furor y la humillación, más que la consecuencia, son la prueba de que lo que sospecha de Gina es verdadero. De modo que vuelve a entrar en la casa. Atraviesa el zaguán y desemboca en el primer patio: la puerta del dormitorio sigue entreabierta y la franja vertical de penumbra destila burla, miedo, peligro: Bianco la contempla, y debe refrenar el impulso que lo lleva hacia el dormitorio: si está acechándome, piensa, no tengo que entrar; tal vez espera detrás de la puerta que yo lo haga; sería como entregarme. Y, despacio, ostentando una falsa tranquilidad, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, mirando a cualquier parte, las galerías, el cielo, la puerta de la cocina a su izquierda, en la galería opuesta al dormitorio, se dirige hacia el patio trasero. Otra vez, sin saber por qué, los caballos que tascan y que levantan la cabeza, sin ninguna agitación, al verlo entrar, lo llenan de pena y de odio. Hay que ver esto de más cerca, piensa, y cruzando en medio de los canteros florecidos el sendero de ladrillos que lleva hasta el corral, se detiene junto al cerco de troncos horizontales que lo separa de los caballos. Los animales se sacuden un poco, sin convicción, casi por principio, y después se serenan. Bianco los observa un momento, perplejo a causa de sus propios sentimientos, convencido de que, debido a una asociación demasiado vertiginosa, o tal vez por un exceso de emociones, está atribuyéndoles a los caballos, neutros ya que no inocentes, el origen de su confusión y de su amargura. Pero el odio subsiste, e incluso se acrecienta cuando sus ojos recorren el pelo brillante, los músculos tensos, la masa carnosa y compacta de los caballos, atravesada de latidos, de estremecimientos, de palpitaciones. Materia que se compra y que se vende, piensa, con desprecio, pero durante una fracción de segundo se siente inferior a ellos, humillado por la sola presencia maciza, oscura y viva de los animales.
—Calma, Bianco —se dice, en voz alta y en italiano, con un murmullo sarcástico y una risita corta y quebrada.
Incapaz de quedarse quieto en un lugar más de unos minutos, Bianco se da vuelta y empieza a recorrer el sendero de ladrillos, entre los canteros florecidos, en dirección al primer patio. Y cuando hace tres o cuatro pasos lentos y decididos, el recuerdo se le aparece, patente y entero, y entonces comprende la causa de su odio. La imagen, los detalles son tan nítidos, que a medida que va evocándolos, rápidos y sucesivos, experimenta una sensación de evidencia, de fuerza, una especie de euforia contradictoria en la medida en que, en lugar de borrarlas, ese recuerdo enterrado viene más bien a confirmar sus sospechas y a darle un sentido a muchos hechos dispersos y heterogéneos que flotan en su interior igual que en un agua oscura los restos de un naufragio: una tarde, un par de años antes, en plena primavera también, va a la casa de Gina sin anunciarse, para hablar con su futuro suegro a propósito de la casa del sur que está por comprar y a la que quisiera que su futuro suegro eche un vistazo profesional para saber exactamente cuánto tiempo llevará ponerla en condiciones. Es también la hora de la siesta y Bianco golpea despacio, por temor de que sus suegros estén durmiendo —hasta el casamiento, no estará seguro de que no cambiarán de idea respecto de la hija, y Bianco prefiere no contrariarlos—. Golpea varias veces y, como nadie le responde, da unos pasos por la vereda de tierra, vacilando en entrar a la casa por un portón lateral, que lleva directamente al fondo, donde están el huerto, el corral y el gallinero. Tal vez han comido en el patio, a la sombra de los árboles, piensa, porque hace buen tiempo, y el viejo todavía no ha salido a trabajar. De modo que, un poco indeciso, pero al mismo tiempo experimentando ese sentimiento de omnipotencia inexplicada y un poco temerosa que surge cuando se empieza a explorar una casa en la ausencia de sus habitantes, Bianco atraviesa el portón y avanza por el camino ancho, cubierto de gramilla y de verbenitas rojas, blancas y violetas, que lleva a los fondos. Al principio, Bianco no oye ningún ruido, ni de la casa, ni del patio trasero, ni de la calle, ningún ruido como no sea el chasquido de sus zapatos que rozan la gramilla y que, sin saber muy bien por qué, tal vez porque su intrusión lo hace sentir también un poco culpable, trata de amortiguar. Pero después, poco a poco, empieza a escuchar, intermitente, un tumulto de caballos, un ruido de cascos nerviosos, apagados, chocando sin cesar y sin orden contra el suelo de tierra, y algunos relinchos cortos, entrecortados, y un poco roncos, bramidos más bien, pero indecisos, reconcentrados, como si el animal que los emite, ocupando todo su ser en una acción que no logra realizar según sus deseos, se impacientara, y, abstraído, emitiera esas protestas fragmentarias y nerviosas. Por fin, Bianco desemboca en el patio trasero y, por entre los perales, los damascos y los durazneros florecidos, su mirada se dirige hacia el fondo, hacia el corral desde donde parecen provenir el ruido irregular y apagado de los cascos y los bramidos irritados y entrecortados del caballo.
No tarda en comprender la causa del tumulto. En el corral, un caballo, en el colmo de la excitación, está tratando de montar a una yegua que, por indecisión, capricho o incomodidad, sin abandonarse ni huir, se presta y esquiva al mismo tiempo. La enorme verga del caballo, de un rosa azulado, lubrificada por la excitación creciente, cuelga oblicua y rígida, como un palo barnizado, entre sus patas traseras y se bambolea, dura y pesada, a causa de los movimientos constantes del caballo, que, apoyándose en las patas traseras, trata de sostenerse con las delanteras en el lomo de la yegua que sigue quieta en su lugar y que únicamente sacude un poco la grupa en el momento mismo en que el caballo, después de tantear con su verga el tajo entreabierto, se dispone a penetrarla, de modo que, sin que pueda saberse si trata de colaborar con él o de esquivarlo, con cada movimiento de su grupa la yegua impide la penetración, lo que origina los bramidos nerviosos y contrariados del caballo y su pataleo desordenado y un poco torpe contra el suelo del corral. La sombra de una sonrisa se esboza en la cara de Bianco, y sus cejas color ladrillo se enarcan un poco mientras sus labios empiezan a moverse, reproduciendo, con la torsión de su boca y la extrema movilidad de su frente, de sus cejas, y de su mirada, los esfuerzos del caballo por conseguir su objetivo, hasta que, de golpe, un detalle que al principio se le ha escapado, lo saca, de un modo brusco, de su concentración entusiasta: una mancha roja, a un costado del corral, lo hace girar la cabeza para descubrir a Gina que, recostada contra un árbol, vestida con un vestido rojo de entrecasa, está contemplando, a un par de metros del corral, la misma escena. Bianco se sobresalta, se estremece, y empieza a sentir unos latidos insoportables en la nuca y en la espalda, entre los omóplatos. Adelantándose un poco, sin hacer ruido, se desinteresa de los caballos y concentra toda su atención en la expresión de Gina, que, abstraída en su contemplación, no se da cuenta de su llegada. Bianco estudia con detenimiento, casi con ansiedad, la cara de Gina, buscando no sabe bien qué emociones, pero