LLAMÉMOSLO NOMÁS BIANCO. Que en ciertos períodos de su vida él se haya hecho llamar Burton, le explicaría un día a Garay López, no se debía más que al color de sus cabellos, considerando que llamarse Bianco puede minar la credibilidad de un pelirrojo. A. Bianco tal vez, como lo estampa a menudo su firma lenta y cuidada, de rúbrica trabajosa y compleja, más atenta a la individuación bien definida que a la estética, A. Bianco, eco de lo que en otras épocas ha sido A. también, pero por Andrew, A. Burton y que, después de la escaramuza con los positivistas en París, decidió cambiar. ¿Andrea Bianco quizás? A.

Bianco, en todo caso, seguro, aunque la inicial, en vez de aclarar un poco el misterio, contradictoria, lo oscurece, de modo que ya que él lo prefiere, y aun cuando ese nombre entre en conflicto con su procedencia brumosa y con el color de sus cabellos, que todavía a los cuarenta y seis años se encrespa en matas abundantes y rojizas, lo vamos a llamar, nomás, para simplificar, Bianco.

El caso es que ahora, dubitativo, está parado en medio de la llanura, y a causa del aire gris, uniforme, no demasiado frío, de la tarde de fin de invierno, el pelo rojizo, las cejas y las pestañas rojizas, tirando a ladrillo, parecen más rojas todavía, y a unos doscientos metros a sus espaldas el rancho, única elevación rudimentaria en la tierra chata y monótona cubierta de pasto gris, constituye un fondo precario, un poco inconsecuente, más decorado que vivienda, cuya modestia contrasta con la vestimenta cara, a todas luces europeas, de su propietario —no únicamente del rancho, sino de toda la tierra chata que se extiende desde sus pies hasta el horizonte y que se extendería a su vez hasta el horizonte desde sus pies si estuviese parado en cualquiera de los puntos del círculo que, por ilusión óptica, junta a lo lejos el cielo gris con la llanura. Es la parte trasera del rancho, una pared rectangular de adobe, de un grisáceo pardo, rematada por el plano inclinado de una de las dos aguas del techo de paja. A la distancia, no parece tener más espesor que un telón pintado, ya que Bianco, al hacerlo levantar por uno de los peones de los Garay López, un criollo viejo especialista en la cosa, le ha pedido con insistencia la construcción más sencilla, la más austera, capaz de contener apenas un catre, un banco, una mesita, un farol, una fiambrera, lo estrictamente necesario para subsistir algunos días de tanto en tanto lejos de la ciudad, en soledad total, dedicándose entero al pensamiento con el fin de refutar, de una vez por todas, a la camarilla positivista que, de algún modo, seis años atrás, lo ha forzado a abandonar Europa. Aunque ahora que ha salido un poco al campo, distraído, por ver si el cielo gris traerá lluvia y decidir si volverá a la ciudad esta misma tarde o mañana por la mañana, asaltado, como le ocurre a menudo, por un pensamiento práctico en medio de sus meditaciones filosóficas, se ha puesto a pensar en ladrillos, de modo que durante unos instantes sus pensamientos, las imágenes que se despliegan rápidas pero claras detrás de su frente, tienen el mismo color rojizo que el pelo abundante, encrespado en ondas un poco rígidas, que las recubre en la parte exterior de la cabeza.

Cuando, seis años atrás, la ha visto por primera vez en los alrededores de Buenos Aires, a la semana de haber desembarcado, le ha parecido, casi de inmediato, que por su monotonía silenciosa y desierta, la llanura era un lugar propicio a los pensamientos, no los rojizos y rugosos, del color de sus cabellos, como los que tiene ahora, sino sobre todo los pulidos, los incoloros que encastrándose unos en otros en construcciones inalterables y translúcidas, le servirían para liberar a la especie humana de la servidumbre de la materia.

La extensión chata, sin accidentes, que lo rodea, gris como el cielo de finales de agosto, representa mejor que ningún otro lugar el vacío uniforme, el espacio despojado de la fosforescencia abigarrada que mandan los sentidos, la tierra de nadie transparente en el interior de la cabeza en la que silogismos estrictos y callados, claros, se concatenan. Pero él no desdeña tampoco los otros, cualquiera sea su color, ladrillo por ejemplo, como ahora, o los pensamientos que tiñe la carne mate de Gina, que se vuelven curvos, redondos, como las formas de su cuerpo, negros y lisos como sus cabellos, bruscos y un poco pueriles como su risa, blandos y húmedos como su abandono. Su desdén por las cosas materiales viene tal vez de la facilidad con que las comprende, las resuelve y las domina. Así, al llegar a la llanura con sus títulos de propiedad, ha decidido, de un solo vistazo, observando a los ricos del lugar, que él se dedicará al ganado y al comercio —hacer todo como hacen los ricos, si se quiere ser rico, ha sido, desde que ha podido frecuentar a los ricos y estudiarlos de cerca, su regla de oro, gracias a su facilidad, a su astucia práctica, que en él es un don como en otros la aptitud para la música, esa astucia que ahora tiñe sus pensamientos del mismo color ladrillo que sus cabellos, porque como sabe que los inmigrantes están llegando de a decenas, de a cientos de miles a la llanura en la que por leguas y leguas no se ve un árbol ni una piedra, esos inmigrantes, cuando hayan hecho un poco de dinero cultivando trigo y quieran vivir en casas más sólidas que los ranchos de barro y estiércol que se construyen cuando llegan, necesitarán ladrillos para construir esas casas, y es él, Bianco, quien los hará fabricar para vendérselos.

Rechazando esos pensamientos con displicencia, casi con desdén, en litigio atenuado consigo mismo porque sabe que a veces sus proyectos pragmáticos tienen algo de revancha pueril, y sobre todo ineficaz contra aquello que lo rechaza, Bianco avanza un poco, haciendo chasquear el pasto gris con sus botas europeas, y concentra su atención en la llanura. El eco de sus propios pasos se demora todavía en su recuerdo, tan nítido como en el instante en que chasquearon realmente sobre el pasto, apariciones sonoras incontrovertibles y bien definidas, con contornos perfectos en el interior del silencio sin límites, igual que objetos en el espacio e, incluso más que objetos afines, en la llanura, a los sentidos y a la memoria. Durante unos segundos, Bianco se extravía en la transparencia gris de lo exterior, bien presente y claro aunque inconcebible, del que cada uno de los detalles, un pájaro negro que cruza, lento, el cielo en la altura, contra la capa uniforme de nubes grises, la extensión gris del pasto, el aire frío que colora un poco sus mejillas, la contundencia de su propio cuerpo, es como un desgarramiento o un peligro, masa o arista del magma material que lo aprisiona, la lava petrificada en la que los positivistas quieren enterrar a la especie, cuando él, Bianco, ya ha demostrado muchas veces que el pensamiento dirige la materia, la moldea a su gusto, la atraviesa y la desplaza; que, filtrándose por los huesos del cráneo igual que el agua por paredes porosas, el pensamiento reencuentra por sí mismo y más allá de los huesos y de los órganos al pensamiento, que basta con concentrarse, con trabajar y afinar los dones para vencer la inercia repugnante de la materia y demostrar, transgrediendo sus supuestas leyes ineluctables, su carácter de formación secundaria, de efecto menor de un plan que la desprecia o la ignora, de residuo excremencial del espíritu. Europa entera ha debido rendirse ante la evidencia que, él, Bianco, durante casi diez años le ha presentado —piensa Bianco ahora, con indignación un poco humillada, sacudiendo la cabeza presa de una convicción impotente que lo exaspera y lo hace exclamar, en voz alta y en italiano:

—La ciencia ha verificado varias veces mis dones.

Sobresaltándose al oír su propia voz, mira a su alrededor, un poco avergonzado, temiendo que alguien haya podido sorprenderlo hablando solo en el desierto, aunque sabe que en varias leguas a la redonda no debe haber ningún ser humano, aparte del capataz y de los cuatro peones que se encargan del ganado, a los que por otra parte les ha dado órdenes de evitar en lo posible el rancho que le sirve de retiro, lo cual lo obliga a reconocer ante sí mismo, acrecentando de ese modo su humillación, que el sobresalto le viene de comprobar que a pesar de los seis años transcurridos, la herida sangra todavía hasta el punto de hacerle perder la calma y obligarlo a gesticular y a debatir en voz alta, en la siesta fría de agosto, con la llanura. Él puede leer los pensamientos ajenos, desplazar objetos a distancia por concentración mental, modificar la forma y hasta la substancia íntima de los metales por el simple contacto de sus dedos: el propio Maxwell, en Londres, que un poco más tarde unificaría el campo electromagnético, ha asistido a una de sus experiencias, verificando personalmente las condiciones de su realización, y ha debido inclinarse ante la irrefutabilidad de los hechos. De modo que no vale la pena ofuscarse. Es verdad que, después de la emboscada positivista en París, destinada a perturbar la experiencia, sus dones se han debilitado, y que durante algunos años, alterado por la campaña de los periodistas franceses contra su persona, se ha abstenido de practicarlos, pero desde hace varios meses, y gracias a la colaboración de Gina, en la que está casi seguro de percibir indicios del don necesario, ha empezado otra vez a trabajar su concentración y sus facultades de comunicación telepática.

