AL ANOCHECER, los pastores se han echado a dormir, mientras uno de ellos sigue velando sobre el rebaño. Al cabo de un momento, el que ha estado velando los despierta, sacudiéndolos, hablando en voz muy alta, casi gritando en verdad, y muy excitado:

«Mientras dormían, un ángel vino a anunciárnoslo, estaba naciendo un rey en Belén, en un establo, y el ángel dijo que, así como nosotros apacentamos a las ovejas y a las cabras, ese rey nos apacentará. Despierten, despierten, que hay que ponerse en marcha para Belén», y los pastores se levantan, un poco aturdidos, refregándose los ojos, sin saber todavía muy bien si están despiertos o si todavía duermen, y empiezan a caminar, tanteando y tropezando de tanto en tanto en la noche, en dirección a Belén. De pronto, uno de ellos alza los ojos al cielo y, entre todas las estrellas, hay una que parece venir de oriente y que, creciendo visiblemente de tamaño, empieza a desplazarse, única entre las demás que siguen inmóviles, anónimas, hacia un punto del cielo que, los pastores están seguros, cae justo arriba de Belén. Y un cortejo que encuentran en el camino les confirma que no se equivocan, y cuando, apurando un poco el paso para no perderlo de vista llegan a la par, se enteran de que el cortejo lo forman tres Reyes de Oriente con sus servidores que van también a Belén, porque han tenido una visión semejante, ya que bajando del cielo, le cuenta un servidor a los pastores, un ángel le dijo a los reyes que así como ellos reinan sobre sus pueblos, una criatura que acaba de nacer en Belén reinará sobre ellos, será el rey de todos los reyes. Y los pastores se juntan con el séquito. La estrella grande, luminosa, desplazándose en el cielo mucho y en una dirección propia respecto de las otras, que, en comparación, parecen pálidas, fijas y anónimas, va guiándolos, segura, hacia Belén, y en el camino, como muchos otros esperaban, debatiéndose con esfuerzos cada vez más débiles en la red gris de sus días, que un acontecimiento, una aparición, venga por fin a sacarlos de esa red gris, campesinos, nobles, mujeres, hombres, los que se sienten más débiles que sus crímenes o sus esperanzas, los que quisieran dormirse de una vez y tener una pesadilla porque el no poder dormir ni de día ni de noche es para ellos su pesadilla, los que en la luz del sol no encuentran otra cosa que hambre, pena o delirio, los que quisieran saber por fin si su presencia en esos caminos pedregosos y blancos que el día calcina obedece a una casualidad o a un llamado, mucha gente va saliendo, un poco soñolienta, incrédula, de los campos oscuros para integrar, con los ojos fijos en la estrella, la comitiva. Es un campesino, un campesino que acaba de nacer en Belén, murmuran entre sí los campesinos, que así como nosotros trabajamos la tierra, nos trabajará para hacer brotar de nosotros algo más verde que la noche y el desaliento. Hasta que, creciendo todavía un poco, destacándose todavía más sobre el fondo de las otras, remotas y opacas, la estrella se detiene sobre Belén.

Hay un momento de indecisión en la comitiva, ya que, como el pueblo está dormido, nadie, ni reyes, ni campesinos, ni pastores, sabe adonde dirigirse. La estrella parece señalar, con sus cintilaciones azuladas, un establo, así que después de algunos conciliábulos, con los tres reyes a la cabeza, se dirigen hacia él y, empujando la puerta de madera, un poco vieja y desvencijada, penetran en el interior. No ven casi nada en la penumbra, de modo que encienden una antorcha y, entre las sombras movientes, fugaces, y un poco diformes que la llama proyecta, se ponen a recorrer el establo que, a parte de unos arneses polvorientos y sin duda en desuso, y de paja, podrida y reseca, dispersa en el suelo, está, sin error posible, vacío. Un murmullo recorre la comitiva expectante, como una onda indecisa, las dos palabras que algunos no escuchan bien, y que deben hacerse repetir varias veces, en voz baja y una entonación decepcionada o intimidada: «Está vacío. ¿Cómo? Vacío, parece que está vacío.» Tal vez nos hemos equivocado de establo, se dicen algunos, o hemos interpretado mal la señal de la estrella, que sólo indicaba Belén y no precisamente un establo, este establo, o tal vez la estrella, en su lengua genérica, inhumana, indicando el establo, no quería decir este establo, sino de un modo más general establo, para que reyes, campesinos y pastores, se pongan a buscar, gracias a esa orientación, el verdadero establo, único, predestinado, en el que el rey de reyes, el labriego de labriegos, el pastor de pastores, ha decidido hacer, por fin, su aparición. Y saliendo de ese establo genérico, simple signo abstracto del verdadero, empiezan a recorrer el pueblo dormido. Se dividen en varios grupos y, cada vez más expectantes, inquietos y desorientados, y con una excitación creciente también, se ponen a buscar el establo. El pueblo silencioso empieza a llenarse con las voces, y gradualmente los gritos, y a la luz bailoteante de las antorchas, los grupos se dispersan en las callejas pedregosas, abriendo con cierto frenesí, y en algunos casos forzando, las puertas de los establos. La gente de Belén se despierta, saliendo de las casas: qué es ese ruido, ese tumulto, se preguntan entre ellos los habitantes del pueblo, hasta que se topan con los reyes quienes seguidos por una pequeña turba, sin prestarles atención, violentan la puerta de un establo en el que sólo se encuentran dos o tres animales abúlicos y entredormidos. Somos unos reyes de oriente, le explican los reyes a los habitantes extrañados, y hemos llegado a Belén siguiendo esa estrella, porque con sus puntas incandescentes, nos indica que, en uno de los establos, acaba de nacer un rey del que nosotros, los reyes, somos los súbditos reconocidos, un pastor que, día y noche, pastoreará a los pastores. La gente de Belén se echa a reír. ¿Quién les ha contado semejante historia? En el pueblo no ha nacido nadie, pueden preguntarle a quienes lo deseen, no se registró ningún nacimiento, desde hace muchas semanas, por otra parte: ni muerte ni nacimiento. Y ellos, los habitantes de Belén, tienen la prueba, por si a los extranjeros no les basta su palabra: ayer sin ir más lejos, ayer mismo, por orden de Cirenio, gobernador de Siria, que tenía a su vez órdenes de Augusto César, hubo un empadronamiento, un censo, y todos los habitantes del pueblo fueron repertoriados, contados y vueltos a contar, y estaba exactamente la cantidad prevista, nadie nació ni desapareció desde que llegó la orden del censo, nadie se sustrajo al registro, todos fueron empadronados. Los habitantes de Belén, sin perder la calma por la intrusión de los extranjeros, alzan la cabeza y contemplan el cielo: en efecto, la estrella es grande, un poco más grande que lo normal en verdad, pero no parece desmesurada. En Babilonia y en Caldea, ya tenían una ciencia precisa del cielo, y no veían tantos presagios ni en el brillo, ni en la ruta, ni en el tamaño de las estrellas. Y por otra parte, esas puntas que los extranjeros pretenden interpretar como un signo, a ellos, los habitantes de Belén, que tienen la suerte de gozar de un cielo despejado (suerte de la que tal vez carecen en oriente), esas puntas de la estrella que, en efecto, está esta noche muy luminosa, no les dan la impresión de estar indicando nada, ningún establo en particular, ni siquiera Belén incluso, porque a la altura en que se encuentra la estrella en relación con el pueblo, sería demasiado temerario pretender lo contrario. No, no, lo que ellos han tomado por un presagio es un hecho aislado, la visión de los ángeles que han tenido reyes y pastores, un sueño, agradable por cierto, pero no más palpable que una fantasmagoría, y el crecimiento, la luminosidad y la ruta de la estrella, justo en el camino y en los campos en los que ellos se encontraban, una coincidencia. Miren, miren: como ya llega el alba, ha empezado a retroceder. No se nota mucho todavía, pero en poco tiempo será más perceptible y, cuando llegue el alba, inequívoco. Los reyes, los pastores y los campesinos, arracimados y perplejos de contemplar un momento el cielo, no logran convencerse de que la estrella retrocede. Los de Belén, se sonríen entre ellos: son campesinos, claro, pastores, y los reyes vienen de Oriente, donde la gente es demasiado crédula, un poco atrasada; tienen la mirada extraviada, y, aunque ignorantes, parecen de buena voluntad: abrámosles todos los establos de Belén para que se convenzan.

Y así lo hacen. Con tolerancia algo ostentosa y aquiescencia un poco teatral, los habitantes de Belén les abren a los extranjeros no únicamente las puertas de todos sus establos, sino también de todos sus albergues y posadas, e incluso de sus propias casas, mostrándoles todas las habitaciones y destapando y a veces alzándolos en sus brazos para que los vean bien, a todos los bebés nacidos en los últimos meses, para demostrar que no hay entre ellos ningún recién nacido, ninguno que lleve sobre la frente la marca de ninguna predestinación, que sea algo más que el engendro regordete de comerciantes, artesanos o recaudadores de impuestos, hasta que, convencidos, los extranjeros salen otra vez a las calles en las que la noche empieza a palidecer. Pueden buscar donde quieran, les dicen los de Belén antes de irse a dormir, les dejamos las llaves, vayan a las casas de campo de las inmediaciones, a los pueblos vecinos, digan que vienen de nuestra parte y les abrirán todas las puertas. Cuando los extranjeros se quedan solos, el aire está lívido y helado; al levantar la cabeza comprueban que la estrella ha desaparecido, volviendo a ganar su lugar entre las otras, pálidas, remotas y gélidas, y que ya es imposible reconocerla entre la multitud de puntos incomprensibles y vagamente luminosos a los que está empezando a borrar la claridad de la mañana. Sin decir palabra se dispersan, los campesinos a trabajar la tierra antes de que el sol empiece a calcinarla, a resecarla nuevamente, los pastores a buscar el ganado que, con un poco de suerte, tal vez los espera paciente y confiado, sin dispersarse, los reyes, con sus presentes inútiles, por el camino de regreso. En el aire ceniza apenas si son visibles sus caras cenicientas, contra piedras color ceniza, que el sol que sube, indiferente y periódico, pronto empezará a blanquear, volviéndose incandescente, fruto también él, fugaz, de otras coincidencias no menos neutras y pasajeras.