el perfil inmóvil, reconcentrado y regular no deja pasar nada al exterior, a no ser una gravedad abstraída, un interés pacífico, casi abúlico, la cabeza un poco inclinada hacia adelante, de modo que la espalda ni siquiera se apoya contra el árbol. Pero bajando la vista, Bianco nota la actitud del brazo derecho, enfundado en la manga roja del vestido, del que sobresale la mano mate, larga y fina, y Bianco advierte que en la punta del brazo, un poco estirado hacia atrás, los dedos finos de Gina, las uñas terminadas en punta, arañan y raspan, olvidados en el extremo del cuerpo, la corteza resquebrajada del árbol, tratando de arrancar un pedazo, con una obstinación un poco salvaje, como si toda la emoción que Bianco espera encontrar en la cara, ya hubiese descendido a lo largo de su cuerpo y estuviese evacuándose por las uñas ovales y filosas. Bianco no alcanza a determinar si la emoción que expresan los dedos es deseo, turbación, o angustia, a tal punto la cara lisa aunque concentrada es serena, neutra, limpia de toda agitación interna y, para saberlo, avanza un poco más, adrede, y deliberadamente hace chasquear más fuerte sus zapatos, igual que si estuviese limpiándose las suelas en la gramilla, para atraer la atención de Gina y, sobresaltándola, sacarla de su ensimismamiento. Pero, de una manera inesperada, es Gina la que lo sorprende. Cuando oye el ruido de los zapatos sobre la gramilla, se da vuelta y, con naturalidad, sin el menor sobresalto, sin hacer ningún comentario, se vuelve hacia él y le estrecha la mano. Bianco busca en su cara alguna emoción, pero los grandes ojos oscuros, bien abiertos, lo miran con franqueza, con agrado discreto, con sociabilidad directa y fluida. Detrás de Gina, el caballo continúa sus intentos infructuosos, produciendo el pataleo sordo contra el suelo del corral, y sus bramidos constantes pero entrecortados, sin que la cara de Gina traicione el menor signo de que ha advertido algo, o de que, si ha visto algo, lo que ha visto haya producido en ella algún efecto, por mínimo que sea. Con tal dominio de sí misma, piensa Bianco maravillado, no me asombraría que esta criatura de diecisiete años tenga poderes excepcionales que algún día podremos tal vez poner en práctica, pero al mismo tiempo otro pensamiento, más recóndito, que no llega a la superficie de su mente pero que mientras piensa lo otro se manifiesta como un malestar indefinible y que ahora que está recordándolo mientras camina por el sendero de ladrillos hacia el patio delantero cobra toda su significación, un pensamiento insoportable a decir verdad, envenena su admiración ante la sangre fría y el dominio de Gina sobre sus emociones: el pensamiento de que si Gina no demuestra ninguna emoción es porque no siente ninguna, no por atonía o por insensibilidad, sino porque eso que están haciendo los caballos a pocos metros de ella, en el corral, bramando y sacudiendo el polvo arenoso del corral con sus patas traseras, le es connatural, forma con ella una esencia única, y ella está siendo en ese momento la pareja de caballos que se debate, ciega, en un caos carnoso y sanguinolento. Entre ella y los caballos no hay ninguna distancia, piensa Bianco, dejando atrás el sendero de ladrillos y penetrando en el patio delantero.
Parado en la galería, observa la puerta entreabierta del dormitorio, la franja de penumbra vertical que lo atrae y lo repele al mismo tiempo, y después de vacilar unos segundos, tratando de reprimir las oleadas de desaliento y furor, cruza el patio soleado y empujando brusco la puerta entra en el dormitorio: Gina está echada de espaldas en la cama, plácida, con los ojos abiertos, la palma de la mano apoyada blanda sobre la frente; sus ojos giran un poco hacia la puerta, pero el resto del cuerpo sigue inmóvil.
—Qué te pasa —dice, con un tono más afirmativo que interrogativo, para mostrar que advierte en la cara de Bianco la agitación interior. Y en seguida, con simplicidad un poco infantil, golpea con la otra mano la porción vacía de la cama, para indicarle a Bianco que se acueste a su lado.
Bianco no se mueve.
—Debe ser culpa mía —dice Gina—. Tal vez no entiendo bien cómo hay que hacer para concentrarse.
—No, no —dice Bianco—. No.
—Podemos recomenzar cuando quieras —dice Gina. Incorporándose un poco en la cama, lo observa con atención—. Hay algo más, me parece. ¿Estuviste tomando cognac?
Bianco sacude la cabeza. Las explicaciones pueriles de Gina a su agitación que recién ahora está empezando a dominar, lo tironean, dividiéndolo, ya que por momentos parecen ser una prueba de su sinceridad, y por momentos le dan la impresión de que son un nuevo modo de enredarlo en la duda y en la incertidumbre, sin contar con la aprensión de que si son verdaderamente sinceras, esas explicaciones harían de Gina una persona banal y poco interesante. Pero la presencia física de Gina lo apacigua: desde que la encontró fumando un cigarro, en plena intimidad, con Garay López, empezó a darse cuenta de que jamás tendrá el coraje necesario para preguntarle directamente lo que desea saber con tanta fuerza. Pero también porque está convencido, sin habérselo planteado nunca, de que no tiene ningún medio para inducir a Gina a decirle la verdad, que Gina sería capaz de negar hasta el fin, con convicción y con obstinación, no únicamente por miedo o hipocresía, sino poseída por el más absoluto convencimiento de que, aun cuando haya cometido las peores traiciones, no tiene nada que confesar. Pero hay todavía un obstáculo más grande para que la verdad aparezca de otro modo que forzándola, por subterfugios y maniobras complicadas, a revelarse: desde que conoció a Gina algo en Bianco susurra de un modo constante, acompañando sus actos día y noche, que la alianza es contra natura y que los pasos que va dando lo exponen cada día un poco más al vendaval ciego de una fuerza desconocida, un peligro olvidado en cuarenta años de maquinaciones extrañas y complejas destinadas a manipular, con desdén y autonomía, la materia adversa del mundo. Esa intuición secreta lo ha inducido a considerar la unión con Gina como un desafío, una lucha con esa fuerza que Bianco se representa como una trampa que le tiende la materia, trampa de la que sus propios sentimientos hacia Gina son las prolongaciones o las redes más sutiles. Plegando a Gina a su dominación, es toda la materia la que debe ponerse a sus pies, obedecerle, y lo que otros llamarían orgullo o soberbia, Bianco lo considera lucidez, vigilancia, vigilia del espíritu frente a los desórdenes perecederos y arcaicos de la carne espesa, abandonada a sí misma. Esa lucha es todavía más sobrehumana puesto que Bianco la sostiene en secreto, obligado a realizar el esfuerzo suplementario de que ni uno solo de sus episodios transparezca en el exterior, convencido de que, para librar a la materia de las garras en las que se debate y de la que ella ignora que son garras, debe presentarle al mundo un aspecto ecuánime, imperturbable, una ficción tranquilizadora, la superficie lisa de su propia imagen, distribuida en masas compactas y bien definidas, sin estridencias ni transiciones bruscas, como un daguerrotipo.
—Me siento culpable —dice Gina.
—No hay ninguna razón —dice Bianco y, para tranquilizarla, apoya, sin intención de quedarse mucho tiempo, sus nalgas en el borde de la cama.