Sin llegar a convencerse del todo, Bianco se deja apaciguar por sus pensamientos y se aleja un poco más del rancho. La visión fugaz, ligeramente dolorosa, de la materia adversa que lo aprisiona, se vuelve de nuevo la llanura vacía y despejada, la tierra chata de la que, desde hace seis años, es único propietario y en la que el ganado que ha soltado en ella al tomar posesión, se multiplica sin descanso, pasivo, disponible y dócil. Con la misma facilidad con que sus virtudes utilitarias han sabido detectar las posibilidades de hacer dinero —observando con atención en cada lugar a los ricos de ese lugar y haciendo exactamente lo mismo que ellos, con la ventaja suplementaria de hacer de un modo consciente lo que en ellos es mero instinto de conservación— su pragmatismo constitutivo le ha permitido adaptarse al salvajismo casi obligatorio de la pampa y actuar en él con naturalidad tan perfecta que los gauchos que lo sirven, y a los que les paga el sueldo con exactitud y cierta generosidad, se basan menos en esa corrección un poco ostentosa que en el revólver bien visible en su cintura, para forjarle una reputación en la región que induce a los desocupados, aun a los más peligrosos, a mantenerse alejados del rancho estricto de sus meditaciones cuando saben que ha venido a retirarse en él por algunos días. «Chapeau, cher ami», suele decir, con admiración un poco burlona, el doctor Garay López, «usted ha conseguido en un par de años, por simple decisión unilateral, lo que a mi familia, que desciende del fundador de la ciudad y tiene ya cuatro gobernadores en su haber, le ha insumido tres siglos de expoliación y látigo». De ese modo peculiar que tiene de conversar con él, mezclando frases en español, francés, inglés, italiano, y haciendo gestos elegantes e irónicos, un poco histriónicos tal vez, Garay López se lo recuerda a menudo, expresando en forma admirativa un sentimiento más bien reprobatorio que él tolera porque está convencido de que, si esa reprobación fuese auténtica, Garay López no se hubiese asociado con él para importar alambre de Alemania y vendérselo a los ganaderos de la provincia.

Parándose de golpe, Bianco alza la cabeza. A diferencia del que ha visto hace unos momentos, los pájaros que ahora cruzan el cielo, cinco o seis, lo hacen aleteando rápido, un poco en desbandada, como si algo los hubiese espantado, así que de un modo instintivo, baja de nuevo la cabeza y se pone a escrutar el horizonte, en la dirección de la que provienen los pájaros, y le parece ver, en el punto mismo en que la tierra se junta con el cielo, una mancha diminuta, achatada y moviente, como trazos irregulares y nerviosos hechos con un lápiz para borronear groseramente una línea horizontal. Intrigado, Bianco se inmoviliza, observando el borroneo móvil que perturba, sobresaliendo un poco contra ella, la lisura vacía del horizonte. Regordete pero sólido, menos arropado de grasa que morrudo o espeso, imberbe y preocupado, reconcentrado en sí mismo más bien, y con un dejo amargo en los labios aun en los días de su gloria europea, con su saco de cuero sobre la camisa de lana escocesa, los pantalones de terciopelo bordó que se hunden en las cañas altas de las botas, el pelo y las pestañas rojizas y las venas azuladas que viborean bajo las arrugas en la frente y alrededor de los ojos, da la impresión de ser, durante unos segundos, no un ser humano, sino la estatua que lo representa, una reproducción en madera, tamaño natural, recubierta de colores un poco chillones, un anacronismo recién pintado erigido en medio de la llanura.

Es en Londres, unos quince años antes, hacia 1855, que ha comenzado su notoriedad. En esa época se hacía llamar Burton, A. Burton, y decía haber nacido en Malta, explicando de ese modo su inglés italianizado, rudo y transparente. Pero más tarde, en el continente, adoptará definitivamente el nombre de Bianco, para neutralizar la desconfianza legendaria del resto de los europeos hacia los ingleses y facilitar de ese modo su penetración en los medios intelectuales y científicos. La isla de Malta, con su prestigio esotérico y su tradición mixta, occidental y oriental, le permitía reforzar su aura y, disminuyendo la precisión de sus orígenes, aumentar, de un modo paradójico, su credibilidad. Únicamente más tarde, después de la conspiración positivista, cuando, decidido a dejar Europa, trabajará para el gobierno argentino a cambio de títulos de propiedad, incitando a los campesinos italianos a venir a instalarse en la llanura, adoptará la nacionalidad italiana, y hará del toscano su lengua materna, un poco atípica tal vez, a causa de los años pasados en Prusia, en Inglaterra y en Francia, y a su manía, casi a su superstición, de obstinarse en hablar todos los idiomas, no sin cierta facilidad, con un acento extranjero difícil de identificar y que a veces da la impresión de una malformación en la lengua que le impide pronunciar correctamente. A causa de esas indeterminaciones de varios órdenes, natales, raciales, lingüísticas, Garay López, para mostrar que no se le escapan, pero que como corresponde a un verdadero caballero ha decidido pasarlas por alto, lo interpela en varias lenguas a la vez «Cher ami… dear friend... caro amico!», apoyando fuerte la pronunciación en la última palabra y mirándolo fijo a los ojos con una sonrisa llena de sobreentendidos, lo cual irrita a Bianco, e incluso lo enfurece, sobre todo porque está obligado a simular que no percibe la alusión.

En Londres, hacia 1855, ha emergido de esa penumbra, en un teatro de segundo orden, ejerciendo sus poderes, la transmisión telepática, el desplazamiento de objetos a distancia, la distorsión de la materia por mero contacto, y afirmando que ese don, que él ha llevado a la perfección cultivándolo durante años, está en todos y que basta creer en él y disolver el residuo excremencial del espíritu que es la materia, como le gusta llamarla, para ejercerlo plenamente, de modo que los teatros en los que actuaba fueron llenándose de gente que traía sus propias cucharas, sus propias barras de metal y sus viejos relojes de bolsillo a los que les habían saltado los resortes, y, concentrándose bajo su dirección, los apretaban con fuerza, cerrando los ojos, convencidos de la naturaleza secundaria de las substancias aglutinadas, hasta que las barras de metal y las cucharas se quebraban o se retorcían como si hubiesen sido de caramelo blando o de arcilla y los relojes se ponían otra vez a funcionar. A medida que los teatros iban volviéndose más céntricos y más espaciosos, las garantías científicas a las que apelaba públicamente para controlar sus demostraciones iban siendo cada vez más estrictas, y su táctica principal, visitar a los escépticos que lo denostaban en los diarios y proponerles sin restricciones la supervisión de los controles, logró convencer a sus detractores, obligándolos a abandonar las últimas reticencias. El propio Maxwell terminó por declarar a un periodista: «Mister Burton y yo trabajamos sin duda sobre un campo experimental similar, que sería difícil definir en el marco de una entrevista; sólo diferimos en nuestra metodología, en nuestros presupuestos teóricos y en nuestros objetivos.»

Otro de sus dones era la telepatía. A los psiquiatras que le presentaban objeciones, los invitaba al teatro, los hacía dibujar algo a escondidas en una hoja de papel, en un rincón del escenario, y él reproducía el dibujo ante el público, con tizas de colores, en un gran pizarrón, con mayor o menor exactitud pero casi siempre con una forma muy semejante a la del original, que después se desplegaba para ser comparado con la reproducción hecha a tiza; y él, con seriedad y sin ningún orgullo desmedido, afirmaba que, a diferencia de las formaciones caprichosas y asimétricas de la materia, el espíritu se manifestaba en unas pocas figuras universales que reproducen, contienen y explican la esencia de las cosas y que bastaba solamente saber percibirlas y descifrarlas. «Paciencia y autenticidad son suficientes», decía. «Nosotros —en el escenario usaba el plural mayestático— no queremos ni polemizar ni convencer a los materiales. No ignoramos la materia, no la negamos. Únicamente queremos demostrar su naturaleza secundaria.»

Dos años más tarde, se le abrían las puertas de la Universidad. No solamente las salas de conferencias, sino también los laboratorios de física y los anfiteatros de medicina y de psiquiatría. Un día, en uno de ellos, al final de una de sus demostraciones, un joven de aspecto enfermizo, prematuramente calvo y bastante tímido se le presentó, diciendo que era el hijo de un alto dignatario de Prusia y que deseaba invitarlo, en nombre de las autoridades de su país, a una serie de conferencias, pero que previamente le encantaría recibirlo a almorzar en Londres. Contrariamente a lo que dejaba suponer su aspecto raquítico, el joven prusiano comía con apetito, y tenía una conversación enérgica y abierta, y no sólo aceptó, sino que recomendó que, para dejar Inglaterra y comenzar a mostrar sus dones en el continente, Burton cambiara de nombre y comenzase a llamarse Bianco —lo que fue haciéndose, no de golpe, sino gradualmente, de modo que el primer año en Prusia llevaba los dos nombres a la vez, por momentos uno, por momentos el otro, y en ciertos casos los dos juntos, hasta que por fin adoptó de un modo exclusivo Bianco como primer nombre y Burton como apellido materno ya que, a decir verdad, había en el fondo de sí mismo una indecisión en lo relativo a su nombre, una resistencia a dejarse representar por uno solo, como si temiese que, a causa de una apelación demasiado tajante, muchas partes de su ser se secaran y desaparecieran. Por seis o siete años todavía, seguiría proclamando Malta como su isla natal, Malta, en la que habían convivido o se habían cruzado templarios, gnósticos y sarracenos y que, arcaica y un poco indefinida acrecentaba, con destellos oscuros, paradójica, su aura.