Bianco se queda un poco perplejo. No hace una semana que ha bajado del barco y ya está comiendo en el restaurant del hotel con el doctor Garay López, casi quince años más joven que él, el médico que le ha reventado el abceso en el dedo oponiéndose al jefe de servicio en el hospital que se lo quería cortar, Garay López que, cuando ha ido a verlo por segunda vez dos días más tarde para hacerse limpiar la herida y cambiar las vendas, le ha hablado de Paracelso y de Pitágoras, le ha recitado en sus respectivas lenguas versos de Coleridge y de Baudelaire, poeta este último apenas conocido de unos pocos incondicionales entre los que él, Bianco, no se incluye, le ha propuesto cenar juntos, y cuando han terminado de comer, le ha referido en detalle, mezclando, como parece ser su costumbre, el francés, el inglés y el italiano, su alegoría teatral, como la llama, en siete cuadros, titulada Los reyes magos, con mucha convicción y hasta cierta exuberancia gestual, un poco histriónica, exagerando adrede para ironizar sobre sí mismo, aunque ahora que ha finalizado su relato, inmovilizándose contra el respaldo de la silla, clava un poco ansioso sus grandes ojos oscuros en los de Bianco, para tratar de adivinar en ellos el efecto que ha producido su proyecto de creación literaria.

A decir verdad, la capacidad de juicio y aun el interés de Bianco por la literatura son bastante limitados, por no decir inexistentes y él llama literatura a todas las obras impresas en diarios, revistas y libros, que tratan del único tema que le parece importante, las relaciones entre el espíritu y la materia, juzgando buenas todas las obras que reivindican la preeminencia del espíritu sobre la materia y malas las que sostienen lo contrario, pero aunque la alegoría teatral de Garay López parece más bien pertenecer a la segunda categoría que a la primera, Bianco, por cortesía, porque Garay López se ha interesado por la infección de su dedo con tanta solicitud y porque es la única persona que tiene para dialogar en el inmenso continente desconocido, se abstiene de emitir un juicio definitivo y expresa una opinión ambigua en medio de tanteos lentos y de vacilaciones calculadas. Hay, dice, tal vez, un exceso de materialismo en la concepción.

Garay López se distiende con una sonrisa condescendiente:

—Error, cher ami. El arte no es ni materialista ni espiritualista: únicamente es.

Bianco asiente, aunque no ha entendido bien el argumento de Garay López y aunque en el fondo está en total desacuerdo con lo que le parece haber entendido, pero se siente satisfecho de que Garay López no haya tomado a mal su objeción ya que, un poco aturdido por el verano desolado de Buenos Aires, la compañía del médico y su conversación ligeramente errática no sólo le permiten una distracción, sino también, para su instalación inminente en la llanura, informes que le son de gran utilidad. Sobre todo porque, en la segunda visita al hospital, dos días antes, ambos se han dado cuenta, con ese asombro jovial que producen algunas casualidades, que las tierras de Bianco, al sur del río Salado, en la parte norte de la llanura, son vecinas a las de la familia Garay López. Después de esa comprobación eufórica, y de todos los ofrecimientos necesarios para la instalación de Bianco, la mirada de Garay López, mientras terminaba de vendarle por segunda vez el anular, se ensombreció un poco. Y ahora que han acabado de cenar en el restaurant del hotel, Bianco, intrigado por ese cambio de humor, está esperando la ocasión de volver a hablar del tema para tratar de sondear a Garay López. Inesperadamente, es Garay López quien, después de encender un cigarro y fumarlo un momento pensativo, vuelve a sacar el tema.

—Usted se preguntará qué hago yo en Buenos Aires, cuando toda mi familia y mis propiedades se encuentran a cien leguas de aquí —dice mostrándose, por su expresión, dispuesto a las confidencias.

—No me permitiría semejante indiscreción —miente Bianco, menos por hipocresía que por parecerle innecesario demostrar demasiado interés ya que, de todas maneras, está casi seguro de que la confesión se avecina.

—Me ahogaba en esa ciudad. A los dieciocho años, obtuve que me mandaran a estudiar a Europa. Estuve siete años entre París, Londres y Roma. Y como cuando volví el año pasado al mes de estar con mi familia me ahogaba más que antes de irme, decidí instalarme en Buenos Aires.

Bianco escucha en silencio, las manos blancuzcas cubiertas en el dorso de un ralo vello rojizo apoyadas sin energía sobre el mantel, entre migas de pan y manchas pálidas de vino sobre la tela amarilla. Con expresión atenta, casi distante, en la que trata de poner, del modo más natural posible, la más comprensiva credulidad, está preguntándose sin embargo qué se abstienen de formular esas generalidades que adoptan un aire de confidencias, hasta que comprende que Garay López, cohibido justamente por su excesiva credulidad, está esperando de su parte un interés más activo para seguir adelante.

—Creo haber vivido problemas semejantes —dice Bianco.

Garay López se inclina hacia él cabeceando un poco para dispersar el humo de su cigarro.

—¿Problemas de familia? —murmura, bajando la voz, echando una mirada rápida hacia las otras mesas, más discreto respecto a la intimidad de Bianco que de la suya propia.

Bianco hace un ademán vago, que puede significar muchas cosas a la vez, la negativa o su contrario, un poco brusco en su ambigüedad, que en vez de reforzar la discreción de Garay López enciende, del modo más imprevisto, por primera vez, esa chispa de insolencia, que le inspira el pasado brumoso de Bianco y que con el tiempo irá haciéndose cada vez más descarada, con el fin tal vez de exasperarlo y de obligarlo a abandonar su circunspección.

Pero algo todavía más imprevisto se produce: la reserva de Bianco, en vez de inducirlo al silencio, vuelve a Garay López más franco, e incluso más dicharachero, como si esa reserva le restara dignidad a su propia vida y hasta los detalles más personales pudieran ser expuestos, sin ningún límite, en la vía pública. Es casi un adolescente todavía, está empezando a envejecer sin haber madurado completamente por dentro, piensa Bianco, oyéndolo referirse a su propia familia con volubilidad, casi con cinismo.

Según Garay López, no únicamente su ciudad natal lo ahoga, el caserío chato y disperso en la proximidad del gran río, la ciudad que es como un desierto perdida entre las islas que hierven de serpientes y de caimanes, y en la que no sólo las solteronas o los viejos espían, sin otra ocupación que esperar la muerte, detrás de las ventanas, sino también las lindas herederas que apenas si saben deletrear el abecedario y los hombres de veinte años a quienes les basta obtener un diploma gracias a sus relaciones en Córdoba o en Buenos Aires para estar seguros de que veinte años más tarde ocuparán el sillón del gobernador; no solamente la ciudad, con las afueras miserables y anónimas en las que el verano terrible reseca los basurales y las carroñas, con los patios de los ricos que son todos parientes entre ellos y que entre ellos son propietarios de casi toda la llanura en la que únicamente tienen que dejar multiplicarse el ganado para multiplicar su fortuna, no solamente la ciudad, continúa Garay López, aunque los anocheceres sin nadie, pero nadie con quien hablar, con quien comparar algún pensamiento, algún estado de ánimo que difiera ligeramente de lo que los que poseen todo han decidido que todo el mundo debe pensar o sentir, esos anocheceres sin nombre, inenarrablemente tristes y vacíos, bastarían para desearle a ese caserío inexistente que tiene el impudor de llamarse a sí mismo una ciudad el mismo destino que a Nínive y a Sodoma.

—Todas las ciudades son iguales desde ese punto de vista —lo interrumpe Bianco—. París, Londres, Roma. Todas.

—Tal vez —dice Garay López, sin parecer haberlo escuchado. Y después, como para sí mismo—: Tal vez.

Pero no solamente la ciudad: es la familia sobre todo, el padre, las dos hermanas, el hermano menor. La madre, dice, murió cuando traía al mundo a su hermano. Garay López baja la voz disponiéndose a decir algo, no por discreción, sino como ahogado por un gemido de odio que lo hace inclinarse un poco, entrecerrar los ojos, y mirar fijo a Bianco, de abajo hacia arriba, como si, a causa de lo que está por decir, se aprestase a recibir el golpe que le será devuelto inevitablemente a causa de su frase: «No se da a luz impunemente a un incendiario.»

Al oírla, Bianco mueve ligeramente la cabeza y mira la botella de vino, vacía, de vidrio oscuro, que descansa sobre la mesa. Garay López adivina su pensamiento y se echa a reír:

—No, cher ami. No rebaje a alcoholismo mi indignación.

—No. Simplemente, quería pedir otra —dice Bianco.

—Un cognac —dice Garay López.