Gina estira la mano para aferrar los dedos blancos y regordetes, cubiertos en el dorso de un vello ralo y rojizo pero, simulando no haber advertido el movimiento de Gina, Bianco retira la mano y la junta con la otra contra el abdomen. Sin advertir que Bianco ha retirado la suya a propósito, Gina deja caer la mano entre las rayas verdes y blancas de la sobrecama.
—No vale la pena preocuparse. Estoy un poco cansado. Eso es todo —dice Bianco, y, levantándose, sale del dormitorio y va a sentarse en el sillón de caña junto a la puerta.
La primera vez que vio a Gina, fue en el patio de la fonda. Bianco estaba sentado bajo los árboles, después del almuerzo, gozando del contraste entre la sombra fresca de los árboles y el aire tibio alrededor, tomando un vaso de limonada con el Español, para quien la compañía de Bianco se había hecho imprescindible, sobre todo desde que Bianco le concedió un préstamo, a interés razonable, destinado a agregar otras habitaciones a la fonda, ya que los negocios parecían caminar, en razón de los viajeros, extranjeros en su mayor parte, ingleses, franceses, españoles, italianos, que pasaban por la ciudad, por negocios, asuntos de política o mera curiosidad. El Español estaba esperando a Cosme, el padre de Gina, para tratar justamente de la construcción de las nuevas habitaciones cuando Bianco reparó en el vestido floreado, de tela sencilla y liviana, que producía un tumulto alrededor de los zapatos cuando los pies se adelantaban, cada uno a su turno, avanzando entre los árboles hacia el fondo del patio; durante unos segundos, antes de levantar la vista, Bianco la mantuvo fija en la ondulación del ruedo que, sacudiendo la tela floreada, producía, sobre los zapatitos blancos, una franja agitada de pliegues acanalados, de sacudimientos, de vaivenes que le daban, a las flores del tejido, apariencias fugaces, abigarradas y caprichosas, como si en vez de ser simples dibujos pintados, fuesen un borbotón de cosas vivas sometido a múltiples transformaciones. Y cuando alzó la cabeza y vio la cara oval, rematada en un sombrerito modesto y precario, de paja blanca, pudo comprobar que aun sin el sombrero y el rodete en el que se apoyaba, la muchacha era más alta que su padre, y, más que su padre también, que avanzaba, un poco intimidado, con el sombrero en la mano, estaba en el mundo sin ningún tipo de escrúpulo, miedo, o soberbia, contemporánea de su ser en todos los instantes, y ajena tanto a la duda como a la vanidad.
Más que la belleza física, que a Bianco no dejó de perturbarlo en forma instantánea, era esa intimidad con el mundo, serena, directa, llana, lo que le llamaba la atención. El padre estuvo conversando un momento con el Español, quien les ofreció un vaso de limonada que tomaron sin sentarse, y Bianco, desinteresándose de la conversación, le lanzaba a Gina miradas disimuladas que Gina parecía no percibir. Y cuando al cabo de un rato el padre y la hija se retiraron, Bianco dejó hablar largo tiempo al Español de su proyecto de ampliación de la fonda, pidiéndole incluso muchos detalles, para distanciar lo más posible la pregunta que pensaba hacer del momento en que Gina había estado presente en el patio, de modo que el Español no pudiese establecer ninguna relación, y por fin lo interrumpió:
—¿Es un buen albañil?
—Es más que un albañil —dijo el Español—. Es un constructor.
—A decir verdad —dijo Bianco—, se está muy bien en su establecimiento, pero creo que ya es hora de tener mi propia casa.
—Una pena —dijo el Español, con cortesía enigmática.
En el momento mismo en que Gina y su padre se alejaban, Bianco ya estaba pensando: tengo que dejar pasar un par de meses por lo menos y después, durante otro par de meses, hablar únicamente de la casa, y durante un par de meses más todavía hacer de modo que la familia vea la relación que existe entre Gina y la casa, que una muchacha de buena familia como Gina es impensable sin una casa como la que estoy proyectando construir, pero que la casa sin Gina para un hombre de mi edad, que ha dado tantos tumbos por el mundo, es un artefacto innecesario.
La prueba de que sus planes estaban calculados al milímetro, es que antes de haber hablado con el padre le escribió a Garay López dándolo por hecho, extrayendo de esa ineluctabilidad de sus previsiones una satisfacción suplementaria. Cuando recibió la respuesta de Garay López felicitándolo —cierto que, aunque un poco irónica, bastante rápida—, no había todavía ninguna razón para recibir esas felicitaciones, porque oficialmente no se había declarado, y la familia no estaba al tanto de la cosa, pero no existía en Bianco la menor duda de que la realidad, igual que una hoja de papel pintado, sólo estaba esperando que él viniera a plegarla en cuatro y a metérsela en el bolsillo del chaleco. Y no se equivocaba: como lo había calculado casi instantáneamente en el momento en que la vio por primera vez, seis meses más tarde Gina era su prometida, del mismo modo que la casa, que había sido un esquema abstracto, un objeto imaginario, igual que en una partida de ajedrez una jugada que en sí no tiene valor y que sólo se realiza para ganar más tarde la partida, ya estaba en construcción. En todo eso, una sola cosa lo inquietaba: era evidente que la familia estaba más que satisfecha de la elección de Bianco, y que un matrimonio de fortuna para la hija, teniendo en cuenta su belleza y su instrucción, debía parecerles algo pertinente y necesario, inscripto en la lógica misma de las cosas, pero lo que dejaba perplejo a Bianco, y en esto se expresaba en él cierta contradicción, era que esa aceptación inmediata era también compartida por Gina, sin ningún tipo de efusión emocional, de cualquier signo que fuese, positiva o negativa, hasta tal punto que Bianco, al principio, se preguntó más de una vez, y más tarde todo el tiempo, si esa aceptación no era más bien indiferencia —ni siquiera resignación, indiferencia, porque en la resignación hay algo de extinto y de sombrío que estaba totalmente ausente de Gina. En tanto que los de la familia eran transparentes, los móviles de Gina se le escapaban. Al principio, iba a verla una vez por semana, los domingos a la tarde, y de tanto en tanto lo invitaban para la cena. A medida que pasaba el tiempo, sus visitas se hacían cada vez más frecuentes y no pocas veces los dejaban solos un buen rato en la sala, o bajo los árboles del fondo si hacía buen tiempo, y en algunas ocasiones, hasta les permitían ir a dar una vuelta por el centro de la ciudad, a visitar los negocios donde Gina se iba comprando, poco a poco, las cosas necesarias para el casamiento. Bianco pagaba las facturas con discreción y placer. En ninguna de esas ocasiones, llegó a rozarle ni siquiera la mano, aunque más de una vez la conversación, sobre los temas más diversos se encendía de entusiasmo en los labios de Bianco y Gina parecía escucharlo con atención extrema.
Bianco tenía, evidentemente, de tanto en tanto, el deseo de tocarla, de poseerla, sobre todo si se tiene en cuenta que a medida que Gina se encaminaba hacia la mayoría de edad, su cuerpo maduraba, se expandía, se volvía más firme, más pleno, más abundante, pero siempre se abstuvo de hacerlo, sin dejar de experimentar la impresión, inquietante y un poco terrible, de que Gina aceptaría sus toqueteos, e incluso se abandonaría a ellos, con la misma pasividad con que había aceptado todo el resto. Esa pasividad era, sin embargo, lo contrario de la obediencia —como si Gina también hubiese tenido sus planes, más vastos, más insondables, más ineluctables que los de Bianco, y en el esquema de los cuales Bianco no hubiese sido más que un elemento secundario, insignificante, intercambiable.