Durante varios años, Prusia lo acogió y lo mimó —frecuentaba la nobleza, los medios científicos, las actrices, el Estado Mayor. De vez en cuando, las embajadas le preparaban giras de conferencias en el extranjero, presentaciones en las Universidades, encuentros con científicos e incluso con autoridades religiosas, que veían en sus teorías de la supremacía del espíritu sobre la materia una confirmación inesperada y moderna de algunos viejos dogmas de los que las masas empezaban a distanciarse. París lo sedujo y, de vuelta en Prusia, comenzó, un poco cansado de la vida provinciana, a preparar su retirada con el fin de hacer de París su residencia permanente y lanzar desde allí su mensaje al mundo entero. Pero temía que sus protectores prusianos no lo dejaran partir. Para su sorpresa, acogieron la idea con entusiasmo, y un día recibió la invitación de presentarse al Estado Mayor para una entrevista privada con uno de los oficiales principales. El oficial lo recibió amablemente, le ofreció un cigarro, y le explicó la razón de la entrevista: el servicio de contraespionaje prusiano desearía que Herr Bianco se encargase de penetrar, con sus evidentes dones telepáticos, las intenciones del Estado Mayor francés, eso naturalmente, de manera poco sistemática, aprovechando sus eventuales amistades en París, y su frecuentación de las esferas en las que la embajada de Prusia se encargaría de introducirlo.

«Malta, mi coronel, es mi isla natal», respondió Bianco, «Inglaterra el escenario de mis primeras demostraciones científicas, pero Prusia es mi patria de adopción, y la patria impone deberes que el honor y el reconocimiento no saben eludir».

Así que se instaló en París. Escépticos menos por convicción íntima que por intereses profesionales, los medios académicos lo consideraron con reticencia, pero de salón en salón, de fiesta en fiesta, de adulterio en adulterio, fue conquistando las relaciones necesarias, y al año siguiente ya era un personaje público que un puñado de adeptos consideraba como la prueba viviente de la irrealidad sórdida de la materia mientras que un enjambre de snobs se disputaba su presencia en lunchs multitudinarios y en chocolates. Los diarios polemizaban sobre su caso; un miembro del Instituto lo atacaba, pero la Academia de Ciencias, más prudente, lo defendió, arguyendo que los ataques a priori no condecían con el método experimental y que el siglo autorizaba su aplicación imparcial a cualquier objeto, y que por tales razones la Academia de Ciencias, hasta tanto no se hubiesen hecho las verificaciones necesarias, no se expedía ni en favor ni en contra.

En sus demostraciones públicas, más espaciadas, él continuaba retorciendo cucharitas y barras de metal, poniendo en funcionamiento otra vez relojes desahuciados, reproduciendo casi a la perfección, por transmisión telepática, dibujos ocultos, dándoles forma poco a poco en un pizarrón, después de un momento de concentración dolorosa, con tizas de colores. Su simple proximidad llenaba de indecisión a la brújula, encabritaba la electricidad, volvía caprichosos a los imanes, dotaba a los tornillos de un movimiento de insectos. Vayan a sus casas, concéntrense, olviden el prestigio de la materia, decía, y su resistencia obstinada va a evaporarse cuando la sometan al fuego incesante del espíritu de cuya fuerza yo soy la prueba viviente. Y los relojes empezaban a funcionar otra vez, las barras de metal se retorcían, la brújula vacilaba.

De tanto en tanto, redactaba un informe para la embajada de Prusia, sin mucha convicción, esperando el momento de liberarse de su misión, por considerarla indigna de sus dones y peligrosa para su reputación; pero cuando dejaba vislumbrar la posibilidad a los funcionarios de la embajada, los funcionarios le daban a entender que esa posibilidad era remota, y que desde el momento en que había redactado el primer informe, su destino personal y el del Estado Mayor seguirían unidos hasta el fin de los tiempos. Bianco asentía con una sonrisa resignada, que acentuaba todavía más la expresión amarga de sus labios, de la que no se sabía si debía atribuirse a la forma original de su boca, o a una mueca adquirida en los primeros treinta años brumosos de su vida.

Un día, la Academia de Ciencias le mandó una carta, invitándolo a realizar una demostración en sus laboratorios. Era el momento, decía la carta, de probar sus dones telepáticos y telecinéticos ante un grupo reducido de científicos, sin la presencia del gran público, y en condiciones de experimentación que la Academia misma establecería. La Academia partía del principio de la buena fe de ambas partes, y pensaba que una experimentación meticulosa no podía sino ser útil a la ciencia. Bianco no dejó de percibir el laconismo perentorio y ligeramente severo de la carta, pero el desafío lo excitaba, aun cuando vislumbraba una trampa, y aceptó, sabiendo que si salía vencedor, lo que él llamaba en los salones y en los teatros su simple verdad adquiriría un carácter inquebrantable y definitivo. Una tarde de invierno, solo, se dirigió a la Academia y se sometió a la experiencia. Ocho personas la controlaban; entre ellas, un señor maduro, vestido de negro, que lo miraba todo el tiempo con simpatía. Al anochecer, lo liberaron sin expedirse sobre los resultados. En la calle, el señor maduro lo alcanzó, lo escrutó un momento con curiosidad admirativa, y lo invitó a cenar. A su juicio, los miembros de la Academia parecían convencidos de la autoridad de sus dones, y sin duda las conclusiones tardarían en hacerse públicas, en forma de comunicación por parte de alguno de los científicos presentes que asumiría el papel de relator. Él, en cambio, estaba totalmente convencido, pero sólo era abogado y periodista. Él pensaba que, para obligar a la Academia a expedirse rápidamente, Bianco debía hacer una gran demostración pública en algún teatro. Si Bianco estaba de acuerdo, él se encargaría de organizaría. Bianco meditó en silencio durante unos minutos, entibiando su copa de cognac en la palma encogida de la mano, y por fin aceptó.

El periodista hizo bien las cosas: llenó el teatro más grande de París de adeptos y detractores, periodistas, científicos, artistas, funcionarios y militares. Además de las experiencias habituales, organizó un debate en los intervalos para que Bianco pudiese explicar el origen de sus trabajos y para que sus partidarios y sus enemigos intercambiaran libremente sus argumentos, pero al subir al escenario, Bianco intuyó que la velada sería tormentosa, y, por los gritos y los disturbios constantes de la platea, que el número de los escépticos era infinitamente superior al de los convencidos. A pesar de todo, empezó a hablar, él no era de ningún modo un hombre de ciencia, sino un humilde objeto que se ponía a su disposición: él mismo había dudado, en su juventud, de sus poderes, inmerso como estaba, a causa de la educación recibida, en el magma excremencial de la materia, que era en el siglo un objeto de culto; el escepticismo que ostentaban muchos de los que estaban en esa sala, él lo había padecido durante años de duda y extravío, resistiéndose a creer en sus propios poderes que por otra parte, estaba seguro, existían, atrofiados por la falta de uso, en cada una de las personas presentes en el teatro. Durante su discurso, debió soportar algunos gritos, risotadas, y una o dos interrupciones, pero sus partidarios, y algunos de sus detractores, también alzaron la voz para imponer silencio, con solemnidad y energía, Por último, algunos científicos exigieron la realización de las experiencias. Bianco adujo que la sala estaba demasiado perturbada como para obtener la concentración necesaria, pero sabiendo que si reculaba lo que él llamaba su simple verdad corría el riesgo de estallar en pedazos, empezó su demostración, ante el silencio precario y la atención malévola de la sala, retorciendo, por simple imposición de manos, las consabidas barras de hierro, las cucharas, desplazando, sobre una mesa transparente, pequeños objetos de metal, haciendo funcionar otra vez relojes rotos y enmohecidos desde hacía años, obligando a las brújulas a vacilar y reproduciendo, por absorción mental, sobre un pizarrón, con tizas de colores, el dibujo que alguien hacía en la otra punta del escenario, fuera de su vista, en un papelito que después plegaba cuidadosamente en cuatro. Cuando terminó su demostración, los gritos y los silbidos apagaban los aplausos, hasta que uno de los científicos logró obtener silencio otra vez, después de muchos esfuerzos, y dirigió un breve discurso a la sala: «Vamos a realizar un examen comparativo entre la demostración de Monsieur Bianco, y uno de los miembros eminentes del Instituto (risas), que ha tenido la gentileza de prestarse a nuestra experiencia.» Y señalando con el brazo hacia las bambalinas, al mismo tiempo que una orquesta oculta en el foso comenzaba a tocar bruscamente una música de circo, incitó a entrar a alguien que esperaba fuera del escenario.

Un payaso, la cara oculta por un antifaz y una narizota colorada, hizo su aparición, simulando hacer grandes esfuerzos para correr pero avanzando muy despacio, hasta que estuvo en medio del escenario y, sin pronunciar palabra, actuando al ritmo de la música que se hizo más lenta, empezó a realizar, con gran rapidez y facilidad, todas las experiencias de Bianco, torciendo las barras de hierro, poniendo en funcionamiento relojes rotos, haciendo oscilar rápidamente en ambos sentidos la brújula, recibiendo objetos de un grupo de científicos que estaba a su derecha, y pasándoselos modificados a otros científicos que estaban a su izquierda, hasta que empezó a hacerse una ronda, bajo la mirada aterrada de Bianco, los científicos de la derecha que recibían del público cucharas, pedazos de hierro, relojes y brújulas, los científicos de la derecha que se los pasaban al payaso, el payaso que ponía en marcha los relojes y retorcía las barras de hierro y se los pasaba a los científicos de la izquierda que los examinaban y los volvían a pasar al público.