Piden cognac. El calor casi insoportable de la calle es todavía más insoportable en el restaurant, y el cognac le hace brotar a Garay López unas gotitas amarillentas en la frente que empiezan a deslizarse por los pómulos y a perderse, dejando unos regueros tortuosos sobre las mejillas, en la barba negra. Un cliente le grita a uno de los mozos que abra las puertas para dejar pasar un poco de aire y, como es todavía temprano, la conversación, el sonido de las voces, toma cierto relieve contra un fondo sonoro de cascos de caballos y de ruedas de vehículos que chocan o se deslizan, ruidosos, sobre el empedrado. Mido mis palabras: un incendiario, dice Garay López. Es mi íntima convicción.

Y le cuenta. Los registros de propiedad, en la llanura, son imprecisos, y los ganaderos disponen de la tierra como si toda la provincia les perteneciera. Desde hace un siglo, cuando empezaron a explotar el ganado salvaje y a domesticarlo, las cosas pasan de esa manera. Y cuando logran hacer recular de unas leguas a los indios, se reparten entre tres o cuatro familias las tierras conquistadas. De esas mismas familias salen los gobernadores, los jueces, los obispos, los militares. Sus miembros se casan entre ellos y se multiplican del mismo modo que sus ganados. Su propia familia es prácticamente la más poderosa. El gobernador es un tío suyo, hermano de su madre. Multiplicarse ellos y el ganado, ensanchar sus tierras: es todo lo que les interesa. Su propio padre hubiese podido ser gobernador, pero después de la muerte de su madre vive retirado, aterrorizado por la idea de la muerte y por su propio hijo, que lo tiraniza desde los trece o catorce años. Es su hermano Juan el que manda en la casa, el que dispone. Como creció sin madre, el padre, por compasión al principio y por temor un poco más tarde, le ha ido cediendo en todo. Y ahora es el esclavo de su propio hijo, un tirano irascible y caprichoso de veinte años.

Cuando murió su madre, al nacer Juan, él, Garay López, tenía siete años. También él, dice, ha crecido sin madre y, sin embargo, nunca cedió a la cólera, a la violencia como Juan, que desde que empezó a caminar tenía aterrorizado a todo el mundo, sirvientas, amigos, parientes. Es hosco, frío, reservado. Ya a los diez años desaparecía en el campo durante días enteros, en pasatiempos brutales, solo en medio de la llanura, con un cuchillo más largo que su brazo cruzado en la cintura, en diagonal entre los ríñones, y una carabina en la mano, recorriendo la tierra a caballo y durmiendo a la intemperie. A los quince años, una de las hermanas se lo había contado en una carta, mandaba a los peones a rebencazos y ya para esa época los peones, hombres de treinta, cuarenta años, capaces de degollar de un solo gesto a cualquiera que los mire de un modo un poco prolongado, le tenían miedo y al mismo tiempo lo adoraban como a un dios. Se harían matar sin vacilar por él. El año anterior él, Garay López, ha recibido la visita de uno de ellos, un degollador de indios que, haciendo girar nerviosamente el sombrero con las yemas de los dedos, casi en lágrimas, le pedía que intercediera por él ante su hermano, porque Juan, no sabe por qué razón, lo había echado de la estancia diciéndole que no quería volver a verlo en la región. Con él, con Garay López, las relaciones, durante la infancia, y a su vuelta de Europa el año pasado, han sido difíciles, por no decir inexistentes, el último año. Él, en la infancia, se había apiadado de Juan, de esa criatura que había visto todavía ensangrentada salir del vientre de su madre agonizante. Pero Juan no aceptaba ni el afecto ni la compasión. Era imposible penetrar sus pensamientos y, si había un dolor en su vida, ese dolor debía ser incluso para él mismo oscuro, incomprensible, ignorado, olvidado en sí mismo de ser dolor para salir hacia afuera en forma de rencor callado, de orgullo desmedido y de violencia.

A causa del cognac y tal vez de la comida, de la atmósfera pesada y caliente que parece acumulársele en la nariz y en la garganta, del restaurant del hotel en el que a pesar de las puertas abiertas no sopla ningún aire, Bianco deduce que gotas de sudor semejantes a las que se forman en la frente de Garay López deben estar brotándole en la espalda, porque la camisa se le pega a la piel en la que se le desplaza una especie de cosquilleo húmedo. Y piensa: «Por lo que cuenta de las costumbres del país, uno se pregunta si al hermano no le sobran las razones para ser intratable.» Pero después de vacilar un poco, ya que Garay López ha vislumbrado que un pensamiento acaba de atravesar su mente, comenta:

—No parece fácil su tierra.

—La tierra es inocente, cher ami —dice Garay López—. El problema son los que viven en ella.

Y lo mira con fijeza un momento.

Bianco sacude despacio la cabeza, con una expresión deliberadamente ambigua, que Garay López registra y comprende, porque, sacudiendo a su vez la cabeza con una risita sarcástica adopta por segunda vez durante la cena esa expresión insolente que, aun cuando produzca en Bianco una ligera irritación, es en realidad una especie de aquiescencia.

Hablan en francés, en inglés, en italiano. Por momentos, en un solo idioma, durante varias frases, después, mechando uno de los idiomas con frases hechas o interjecciones de los otros dos, y, en los momentos en que el diálogo se exalta un poco, en los tres idiomas a la vez. De tanto en tanto, Bianco se aventura a proferir una que otra frase en español, para mostrar que, a pesar de que hace apenas una semana que ha desembarcado en esas costas chatas y ardientes, no está dispuesto a dejarse extraviar en las trampas invisibles que le tiende el idioma y que ya empieza a practicarlo con pronunciación vacilante y, como con todos los otros idiomas, aun el materno, peculiar y extranjera.

—Y los que viven en ella… —dice Garay López, y se interrumpe un momento, pensativo.

Toma un trago de cognac y prosigue: todo hubiese podido seguir así, dice, hasta el fin de los tiempos. Pero al gobierno nacional se le ocurrió, vaya uno a saber por qué, y usted, cher ami, tal vez lo sepa mejor que yo, traer agricultores de Europa para distribuirles tierras fiscales y hacerlos sembrar trigo, y ese tipo de cosas, ¿no?, tal vez pensando que, si la esposa del presidente de la república se ve alguna vez obligada a viajar a las provincias del interior, la comitiva podría hacer un alto en alguna de esas pequeñas propiedades y descansar una noche antes de llegar a destino. Lo cierto es que, con sus familias, algunos italianos, suizos, dos o tres asturianos, se instalaron en los alrededores y se pusieron a sembrar trigo, dice Garay López. A sembrar trigo, agrega, en una franja de tierra que el gobierno nacional les había atribuido, pero que, por una de esas malas casualidades, venía a quedar justo en unos campos de pastoreo que su familia, la de él, la de Garay López, consideraba como de su pertenencia, aunque, a decir verdad, no figuran en ningún catastro. El pasto de la región no es el mejor de la llanura; hay demasiada arcilla en el suelo, lo que impide la absorción de humedad; pero el pasto de los campos familiares es de todos modos de buena calidad, y el de esa franja de atribución flotante, casi tan bueno como el del sur de la provincia de Buenos Aires, a la que el gobierno nacional no destina ningún inmigrante, por la sencilla razón de que esos campos pertenecen justamente a los miembros del gobierno. Juan, según Garay López, había ido a hablar con su tío, el gobernador, que le respondió, según Garay López, querido sobrino, los tiempos cambian, no puedo echarme atrás porque, justamente, para aceptar a esos inmigrantes, le pedí en cambio al gobierno unas buenas tierras de pastoreo al sur del río Carcarañá, cosa que me fue acordada, de lo que deberías sentirte satisfecho porque ya pertenecen a la familia, pero según Garay López el hermano no quiso saber nada, y al cagatintas de la gobernación que lo quiso acompañar hasta la puerta, lo hizo a un lado de un rebencazo. Al principio, los inmigrantes no se dejaban intimidar ni por las presiones, ni por las amenazas, y se instalaron nomás a sembrar trigo. Sin ser tan buena como la del sur de la provincia de Buenos Aires, esa franja flotante es tan buena que puede dar hasta dos cosechas de trigo por año, dice Garay López. Exige trabajo, sacrificios incluso, pero los devuelve con creces —es lo que he oído decir, dice, con su risita habitual Garay López, ya que como lo puede comprobar, estas manos (y las extiende en el aire, las palmas hacia arriba, por encima de las copas de cognac y de los platos en los que se enfrían los restos de comida) no han trabajado mucho la tierra en sus veintisiete años de existencia. Pero cuando la primera cosecha de trigo estaba a punto, bien madura, lista para ser recogida, se produjo un incendio que la destruyó por completo. Es verdad que fue un año muy seco y que esos accidentes son frecuentes, pero como por casualidad, las otras tres cosechas que siguieron tuvieron un destino semejante: la siguiente, cuando ya el trigo había sido cortado y almacenado, listo para ser mandado a la ciudad; y las dos otras, dos o tres días antes de la cosecha. Después del cuarto accidente, los campesinos, comprendiendo por fin la alusión, abandonaron los campos y se volvieron, algunos a la ciudad, otros a Buenos Aires, y otros incluso a Suiza o a los campos de Asturias. Desde entonces, la franja de tierra está abandonada, y el ganado de mi familia masca otra vez tranquilo esos pastos jugosos.

—Una serie de coincidencias desdichadas —dice Bianco.

—Le agradezco su delicadeza —dice Garay López.

—No hay que torturarse —dice Bianco.