Por fin llegó el casamiento, cuando ya la casa estaba terminada desde hacía unos meses.
Como la fiesta se realizó en familia, Garay López no vino de Buenos Aires, pero incitó a Bianco a venir en viaje de bodas a la capital. A Bianco le pareció una buena idea: insensible a los encantos de la exogamia, que trae hasta los esposos una porción desconocida del mundo y la vuelve mutuamente familiar, anexando zonas extrañas y heterogéneas, Bianco prefería marcar con su viaje de bodas a la capital la diferencia que pensaba establecer en adelante con su familia, mostrando desde el primer momento los límites y la autonomía de cada territorio. Pero como el vapor salía recién el domingo al atardecer y ellos se casaron el sábado, pasaron la primera noche en casa.
Los habían dejado solos. Como era a fines de octubre, el calor empezaba a apretar, y aunque eran las once de la noche, se podía andar tranquilamente en mangas de camisa por las habitaciones e incluso por los patios. Los habían traído en coche hasta la casa —la familia había insistido para que, como lo manda la tradición, el banquete se hiciese en casa de los padres de la novia— y cuando los caballos se alejaron por la calle de tierra, hasta que el ruido de los cascos, igual que si una substancia luminosa participara en su composición, se perdió en la oscuridad, Bianco y Gina anduvieron un poco por los patios y después penetraron en el dormitorio. Nunca habían hablado, ni siquiera por medio de alusiones remotas, de lo que se avecinaba, y Bianco, por discreción, aunque sentía sus acostumbradas palpitaciones en la nuca y en la espalda, entre los omóplatos, prefirió salir un momento al patio, a fumar un cigarro mientras Gina se cambiaba. De tanto en tanto, echaba una mirada rápida hacia las cortinitas tejidas que dejaban pasar la luz del interior, y cuando pensó que Gina debía estar preparada se encaminó despacio hasta la puerta del dormitorio y después de tratar de escuchar unos segundos algún ruido proveniente del exterior, golpeó dos veces con el nudillo del índice el vidrio de la puerta.
—Sí —dijo la voz de Gina, sin ninguna inflexión particular.
Bianco empujó la puerta y se paró de golpe en la entrada: en los meses transcurridos, cuando salían al centro a hacer compras para completar el ajuar de Gina, aunque Bianco, discretamente, se limitaba a esperar afuera mientras Gina, sola o con su madre, elegía las prendas necesarias, sedosas y sucesivas, destinadas a envolver y a disimular su carne caliente y distante, y recién cuando las mujeres se habían hecho envolver los paquetes entraba a los negocios para pagar la factura, y aunque no había visto en ningún momento los objetos por los que pagaba con tanta buena voluntad, no había dejado de imaginarse a Gina, cada noche, cubierta por esas telas lisas y transparentes, de modo que al comprobar que, echada en la cama, después de haber retirado la sobrecama, Gina estaba completamente desnuda sobre la sábana blanca, Bianco abrió los ojos y la boca desmesuradamente y, enarcando las cejas color ladrillo, dio dos pasos al costado y se apoyó contra el lavatorio. Sin duda el cuerpo de Gina, mate, firme, lleno de redondeces tensas y proporcionadas, con esa sorprendente franja de vello oscuro que bajaba desde el ombligo hasta el triángulo negro del pubis formando una flecha que, perentoria, señalaba la protuberancia rugosa de la que se entreveía el revés rojizo, sin duda los ojos también, abiertos y calmos, que lo miraban con su franqueza habitual, sin pudor ni obscenidad, eran la causa de las palpitaciones aceleradas y del desconcierto de Bianco, pero era sobre todo la expresión de la cara oval lo que lo perturbaba, la manera directa, literal, en que esa expresión parecía mostrar que Gina había interpretado los eufemismos, circunloquios, alusiones de esos dos años de espera, desde el momento en que él había fijado los ojos en el ruedo tumultuoso del vestido sobre los zapatitos blancos hasta los pocos segundos antes en que había golpeado el vidrio de la puerta del dormitorio con el nudillo del índice.
Muy en el fondo de sí mismo, pero con ramalazos fugaces que por momentos llegaban, bruscos, a la superficie, Bianco sentía que había en Gina algo desconocido, inabordable, un elemento inesperado que escapaba a su dominio, un porcentaje de fuerza indefinible que debía tener en cuenta en todos sus cálculos en adelante y que únicamente podría manejar a ciegas sabiendo que, liberada, esa fuerza era capaz de provocar reacciones imprevisibles y destructoras.
Desde que le hiciera construir el rancho en el campo por uno de los peones de su familia, Garay López no había vuelto a la ciudad; pero Bianco viajaba a Buenos Aires todos los veranos, prolongando, en sus largas conversaciones en varios idiomas, la correspondencia irónica, copiosa y llena de alusiones y de controversias, que se mandaban regularmente. El casamiento de Bianco le inspiraba un escepticismo remoto y aéreo a Garay López: según él, el pensador y el artista no son aptos para formar una familia, artistas y pensadores son ya entre ellos una familia, se fecundan mutuamente, y engendran, según sus propias palabras, esa progenie impalpable e imperecedera que son las obras del espíritu. Pero no solamente puso su propia casa a disposición de ellos por lo que durara el viaje de bodas, mudándose al hotel, sino que estaba esperándolos en el puerto, más elegante que nunca, habiendo calculado con atención frente al espejo la armonía discreta de sus tonos apagados. Bianco bajó primero del barco, para no hacerlo esperar, mientras Gina terminaba de arreglarse, y después de un momento de conversación jovial, la vieron aparecer por la planchada. Dos manchas encarnadas y súbitas se imprimieron en las mejillas pálidas de Garay López:
—Chapeau, cher ami —murmuró, sin siquiera volver la cabeza hacia Bianco, viendo el largo cuerpo esbelto y ondulante, las piernas firmes imprimir su volumen sobre el vestido amarillo a cada paso, mientras bajaba por el declive atenuado de la planchada hasta que la suela de sus zapatos tocaron la orilla.
—Le confío al único amigo que me queda en toda América del Sur —dijo Garay López, después de besar largamente la mano de Gina, y a Bianco le pareció percibir, en la ironía un poco ausente con que pronunció sus palabras, una emoción confusa, una especie de agitación, como si le hubiese faltado el aire en el momento de emitirlas. La costumbre de Garay López de estrechar la mano de sus interlocutores entre las suyas y mantenerla prisionera durante las primeras frases de la conversación, que siempre le había producido cierta molestia cuando se trataba de su propia mano, lo impacientó un poco ahora que esa mano era la de Gina, y la expresión de asombro placentero de Gina ante las efusiones de Garay López le hubiese parecido chocante si, en un momento de distracción de Garay López, Gina no le hubiese dirigido una mirada rápida y disimulada, vagamente suplicante, como si le estuviese pidiendo que la rescate de la situación.