«¡Yo soy prestidigitador! ¡Yo soy prestidigitador!», empezó a gritar el payaso. «¡Yo soy prestidigitador, pero también soy positivista!» La sala entró en un estado de furor, y empezaron a llover sobre el escenario, en dirección de Bianco, cucharas, relojes, barras de hierro, brújulas rotas. Bianco se abalanzó sobre el payaso, pero unos cuantos de los que estaban en el escenario lo retuvieron, mientras el payaso, que ahora comenzaba a hacer aparecer de la nada palomas, ramos de flores, un conejo, cintas de seda, papelitos de colores que flotaban en el escenario, gritaba sin parar: «¡Soy positivista! ¡Soy positivista! ¡Soy positivista!», con furia desmesurada, casi en una especie transe, hasta que, dándose vuelta, se aproximó a Bianco y murmuró: «Yo he pasado por algo semejante, estimado colega. Hace veinte años, tuve la misma tentación, y también terminó mal.» Y como se sacó el antifaz y la narizota colorada, Bianco pudo reconocer al periodista, a su propio socio, de cuya ausencia, algo en el fondo de sí mismo se había estado inquietando un rato antes, mientras realizaba su demostración, ya que sus ojos lo buscaban infructuosamente en el escenario y en la sala.

Al día siguiente la noticia salió en todos los diarios. Como uno de ellos insinuaba que aparte de farsante y de mitómano, Bianco era probablemente un espía al servicio de uno de los enemigos tradicionales de la república, no sólo se le cerraron las puertas de todos los salones, sino también las de la embajada que, ante la insistencia de las insinuaciones, se vio obligada a publicar un comunicado donde se precisaba que el sujeto en cuestión había abandonado precipitadamente Prusia unos años antes, después de haber sido convicto repetidas veces de abuso de confianza y de mistificación. Después de retirarse un tiempo en Normandía, en una casa cuyos fondos daban al Sena, Bianco, que dos por tres se topaba, aun en la provincia, con alguno que lo reconocía (su retrato aparecía a menudo en diarios y revistas, antes y después del escándalo), pensó que era tal vez necesario para él reintegrar por un tiempo la zona brumosa, imprecisa, de la que había emergido alrededor de los treinta años y, juntando todos sus bienes, que a pesar de los reveses no eran pocos, ya que su sentido práctico y su cautela en materia de finanzas no estaban para nada contaminados por su desmesura y su gusto del riesgo en el otro plano, tomó un barco en Le Havre y se instaló en Sicilia.

Tenía un buen pasar, pero el rencor lo corroía. Al principio, aun en Sicilia le parecía percibir, en algunas miradas que cruzaba en la calle, la alusión burlona a las humillaciones pasadas. En su italiano endurecido por ese acento extraño con que hablaba todos los idiomas, un día increpó a un hombre que lo miraba de un modo más prolongado que lo conveniente, comprobando que el hombre ni siquiera lo había visto, ya que su mirada distraída se había estado perdiendo en un punto cualquiera del espacio, mientras escuchaba una cajita de música que tenía en la mano. Otra vez, se levantó furioso de un restaurant, porque le parecía que un grupo de personas que hablaban en voz alta y se reían en la mesa de al lado, estaban burlándose de él. Durante varios meses, padeció esos raptos alucinatorios. Una noche, en un burdel de Palermo, abofeteó a una prostituta porque era francesa y porque le había preguntado riendo si conocía París. Pero después se fue calmando, adormeciendo más bien, entrando en una especie de semisueño un poco sarcástico, acompañado de cierta glotonería y un alcoholismo reactivo, ligeramente ostentatorio, que en los restaurantes de los hoteles más lujosos de Sicilia los servidores consideraban con cierta condescendencia. Era como si, comiendo y bebiendo, estuviese tratando de enterrarse en su propio cuerpo, igual que en un sótano del que, al final, no tendría más que bajar sobre su cabeza el panel de entrada como si fuese una lápida. Pero eso no duró mucho tampoco, su cuerpo no lo soportaba. Al cabo de un mes de cama, a causa de una especie de reumatismo, un dolor general, terrible pero difícil de fijar en algún punto preciso del cuerpo, empezó a calmarse y a decirse que, después de todo, si salía otra vez a la calle con su bastón, sus mejores ropas, su sombrero, si se iba a pasear por la orilla del mar, y se encontraba cara a cara con alguno de los que había estado esa noche en París, no había que ofuscarse, ya que si los adictos de lo secundario, de las aglomeraciones residuales que constituyen la materia, habían ganado una escaramuza, él podía tomarse la revancha escribiendo contra ellos, que una velada en un teatro no puede no ser aniquilada por el tiempo sin dejar rastros, pero que un escrito, una suma de pensamientos concatenados y puestos uno debajo del otro sobre una hoja blanca y después multiplicados por la imprenta, era algo indestructible. Que él debía perderse otra vez, durante años, en la penumbra, y resurgir con esas páginas luminosas.

Un encuentro casual favoreció sus planes. Un día, en un hotel de Agrigento, conoció a un diplomático argentino, un cónsul o algo por el estilo que andaba recorriendo Italia para convencer a los campesinos pobres de venir a instalarse en la llanura en tierras que el gobierno les suministraría. A decir verdad, al cónsul le interesaba más la Magna Grecia que la agricultura, y después de un par de días de recorrer ruinas y de comer juntos en el restaurante del hotel, el cónsul le dijo que, si le interesaba convertirse en promotor del gobierno, él podía ofrecerle títulos de propiedad de unas veinte leguas cuadradas de buenas tierras para siembra y pastoreo en el noroeste de la llanura que el gobierno quería poblar. Él sólo tenía que convencer y embarcar hacia la Argentina el mayor número posible de campesinos italianos dispuestos a instalarse en la llanura. Seis meses más tarde, con sus títulos de propiedad en la valija, en un barco cargado hasta la temeridad de inmigrantes, apoyado en la borda del puente superior, el pelo color ladrillo encrespado un poco por el viento, observaba, con interés pero sin emoción, el puerto casi inexistente de Buenos Aires.

La tierra sin relieves a ras del agua, sin una sola roca, penetrando en el gran río marrón que prolongaba el mar, la costa desierta, el caserío insignificante, y, en los puentes inferiores, los inmigrantes arracimados entre bultos harapientos contemplando como hechizados el borde de lo desconocido, tratando de adivinar lo que podía haber detrás, con la esperanza de encontrar todo lo que él, Bianco, yéndolos a buscar a los campos de Piamonte, de Sicilia o de Calabria, les había prometido, hasta convencerlos de embarcarse, en una promiscuidad indecible, en tercera clase e incluso en las bodegas, mientras él viajaba en el puente superior, en un camarote especialmente preparado, contiguo al del capitán, con el que había jugado a la escoba durante toda la travesía y al que, para entretenerlo, en las noches de borrachera, le hacía algunos pases mágicos con las cartas, valiéndose únicamente de la mano izquierda, porque a causa de un abceso enorme en el anular, que iba empeorando a medida que avanzaba la travesía, tenía la derecha inutilizada. El abceso, que venía de una uña encarnada, formando una bola de pus en la punta del dedo, que había reventado varias veces y que se había vuelto a formar, cada vez más grande, le parecía, secretamente, el punto en el que su cuerpo concentraba los últimos vestigios de las humillaciones pasadas, la expulsión final de esos sedimentos de materia corrupta y engañosa que, igual que un veneno, había estado corriendo por su sangre en los últimos tiempos, de modo que, apoyado en la borda, desvió la mirada del desierto estimulante que lo esperaba, y del que veinte leguas cuadradas eran ya de su propiedad, y la fijó en el anular hinchado y rojo, deformado por un gran reborde de pus alrededor de la uña, con un esbozo de esa sonrisa amarga de la que no podía saberse si ya venía inscripta en la forma original de sus labios o si era una marca, análoga a una cicatriz, que le quedaba de los años oscuros.

Inmovilizado en medio de la llanura, Bianco escruta el horizonte. El borroneo leve, móvil, que alteraba la línea en la que cielo y tierra gris se juntan, se ha transformado en una mancha nerviosa, alargada, que empieza a cobrar relieve sobre la línea horizontal, y poco a poco, a medida que se despega de ella y va aproximándose, se desagrega y se transforma en una infinidad de puntos, y después de manchas oscuras que se sacuden y que van agrandándose, progresivas, y levantando un rumor remoto que todavía no llega a los oídos de Bianco pero que los pájaros, los topos, las liebres, las perdices y las comadrejas de la llanura ya han percibido, empezando a agitarse, escapándose en todas direcciones. Una liebre pasa a toda velocidad, esquivando a los saltos, despavorida, las matas de pasto reseco y ralo. Dos perdices salen de entre los pastos, y volando bajo, pesadas, recorren un trecho por el aire y vuelven a hundirse en la maleza y a levantar vuelo otra vez un poco más lejos. En el aire, bandadas de pájaros se dispersan a toda velocidad. Un topo golpea varias veces la pared de su cueva, bajo la tierra, y después se inmoviliza. Ahora, el rumor creciente que viene del horizonte empieza a llegar a los oídos de Bianco y poco a poco, del mismo modo que la mancha original ha ido desagregándose en una proliferación de manchitas oscuras y todavía sin forma, el rumor apagado va desplegándose en un ruido creciente y múltiple, que conserva sin embargo cierta uniformidad, y del que Bianco deduce que es producido por el galope de muchos caballos. Bianco palpa su revólver en la cintura y, arrancándose brusco de su inmovilidad, sale corriendo en dirección al rancho. Al doblar por la pared lateral y llegar a la parte delantera, casi tropieza con los dos caballos maneados que lo han traído de la ciudad y que lo llevarán de vuelta, y que tascan, indiferentes, y sin apetito ni convicción, briznas de pasto seco. Bianco entra al rancho, recoge una carabina de sobre la mesa, y sale otra vez al campo.