Pero, a decir verdad, la historia no lo ha impresionado. A distancia, se está preguntando por qué el hermano eligió esa solución, la última que él, Bianco, hubiera elegido, pensando también que él tiene demasiado sentido práctico como para llegar a esos extremos, y con la celeridad de un estratega que dos minutos más tarde tiene que mandar sus tropas al campo de batalla, pasa en revista toda una serie de soluciones intermediarias que él hubiese adoptado y de la que no únicamente él, sino incluso los campesinos hubiesen quedado verdaderamente satisfechos. Y todo eso sin ningún tipo de proyección psicológica sobre los campesinos, ni ningún estímulo humanitario, sino simplemente considerando a los inmigrantes como un factor más de un problema práctico que exige una solución, de la misma manera que cuando el cónsul en Agrigento le propuso su trabajo a cambio de tierras, y él empezó a recorrer Italia para enrolar a los campesinos en la aventura, en ningún momento su actividad le pareció otra cosa que la fase inevitable de un proceso que le permitiría a él, Bianco, instalarse en una región del planeta lo bastante alejada como para escapar al escándalo y lo bastante retirada y capaz de ofrecerle un buen pasar como para disponer del ocio que le requeriría su refutación a los positivistas. Y pensando también: su familia es la más rica de la provincia por dedicarse al ganado. Por lo tanto, hay que dedicarse al ganado.

Garay López, satisfecho a causa de sus confidencias, o del cognac tal vez, o de la velada en general, al principio de la cual ha estado evocando recuerdos de París, Londres, Roma, se desploma un poco en la silla y, dándole las últimas chupadas a su cigarro, en medio de una nube de humo grisáceo, lo aplasta contra el plato, entre los restos ya fríos de comida, y después de asegurarse que no queda ninguna brizna de tabaco encendida, levanta la mirada sonriente pero un poco melancólica hacia Bianco.

—Lo aburro con estas historias de familia —dice, y metiendo la mano en el bolsillo saca su reloj.

—Al contrario, son muy instructivas —dice Bianco, viendo a Garay López abrir el reloj, mirar la hora, llevarse el reloj al oído, sacudirlo varias veces, tratando de escuchar el tic-tac, dándole cuerda y volviéndoselo a llevar al oído y volviendo a agitarlo varias veces hasta que, con expresión resignada, se dispone a guardarlo otra vez en el bolsillo.

—Está roto —dice.

Bianco estira la mano abierta hacia él y, con aire obediente pero sorprendido, Garay López lo deposita sobre la palma. El reloj de plata, cerrado, chato, se apoya sobre la palma abierta de la mano derecha, rozando el borde de la venda en el anular que el propio Garay López le ha cambiado el día anterior. Biando inclina levemente la palma hacia Garay López para mostrarle bien el reloj y la palma, que permanece todo el tiempo abierta, hasta que después de unos segundos de transición, durante los que se queda inmóvil y rígido y con los ojos entrecerrados, estira el índice y el medio de la mano izquierda y los hace girar lentamente varios centímetros encima del reloj, sin tocarlo, describiendo en el aire unos movimientos circulares cada vez más estrechos, como si, a decir verdad, más que círculos, los dos dedos estirados y bien pegados uno al otro estuviesen describiendo en el aire una espiral. Por fin se detiene, abre los ojos, y le ofrece a Garay López su reloj con un ademán ceremonioso. Garay López lo abre, lo mira, controla la hora en el péndulo que cuelga en una pared del restaurant, se lleva el reloj al oído con una sonrisa, sacudiendo afirmativamente la cabeza, y después, cerrando el reloj, se lo guarda nuevamente en el bolsillo.

—Chapeau, cher ami.

Bianco se encoge de hombros. Cuando salen del restaurant, ya es más de medianoche, pero el aire sigue caliente, pringoso, y después de caminar unos metros, se sacan los sacos, se arremangan la camisa, y con el saco sostenido con un dedo por el cuello, dejándolo caer a lo largo de la espalda por encima del hombro, o plegado sobre el brazo, se dirigen hacia el río.

—En mi provincia —dice Garay López— los pasos de un hombre siempre lo llevan instintivamente hacia el río.

En la ciudad en penumbras, de tanto en tanto cruzan algunos cuerpos, un poco más oscuros, que se mueven en la oscuridad. De tanto en tanto también, en las veredas, hay alguna familia sentada en sillas o en los umbrales, resistiéndose a ir a dormir, empecinándose en querer respirar el aire fresco, puramente imaginario, de la madrugada.

Cuando llegan a la orilla del río, ven dos o tres faroles que se desplazan, lentos y duplicados por el agua, y Bianco siente por primera vez en su vida, él, que a los cuarenta años creía conocer ya todos los olores, el olor peculiar del río, a pescados salvajes desconocidos, a greda empapada, a detritus vegetales, a carroña subacuática, a tierra arrasada o carcomida.

—Pescadores —dice Garay López aludiendo en la penumbra a las luces duplicadas que se desplazan horizontales por el río casi invisible. Y después le dice que, cuando venga al hospital a cambiarse la venda en el anular, le dará unas cartas de recomendación para su familia.

Pero al día siguiente, cuando recién acaba de despertarse, a eso de las once de la mañana, el pelo color ladrillo empapado y pegado a las sienes, las sábanas mojadas por su propio sudor, la luz matinal desmesurada y amarilla entrando por las rendijas de los postigos, unos golpes a la puerta lo sacan de su entresueño vagamente extrañado, y cuando pregunta quién es, la voz de Garay López le responde en un francés jovial:

—Estoy al tanto de sus penas. Pero no se preocupe. Seré una tumba.

Y cuando entra en la habitación, ligeramente excitado, dándole apenas tiempo para vestirse, despliega sobre la mesa tres o cuatro revistas francesas del año anterior, llenas de largos artículos sobre su escaramuza con los positivistas, artículos que él, Bianco, ya ha leído y releído cincuenta veces, con furor, con desprecio de sí mismo, con resentimiento, con proyectos asesinos y también con desesperación. Una revista le ha incluso dedicado la tapa, una gran caricatura en colores en la que Bianco, regordete, los brazos y las piernas finas, el pecho y el vientre prominentes y una gran cabeza en la que su cabello rojo aparece representado como una llamarada turbulenta, mira perplejo a un payaso que, encaramado al Big Ben, realiza sobre la esfera del reloj el mismo movimiento espiralado que él ha hecho la noche anterior sobre el reloj de Garay López. Durante unos segundos, desconectándose de Garay López, del presente, del mundo, de su propio ser, Bianco se vuelve un borbotón ciego de humillación y de furia, hasta que, con gran esfuerzo, empieza a murmurarse en su interior, calma, calma, he venido a enterrarme aquí justamente para refutar todo eso, tengo un baúl lleno de libros y la fuerza de mi pensamiento sigue intacta, y cuando alza los ojos, o los abre, o simplemente sin haberlos ni bajado ni cerrado empieza a ver otra vez el exterior, a medida que el borbotón de furor y vergüenza refluye otra vez, se encuentra con la cara grave de Garay López, a cuyas mejillas, tan deliberadamente pálidas, han subido dos manchas rojizas, y la boca, abierta entre el matorral de barba negra, lacia y bien recortada, se ha abierto, sorprendida y un poco temblorosa.

—Discúlpeme —dice Garay López—. No pensé que iba a ponerse así.

—¿Así? ¿Cómo? —responde Bianco, riéndose, y ordenando, con tranquilidad calculada, satisfecho de sentir que sus manos no tiemblan, las revistas—. Simplemente, estoy sorprendido de comprobar que podemos contar con información europea en estas tierras tan lejanas. Agradablemente sorprendido.

Si él hubiese sido verdaderamente un espía prusiano, ¿habría venido a enterrarse en medio de la pampa? La camarilla positivista de París mostró, lanzando esas calumnias, su incapacidad de rebatir con verdaderos argumentos científicos la realidad de sus poderes, poderes que él, lejos de utilizarlos para sus fines personales, tuvo la inocencia y la buena fe de poner a la disposición de esos señores. Él mismo, durante años, descreyó de su fuerza —en nuestro siglo, doctor, nacemos positivistas y únicamente después y sí tenemos suerte, algunos pocos tropezamos a veces con verdades más sólidas y más esclarecedoras.

Únicamente por obstinación obtusa, si uno se topa con esas verdades, puede quedarse en la mera apariencia de la materia. La materia es el corolario del espíritu; lo que creemos percibir no hacemos más que representárnoslo; nos representamos lo rugoso, y nos representamos las yemas de los dedos con las que creemos tocar lo rugoso.

A medida que va hablando, Bianco observa, con miradas rápidas y disimuladas, la reacción de Garay López, que es sin la menor duda satisfactoria ya que, desde hace un momento, moviendo afirmativamente la cabeza, Garay López se apresta a decir algo que probablemente aprueba e incluso refuerza las palabras de Bianco, pero se contiene para no interrumpirlo, de modo que Bianco, para verificar su observación, termina su frase y hace silencio dando lugar a la respuesta.

—Es lo que he podido comprobar en la facultad de medicina —dice Garay López—. Es el chiste predilecto de mis colegas: nunca logré dar con el alma durante las disecciones.

Pero él, Garay López, que se ha pasado ocho años removiendo vísceras humanas, sabe que al alma no hay que buscarla entre esas vísceras sino en la mano que maneja el escalpelo.

—Esa alma sin la cual no hay escalpelo —dice Bianco. Y en seguida—: Ya que tuvo la amabilidad de invitarme anoche en mi propio hotel, ¿me permite que lo invite a almorzar en el lugar que usted prefiera?