Se instalaron en la casa de Garay López, y durante los primeros tres días, después que les hubo mostrado todas las habitaciones y hubo dado instrucciones a la sirvienta y la cocinera, Garay López no volvió a aparecer. Mientras Gina se vestía para salir, Bianco examinaba, con escepticismo esporádico, su biblioteca. Aunque había estado en ella varias veces, nunca había tenido la oportunidad de recorrerla a sus anchas, y no lo asombraba que no lo asombrara descubrir en ella muchos de los autores que eran los dioses principales de la religión positivista: ya había observado que Garay López disimulaba muchas de sus verdaderas convicciones para serle agradable, actitud que Bianco valoraba, pero que en su fuero íntimo estimaba innecesaria, ya que, por considerarlo un temperamento inmaduro y un poco extravagante, más de artista que de pensador, no le atribuía a Garay López una gran estatura filosófica, y toleraba sus convicciones con condescendencia. Al tercer día, Garay López vino a buscarlos, mostrando en todos sus actos, de una manera un poco ostentosa, por parecerle el colmo de la discreción, que mientras ellos estuviesen allí, él se consideraría de visita en una casa ajena.
—Pero si la casa es suya —decía Gina, riéndose, mientras Garay López, con los ojos entrecerrados, sacudía sin cesar la cabeza repitiendo «No, no, no, no, no», de un modo terminante y serio para demostrar que semejante concepción de las cosas era inadmisible.
Cuando se quedaba sola con Bianco, Gina lo imitaba, burlándose de él. Pero cuando venía a visitarlos o llevarlos de paseo, se la pasaban riendo y conversando. Un poco al margen, Bianco los observaba: a no ser por la palidez de Garay López —se hubiese dicho que hacía todo lo posible para no broncearse en verano—, que contrastaba con la piel mate de Gina, se parecían tanto físicamente que podían dar la impresión de ser hermanos: eran exactamente de la misma altura, y cuando se paseaban los tres, como Bianco iba siempre en el medio, su pelo color ladrillo apenas si llegaba al mentón de Gina y de Garay López, quienes a menudo hasta se dirigían la palabra por encima de su cabeza. El pelo y la barba bien recortada de Garay López eran tan lacios como los cabellos de Gina y tenían su mismo tinte renegrido; aparte del color de la piel, sus manos, largas, finas y un poco huesudas, eran idénticas; y hubiese podido decir lo mismo de la mirada, de esa costumbre que tenían los dos de abrir mucho los ojos y fijarlos en él, en Bianco, insistentes y francos, de una transparencia que turbaban destellos oscuros, y que se encendían a veces con un brillo suplementario, que en Garay López provenían de la insolencia y en Gina de algún sentimiento insondable del que tal vez ni ella misma era consciente. Y aunque Gina, apenas se separaban, resoplaba con gestos exagerados para demostrar que la presencia de Garay López la agotaba, Bianco podía comprobar al día siguiente que los intercambios joviales recomenzaban, motivando en él una ansiedad levísima, casi ignorada, y un deseo cada vez más consciente de, si existía realmente una complicidad, quizás oculta incluso para ellos mismos, obligarlos a revelarla. Más que tranquilidad, buscaba confusamente certidumbre —sin saber, a decir verdad, certidumbre de qué, de alguna verdad nueva acerca de las cosas, de algún aspecto que, en los cuarenta y cinco años de su vida, no había formado parte de sus preocupaciones, o si lo había hecho, debía remontarse a los años oscuros, esa época de su vida, anterior a los treinta años que, a fuerza de querer ser brumosa para el mundo, había terminado siéndolo sobre todo para él mismo. Bianco sentía que si esa complicidad existía, y él era el único que se daba cuenta de su existencia, la situación era todavía más humillante para él, como si estuviese siendo provocado no por Gina y Garay López, sino por la energía maligna de lo secundario encarnada en ellos, las ramificaciones ávidas y ajenas tanto al bien como al mal de una serie de coincidencias de substancia y temperatura que se agotaba en el solo impulso de sus transformaciones.
—Mañana es mi día libre en el hospital, y quiero que me preste a Gina, cher ami, para que me ayude a comprarle unos regalos a mis hermanas, si Gina, naturalmente, está de acuerdo —dijo Garay López una noche en que comían los tres juntos en el restaurant del hotel.
—Justamente, es el día ideal, porque tengo varios asuntos pendientes que arreglar, y me estaba preocupando dejar sola a Gina durante todo el día —respondió Bianco, después de quedar pensativo durante fracciones de segundo como cada vez que se disponía a dar una respuesta afirmativa a una proposición que coincidía enteramente con sus propios planes.
—Prometo devolvérsela al anochecer —respondió Garay López.
A la mañana siguiente, a eso de las diez, Garay López pasó a buscarla y, cuando se fueron, Bianco, en lugar de vestirse y de salir a la calle como tenía previsto, se echó en la cama, y durante un par de horas estuvo esperando, imposibilitado de levantarse, el regreso de Gina y de Garay López. A cada momento se decía: «De todos modos no vuelven hasta el anochecer, no vale la pena esperarlos», pero de tanto en tanto le parecía oír el ruido de la puerta de calle, la voz de Gina, la risa de Garay López, los pasos familiares que resonaban en los cuartos y se aproximaban hasta el dormitorio. Dos o tres veces, realizando un esfuerzo desmesurado, fue hasta la ventana de la calle para ver si venían. Hasta que alrededor de la una, sin pensar en ningún momento en lo extraño de su conducta, se vistió y fue a ver a los dos o tres comerciantes con los que tenía sus asuntos pendientes. Pero casi ni escuchaba lo que los otros le decían y su famoso sentido pragmático, que él pretendía no tomar en serio, y del que hablaba a veces como otras personas de la facultad que tienen de escupir entre los dientes, parecía haber dejado de funcionar desde la mañana. Terminó lo antes posible sus entrevistas comerciales y salió a la calle. Dos o tres veces por cuadra le parecía ver a Gina y a Garay López, entrando o saliendo de un negocio, de una casa, paseando en un coche de plaza, y el vestido amarillo de Gina, el mismo que llevaba al bajar por la planchada, que para su sobresalto se había puesto esa mañana, parecía flotar y desvanecerse, ubicuo, aquí y allá, por las calles de Buenos Aires. Por fin, a eso de las cuatro, volvió a la casa y, sentándose en un sillón frente a la puerta, se puso a esperar que regresaran. Segundo tras segundo, minuto tras minuto, hora tras hora, no hizo más que esperar: estaba paralizado para cualquier otra clase de acción, para la acción en general, y lo curioso era que no pensaba en otra cosa, no imaginaba ni sospechaba nada, no les atribuía a Gina y a Garay López ninguna intención particular, sino que estaba simplemente ansioso por saber si esa fuerza adversa y ciega, cuya presencia él creía haber percibido en Garay López y en Gina, ya se les había revelado también a ellos y estaba impaciente por reconocer en sus caras la evidencia de esa revelación. La habitación se fue oscureciendo mientras esperaba, inmóvil, pasando de un instante a otro igual que, durante un sueño, del escalón a otro de una escalera que da al vacío, hasta que, más cerca de las ocho que de las siete, oyó el ruido de la puerta y, saltando del sillón, corrió hasta el dormitorio y se dejó caer en la cama, de modo que cuando Gina entró en el dormitorio tuvo que sacudirlo con suavidad un par de veces, porque simulaba dormir profundamente.
Gina le rozó la mejilla con los labios y Bianco notó que parecía descontenta. Se lavó la cara y se arregló un poco, exactamente igual que si hubiese estado durmiendo muchas horas, y entró en la sala, donde Gina había encendido las luces, con aire jovial y despreocupado:
—Creo que he dormido demasiado —dijo.