La tropilla avanza a todo galope por la llanura, dispersa y creciente como por cambios discontinuos de tamaño, y el ruido de los cascos resuena y repercute, desenvolviéndose bajo las patas de los caballos, y se disemina por el aire en el que los pájaros escapan en todas direcciones. Desentendiéndose de la llovizna fina que empieza a caer y que se aplasta, silenciosa, en su cara y en sus cabellos, Bianco, comprendiendo que ningún jinete los monta, baja la carabina y contempla con una expresión en la que la alarma va abriendo paso a la sorpresa y después a la maravilla, la enorme tropa de caballos oscuros que se acerca a toda velocidad alborotando el desierto un poco adormecido por el final del invierno. Deben ser más de dos mil, más de dos mil, piensa, moviéndose un poco excitado y golpeando el suelo, muchas veces, para calmar su excitación, con la culata de la carabina.

Los caballos, todos oscuros, el pelo de un tinte casi idéntico, con el mismo ritmo, la misma velocidad, en la misma dirección, masa sombría y palpitante, de una multitud unificada por todos sus miembros y al mismo tiempo dispersa en cada uno de ellos, aglomeración de carne caliente, de músculos y nervios y de sentidos, va propagando el estruendo por el campo vacío y saturándolo tanto con él, que hasta los pensamientos maravillados de Bianco son cubiertos por la proliferación sonora y se vuelven inaudibles o incomprensibles para él en su propia mente. Vigorosos, disciplinados y salvajes, parecen la pasta arcaica del ser desplazándose como un viento cósmico, dividida en un número indefinido de individuos idénticos, como una infinitud de estrellas separadas por la negrura pero constituidas todas por la misma substancia, o como una hilera de álamos brotados de la misma semilla y que, observados desde cierto punto del espacio, se superponen y se funden hasta dar la ilusión de ser uno solo. O semejantes a las gotas discontinuas y finas que van cayendo del cielo y que, formando la llovizna, empiezan a hacer relumbrar las cosas diseminadas en el vacío gris con destellos atenuados y húmedos.

Bianco comprende que la tropilla, sin dueño, recorre la llanura buscando campos verdes para invernar, y empieza a correr hacia ella con la intención descabellada de detenerla, apropiársela, domesticarla, hasta tal punto la carrera estrepitosa, inesperada, de los caballos, le ha hecho perder su sangre fría, la fachada de calma y decisión inalterable que ya es casi una leyenda para los otros —Garay López, Gina, los peones, sus relaciones comerciales, el mundo entero— aunque en su interior, detrás de la máscara a la que el pelo y las pestañas color ladrillo le dan un aire al mismo tiempo extraño y pueril, detrás de los labios amargos, la trepidación sea a veces tan intensa como la que producen los cascos en la llanura. Indiferente a sus corridas, a sus gesticulaciones, sin cambiar ni de dirección ni de velocidad, sin detenerse, sin siquiera advertir su presencia, como si él y los caballos evolucionaran en un espacio, en un tiempo diferentes, la tropilla llega a su altura y empieza a alejarse, siempre en línea recta, hacia el punto opuesto del horizonte, y Bianco alcanza a ver la ondulación de los lomos oscuros que restallan a causa del sudor o de la llovizna, mientras el estruendo de sus cascos va disminuyendo, y los caballos mismos perdiendo nitidez en el agua silenciosa que va haciéndose cada vez más densa, hasta que el ruido deja por fin de oírse y únicamente queda la mancha oscura, móvil y anónima, y cuando por fin se pierde más allá del horizonte, desapareciendo del todo, revela la naturaleza insidiosa de su aparición fugaz y problemática, de materia rugosa o de visión, y tan inasible ya para la experiencia, que su pasaje definitivo a los manejos caprichosos e inverificables de la memoria, no hará sino disminuir sus pretensiones de realidad.

Aturdido todavía por la aparición, sacudiendo un poco la cabeza, Bianco percibe por primera vez la llovizna y, corriendo sin apuro, dando de vez en cuando un saltito para evitar una mata un poco más alta que el resto, entra en el rancho sin siquiera dirigirles una mirada a los dos caballos que se sobresaltan un poco al verlo aparecer. Con un trapo que cuelga de un travesaño se seca la cara, el cabello, y ordenando rápidamente el rancho, guardando dos o tres libros y unos papeles en un bolso de cuero, se cubre con una capa impermeable que le llega casi hasta los tobillos, se cala el sombrero con lentitud y cuidado, y sale a ensillar los caballos.

«Si todo va bien, estaré con Gina al anochecer», piensa, golpeando con los tacos los flancos del caballo que monta para hacerle apurar el trote. El caballo, dócil, se apresura un poco, envidiando tal vez al de recambio que, libre por ahora de todo peso, trota junto a él con mayor facilidad, casi con alegría. El hombre y los caballos, encastrados en la llovizna, bien nítidos a causa de los destellos húmedos y grises, tienen sin embargo algo de fantasmáticos en el campo liso y vacío y tan idéntico a sí mismo en todas sus partes, que a pesar del trote rápido, ellos parecen estar realizando una parodia de cabalgata en el centro exacto del mismo espacio circular. Únicamente la luz va cambiando, de manera imperceptible y uniforme, penetrando las partículas blanquecinas de la llovizna, transformándolas en una especie de neblina de un gris lívido que al cabo de una hora se vuelve de un modo brusco verdosa, de un verde sombrío, como el de el fondo de un acuario, para pasar más tarde a un azul cada vez menos translúcido y que se adensa alrededor de Bianco y de los caballos y en las matas de pasto, hasta dar la impresión de que los cascos chapalean, en su pantomima monótona de cabalgata, en un charco de tinta.

Antes de que la negrura se trague todo, Bianco, casi sin detener el trote, cambia de cabalgadura, introduciendo una brevísima anomalía en el sistema rítmico que se mantiene desde hace horas, y que después de ese hiato casi imperceptible, prosigue del mismo modo hasta que Bianco y los caballos se van haciendo primero un poco inciertos, después ligeramente más sombríos y de contornos indefinidos, y por último invisibles en la oscuridad.

Pero con la noche llegan también, escasas en las afueras, dejando pasar al exterior por las ventanas las luces de los faroles, las primeras casas de la ciudad. Empapado, jadeante, Bianco apura, infructuoso, a su caballo; intimidado por los primeros obstáculos, los árboles, las casas, algunas siluetas sombrías que se apresuran bajo la llovizna, el animal trota con reticencia, y a pesar de su ansiedad, de su fatiga, Bianco lo deja hacer, de modo que llegan casi al paso hasta la casa. Desensillando, Bianco observa los postigos cerrados, pero unas rayas de luz se proyectan hacia el exterior a través de las junturas. Después de atar rápidamente las riendas a un poste, casi sin hacer ruido, con su saco de cuero en la mano, atraviesa el zaguán, y, bruscamente, abre la puerta de la sala.

Sentada en un sillón, el cuello apoyado en el respaldo, la cabeza echada un poco hacia atrás, las piernas estiradas y los talones apoyados en otro sillón, los zapatos de raso verde caídos en desorden en el suelo, Gina, con los ojos entrecerrados y una expresión de placer intenso y, le parece a Bianco, un poco equívoco, le está dando una profunda chupada a un grueso cigarro que sostiene entre el índice y el medio de la mano derecha. En otro sillón, con una copa de cognac en la mano, inclinado un poco hacia ella, Garay López le está hablando con una sonrisa malévola, y Bianco no puede precisar si la expresión de placer de Gina viene del cigarro o de las palabras de Garay López que, a pesar de sus ojos entrecerrados, parece escuchar con atención soñadora.

Durante una fracción de segundo, Bianco se queda inmóvil, con la mano derecha en el picaporte, la izquierda aferrando el bolso de cuero, recibiendo en la cara empapada el primer relente de aire de la habitación templada por el fuego de la chimenea, y sintiendo que los músculos de la cara se estiran un poco para no traicionar el tumulto que se arremolina en su interior y hace presión contra el reverso de su mente, duda, odio, desesperación, desprecio de sí mismo, furia, desaliento y violencia, pero después, cuando ve a Gina saltar del sillón atragantándose con el humo y ponerse a toser, y a Garay López levantarse y dirigirse hacia él con un asombro un poco confuso, Bianco se sobrepone y con tranquilidad lenta, casi maciza, cierra la puerta y empieza a atravesar la habitación.

—Qué sorpresa tan agradable, cher ami —dice Garay López, cambiando la copa de cognac de mano, extendiéndole la derecha que Bianco aprieta y sacude un poco con la suya, sin demorar el apretón.

—La mía, debo confesarlo, es menos definida —dice Bianco, y acercándose a Gina, que tose todavía atragantada por el humo, le saca con suavidad el cigarro de entre los dedos y lo tira a la chimenea.

A causa de la tos, a Gina le han saltado las lágrimas.

—No te esperaba hasta mañana —dice, secándose los ojos con el dorso de los dedos.

—La lluvia me decidió —dice Bianco.

—No hay nadie, ni cocinera, ni sirvienta, nadie —dice Gina, en tono de protesta y al mismo tiempo de disculpa—. Voy a ver qué puedo hacer de comer. ¿Usted se queda, Antonio?