Y salen a la calle, al mediodía de verano. Bianco nota otra vez, en las calles derechas y llanas, la presencia del campo, no únicamente en los baldíos, en los patios y en los jardines, sino en la atmósfera misma, en la disposición de las casas, en las calles de tierra, en las junturas del empedrado, en las que, a pesar de las idas y venidas de coches y de caballos, crece el pasto hacia arriba, verde, flexible y terco, y las gramillas se ramifican. Pero también en algo indefinible, en los frentes de las casas, de ladrillos sin revocar, y en la sensación inequívoca de que todo eso es reciente, precario, y que visto desde la llanura, el caserío dispuesto en ese esquema cuadriculado, ha de parecer un amontonamiento irrisorio y chato y aun un espejismo. Cuando han andado unas cuadras, un hombre se cruza de vereda y plantándose frente a ellos les sonríe, hablando italiano, e impidiéndoles avanzar. A Bianco le cuesta varios segundos recordar dónde ha visto su cara, hasta que reconoce en el hombre a un calabrés que venía en el barco, y con el que ha conversado una noche que se paseaba por el puente inferior.

—Cómo lo tratan, ilustrísimo —dice el calabrés.

—Por ahora bien —dice Bianco—. ¿Y a usted?

El calabrés hace un gesto vago, encogiéndose de hombros y sonriendo ligeramente, un gesto que podría significar que la situación es incierta pero que él está dispuesto a aceptar lo que se presente.

—¿La familia? —dice Bianco.

—En el puerto —dice el calabrés.

—¿Todavía? —dice Bianco.

El calabrés hace un gesto consistente en frotar rápidamente las yemas del índice y el pulgar, para significar que no tiene dinero.

—Por suerte hace calor. Se puede dormir afuera —dice el calabrés.

Bianco saca unos billetes, y se los pone en el bolsillo superior del saco, no sin que el calabrés presente una resistencia cohibida, retorciéndose un poco, para tratar de impedir que los billetes entren en el bolsillo.

—Mil gracias, ilustrísimo —dice por fin, inmovilizándose para dejar entrar los billetes.

—Hasta la vista —dice Bianco.

Sacándose el sombrero y volviéndoselo a poner, el hombre se despide, acompañando su gesto de una breve reverencia. «La única manera de hacerse verdaderamente rico, sin problemas, en este país o en cualquier otro, es tener a los pobres de su lado», piensa Bianco, bajo la mirada discreta pero admirativa de Garay López, quien, a decir verdad, desde que lo ha conocido, parece dispuesto a concederle un crédito ilimitado de simpatía, por razones un poco oscuras, propias del carácter de Garay López quizás y que, después de todo, Bianco no sólo no encuentra completamente injustificadas, sino que incluso extrae de ellas cierto placer, una especie de confianza, en sí mismo o en su buena estrella, en los días y los años que se preparan, y también en ese hombre joven, de cabello y barba renegridos, lacios y bien recortados, vestido con un traje elegante de hilo color habano, que ahora, una cabeza por lo menos más alto que él, pasea a su lado por las veredas irregulares bajo un cielo azul turbulento de tan puro, que el sol, no lejos del cénit, horada con sus fluctuaciones incandescentes y ásperas.

—Comprenderá por qué anoche puse ciertas objeciones a su… ¿cómo la llama? Su escrito sobre los reyes magos.

—Alegoría teatral —dice Garay López.

—Alegoría teatral. Eso —dice Bianco—. Me pareció percibir en ella, al menos como usted la describe, relentes del abominable materialismo de este siglo. Yo también combato a los dioses, pero en nombre del espíritu. También ellos llevan la marca de la materia.

—No sabe lo cerca que lo siento de mi pensamiento —dice Garay López.

—Tan cerca, espero —dice Bianco, jovial, y refregándose las manos— como estamos nosotros del restaurant.

Pasa en Buenos Aires todo el verano, en primer lugar porque el registro oficial y definitivo de sus tierras en el norte lleva más tiempo del que había previsto, y también porque Garay López le desaconseja que se instale en la ciudad en verano, a causa del calor —es todavía más terrible que en Buenos Aires, dice Garay López, más terrible que todo lo que usted pueda imaginar, en esos días de enero uno se siente más abandonado, más perdido, más irreal; si en los días templados ya la vida parece irrazonable y vacía, en los meses de verano la condición de los hombres y de las cosas se fragiliza y todo tiende, ligeramente febril y exhausto, a la aniquilación. Ante esas declaraciones, las cejas rojizas de Bianco se fruncen un poco y una sonrisa escéptica aparece en sus labios, acentuando el rictus amargo: él, Bianco, suele responderle a Garay López, es indiferente al invierno como al verano, a los días claros o nublados, le da lo mismo la sequía que el chaparrón, es siempre idéntico a sí mismo, indiferente a los cambios del exterior, y no se atiene más que a un objetivo: instalarse lo antes posible en sus tierras, al sur del río Salado, largar en esas tierras algunos animales, y dedicar la mayor parte de su tiempo al pensamiento, a la abstracción, a la elaboración bien concebida y limpia de un sistema que desbarate por fin las patrañas positivistas, y a recuperar el pleno uso de sus poderes que, debe reconocerlo, los acontecimientos de París han debilitado un poco.

Así que a fines de marzo remonta el río en un vaporcito que avanza lento, tembloroso, cargado de bultos y de pasajeros —italianos, vascos cuyo oficio es cavar la tierra, irlandeses, un francés tísico— y dos días más tarde desembarca en la ciudad.

«No me da la impresión de ser la Sodoma que usted me pintó», le escribirá, en francés, la semana siguiente a Garay López, «pero admito que el otoño es todavía caluroso. Ahora entiendo por qué no hay mosquitos ni en Londres, ni en Berlín, ni en París: la cantidad que zumba en el aire a mi alrededor mientras le escribo agota la capacidad de producción de la madre naturaleza. Todos los individuos de la especie parecen celebrar esta noche su congreso anual. O tal vez esta ciudad es la Babilonia de los mosquitos. He encontrado una habitación en la fonda que usted me indicó y la esposa del Español cocina bastante bien. Hay un patio magnífico; las naranjas estarán a punto dentro de un mes más o menos. Todavía no he ido a conocer mis tierras, ni me he permitido visitar a su familia, donde estoy seguro que seré bien recibido, por una parte al menos, gracias a su amable carta de presentación. Estoy dándome mi tiempo. Paseo mucho por la ciudad, y no veo en ella, se lo repito, los atributos satánicos que cierto joven doctor demasiado sensible a quien conocí en Buenos Aires, pretende encontrar cuando divaga por las calles. Reconozco que no me esperan muchas diversiones, pero por ahora sólo me preocupa empaparme del lugar que, sin duda, será mi centro de operaciones en los próximos años. De Buenos Aires, aparte de su inteligente y utilísima compañía, extraño a ciertas señoritas que, con preocupación de higienista, usted tuvo el tino de hacerme conocer».

A decir verdad, si no ha ido a visitar todavía a los Garay López, es porque quiere fijar bien, en los documentos oficiales de la provincia, la ubicación, los límites y las dimensiones exactas de sus tierras antes de conocerlos, quiere llegar a ellos como propietario, hablar con Juan de igual a igual, darle a entender que, si son vecinos e incluso si él, Bianco, decide un día arrendar sus tierras a campesinos para que siembren trigo, la mala suerte del incendio repetido de las cosechas no le desalentará como a los pequeños propietarios del año anterior; y también porque le parece prudente observarlos de lejos, saber algo más sobre ellos antes de empezar a frecuentarlos, convencido, ya desde los años oscuros, que, en toda relación, el que sabe más del otro está en posición de fuerza, tiene la superioridad del conocimiento, puede sacar partido de lo que sabe. Así que una noche de lluvia, después de la cena, invita al Español a su mesa cuando todos los otros clientes se han retirado, y se ponen a conversar. El Español hace años que vive en la ciudad; primero ha sido arrendatario de un campito al este de Córdoba, pero un par de años la lluvia y otro la sequía le arruinaron las cosechas, así que decidió abandonar el campo. Un vasco le propuso que dejaran las familias en Córdoba y se fueran a cavar zanjas al sur por una temporada. Los criollos no quieren cavar; piensan que es un trabajo deshonroso. Y la única forma que tienen estos —con esa palabra y con un movimiento vago de la cabeza el Español designa todo el país— de fijar límites en la llanura a la propiedad, al ganado y a los indios, es cavar zanjas. Es un trabajo matador. En una sola temporada, se destrozó las manos y los riñones, pero como en el país nadie quiere cavar, es también un trabajo bien pagado. Un trabajo de brutos, dice el Español, para irlandeses o para vascos. Mire cómo me quedaron las manos, y eso que hice una sola temporada, hace más de diez años. Bianco mira las manos, que no se muestran demasiado arruinadas, pero en las que el Español parece fijar, como otros en un relicario, sus recuerdos. El vasco se compró un campo y un montón de ovejas y él vino a instalar la fonda en la ciudad con lo que ganaron cavando en esa temporada. Bianco le sirve otro aguardiente, y el Español sólo acepta después de verificar, con miradas furtivas que recorren rápidas todo el salón, que su mujer no anda por las inmediaciones. ¿Los Garay López?, dice, contestando con una pregunta a la pregunta de Bianco. Y después, bajando la voz: son dueños de todo. El hijo mayor es médico, pero vive en Buenos Aires. No se entendían con el hermano. El padre está muy enfermo; los nervios, parece. Es Juan, el hijo, el que dirige la estancia. Cuando está en la ciudad, a veces viene a comer a la fonda. Les encarga un guiso a la mañana y cae a la noche con cuatro o cinco vagos y dos o tres mujeres de mala vida, negras de las afueras, y se quedan comiendo, tomando y jugando a las cartas hasta la madrugada. La mujer del Español no quiere ni verlo; prepara el guiso a la tarde, lo deja en la hornalla para que la sirvienta lo recaliente, y se va con las criaturas a lo de unos vecinos. Él, el Español, lo había visto borracho más de una vez: se pone rígido, los ojos helados, y una mala expresión en la cara. Tiene veinte años, y ya está casi completamente calvo. Es difícil arrancarle una palabra; lo arregla todo a rebencazos. Entra y sale de la Gobernación como si fuese su casa.