—Le tenemos preparada una sorpresa que lo va a despertar —dijo Garay López.
Las cejas de color ladrillo se enarcaron un poco.
—Gina, tiene que ser usted —dijo Garay López.
—No —dijo Gina, con seriedad—. Usted que es el instigador.
Bianco advirtió el descontento creciente de Gina, y esperó unos segundos. Por fin Garay López, de entre los numerosos paquetes que se amontonaban sobre la mesa, sacó uno que apenas si cabía en la palma de su mano, envuelto en un papel basto, que parecía haber absorbido una especie de lubricante, y se lo extendió a Bianco:
—Es para hacer trabajar su imaginación —dijo Garay López.
Bianco recibió el paquete y lo desenvolvió: era un artefacto de metal, no más grande que la palma de su mano, en realidad una barra de hierro de unos quince centímetros de largo y cinco de ancho cuyas extremidades estaban dobladas hacia arriba, formando una especie de U de base recta, un poco más ancha que las dos caras verticales, en cada una de las cuales había un orificio. Los dos orificios estaban a la misma altura, y poniendo el artefacto a la altura de su ojo derecho, Bianco miró a Garay López a través de los orificios.
—Un torniquete para tensar el alambre —dijo.
—Por eso quisimos ir solos, para darle la sorpresa, cher ami —dijo Garay López, con una sonrisa que Bianco podía ver a través de los orificios alineados del torniquete.
Aunque el plural de Garay López le parecía un poco abusivo, y en cierto sentido, paradójico, ya que en lugar de incluir a Gina servía más bien a definir una proyección fantasiosa de Garay López en la situación, Bianco lo ignoró y, sopesando con entusiasmo discreto el torniquete, miró interrogativamente a Garay López.
—Un amigo alemán —dijo con satisfacción Garay López— puede ponernos en contacto con el fabricante.
Bianco aprobó de modo lento y repetido con la cabeza, pensando ya en las consecuencias prácticas del asunto: desde hacía varios años, venía proyectando imponer el alambre en la llanura para cercar los campos, de límites confusos, y ante la resistencia de los propietarios tradicionales a adoptar el sistema, se le había ocurrido que, si se asociaba con Garay López, introduciría un caballo de Troya entre los ganaderos de la provincia —incluso el hermano, a pesar del odio que existía entre ellos, o tal vez justamente a causa de ese odio, no podría oponerse—; y como Bianco estaba convencido de las ventajas del sistema, pensaba que, si unos pocos lo aceptaban, tarde o temprano todos los demás terminarían por adoptarlo. Garay López había vacilado mucho tiempo antes de aceptar su propuesta, y los sacudimientos de cabeza de Bianco, acompañados de una sonrisa pensativa que, por alguna razón extraña, atenuó por un momento el rictus amargo de sus labios, eran la consecuencia de la satisfacción inesperada que le producía el regalo de Garay López, el regalo con que le daba en forma cifrada y un poco teatral, como era su costumbre, la respuesta. Garay López lo miraba con su ironía habitual, pero ahora había en su mirada ondulaciones emotivas de las que sus propios actos eran la causa, ya que su emoción un poco ostentosa, o reprimida ostentosamente, parecía provenirle de suponer en Bianco cierta emoción oculta por la recepción del regalo. Pero si había alguna emoción en Bianco, le venía menos de esa barra de hierro plegada en forma de U, con dos orificios alineados en las caras verticales, que porque estaba pensando: «Antes de este viaje, cuando yo le hablaba de mi proyecto de alambrar el campo, reaccionaba con ironía, por no decir con desprecio, aunque fingiera interesarse en él, y ahora, como por casualidad, justo ahora que me casé, se me adelanta en todo y actúa ya como si fuera mi socio.»
—Gina, gracias. Gracias, caro dottore —dijo Bianco, y si bien Garay López sonrió satisfecho ante sus palabras, el descontento de Gina, en vez de disminuir, pareció acrecentarse un poco al escucharlas. Gina recogió algunos paquetes de sobre la mesa, y desapareció en dirección al dormitorio. Y cuando Garay López se retiró por fin, rechazando la invitación a cenar porque estaba de guardia esa noche en el hospital, Bianco entró al dormitorio y encontró a Gina echada en la cama en la oscuridad, y aun en la oscuridad, aunque estaba inmóvil, Bianco se dio cuenta de que no dormía. Estaba impaciente por escrutar su cara, examinarla con cuidado, sopesar cada uno de sus gestos para ver si la fuerza adversa, de la que él estaba convencido que había entrado en ella, ya le había hecho evidente su presencia. Para su sorpresa, Gina le habló en la oscuridad, con la voz entrecortada por los sollozos:
—Me has hecho perder el día buscando ese pedazo de fierro. Es la última vez que vengo a Buenos Aires. Pensé que era nuestra luna de miel —decía, entre los sollozos, la voz de Gina en la oscuridad—. ¡Y tu Antonio, tu Antonio! ¡Qué pesado! No estoy casada con él. No tengo por qué ir a comprar regalos para sus hermanas, y llevárselos.
Echándose junto a ella en la oscuridad, Bianco se dispuso a consolarla, sorprendido de oír llorar a Gina por primera vez desde que la conocía; y las razones eran tan inesperadas y banales, que Bianco sonrió brevemente en la oscuridad; en cierto sentido, la existencia misma de Gina lo aterrorizaba, y el hecho de que esa existencia transcurriera de ahora en adelante en la proximidad de la suya le parecía una situación inconcebible, peligrosa, aunque, a decir verdad, él, que contemplaba todas las situaciones desde una especie de altura desinteresada y gélida, únicamente presentía el peligro y el terror de una manera confusa que, en lugar de elevarlo hasta su conciencia, lo hacía volverse rígido, lo ponía en una actitud de vigilancia extrema, permanente, igual que alguien que, caminando en la oscuridad, sabe que puede recibir un golpe pero no puede anticipar desde qué punto de la negrura le llegará. Igual que un imán las limaduras de hierro, Gina atraía todos sus pensamientos, pero igual también que las limaduras, desplazándose cada vez más rápido y más inexorablemente por el campo magnético, sus pensamientos no sabían nada de la fuerza que los atraía. Y acariciando los cabellos de Gina, rozando con los dedos blancuzcos sus mejillas por las que sentía correr las lágrimas, empezó a hablarle de Garay López, diciéndole que si bien era inmaduro, no debía olvidar que era su único amigo y además su socio, que les había prestado la casa para que pasaran la luna de miel, y que en ese momento estaban justamente acostados en su cama. Dejando de llorar poco a poco, Gina parecía escucharlo con esa atención excesiva, y excesivamente crédula también, tomando sus palabras del modo más literal, aceptando su discurso por lo que significaba de un modo patente y no por lo que podía callar, eludir o sugerir, esa atención que era menos obediencia que simplicidad, y tan reconcentrada, que en medio de sus esfuerzos por calmarla e inducirla a aceptar a Garay López, Bianco se preguntó en determinado momento si no se estaba extralimitando, e incluso si no debía reconocer ante Gina ciertos defectos patentes en Garay López, por ejemplo su insolencia. Pero no podía hacerlo; sin darse cuenta, las críticas de Gina hacia Garay López, después de su larga espera del día, le causaban cierta decepción.
—En todo caso, no me obligues a aburrirme otra vez con él durante todo el día —le dijo Gina riéndose, y abrazándolo en la oscuridad.