Garay López vacila y, antes de responder, mira a Bianco, sin poder disimular su expresión interrogativa, esperando encontrar en él una respuesta a la pregunta un poco brusca de Gina. Pero Bianco simula no percibirlo. También él desearía escrutar las caras de Gina y de Garay López para saber qué imágenes, qué recuerdos, qué pensamientos chisporrotean detrás de la frente, en el fondo de los ojos que no traicionan nada de aquello que él quisiera saber, y cuya sospecha lo hace estremecerse y al mismo tiempo volverse liso, un poco rígido, en su esfuerzo por parecer natural y no traicionarse tampoco él. Pero eso le exige un esfuerzo desmesurado, sobre todo cuando observa a Gina, cuyo vestido rosa, bien ceñido en las caderas, está desabotonado hasta la mitad del pecho, dejando ver la camiseta de lana que suele ponerse en invierno bajo el vestido para protegerse del frío sin sacrificar su elegancia, y también cuando recuerda que al abrir la puerta y sorprenderla chupando el cigarro, sentada en el sillón con las piernas estiradas, Gina tenía el ruedo del vestido recogido hasta casi las rodillas. También la sonrisa malévola de Garay López, hablándole en voz baja y generando en ella una expresión de placer intenso, se ha incrustado, brutal, en la memoria de Bianco, y errabundea en ella desde que ha entrado en la habitación. Por otra parte, Bianco adivina que la visita dura ya desde hace mucho tiempo, porque sobre una mesita, cerca de los sillones, hay dos tazas con fondos de chocolate ya casi secos, restos de pasteles en una fuente, y varios cigarros aplastados en el cenicero.

Bianco simula no haber escuchado tampoco la pregunta de Gina y se queda esperando, sin tomar ninguna decisión, sin moverse, sin hablar, con la cara y el pelo empapados por la llovizna que ya están empezando a secarse al calor de la chimenea, de tal modo que la piel de la cara le tira un poco y de tanto en tanto siente un movimiento leve en los cabellos que la llovizna ha mojado a través y por los bordes del sombrero, cada vez que una mata de pelo, aplastada por la humedad, empieza a encresparse nuevamente. Casi sin darse cuenta, desearía que Gina o Garay López tomen alguna iniciativa, pero a pesar de su pregunta Gina sigue sin moverse, un poco cortada y recuperándose poco a poco de la aparición inesperada de Bianco, carraspeando de tanto en tanto a causa de su atragantamiento, mientras que Garay López, después de haber buscado unos segundos, de manera infructuosa, la aquiescencia de Bianco, vacía de un trago la copa de cognac, deja la copa sobre la mesita y empieza a acariciarse, con aire indeciso, la barba negra y bien recortada.

«Está pasando demasiado tiempo. Decir algo», piensa Bianco, y, como si no hubiese escuchado la invitación de Gina, propone a Garay López, con bonhomía contenida y una naturalidad laboriosa que se abre paso a través de su voz un poco enronquecida:

—No lo dejo irse sin otro cognac.

—De acuerdo. Pero es el último —dice Garay López comprendiendo que, de ese modo, piensa Bianco, la invitación a cenar queda anulada, y la copa de cognac representa una solución de compromiso.

—¿Me disculpa unos momentos si voy a secarme un poco y a cambiarme? Vengo galopando bajo la lluvia desde las tres —dice Bianco.

—Y nosotros aquí tan bien instalados. Me asaltan los remordimientos —dice Garay López.

—Voy a la cocina —dice Gina. Y a Garay López, sin siquiera estrecharle la mano antes de salir—: Hasta mañana quizás.

—No. Mañana vuelvo a Buenos Aires. Ya está todo arreglado.

Gina se vuelve hacia Bianco.

—¿Te ayudo a sacarte las botas? ¿Te hace falta ropa limpia?

—Puedo arreglarme —dice Bianco.

Gina mira los zapatos verdes tirados en el suelo y, sentándose en el sillón, empieza a calzárselos. Entre los tres parece haberse establecido un convenio tácito, según el cual se da por sentado que Bianco no saldrá de la habitación antes de que Gina se haya retirado, y en los pocos segundos que le lleva ponerse los zapatos de raso y salir en dirección de la cocina, Bianco y Garay López la observan en silencio, admirándola y tal vez compadeciéndola un poco, a causa de su juventud extrema, o de su sexo tal vez, imaginándola desposeída, inerme en razón de su belleza, en la que parece haber un elemento de inconciencia, y sin duda un poco turbados por la evidencia cruda de sus formas que el vestido rosa, demasiado estrecho, resalta en vez de disimular. Cuando desaparece cerrando la puerta tras de sí, una sensación, no totalmente extraña al llanto, a la crueldad y al peligro invade la pieza, entre los crujidos levísimos de los muebles y del piso encerado y el bramido discreto de las llamas en la chimenea. Casi inmediatamente, Bianco sale de la habitación, justo para ver, en el fondo de la galería, la fosforescencia atenuada del vestido rosa desaparecer en la penumbra junto a la puerta de la cocina.

Cruzando el patio de mosaicos cerca del aljibe, bajo la llovizna, Bianco llega a la galería de enfrente y entra en el dormitorio. No necesita encender la lámpara para comprender por la mancha blancuzca que empieza a vislumbrarse apenas sus ojos se habitúan a la oscuridad, que la cama está deshecha. En la penumbra deja su bolso de cuero, y, saliendo a la galería, se saca el sombrero y la capa, dejándolos sobre un sillón de caña y después, sentándose en el sillón, jadeando un poco por el esfuerzo, se saca las botas y las deja en el suelo, junto a las patas del sillón. En medias, sin hacer ruido, entra otra vez en el dormitorio y enciende la lámpara. Dirigiéndose hacia el lavatorio, cuelga el saco de una silla, se saca la camisa escocesa, el pantalón bordó, las medias y los calzoncillos, y, mientras va desnudándose, ni una sola vez su mirada se dirige hacia la cama totalmente deshecha, las sábanas retorcidas, la frazada amontonada a los pies, uno de cuyos vértices de seda toca el suelo, la almohada doblada en dos y apoyada contra el respaldar, y un almohadón blanco en el centro de la cama, un poco hundido como si un cuerpo hubiese estado apoyándose en él. Completamente desnudo, las nalgas chatas y blancas, el tórax inflado y formando una sola saliente con el vientre bastante elástico todavía, las piernas, la espalda y los hombros cubiertos de pecas, el sexo perdido en las bolsas de los testículos que cuelgan entre un matorral de pelos colorados, Bianco empieza a echar agua de la jarra en la palangana para lavarse, y recién entonces se atreve a mirar la cama, a través del espejo inclinado que cuelga encima del lavatorio y que la refleja en su totalidad, como si esa manera indirecta de observarla lo ayudase a paliar y a hacer retroceder el montón de pensamientos abominables que, igual que las hormigas de un hormiguero en llamas, salen despavoridos y sin orden de lo oscuro y empiezan a agitarse en su conciencia. Deja la jarra sobre el mármol del lavatorio y se dirige hacia la cama sentándose, desnudo, en el borde. A causa del frío sin duda, o por alguna otra razón desconocida, el vello ralo, rojizo, que le cubre el dorso de las manos, las muñecas, los antebrazos, empieza a desenroscarse, a erguirse, y la piel se llena de protuberancias pequeñas que inflan los cráteres diminutos de los poros, cuando se inclina hacia el almohadón, hacia la sábana cuyos pliegues acanalados la palma de su mano trata de alisar con movimientos infructuosos y, entrecerrando los ojos, examina la cama con cuidado, con interés, con atención profunda, sintiendo unos latidos obstinados en la nuca y una rigidez dolorosa en los músculos de la espalda.

—Qué transformación, cher ami —dice Garay López cuando lo ve entrar, recién lavado y peinado, con sus zapatos de entrecasa, su camisa escocesa cuadriculada en tonos diferentes a los de la que se acaba de sacar, y su pantalón de terciopelo azul eléctrico, un conjunto tan chillón como el de la tarde pero que utiliza una gama de colores diferentes, como si alguna anomalía en la percepción o en zonas oscuras de su personalidad requiriese esa abundancia cromática para equilibrarse, a diferencia de Garay López, cuya elegancia, que linda con el dandismo, se complace en la combinatoria diestra y deliberadamente pobre de tres o cuatro tonos apagados. Haciendo un gesto ambiguo con la mano para disimular la importancia de la supuesta transformación, Bianco invita a Garay López a sentarse no sin observar que, durante su ausencia, Gina ha vuelto a la sala, ya que la bandeja con los restos de los pasteles, las tazas de chocolate y el cenicero han desaparecido. Bianco se sienta frente a Garay López, se sirve una copa de cognac sin ofrecerle, y comenzando a calentar la bebida en la palma de la mano encogida contra el fondo del vaso cuyo pie pasa entre el medio y el anular, se apoya contra el respaldo del sillón y dirige a Garay López una mirada francamente interrogativa.

—Lo hacía en Buenos Aires —dice.

Garay López asiente, sacudiendo la cabeza, y se explica: para poder firmar el contrato de la sociedad de importación de alambre con Bianco, le ha sido necesario discutir un poco con su padre, ya que los capitales de que dispone por herencia materna, le son necesarios para vivir —Buenos Aires es un monstruo devorador que únicamente el oro apacigua de tanto en tanto—, y sólo una parte de la herencia paterna puede suministrarle las sumas necesarias para integrar la sociedad en los términos convenidos con Bianco; por lo tanto, y aprovechando la libertad que le han dejado en el hospital, se ha tomado el vapor la semana pasada para venir a pasar unos días en la ciudad. Está aquí desde el domingo a la noche, y mañana viernes al anochecer tomará de vuelta el vapor que baja desde el Paraguay para poder reintegrar el domingo por la noche la guardia en el hospital. Pero Bianco no tiene que preocuparse: ya todo está arreglado; no solamente su padre le ha acordado las sumas necesarias, sino que ha aceptado incluso continuar con la sociedad en el caso de que a él, Garay López, y sólo en ese caso, y si Bianco naturalmente está de acuerdo, llegase a su-cederle algo. Ayer por la tarde, han ido a firmar los dos ante las autoridades competentes, de modo que desde la tarde anterior, él y Bianco son ya legalmente socios y pueden comenzar las importaciones; de lo que él, Garay López, se enorgullece.