Se entiende, dicen, mejor con el tío, el gobernador, que con el propio padre, que le tiene miedo. Veinte años, se da cuenta, dice el Español. Baja otra vez la voz y lanza sus miradas furtivas por el salón para verificar que la mujer no está en las inmediaciones: Muy putañero, dice. Podría tener las negritas más lindas de la provincia, apareárselas, todas muy limpias y bonitas, de catorce o quince años, que estarían contentas de que él las preñe, pero él prefiere las mujeres de mala vida, mucho más viejas que él; dicen, dice el Español, que se hace mandar de a dos o tres para él solo a la estancia. Cuando llegan nuevas al prostíbulo, las prueba primero él; y siempre vuelve con las más viejas, las más feas, las más pasadas. Hay que verlo pasar a caballo por las calles; renegrido por el sol, la calva despellejada por los flechazos, de modo que tiene un poco de vergüenza y rara vez se saca el sombrero, perdido en pensamientos que le hacen chispear de rencor los ojos. Y en el campo, siempre a caballo también con los peones de la estancia, una banda de animales, dice el Español, unos brutos analfabetos que no se bajan del caballo ni para dormir, con unos cuchillos grandes así en la cintura, que por un sí o por un no le marcan a uno la cara o peor todavía le sacan las tripas afuera y si andan con ganas de divertirse lo degüellan a uno, lo achuran, como dicen ellos. Gauchos brutos que no le pisan la ciudad, y que mejor no se los cruce uno en el campo ni de día ni de noche, dice el Español. Él los trata como perros, y como perros también le obedecen ellos. Si él les pidiese la madre se la traerían a la cama, dice el Español. Hace dos o tres años uno de los peones le dio veinte puñaladas a un inglés que le había llevado la hermana, y el hermano del inglés vino de Córdoba a buscarlo con unos soldados para hacerlo fusilar. Créame, él se opuso, dice el Español. No se lo pudieron llevar. Le dieron unas vacas a cambio, después de muchas tratativas. Era eso o nada, o tal vez otras veinte puñaladas para el inglés de Córdoba a lo sumo. Así que el inglés de Córdoba no tuvo más remedio que aceptar, dice el Español.

Bianco le sirve una tercera copita de aguardiente; después de echar sus consabidas miradas rápidas por el salón, el Español se manda un trago, se limpia los labios con el dorso de la mano y, pensativo, se mesa un poco la barba entrecana: son dueños de todo, dice, bajando nuevamente la voz, como si la frase que acaba de pronunciar fuese el peor de los insultos o la más peligrosa de las revelaciones. Por eso andan siempre en guerra con los de Buenos Aires, con los del Paraguay, con los de Montevideo, con los de Corrientes o los de Córdoba, dice. Un día se juntan unas provincias contra otras, otro día las que eran enemigas se vuelven aliadas y luchan contra las demás; y en la mitad de la guerra, dice el Español, se traicionan por un poco de ganado. Campo y ganado los vuelven locos a estos —dice el Español, moviendo otra vez con un vago sentido circular la cabeza, para indicar el país entero—. Por campo y ganado, dice el Español, degüellan y traicionan; para ellos una vaca vale más que un hombre, dice el Español. Aquí es mejor quedarse callado y trabajar cada uno en lo suyo, dice bajando un poco la voz. Él y su esposa se ocupan de la fonda; se sacrifican pero gracias a Dios les va bien, no se meten en política, y con esa gente, no se codean.

Unos días más tarde, cuando los trámites del registro finalizan, cuando ya han sido fijados en los documentos oficiales de la provincia los límites, la ubicación y las dimensiones exactas de sus tierras, Bianco compra tres caballos, se prepara un equipaje liviano en el que no faltan ni un revólver ni dos o tres libros, ni un poco de papel y tinta, ni una carabina, y una mañana de otoño, bien temprano, sale a recorrer la llanura.

Vuelve a la ciudad recién para la primavera. Hombre, le dice el Español de la fonda cuando lo ve entrar al cabo de seis meses: pensábamos que ya no volvía. El Español no lo nota, pero a Bianco unas arrugas finísimas que tiene alrededor de los ojos se le han hecho un poco más profundas. El pelo colorado, las cejas de color ladrillo, encrespados, largas, retorcidas, tienen una consistencia metálica, como si la intemperie de tantos meses las hubiese recubierto de una película finísima de cobre. Cuando se acuesta esa noche en su habitación de la fonda, es la primera vez en seis meses que su cuerpo, un poco más reseco, menos inflado que antes de partir, experimenta el contacto de una cama. A Bianco le parece demasiado blanda, incómoda, y los músculos, acostumbrados a la resistencia indiferente y firme del suelo, se acomodan mal a la docilidad del colchón. En los seis meses en que ha desaparecido de la ciudad, Bianco ha recorrido la llanura en todas direcciones, evitando los pueblos escasos e incluso los ranchos aislados o las estancias, viviendo todo el tiempo a la intemperie, casi sin bajar del caballo durante el día, indiferente a la lluvia, al sol que castiga incluso en invierno, al viento o a las heladas, cazando para subsistir o haciendo sus provisiones en las pulperías un poco desoladas del desierto a las que los criollos lo veían llegar, silencioso, serio, con el revólver en la cintura, montando en un caballo y arriando los otros dos o trayéndolos con una rienda larga al costado o detrás de su cabalgadura. En los seis meses, no ha dormido una sola vez bajo techo ni en una cama, casi no ha hablado con nadie, a no ser dos o tres diálogos convencionales cruzados con el patrón de alguna pulpería o con algún jinete de paso en medio de la llanura, hablando ya sin timidez y sin vacilaciones el idioma del lugar, con un acento extranjero todavía más fuerte que el que tiene cuando habla hasta su idioma materno, si pudiese saberse con exactitud cuál es ese idioma materno. Ha observado con atención la tierra, los pastos, los animales, el cielo, viendo borrarse al alba, poco a poco, las constelaciones, ha estado atento a la dirección y a la fuerza de los vientos; acurrucado bajo una capa impermeable, casi entre las patas de los caballos, ha esperado que pasen las lluvias torrenciales que duran dos o tres días, las tormentas eléctricas, el granizo. Por momentos, ha parecido una presencia fantasmal en la tierra lisa y vacía, con sus tres caballos bien elegidos, mejores que casi todos los otros que ha cruzado en la llanura. Adrede, se ha exhibido un poco en los campos desiertos, ha pasado y vuelto a pasar por los mismos lugares, para señalar bien su presencia, su existencia, su realidad y ha recorrido varias veces el perímetro de su tierra para marcar de un modo inequívoco su territorio y hacérselo evidente a los otros, se ha instalado en la llanura para recorrerla desde dentro, tratando de interiorizarla, hacérsela a sí mismo connatural, tendiendo a reconstruir en su interior la percepción que tienen de ella los que han hecho su aparición en ella, los que, como Adán con el del Paraíso, están amasados con el barro gris que pisan los cascos de sus caballos, estancieros, peones, indios, arrieros, carreros, ladrones de vacas e incluso prófugos de la justicia y asesinos. De modo que cuando al final de ese ir y venir incesante, imperturbable y casi estoico, una semana antes de volver a la ciudad, desensilla en una pulpería para contratar dos o tres peones, ya no únicamente el pulpero sino también los peones, los vagos y los asesinos que están tomando aguardiente o ginebra junto a la reja o en unas mesas desvencijadas, lo conocen, han sabido, quién sabe cómo, que a pesar de su pelo colorado no es un inglés, que tiene veinte leguas cuadradas al sur del río Salado, que sin duda está tratando de poner animales en ella, y que con toda seguridad está bajando del caballo ante la entrada de la pulpería para proponerles trabajo a los que estén libres en ese momento. Cuando sale de la pulpería, dos o tres gauchos lo acompañan, retraídos, casi tímidos ante el extranjero que monta un caballo mejor que los de ellos y que lo monta con la misma agilidad y destreza que ellos, y que ya parece conocer la región tan bien como ellos. No es el revólver que lleva en la cintura lo que los induce a respetarlo, el revólver que forma parte de su indumentaria, como el sombrero o el pantalón, y que el extranjero lleva como olvidado en la cintura, aunque algo les dice que no vacilará un segundo en utilizarlo si fuese necesario, no, no es el revólver, sino todos esos meses pasados a la intemperie y la imperturbabilidad que adquirió mientras los pasaba o gracias a la cual pudo pasarlos, el haberse metido bajo la piel de la llanura y haber cavado en ella sus propias galerías como un topo, el haberla atravesado indemne, aceptando sus leyes sin sin embargo dejarse aniquilar por ellas. Lo que los peones no saben es que lo que ellos consideran una iniciación, casi una gesta, para Bianco no es más que la consecuencia de un cálculo, un período obligatorio por el que debe pasar, ya que está dispuesto a hacerse rico y para eso sabe que tiene que conocer y en cierto sentido dominar la tierra en la que va a instalarse y los hombres que la habitan.