Pero a la noche siguiente, cuando Garay López vino a comer con ellos, Gina retomó la misma confianza dicharachera que en los días anteriores, y cuando, al llegar, Garay López le besó la mano y la retuvo un buen rato entre las suyas, mientras decía algunas frases ingeniosas, Gina no dirigió hacia él, hacia Bianco, ninguna mirada disimulada y suplicante.
Parecían hechos de la misma substancia, la misma pasta elástica, juvenil y nerviosa que había sido amasada de una sola vez y después repartida en dos mitades iguales para darles forma y soltarlos al mundo, llevando siempre la marca del origen común, e incluso la diferencia de sexo parecía borrarse, ya que si la abundancia gestual, los tonos agudos y afectados y los suspiros de Garay López tenían algo de femenino, la estatura de Gina, sus manos un poco huesudas eran como los residuos masculinos de su persona, y, como si combinaran en un espacio común esos excedentes andróginos, parecían equilibrarse y complementarse uno al otro. Tan grande era la confianza que reinaba entre ellos que Bianco, observándolos con discreción, se arrepintió un poco de haber sido tan benévolo con Garay López la noche anterior, en el dormitorio, y, cuidando sobre todo de que ninguno de esos pensamientos turbios lo traicionara, se dispuso a afrontar, en el futuro, esa fuerza que lo desafiaba.
Sentado en el sillón de caña, junto a la puerta del dormitorio, Bianco contempla el patio soleado, y hasta la galería le llega la tibieza de la luz, del aire apacible de octubre que no logran contaminar sus pensamientos, vertiginosos y oscuros. La proximidad de Gina, extendida en la cama, en la penumbra, le llega como en ráfagas espesas desde el dormitorio. Para olvidarse de ella, Bianco se levanta y se dirige a su despacho, cruzando el patio soleado, pasando bajo la galería de enfrente, y haciendo un rodeo breve por la sala para recoger la botella de cognac y un vaso que lleva consigo hasta el despacho, depositándolos sobre el escritorio. Bianco se sienta, se sirve un poco de cognac, se lo toma, y volviendo a servirse un poco más deja la botella otra vez sobre el escritorio. El cognac pasa con suavidad por la garganta, por el esófago, y Bianco siente su recorrido un poco picante hasta que se expande en el estómago, y casi en seguida unas gotas de sudor empiezan a correrle por la espalda, al mismo tiempo que el alcohol, filtrándose por los pliegues secretos del cuerpo, vuelve sus pensamientos como más remotos, acolchados por una especie de bruma tibia, más indoloros e impersonales, igual que si fuesen ajenos. En la boca, en la lengua, recién unos segundos después de haberlo tragado, empieza a percibir el sabor, como un suplemento agradable que en verdad no ha deseado, y del que ni siquiera se da cuenta, tal vez porque el verdadero alivio que buscaba en el trago de cognac consistía en algodonar sus pensamientos, darles un ritmo ordenado, reinar sobre ellos y, habiéndolo conseguido, su capacidad de satisfacción se halla momentáneamente saturada como para dispersarse en otras sensaciones agradables. Y cuando se toma la segunda copa, los borbotones de pelo color ladrillo que le cuelgan a los costados de la frente empiezan a humedecerse y a apelmazarse y a pegársele contra las sienes. Sobre el escritorio, sus papeles, ordenados, descansan plácidos, en dos pilas que dejan el centro del escritorio vacío, a no ser por el tintero de plata, alargado, con dos recipientes para la tinta y una muesca en la que descansan varias lapiceras. Las dos pilas de papeles y cuadernos, a los dos costados del escritorio, han sido ordenados personalmente por Bianco, según un principio simple, pero que Bianco considera al mismo tiempo racional y simbólico: del lado derecho las cartas comerciales, los libros de contabilidad, los papeles relativos al campo, al ganado, a sus diferentes propiedades, a sus proyectos comerciales; del lado izquierdo, sus anotaciones filosóficas destinadas a preparar su refutación de los positivistas, copias de citas de algunos tratados, reflexiones escritas por la noche, después de la cena, resúmenes de sus meditaciones en el rancho, e incluso antiguas cartas de Garay López donde figuran algunas observaciones de su socio relativas a esos problemas. Para Bianco, sin la menor duda, la parte izquierda de su cuerpo abriga todos sus componentes espirituales y filosóficos, en tanto que la mitad derecha es la sede de sus elementos pragmáticos.
Bianco se sirve un tercer cognac, sabiendo de antemano que si el primero le sirvió para aminorar la velocidad de sus pensamientos y volverlos distantes e indoloros, y el segundo para separarlo del mundo, instalándolo en un sistema cerrado en el que, viendo flotar, como en un tubo de ensayo en el que se ha hecho previamente el vacío, esos pensamientos indoloros para poder examinarlos uno a uno, disecándolos y clasificándolos, el tercero, ya casi innecesario, no tiene otra función que la de permitirle realizar ciertos movimientos exteriores, mientras se ocupa de lo que pasa en su interior. Pero no ha acabado de servírselo y de inmovilizarse en la silla, cuando un par de golpes discretos lo hacen alzar la cabeza hacia la puerta que da a la galería.
—¿Puedo? —dice la voz de Gina desde el exterior, y antes de que Bianco tenga tiempo de responderle, empuja la puerta y se asoma al estudio.
—Por supuesto —dice Bianco.
Cuando Gina empieza a avanzar hacia el escritorio, Bianco observa que está descalza y que, a cada paso, los pies, al elevarse un poco, muestran la planta ennegrecida de polvo.
—¿Trabajabas? —dice Gina.
—No, no —dice Bianco—. Estaba tomando un cognac, y quería arreglar unos papeles.
Gina arrima una silla y se sienta frente a él, del otro lado del escritorio. Durante unos segundos, lo mira pensativa, y después le dice con gravedad, pero pensando ya en otra cosa:
—No tomes tanto.
—Es la tercera vez que me sirvo, y media copa solamente —dice Bianco.
—No sé cómo se puede tomar cognac con este calor —dice Gina.
—No hace tanto —dice Bianco.
Gina no le responde. Baja la mirada, reflexiona unos segundos, y después vuelve a alzar hacia Bianco los ojos grandes, bien abiertos, insondables y francos a la vez, un doble muro brillante detrás del cual pululan masas oscuras de vida secreta que Bianco no alcanza a reconocer o a adivinar.
—Tengo un retraso de tres semanas con la regla —dice Gina—. Creo que estoy embarazada.
De golpe, todos los poros de Bianco parecen abrirse a la vez, y como si se hubiese puesto una camisa empapada, siente que el sudor le corre por la espalda, por el pecho, por los brazos, y al mismo tiempo empieza a percibir unos latidos rítmicos en la nuca y entre los omóplatos.
—¿Tres semanas? —dice, tratando, y consiguiéndolo a duras penas, de que no le tiemble la voz.
—Sí, tres semanas —dice Gina—. No te lo dije antes, porque quería estar segura.
—¿Segura de qué? —dice Bianco.
—Segura de que no me venía —dice Gina.
Bianco asiente, la cara un poco más blanca que de costumbre, el pelo color ladrillo pegado ya no solamente a las sienes sino también a las redondeces protuberantes del cráneo, y al mismo tiempo, estirando la mano, alza la copa de cognac y toma un trago, y después otro, mirando el fondo vacío de la copa durante unos segundos antes de depositarla otra vez sobre el escritorio.