¡El domingo a la noche! Bianco, sin dejarlo aparentar, se estremece un poco y sus dedos se cierran sobre la copa de cognac mientras piensa que es justamente desde el domingo a la noche que él ha ido a retirarse al campo, y que tal vez Garay López ha estado viniendo todos los días a su casa durante su ausencia, de modo que la imagen terrible de Gina chupando el cigarro con los ojos entrecerrados y una expresión de intenso placer, en tanto Garay López, inclinado hacia ella le habla sonriéndole con expresión malévola, vuelve a asaltarlo, pero aflojando un poco los dedos y tomando un trago de cognac, le pregunta con interés imparcial y con entonación afectuosa:

—¿Y su hermano? ¿Qué reacción?

La cara de Garay López se ensombrece. Ah, cher ami: irrecuperable. Como cada vez que él llega de Buenos Aires, su hermano Juan ha desaparecido en el campo y sin duda no reaparecerá hasta no estar bien seguro de que él se ha vuelto a Buenos Aires. Es inexplicable tanto odio. Es apenas un muchacho y tiene aterrorizada a toda la familia; el padre ha debido armarse de todo su coraje para decidirse a firmar el contrato, porque también le tiene un poco de miedo. Y otra de las razones por las que ha accedido a adelantar una parte de la herencia, es porque en el fondo piensa que, si llegara a morir, Juan se quedaría con todo. No por avaricia, no: por odio simplemente.

Garay López se interrumpe, toma un trago de cognac con expresión soñadora, y alzando la mirada le sonríe con blandura:

—Pero todo esto es poco interesante. ¿Qué es de usted? ¿Cómo le ha ido en sus meditaciones?

Bianco señala el techo con la cabeza.

—La lluvia las interrumpió —dice.

Reticente, Bianco cambia de conversación: le parece que después de la escena que acaba de descubrir, hablar con Garay López de otra cosa que de la Sociedad de Importación de alambre, entrar en nuevas confidencias sobre su proyecto de refutación a los positivistas, sería acrecentar su inferioridad ante él, ponerse todavía más en sus manos si por las dudas la escena que presenció al llegar significara lo que sospecha en su fuero interno. Y adoptando el tono más jovial que puede desenterrar con esfuerzo desmesurado de entre capas y capas de desaliento y pesadumbre, le cuenta que a la hora de la siesta ha visto pasar una tropilla de más de dos mil caballos salvajes, que deben estar viajando sin duda para invernar, y que eso le ha hecho pensar en la urgencia de las importaciones de alambre y de lo acertado de la asociación.

—El otoño que viene, estaré alambrando mis campos. Cuando vean el resultado, van a venir ellos solos a comprarnos alambre.

—No me cabe la menor duda —dice Garay López.

Bianco lo mira. La devoción de Garay López parece sincera. El cabello y la barba, lacios, renegridos y cuidados, circundan la cara pálida y los ojos oscuros en los que refulge la mirada insistente, brillante, tan franca y provocativa a veces que parece lindar con la insolencia. De un modo inesperado, Garay López se para y deja sobre la mesita la copa en la que todavía queda un fondo de cognac.

—Quiero pasar la última noche con mi padre y mis hermanas —dice—. ¿Nos veremos en Buenos Aires?

—Por ahora no lo creo.

—El año que viene tal vez. Yo no creo tampoco que venga por aquí en mucho tiempo. La atmósfera es malsana.

Bianco se pone de pie y lo acompaña, dejando atrás el aire tibio de la sala para internarse en el zaguán oscuro y helado. Atados al poste, los caballos soportan inmóviles la llovizna, pateando de tanto en tanto el barro de la calle.

Los dos hombres se detienen en la puerta.

—Voy a entrar los caballos —dice Bianco.

En la oscuridad, Bianco tiende la mano, en un gesto irrisorio, ya que su ademán es invisible en la penumbra, pero Garay López, con una efusión inhabitual, lo abraza y lo aprieta contra su cuerpo, de un modo tan rápido, excesivo y firme, que Bianco, con los brazos estirados a lo largo de su cuerpo, trastabilla cuando el otro lo suelta, después de murmurarle casi al oído:

—Ha sido un inmenso placer, cher ami.

Bianco se queda unos minutos en la puerta, oyendo los pasos de su socio alejarse en la oscuridad, y después se decide a afrontar la llovizna en la vereda para entrar los caballos.

—Es todo lo que pude encontrar —dice Gina un poco más tarde, sirviendo una tortilla de papas y recogiendo los platos de sopa ya vacíos para apilarlos sobre el aparador antes de sentarse a la mesa. Bianco, cortando dos porciones de la tortilla circular y empujando la fuente para que Gina se sirva primero, responde encogiéndose de hombros mientras se sirve otro vaso de vino. En la calma bien iluminada del comedor, los movimientos de la pareja, repetidos día tras día en el momento de la cena, recuerdan los desplazamientos calculados y los gestos falsamente espontáneos de las representaciones teatrales y van llenando el tiempo que transcurre, impalpable y translúcido, igual que un puñado de cuentas de colores un frasco transparente. Seria, sin mirar a ninguna parte, Gina va cortando con el borde del tenedor pedacitos de tortilla amarilla que se lleva con distracción a la boca y que mastica despacio, con los labios entreabiertos, y tragando únicamente de tanto en tanto, cada tres o cuatro bocados, hasta que de golpe, en el momento en que está pinchando un trozo diminuto de pasta amarilla, deja caer el tenedor contra el plato y sale corriendo del comedor. Bianco la encuentra en la galería, parada en medio del chorro de luz que sale de la cocina y que, prolongándose en forma de trapecio alargado hacia el patio, ilumina una porción bien delimitada de la llovizna que cae lenta y blancuzca sobre los mosaicos. Los hombros de Gina se sacuden por los sollozos y, cuando lo siente llegar, Gina empieza a secarse las lágrimas y la nariz con la manga del vestido.

Impenetrable y neutro, Bianco se para a su lado, sin tocarla, esperando que ella alce los ojos y lo mire. En el patio, más allá de la galería, la llovizna cae sobre sus dos sombras alargadas que se proyectan en el piso de mosaicos.

—No debiste haberme arrebatado el cigarro —dice Gina—. Todavía estoy muerta de vergüenza.

Bianco oscila entre el furor y el alivio. La ha seguido hasta la galería convencido de que, aceptando el hecho de haber sido sorprendida en una intimidad equívoca con Garay López, ha decidido reconocer lo intolerable, y ahora que está junto a ella, Gina se pone a reprocharle un gesto que, si recuerda bien, realizó no con el fin de censurarla, sino para protegerla del humo que la estaba haciendo toser. Pero al mismo tiempo reconoce en su fuero interno que la expresión de placer con que Gina lo chupaba en el momento en que él abría la puerta fue una de las razones principales de su estupor.

—Lo hice porque tosías —dice Bianco, fingiendo sorpresa y empleando un tono inocente y protector.

Los sollozos de Gina se hacen más agudos, más rápidos, semejantes a un jadeo, y sus manos se aferran a la camisa de Bianco, tironeándola.

—Tengo que aguantarme a tu socio toda la tarde, servirle chocolate, cognac, escuchar sus idioteces… —aferrada a la camisa, Gina sacude a Bianco con violencia, ritmando sus palabras a cada sacudón, hasta que Bianco la agarra con fuerza de las muñecas y le arranca las manos de la camisa. Después, inclinándose hacia ella, le pregunta, insidioso, en voz baja, casi en el oído:

—¿Te dijo algo? ¿Te hizo algo?

—Me aburre. No veía las horas de que se fuera para meterme otra vez en la cama —dice Gina, parando súbitamente de llorar.

—¿Estuviste en la cama? ¿Todo el día? ¿Sola? —dice Bianco.

—No, con quién voy a estar —dice Gina.

—Todo el día sola, digo. No sola en la cama —dice Bianco.

Gina se echa a reír, abrazándolo.

—Entiendo todo al revés —dice. Y después, besándole con suavidad la mejilla—: No me trates así delante de nadie. No lo vuelvas a hacer. Me das miedo.

—No, no, no —dice Bianco en un murmullo rápido.

Y agarrándola del brazo, la arrastra despacio al comedor. Burlándose más bien con ironía familiar que con crueldad de las rarezas y de las manías de Garay López, terminan la cena.