Todo ese gran rodeo por la llanura no ha sido más que un trayecto laborioso pero necesario para pasar del estado en que se encuentra a otro mucho más intenso y placentero, mero pretexto también para disponer del ocio necesario destinado a la refutación de los positivistas, pasto servil de la materia y escribas encaramados a los pretendidos puestos de vigía del siglo. Lo que los peones creen que Bianco ha realizado para ser igual a ellos, en realidad, atravesando sin detenerse en él el pasaje de esa identidad, lo ha hecho para diferenciarse mejor de ellos, y su aprendizaje no es más identificatorio que las observaciones de un cazador sobre las costumbres de un tigre con el fin de domesticarlo o de vender su piel. Lo cierto es que cuando vuelve a la ciudad, aun si no ha soltado todavía ni un solo animal en el campo, ya los peones trabajan para él.

Varias cartas de Garay López lo esperan en la fonda. La primera es una respuesta a la que Bianco le enviara al llegar a la ciudad, una especie de sátira narrativa un poco disparatada sobre las aventuras de Bianco entre los notables, en los chocolates, en los bailes y en los negocios, pero en la segunda carta ya Garay López se extraña de que no haya ido todavía a visitar a su familia, como lo ha sabido por la carta de una de las hermanas. En la tercera se inquieta un poco por el silencio de Bianco, y hasta se le escapa en ella cierta irritación, un tono de reproche que hace sonreír fugazmente a Bianco mientras la lee. La última, en cambio, adopta, por despecho tal vez, ese tono insolente, un poco indiscreto que le inspiran los orígenes misteriosos y la reserva calculada de Bianco. «Cher ami… dear friend… caro amico… No sé en qué idioma encabezar esta carta para expresarle mi preocupación y también mis perplejidades. Sé que usted encarece el misterio, que es tal vez en su caso un gaje del oficio, pero le aseguro que este silencio de su parte de más de cuatro meses, me inquieta un poco ya que he sido informado por su casero de que todas sus pertenencias siguen amontonadas en un altillo y que usted no ha dado desde su partida ninguna señal de vida. Lo creo lo bastante prudente como para no cometer errores fatales, pero esas tierras salvajes pueden tomarlo desprevenido con asperezas insospechadas. Créame que le atribuyo la más noble de las superioridades, la del espíritu, pero me perturba un poco la atmósfera equívoca que su reserva alimenta y me parece intuir en usted, detrás del busto sereno del pensador, la sombra del aventurero.»

Con la pluma en la mano, en el aire, la hoja blanca sobre la mesa, Bianco se queda inmóvil, pensativo, antes de decidir las palabras con que comenzará su respuesta, y después de unos momentos de indecisión, moja por fin la pluma en el tintero. «Caro dottore», empieza en italiano para seguir después, hasta el final de la carta, y un poco explicablemente, en francés, «En una de sus cartas me reprocha usted no haber visitado todavía a su familia, pero me desagradaba hacerlo cuando ciertos problemas prácticos no estaban aún resueltos, por temor de imponerle esa resolución a su familia. Ahora que tengo la impresión de ser ya un hombre de la zona, puedo permitirme hacerles una visita totalmente desinteresada. Le informo que he pasado todos estos meses en el campo, en la más completa soledad, viviendo de la caza, sin hablar con nadie, alternando el ejercicio del pensamiento puro con la acumulación del saber pragmático. Aunque injustificada, le agradezco su preocupación, y en otro orden de cosas, debo decirle que tomo la palabra aventurero, estampada por usted no sin vehemencia aunque con cierta ligereza, en su acepción épica y no moral».

Por fin, a la semana de haber vuelto del campo, Bianco va a visitar a la familia de Garay López —se hace anunciar por el mandadero de la fonda, enviando con él para que lo anteceda, la carta de presentación de Garay López, y de las manos del mismo mandadero recibe, redactada con una escritura femenina un poco laboriosa, una invitación para el día siguiente. Una sirvienta paraguaya lo introduce al patio, donde, bajo una glicina florecida, que deja pasar, por huecos múltiples, el sol de las cinco, el padre y las dos hermanas de Garay López, sentados en sillones de mimbre, lo están esperando, y el padre, con aire ligeramente indeciso, se levanta a medias al verlo entrar.

—Mi hijo nos anunció su visita hace varios meses. ¿Qué le pasó?

Bianco nota que el hombre trata sinceramente de ser amable pero que algo en la situación lo incomoda, el hecho de que Bianco llegue a ellos con una carta de presentación de su hijo mayor tal vez, lo cual, piensa Bianco, puede traerle complicaciones con el menor, si es cierto que los dos hermanos se odian tanto. Pero hay algo más: el hombre entero trasunta una incomodidad general, una inadaptación a su cuerpo o al mundo, que se percibe en su cara flácida y movediza, en la forma torpe de los pies, en la solicitud vacilante que manifiesta hacia los demás, menos por cortesía que por temer tal vez que la iniciativa de los otros, haciéndolos existir demasiado en la expresión de sus deseos, no lo destruya. Aunque apenas si debe tener sesenta años, ya se siente desmoronado y perdido —algo debió quebrarse en él en un determinado momento de su vida, tal vez mucho antes de la muerte de su mujer, que ha sido el pretexto y no la causa de la aparición de ese tinte ruinoso, de esa voluntad en disolución. Y las hijas, que deben tener entre veintidós y veinticinco años, acurrucadas en esa sombra venenosa, ya están empezando, prematuras, a marchitarse. Parecen haber depuesto todo deseo, en nombre de quién sabe qué principios ignorados incluso por ellas, pero distribuidos sin cesar en todo su ser por la circulación de los humores y la continua renovación de los tejidos. Dan la impresión, no de no esperar nada, sino de no desear esperar algo, agrisadas aún en la proximidad del verano que despliega una luz caliente entre las glicinas. Bianco, quien antes de venir se ha dicho que una de las hermanas de Garay López podría ser un casamiento interesante para un hombre como él que tiene el proyecto de hacerse rico, ha comprendido al primer vistazo, con únicamente percibirlas sentadas en sus sillones de mimbre, que la idea misma de semejante matrimonio, o de cualquier matrimonio para ellas, ni siquiera las alcanzaría, que no solamente su comprensión permanecería cerrada, impermeable a la propuesta, sino que incluso también sus oídos se cerrarían, refractarios al sonido como la comprensión al sentido de las palabras.

—Ningún contratiempo, no —dice Bianco, sentándose en el sillón de mimbre que el hombre le indica.

—Nosotros nos escribimos regularmente con Antonio. No viene este verano. Viene cada vez menos. ¿Gusta unos mates amargos? Yo no tomo —dice el hombre.

—Gracias. Acabo de tomar —dice Bianco, y al notarle el acento, el hombre le pregunta:

—¿Italiano?

—Isla de Malta —dice Bianco—. Mitad italiano, mitad inglés.

—Nosotros llegamos aquí casi con Cristóbal Colón —dice el hombre; y después, fingiendo una curiosidad desinteresada—: El campo suyo está pegado a los nuestros, ¿no es verdad?

—Sí —dice Bianco—, justamente de eso quería hablarle, pero será otro día. Los negocios van a aburrir a las damas.

—Para negocios, tiene que hablar con mi hijo menor. Yo ya no me ocupo —dice el hombre—. ¿Piensa sembrar?

—No —dice Bianco—. Por ahora me interesa el ganado.

—Hay buenos pastos en esos lados —dice el hombre.

Bianco asiente. De pronto, nota un sobresalto en el hombre, muy leve, disimulado, se diría, y se diría también que tiene el deseo involuntario de mirar hacia atrás y que al mismo tiempo está haciendo esfuerzos por reprimirlo y cuando Bianco alza la cabeza y dirige la vista hacia el fondo del patio, comprende las razones del sobresalto y de la inquietud del hombre. Su hijo menor está parado en la puerta que da al segundo patio, a unos doce metros de distancia, con una camisa sin cuello, unas bombachas descoloridas, de un color indefinible, con un sombrero de ala angosta echado un poco hacia atrás, las manos en los bolsillos de la bombacha y los pies descalzos, la cara y el cuello renegridos, tostados y vueltos a tostar por el sol, flaco y musculoso, el vientre tan chato que da la impresión, ilusoria sin duda, de ser un poco encorvado, bamboleándose ligeramente, desdeñoso y desconfiado, como un paquete de energía un poco maligna que mandara, intermitentes, pequeños proyectiles ígneos o radiaciones, la boca de labios casi inexistentes apretada, los nervios, las arterias y los músculos del cuello protuberantes y retorcidos como raíces oscuras, los ojos brutales fijos en Bianco, quien, al cruzar con ellos la mirada, esboza una sonrisa como saludo al que el otro responde con un movimiento de cabeza, del que no se sabe si es un saludo o un rechazo airado antes de desaparecer, tan rápida y silenciosamente como ha aparecido, en el segundo patio.