—Es por eso que no puedo concentrarme. No es culpa tuya si no lo logramos —dice Gina.
—No tiene nada que ver —dice Bianco—. No te preocupes.
—Fue esa mañana, cuando volviste del campo. El día que estuvo Antonio. Estoy segura —dice Gina.
Bianco simula hacer un esfuerzo de memoria.
—Sí, sí, me parece que ahora me acuerdo —dice.
—Nunca hablamos de hijos —dice Gina—. Yo estoy contenta. Pero…
—¿Pero qué? —dice Bianco, con una sonrisa rápida que le hace empalidecer un poco más todavía sus labios blancos, casi azules, y agrietársele las arrugas finísimas alrededor de los ojos—. Es una excelente noticia.
—Nunca hablamos de hijos —dice Gina—. Pensé que te gustaría tener algunos.
—¿Algunos? —dice Bianco—. Veamos por ahora qué sale del primero.
Gina se echa a reír.
—Es cierto —dice. Sus ojos se clavan otra vez en los de Bianco—. No quiero seguir interrumpiéndote —le murmura, bajando extrañamente la voz.
Bianco le sostiene la mirada.
—Era para decirme algo importante —murmura a su vez.
Se quedan mirándose. El silencio de la casa, del domingo, de octubre, cobra tal evidencia que se vuelve solemne y omnipresente, atravesado por esa mirada que, aunque también silenciosa, está llena de rumores, de coletazos de pensamientos, de experiencias, de recuerdos adheridos en el revés de las pupilas, de la frente, que mariposean errabundos y fosforescentes, en el escenario negro de cada uno que, aunque cercano en el espacio, es infinitamente lejano, inaccesible para el otro. «Es de él», piensa Bianco, y después se dice que si se lo preguntara, ella tal vez le contestaría la verdad, con la misma simplicidad insondable con que ahora está mirándolo a los ojos sin parpadear pero que, de todos modos, cualquiera fuese la respuesta, verdadera o falsa, negativa o afirmativa, seguirá siendo inverificable para él, que esa serie de acontecimientos que tuvieron lugar el día de fines de agosto en que, llegando del rancho, la encontró chupando con expresión de placer intenso un cigarro en compañía de Garay López, ya transitaba por pasadizos inalcanzables de órganos y memoria, ya están hechos sangre y tejidos, experiencia intransferible e incomunicable, más lejanos de su dominio que el confín del universo. Que lo reconozca o que lo niegue, piensa Bianco, es de todos modos siempre la misma fuerza mortífera, el mismo magma excremencial y pantanoso en el que ellos, se den cuenta o no, se revuelven y chapalean. Y, piensa, al fin de cuentas, sería deseable que sea de él, que por lo menos sepan en qué sustancia abominable están prisioneros.
—Deberíamos dar un paseo por el río —dice Bianco—. En tu estado, es de lo más recomendable.
—Voy a vestirme —dice Gina. Pero antes de salir, viene junto a Bianco y le roza la mejilla con los labios.
Y, en los meses que siguen, el vientre de Gina empieza a crecer. Bianco lo observa un poco a distancia, con perplejidad gélida, igual que el que estudia, sin un interés particular, el crecimiento de un batracio o el desarrollo de una planta, viendo cómo los rasgos de Gina, sus brazos, su cuello, su cuerpo entero, van haciéndose más plácidos y pesados a medida que el vientre se infla. Durante los meses de verano, la fiebre, los pensamientos en estampida se apoderan de Bianco otra vez. Es verdad que hace un calor desmesurado, lleno de estridencias, de rumores, de insectos ciegos y de mosquitos que, subiendo de los pantanos, ennegrecen el aire, gruesos y negros como moscas, enloqueciendo hombres y animales, y Bianco, en los atardeceres turbulentos y pesados, se acuerda a veces del terror de Garay López por el verano de la ciudad. Por otra parte, en su fuero interno, Bianco ya se ha expedido respecto de Gina, y muchas veces la imagina, no únicamente en compañía de Garay López, sino en la de todos los hombres de las inmediaciones, está convencido de que esa materia innombrable que él abomina ella no únicamente la padece, sino que incluso la segrega, y que, igual que esos insectos hembra que erotizan la rama del árbol en que se asientan, Gina contamina lo que toca, y siembra a su paso un reguero voluptuoso. Al principio, es capaz de seguir la evolución de sus pensamientos hasta lo que él considera el borde mismo del delirio pero, como ese borde va reculando a medida que avanza el verano, en los momentos en que se dice «Esto ya no es ni pensamiento pragmático ni pensamiento puro sino delirio», no sabe que lo que ha empezado a llamar el mes anterior pensamiento, dos meses atrás lo que antes era su pensamiento ya lo ha catalogado como delirio, y él, Bianco, que le ha dicho tantas veces a Garay López que el sabio es indiferente al frío o al calor, al abrigo o a la intemperie, a la ganancia o la pérdida, se sorprende a menudo estremeciéndose al ver cómo las hojas se secan al sol de febrero o los animales deambulan, atontados, por los corrales. Es algo sin nombre, nunca hubiese podido temer que me suceda porque no tiene nombre, únicamente los nombres nos aterrorizan, piensa a veces, cortando su cognac con un poco de agua fresca para poder soportarlo en las noches de verano.
—No tomes tanto —le suele decir Gina, con dulzura, y Bianco la mira fijo, como abstraído, sin parpadear, durante unos instantes, y después sacude la cabeza y emite una risita seca:
—Soy yo el que debe cuidarte en estos meses, y no al revés —le dice suavemente—. Ya, por ejemplo, tendrías que estar en la cama.
Y tomándola del brazo, la lleva despacio hasta el dormitorio, anticipándose un poco cuando están por llegar para abrirle la puerta, ayudándola a desvestirse y a acostarse, entrando en puntas de pie más tarde, cuando ella ya está dormida y él un poco borracho, para no despertarla o sobresaltarla.
Por fin llega el otoño. Pero después de una tormenta sin agua, hecha exclusivamente de nubes negras, de truenos y relámpagos, de viento y de remolinos de tierra pero sin una sola gota de agua, ni una sola, a fines de marzo, refresca un poco durante una semana y, en seguida, en dos o tres días, el calor recomienza, pringoso, húmedo, contra natura, apelmazando tanto el aire que hasta los mosquitos, que suben de a millones de los pantanos, revolotean atontados. Ya está de ocho meses, pronto va a parir, piensa Bianco.
Ha barajado tanto la posibilidad de que la criatura sea de otro, ha llegado tan lejos por el corredor negro por el que, insensiblemente, fue internándose, que empieza a darse cuenta de que es preferible, para él, que sea de otro, que, en vez de recular por el corredor oscuro, tiene que seguir adelante, tiene que desear, apostar, probarse a sí mismo que es de otro, del otro, de Garay López, que la criatura es un día más vieja de lo que Gina le ha contado, pero que Gina, está seguro, ni aun si la tortura estará dispuesta a reconocerlo. No, piensa: es Garay López el que va a decírmelo.
«Voy a escribirle que Gina está embarazada de ocho meses y medio, y a punto de parir. No tendrá más que hacer sus cálculos. Si él estuvo sobre ella esa tarde, sobre ella que estaba echada boca arriba con el almohadón en las nalgas, en el centro de la cama, va a aparecer por la ciudad.»