Gina afirma que Garay López, con sus pretensiones de autor dramático, es más bien tacaño y está enamorado de sí mismo, de lo que es prueba el cuidado que pone en arreglarse y vestirse, siempre con la barbita recortada y el cabello perfumado y, según Gina, ni uno solo de sus gestos es espontáneo o exento de afectación. Pero Bianco, sorprendido por la locuacidad de Gina, lo defiende diciendo que es un buen médico, que de no haber sido por él al llegar a Buenos Aires le hubiesen cortado el dedo, y que su conversación es de lo más apasionante. En medio del alegato el humor de Bianco se ensombrece, y Bianco se pregunta si Gina, valiéndose de tácticas sutiles, no ha estado llevándolo al punto exactamente opuesto a aquel en el que hubiese debido encontrarse. Advirtiendo las fluctuaciones oscuras que deja pasar su mirada, Gina, que ha terminado de juntar la mesa apilando la vajilla sucia sobre el aparador para que las sirvientas la recojan a la mañana, le propone a Bianco que se pongan a trabajar: y dice que mientras él estaba en el campo, ella ha estado haciendo ejercicios de concentración y que esa misma tarde, sin ir más lejos, ha puesto un almohadón en el medio de la cama y, apoyando en él los hombros y la cabeza, ha tratado de entrar en comunicación telepática con Bianco. Sin esperar su respuesta, Bianco va a buscar al cajón del escritorio los instrumentos de trabajo y los deja caer sobre la mesa de madera lustrada.

—Estoy demasiado cansado para concentrarme —dice Bianco.

—Esta noche tal vez lo logremos —dice Gina, apoyando la mano sobre el hombro de Bianco y sacudiéndolo un poco, con mucha suavidad, para sacarlo de su abatimiento.

Bianco la mira y despliega sobre la mesa desnuda lo que ellos llaman los instrumentos: son tres rectángulos de cartón, idénticos, los vértices ligeramente curvos, de color azul claro, como tres naipes, pero cuando Bianco los da vuelta, en vez de los palos habituales de las barajas, aparecen tres estampas de un juego infantil que representan cada una una fruta diferente: una nuez, una banana y un racimo de uvas. Las estampas están hechas con trazos gruesos, netos, y los dibujos, bastante estilizados, representan cada una de las frutas en su acepción más simple, casi geométrica, sobre un fondo de color único bien parejo, contra el que el dibujo resalta de manera evidente. Así, la nuez, ovalada y dividida en dos partes iguales por dos paralelas verticales y muy juntas, marrón claro sobre fondo blanco, contiene en cada una de sus dos mitades varias líneas curvas simétricas que representan sus anfractuosidades; la banana, bien amarilla, se imprime en diagonal sobre un fondo rosa, y el racimo de uva consiste en realidad en una multitud de circulitos de un azul violáceo, formando en varias hileras irregulares de número decreciente un triángulo invertido, contra un fondo encarnado que le da al racimo somero una especie de relieve.

Bianco se pone de pie, echándole una última mirada a las estampas, y Gina ocupa su lugar.

Bianco entra en la sala a oscuras, y después de esperar unos segundos que sus ojos se acostumbren a la oscuridad, se desliza sin vacilar entre los muebles y se sienta en un sillón. Durante unos momentos todavía, realiza una serie de movimientos corporales, hace girar los omóplatos, sacude la cabeza para distender los músculos del cuello, se estira los dedos de las manos haciendo sonar las articulaciones, se refriega con lentitud los ojos y, después de cubrirse la cara con las manos y de cruzarlas en seguida, blandas, sobre el regazo, cierra los ojos y se inmoviliza. En los cuatro o cinco minutos que siguen ningún ruido humano, aparte de la casi imperceptible respiración de Bianco, puede oírse en la casa: únicamente, de tanto en tanto, los crujidos del piso de madera, de algún mueble, se escuchan, inconcebibles de tan nítidos, y no el rumor de la llovizna que cae y envuelve la llanura entera con su blancura densa y silenciosa, pero sí el agua acumulada en travesaños, en árboles, en desaguaderos, que desde hace un buen rato ha empezado a gotear o a correr en chorritos indecisos y entrecortados. Por fin Bianco se levanta, decidido y macizo, y, sin ninguna vacilación y mesándose al mismo tiempo con la mano blancuzca que relumbra en la penumbra los cabellos color ladrillo, atraviesa la sala y entra en el comedor. Gina está sentada ante la mesa, con los dedos apoyados en las sienes y los ojos cerrados que se abren cuando oye abrir la puerta de la sala. Sobre la mesa hay una de las imágenes boca abajo, de modo que sólo puede verse su reverso azul indiferenciado.

Bianco se detiene junto a ella.

—Racimo —dice.

Gina sacude la cabeza.

—Nuez —dice, y con dos dedos largos y delicados da vuelta la estampa y muestra, sobre la mesa, el óvalo marrón claro, lleno de anfractuosidades simétricas, resaltando contra un fondo blanco.

Cuando entra en el dormitorio, advierte que, antes de la cena, Gina ha arreglado la cama.

El cubrecama de tela sedosa, a rayas blancas y verdes, brilla a la luz de la lámpara, y Gina, que aparece por la otra puerta, ya está en camisón, y bostezando y desperezándose, levanta el cubrecama y se mete bajo la frazada. Con calma, Bianco se desviste, despacio, con meticulosidad, pensando en el cuerpo juvenil, lleno de redondeces oscuras, ya un poco tibio sin duda, que estará contra el suyo unos minutos más tarde. Pero cuando entra en la cama, Gina está dormida. Bianco la contempla: el cuerpo de Gina, esa aglomeración insensata de materia, él lo tiene delante, puede palparlo con sus manos blancas y ya un poco rugosas en el dorso, traerlo hasta su interior a través de las yemas de los dedos, con los labios, con la punta de la lengua, en una formación de sensaciones confusas y deliciosas, pero lo impalpable de adentro se le escapa, ese soplo inaccesible en el que tal vez se mecen ahora en su nuevo estado recuerdos incomunicables y únicos, sensaciones propias que Gina le arranca, con su cuerpo, al mundo ávido y espeso. Bianco apaga la luz y se hunde entre las sábanas. Cuando se despierta, la luz gris de la mañana entra por la claraboya. Gina, en camisón, está arreglándose frente al espejo y cuando advierte que él está con los ojos abiertos, clava los suyos en ellos a través del espejo, y le dice, con convicción y naturalidad: «Me penetró y, dos veces, sin sacarla, me hizo acabar.»

Bianco salta en la cama, gritando, y Gina se despierta.

—¿Qué pasa? —dice.

Bianco no le responde y se hunde otra vez entre las sábanas. Gina, murmurando palabras incomprensibles, se levanta y empieza a caminar, descalza, por el dormitorio. La cabeza hundida contra la almohada, con los ojos bien cerrados, Bianco la oye pasear, indecisa, por la pieza. El sueño que acaba de tener, y que hubiese debido llenarlo de asco, de odio, le produce una excitación inesperada, intensa, a tal punto que, aferrándose el sexo con la mano, lo aprieta y se da vuelta, apoyándose contra el respaldar, para mirar a Gina que ahora, bien real, se ha desnudado frente al espejo del lavatorio para lavarse. Gina advierte su mirada y, soñolienta, y a través del espejo, de la misma manera que en el sueño, le sonríe. Bianco alcanza a distinguir todavía, dentro de sí mismo, como dos cursos de agua que están por juntarse y confundirse en uno solo, los ramalazos de odio y deseo que se precipitan y lo arrasan, y trata de seguir fijando en Gina una mirada neutra, larga, sin preeminencias ni interrogaciones, pero Gina comprende y, dejando sobre el lavatorio la jarra que ha estado empezando a inclinar hacia la palangana, viene a la cama y se tira en ella boca abajo. Sus nalgas se inflan, oscuras y elásticas, lisas, en tanto que el vello finísimo, en la parte posterior de los muslos, se eriza lento y diminuto. Con la cara aplastada contra las rayas verdes y blancas de la sobrecama, Gina alza la mirada y ve que Bianco tiene los ojos en sus nalgas. Una sonrisa pesada, que empieza siendo burlona pero termina mezclándose con relentes soñadores y dolorosos, aparece en sus ojos más que en sus labios. «Mi culo», dice Gina, marcando bien cada una de las sílabas en una entonación de asombro enojoso, de reproche, considerando impensable que esa parte de su cuerpo que para ella es remota, indiferente, casi extranjera, pueda ejercer en Bianco tanta fascinación, pero en seguida, casi a su pesar, entrecierra los ojos y empieza a respirar rápido y a mover la lengua, frenética, en el interior de su boca, de tal modo que la punta rojiza, que aparece a veces, fugaz, en el exterior, le infla y desinfla las mejillas, mientras su vientre, aplastado contra las rayas blancas y verdes de la sobrecama, empieza a realizar un movimiento circular que se propaga por todo el cuerpo y sobre todo por las nalgas redondas y lustrosas. Bianco sale de la cama y se desnuda. Al odio, al deseo, se suma ahora el terror, la convicción de que el deseo de Gina es independiente, autónomo del suyo propio, como una ondulación que viene de más lejos que todos los propósitos, todos los sentimientos y todas las determinaciones. Agarrándola de los hombros, la hace girar y la pone boca arriba. Una franja de vello, vertical, parte del ombligo de Gina y se estira a través de su vientre, hasta formar con el triángulo del pubis una flecha negra que parece indicar, inequívoca, el camino al abismo rojizo. Bianco entra en ella. Aterrado, se deja caer contra el cuerpo que se sacude, en forma palpitante y casual, sin otra ley que las de sus propias transformaciones, sus apetitos químicos, sus tejidos ávidos y sus humores, materia arracimada en ganglios, en nervios, en piel, en sangre humeante, y se siente otra vez vencido, sin ganas de estar vivo ni de recomenzar, soplo preso en las garras excremenciales de lo secundario, hasta que borrando incluso su asco y sus vacilaciones, arrastrándolo durante un tiempo incalculable por un pasadizo negro, sobreviene el orgasmo, la lluvia súbita de esperma que libera, fecunda y perpetúa.