Bianco pasa el verano en Buenos Aires. A veces, al atardecer, va a buscar a Garay López a la salida del hospital y, antes de cenar, se van a pasear a las orillas del río. Un día, Garay López, entre irónico y grave, y al mismo tiempo en el tono de quien está profiriendo una advertencia velada, señala, estirando el brazo con un ademán teatral, el agua de un color marrón lechoso, y le dice: «A los que vinieron de Europa a descubrir este río, los indios se los comieron.» A veces, durante las guardias nocturnas, Bianco va a visitarlo al hospital y se queda charlando con él hasta la madrugada, en la entrada del hospital, bajo los árboles de la vereda en unas sillas de paja que una enfermera les instala cuando lo ve llegar. Si vienen a buscar a Garay López por alguna urgencia, Garay López deja su cigarro encendido en el borde del umbral, y Bianco lo espera paciente, sentado en su silla, bajo la fronda oscura perforada por los rayos de luna, viendo pasar las luciérnagas que fosforecen, verdosas, igual que pensamientos lentos, callados e intermitentes. Desconfiado por naturaleza, Bianco confía en Garay López no por necesidad de confiar en alguien, sino casi por contagio de esa confianza inmediata, íntegra, que parece profesarle Garay López, y de la que las insolencias frecuentes, irónicas y veladas, no son más que una libertad que se concede a causa de su admiración, mostrando justamente con esa insolencia, que la admiración abarca incluso el pasado oscuro de Bianco, del que Garay López quiere sugerir que no ignora su posible carácter inconfesable. Bianco, un poco ultrajado al principio, empieza a habituarse a ella, en primer lugar porque admitir el ultraje sería reconocer que entiende la alusión, y después porque percibe en esa insolencia la prueba de la aceptación total de Garay López. Y ya durante ese verano, los «Cher ami» y los «Caro dottore» que intercambian en sus cartas y, siempre con un matiz irónico, en la conversación, y sobre todo en las controversias, son un poco más que fórmulas vacías o que automatismos.

Y al otoño siguiente, le escribe a Garay López bajo los naranjos de la fonda: «Su tío el gobernador es un excelente hombre de negocios. Gracias a él he podido reunir mis primeras mil cabezas de ganado. Y me lo cuidan mis peones, y hasta un capataz. Es verdad que no tengo casa y que vivo en la fonda, pero me parece comprender que para mi nueva condición de ganadero, una casa es de lo más superfluo.» En diciembre, Garay López viene a la ciudad: «Es la primera Navidad que paso en familia desde hace diez años», le explica a Bianco, y Bianco, con esa sonrisa rápida que parece amarga a causa de la forma de sus labios, observa:

—Si entiendo bien su alegoría teatral, para usted, ese día que viene a festejar con su familia, no hay en realidad nada que festejar, porque ese día no nació nadie.

—No le dé importancia a mis actos, cher ami. Únicamente a mis escritos —le responde Garay López. De tanto en tanto, comen en la fonda, o salen a caballo por el campo. Juan, el hermano, se ha ido a la estancia desde que Garay López anunció su llegada. Y un atardecer caluroso, en que después de haber cabalgado durante horas hacen un alto en una laguna para abrevar a los caballos, ven a un grupo de jinetes que va acercándose hacia el agua al trote lento, casi al paso, desde el oeste, y que como advierten su llegada de un modo brusco, tienen, resaltando contra el sol rojizo que declina, el aire de una aparición. En la llanura, todo parece un poco más grande de lo que es, más compacto, más contenido en las líneas precisas de sus contornos, pero ese exceso de realidad en la extensión vacía, esa contundencia presente flotando en la nada, linda siempre con el espejismo y trabaja, por la abundancia de su acontecer, en favor de su propia ruina.

—Es él, con sus gauchos. Mire, Bianco, mire, son como animales —murmura Garay López, tironeándolo con disimulo de la manga de la camisa—. Me privó de madre al nacer.

Bianco percibe en la expresión de Garay López el horror, un odio del que no están ausentes el desaliento, la tristeza, y debe hacer un esfuerzo, él que desde los quince años, en los suburbios de una ciudad que da sobre el Mediterráneo, ya ha aprendido a dominar sus emociones, para que en su cara que el sol de la llanura no logra oscurecer, no aparezca la fascinación que despiertan en él esos siete u ocho jinetes que avanzan casi al paso hacia la orilla opuesta de la laguna y que se detienen en la orilla sin dirigirles una sola mirada, para abrevar los caballos. La superficie violeta de la laguna, tan lisa y luminosa, contamina los contornos de los jinetes que parecen cintilar. En medio de ellos, el hermano, más chico que los peones, un poco encorvado sobre el cuello del caballo que se inclina hacia el agua, no mira a ninguna parte, la cabeza de lado, protegido por el mutismo rígido y tal vez un poco cohibido de los peones que han sin duda reconocido a Garay López, esos peones que, como Garay López le ha dicho más de una vez, jugaban con él en la estancia y lo acompañaban a caballo al anochecer hasta las puertas de la ciudad. Con dificultad, Bianco reprime su respeto maravillado por esa especie de fuerza que emana del grupo, los ve exteriores, de una sola pieza, extranjeros a la piedad y a la vacilación, idénticos al soplo que los mueve, capaces de fidelidad y de violencia, sin que, igual que para los pumas y las serpientes, violencia y fidelidad signifiquen nada para ellos. Después de unos minutos, como si hubiesen estado solos en la llanura que ya entra en la noche, hacen girar a los caballos que chapotean un poco en el borde del agua, y se alejan primero al trote, y después al galope hacia el punto de la llanura en el que han hecho su aparición.

Unos días más tarde, poco antes de volverse a Buenos Aires, Garay López le sugiere a Bianco que, puesto que la llanura le parece el lugar más adecuado para dedicarse por entero al pensamiento, se construya un rancho en pleno campo, lejos de la ciudad, en el que retirarse y pensar. Como cada vez que una idea le parece acertada, Bianco queda un momento inmóvil y pensativo, y por fin acepta. Un peón viejo de los Garay López se lo construye. Una mañana, llegan al lugar elegido, y el viejo, que ha traído un montón de palos irregulares sin que Bianco sepa de dónde ni cómo, ya ha plantado los cuatro principales y se ha puesto a mezclar en un charco de agua barro y estiércol. Dos días más tarde, pone el techo de paja y se despide, respetuoso, sin haber abierto una sola vez la boca, y cuando Bianco quiere darle unos billetes, el viejo, antes de agarrarlos, dirige una mirada interrogativa a Garay López, que asiente con un movimiento de cabeza.

—Su sistema, o lo construye aquí, o no lo construye —le dice Garay López desde el caballo, antes de irse para la ciudad y de la ciudad, al día siguiente, a Buenos Aires.

Bianco lo ve alejarse, también Garay López, primero masa compacta, y después espejismo y ruina en la llanura. La primera casa que tiene es ese rancho precario y flamante, deliberadamente pobre y vacío, para hacer surgir de él, de sus inmediaciones desiertas y silenciosas, como golpes callados y gélidos, el pensamiento, en su doble expresión de puro y de pragmático. A decir verdad, se juzga a sí mismo con demasiada benevolencia, y, desde la noche en París, casi sin ser consciente de ello, en su interior se confunden, tal vez ya hasta su muerte, la ceguera sobre sí mismo, la humillación enterrada que todavía lo perturba con sus sacudones mortales, y el resentimiento. A fuerza de querer confundir al mundo en lo relativo a sus orígenes, está terminando por confundir él mismo sus orígenes, y lo que es opaco y brumoso para el mundo, ya lo es también para sí mismo, de modo que las máscaras sucesivas que ha ido llevando desde los comienzos inciertos, en un lugar incierto, ya no sabe bien cuál, las máscaras de La Valette, de Oriente, de Londres, de Prusia, de París, de Buenos Aires, se apelmazan, viscosas, contra su cara, y la deforman, la borran, la vuelven mera materia perecedera y residual, lo transforman a él mismo en el argumento viviente de los que odia, de los que, arrancándole la máscara en París, creyendo descubrir su verdadera cara, dejaron en su lugar un agujero negro, que él va llenando, poco a poco, con títulos de propiedad, con ganado, con ese rancho en cuya puerta está ahora observando cómo Garay López, sacudiéndose sobre el caballo, se vuelve cada vez más diminuto en dirección al horizonte hasta que desaparece por completo.

Y será desde el rancho también que, sentado al sol en la primavera siguiente, con su escritura prolija, muy cuidadosa, y bastante lenta, de quien tal vez ha aprendido tarde a escribir, redactará, con un placer nuevo, desconocido para él, o probablemente olvidado ya a los cuarenta y tres años, una carta para Garay López:

«Mi talento para los negocios queda demostrado todos los días. Pero el ganado no me basta. Los ganaderos de esta región, usted lo sabe mejor que yo, caro dottore, viven en otro siglo, y los problemas con el vecindario son numerosos. Con su familia no puedo decir que haya problemas: después de tres años de estar aquí, no he logrado intercambiar todavía un solo diálogo con su hermano. Tengo ganas de intentar otros rubros, la agricultura, sin ir más lejos, y el comercio en general, y más tarde, por qué no, la importación y la industria. Por ejemplo, en Europa, yo lo sé, están rodeando los campos con hilo de hierro, para distinguir bien las propiedades, contener el ganado y contentar al mismo tiempo a ganaderos y a agricultores. Algún día tal vez podamos ver estos campos un poco más civilizados.

»Pero estoy dando un rodeo para no contarle las verdaderas novedades. ¿Sabe que me estoy haciendo construir una casa? La quiero grande, con dos patios, con muchas habita-dones, un lindo zaguán y un poco de mármol en la entrada. Al principio pensé hacerla de altos, como habrá visto que se está poniendo de moda en Buenos Aires, pero al final me decidí por el modelo local. Y ahora viene la verdadera noticia: he conocido a una personita, hija de inmigrantes italianos, pero nacida aquí en su ciudad, así que podemos considerarla comprovinciana suya. Frecuento a la familia desde hace tres o cuatro meses, y si me atreví a hablar con el padre, es porque me ha parecido percibir en algunas de las actitudes de la hija que no le soy del todo indiferente. Cuando la conozca, verá que no le exagero si le digo que es de una gran belleza. Y el padre me ha acordado la mano sin vacilar. Sin embargo, hemos decidido esperar un tiempo para casarnos, ya que Gina —es el nombre de la amable criatura— necesita, según la madre, un poco de preparación para el matrimonio, porque recién acaba de cumplir dieciséis años.»